III

EN TRELINGAR-CASTLE

EN el momento en que se abría la puerta del pabellón, el intendente Scarlett se preparaba a franquear la verja del patio de honor para ir a Kanturk, siguiendo las instrucciones de lord Piborne. Los perros del conde Ashton, sintiendo a Birk, se pusieron a ladrar con furia.

Temiendo Hormiguita que de aquí resultase una lucha en la que Birk tendría la desventaja del número, le hizo seña para que se alejase, y el obediente animal fue a apostarse tras un zarzal para no ser visto.

Al ver a este joven que se presentaba a la puerta del castillo, mister Scarlett le gritó que se aproximara.

—¿Qué quieres? —le dijo duramente.

Pues si el intendente se mostraba dulce con los grandes personajes, era brutal con los niños; una amable naturaleza, ¿no es cierto?

Las palabras fuertes no intimidaban al niño. Las había oído en casa de la Hard, con Thornpipe, en la Ragged-School. Pero como era conveniente, se quitó su gorra y avanzó hacia mister Scarlett, a quien no tomó por su señoría lord Piborne, dueño del dominio de Trelingar.

—¿Dirás lo que vienes a hacer aquí? —volvió a preguntar mister Scarlett—. Si quieres una limosna puedes marcharte. No doy a los andrajosillos de tu especie, no, ni un copper.

¡Qué de palabras inútiles, en medio de las que Hormiguita no lograba encontrar respuesta, apartándose para evitar las huidas del caballo! Al mismo tiempo, los perros por el patio continuaban su concierto de gruñidos. De aquí tal alboroto, que apenas si allí se podía oír nada. Mister Scarlett alzando la voz, añadió:

—Te advierto que si no te vas y te encuentro en los alrededores del castillo, te llevaré por las orejas a Kanturk, donde se te meterá en el workhouse.

Hormiguita no se turbó por las amenazas que le dirigían, ni por el tono con que eran formuladas. Aprovechando un momento de calma pudo al fin responder:

—No pido limosna, señor; no la he pedido nunca.

—¿Y no la aceptarías? —dijo irónicamente el intendente.

—No, de nadie.

—Entonces, ¿qué vienes a hacer aquí?

—Deseo hablar con lord Piborne.

—¿Con su señoría?

—Con su señoría.

—¿E imaginas que te va a recibir?

—Sí, pues se trata de una cosa muy importante.

—¿Muy importante?

—Sí, señor.

—¿De qué?

—Deseo no hablar de ello más que a lord Piborne.

—Pues bien, fuera de aquí. El marqués no está en el castillo.

—Le esperaré.

—No, al menos aquí.

—Volveré.

A otro que no fuera el duro Scarlett le hubiera llamado la atención la singular tenacidad de aquel niño y el tono resuelto de sus respuestas. Se hubiera dicho que si él venía a Trelingar-Castle era un motivo serio el que allí le había conducido, prestándole una atención complaciente. Pero él, irritándose, gruñó:

—No se habla así a su señoría, lord Piborne. Yo soy el intendente del castillo. A mí es a quien debes dirigirte, y si no quieres decirme lo que te trae…

—No puedo decírselo más que a lord Piborne, y le suplico que le avise.

—Chicuelo —respondió Scarlett levantando el látigo—, largo de aquí o los perros te morderán las piernas… Ten cuidado.

Y sobreexcitados por la voz del intendente, los perros empezaron a acercarse. Todo el temor de Hormiguita era que Birk, lanzándose fuera de su escondite, viniera en su ayuda, lo que hubiera complicado las cosas.

En este momento, a los furiosos ladridos de los perros, que ladraban con furor creciente, el conde Ashton apareció en el fondo del patio y avanzó hacia la verja.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Un mozo que viene a mendigar.

—Yo no soy un mendigo —repitió Hormiguita.

—Un galopín de los caminos.

—¡Huye, villano, o no respondo de mis perros! —exclamó el conde.

En efecto, estos animales que el joven Piborne trataba de contener, se mostraban muy amenazadores.

Pero he aquí que en el umbral de la puerta central lord Piborne apareció en toda su majestad, y advirtiendo entonces que mister Scarlett no había partido aún para Kanturk, bajó con mesurado paso las escaleras, atravesó el patio y se informó de la causa del retardo y del ruido.

—Excúseme su señoría… Es este mendigo que se empeña…

—Por tercera vez, señor —insistió con firmeza Hormiguita—, le digo que no soy un mendigo.

—¿Qué quiere este mozo? —preguntó el marqués.

—Hablar con su señoría.

Lord Piborne dio un paso, tomó una actitud feudal y, enderezándose, dijo:

—¿Ha venido a hablarme?

No le tuteó, aunque era un niño. Suma distinción; el marqués no había jamás tuteado a nadie, ni a la marquesa, ni al conde Ashton, ni hasta a su nodriza cincuenta años antes.

—Hable —añadió.

—¿El señor marqués estuvo ayer en Newmarket?

—Sí.

—¿Ayer por la tarde?

—Sí.

Mister Scarlett estaba asombrado. ¡Aquel chicuelo interrogaba a su señoría y éste se dignaba responderle!

—Señor marqués —añadió el niño—, ¿ha perdido una cartera?

—En efecto… y esa cartera…

—La he encontrado en Newmarket, y se la traigo.

Y tendió a lord Piborne la cartera cuya desaparición había causado tantas confusiones, autorizado tantas sospechas y comprometido tantos inocentes en Trelingar-Castle. Aunque fuese duro para su amor propio, la falta era de su señoría, y la acusación contra los criados caía por sí sola, y el viaje del intendente se hacía innecesario.

Lord Piborne recibió la cartera, en el interior de la cual estaban escritos su nombre y dirección, y vio que contenía los papeles y el cheque contra el Banco.

—¿Es usted quien la ha encontrado? —preguntó.

—Sí, señor marqués.

—¿Y sin duda la ha abierto?

—La he abierto para saber a quién pertenecía.

—Ha visto que había un cheque. ¿Pero tal vez no conocía su valor?

—Un cheque de cien libras —respondió Hormiguita sin dudar.

—Cien libras, ¿qué valen?

—Dos mil chelines…

—¡Ah! ¿Sabe esto, y no ha tenido el pensamiento de apropiárselo?…

—Yo no soy un ladrón, señor marqués —dijo orgullosamente Hormiguita—, como tampoco soy un mendigo.

Lord Piborne había cerrado la cartera, después de sacar de ella el cheque, que guardó en su bolsillo. En cuanto al joven, después de saludar, daba algunos pasos atrás cuando su señoría le dijo, sin dejar ver, por otra parte, que aquel acto de honradez le hubiera conmovido:

—¿Qué recompensa quiere por haber traído la cartera?…

—¡Bah! Algunos chelines —dijo el conde Asthon.

—O algunos peniques, es todo lo que vale —se apresuró a añadir mister Scarlett.

Hormiguita se sintió molesto al ver que se le regateaba cuando nada había reclamado, y dijo:

—Nada se me debe; ni peniques ni chelines.

Y se dirigió hacia el camino.

—Espere —dijo lord Piborne—. ¿Qué edad tiene?

—Muy pronto diez años y medio.

—¿Y su padre… su madre?…

—No tengo ni padre ni madre.

—¿Vuestra familia?

—No tengo familia.

—¿De dónde viene?

—De la granja de Kerwan, en la que he vivido cuatro años, y la que he abandonado hace cuatro meses.

—¿Por qué?

—Porque el labrador que me había recogido ha sido arrojado por los agentes.

—¡Kerwan! —repitió lord Piborne—. Creo que pertenece a los dominios de Rockingham.

—Su señoría no se equivoca —respondió el intendente.

—Y ahora, ¿qué va a hacer? —preguntó el marqués a Hormiguita.

—Voy a volver a Newmarket, donde hasta ahora he encontrado medios de ganarme la vida.

—Si quiere quedarse en el castillo, se le podrá ocupar de un modo o de otro.

Ciertamente la oferta era obsequiosa, pero no se imagine que fuese inspirada por el corazón de aquel altivo e insensible lord Piborne, ni que fuese acompañada de una sonrisa o una caricia. Comprendiolo Hormiguita, y en lugar de responder apresuradamente, reflexionó. Lo que había visto del castillo de Trelingar le daba que pensar.

Sentíase poco atraído hacia su señoría y hacia su hijo Ashton, y nada hacia el intendente Scarlett, cuya brutal acogida le había indignado. Además, tenía a Birk; si a él se le quería, seguro que a Birk no, y jamás se hubiera resuelto a separarse de su compañero de los buenos y malos días.

Sin embargo, aquella proposición, en aquellas circunstancias, era un golpe de fortuna. Así, su razón le decía que debía aceptar, que quizá se arrepentiría de haber vuelto a Newmarket. El perro era un obstáculo, es verdad, pero ya encontraría ocasión de hablar de esto. ¿Se consentiría en admitirle aunque fuese en calidad de perro de guarda? Además, él sería empleado con algún sueldo en el castillo, y economizando…

—Y bien, ¿te decides? —gruñó el intendente que hubiera deseado verle irse al diablo.

—¿Cuánto ganaré? —preguntó resueltamente Hormiguita, poseído de su espíritu práctico.

—Dos libras al mes —respondió lord Piborne.

¡Dos libras al mes! Eso le pareció fabuloso, y en realidad era una fortuna inesperada para un niño de su edad.

—Doy las gracias a su señoría y acepto su ofrecimiento. Haré lo posible por agradarle.

Y he aquí cómo Hormiguita, admitido el mismo día en el castillo con beneplácito de la marquesa, se vio elevado ocho días después a las eminentes funciones de groom del heredero de los Piborne.

Durante esta semana, ¿qué había sido de Birk? ¿Había osado su dueño presentarlo en el patio? No, pues hubiera recibido mala acogida.

El conde Asthon tenía tres perros, a los que quería casi tanto como a sí mismo. Vivir en su compañía satisfacía sus gustos y el empleo de su inteligencia. Eran animales de raza, cuya línea se remontaba a la conquista normanda, o por lo menos tres soberbios pointers de Escocia de mal genio. Cuando un perro pasaba por delante de la verja, preciso era que huyese pronto si no quería ser devorado por aquellas bestias, a las que el picador enseñaba este género de canibalismo. Así, Birk se había contentado con andar por los anejos, esperando a que llegase la noche y el nuevo groom le trajese algo de lo que le había reservado de su propia comida. Síguese de aquí que ambos adelgazaban… ¡Bah! ¡Ya vendrían días más felices en que engordarían!

Entonces comenzó para el niño una vida muy diferente a la que había llevado. Sin hablar de los años pasados en casa de la Hard, en la Ragged-School, y para no establecer más comparación que su existencia en la granja de Kerwan; ¡qué cambio en su situación! Entre la familia MacCarthy él era de la casa, y el yugo de la servidumbre no pesaba sobre sus hombros. Pero en el castillo no inspiraba más que una completa indiferencia. El marqués le miraba como uno de esos cepillos de pobres en el que ponía dos libras al mes; la marquesa, como un animalito de antecámara, y el conde como un juguete que se le regalaba, omitiéndose hasta la recomendación de que no lo rompiera. En lo que concernía a mister Scarlett, atestiguaba su antipatía por molestias constantes, y no le faltaban ocasiones para proporcionárselas. Los criados se creían muy por encima de aquel niño abandonado que lord Piborne había creído deber admitir en Trelingar-Castle. ¡Qué diablo! Los criados de buenas casas tienen su orgullo; el orgullo de una posición adquirida desde largo tiempo, y no les gusta rozarse con vagabundos. Así se lo hacían sentir en los múltiples detalles del servicio y en las comidas en la sala común. Hormiguita no dejaba escapar una queja, y desempeñaba las obligaciones lo mejor que podía. Pero ¡con qué satisfacción iba al cuartito que ocupaba aparte, después de haber ejecutado las últimas órdenes de su amo!

Sin embargo, encontró una mujer que se interesó por él. Era la encargada de lavar la ropa blanca en el castillo. Se llamaba Kat. Tenía cincuenta años y siempre había vivido en el dominio, donde acabaría probablemente sus días, a menos que mister Scarlett la despidiese, lo que ya había intentado, pues la pobre Kat no tenía la fortuna de agradarle. Un colono de lord Piborne, sir Edward Kinney, gentleman muy apreciado, afirmaba que ella había lavado en tiempos de Guillermo el Conquistador. La poca caridad de los que la rodeaban no la había contagiado. Tenía un excelente corazón, y Hormiguita sintiose muy feliz de encontrar algún consuelo junto a ella.

Así pues, cuando el conde salía sin llevar al groom, éste y Kat conversaban. Y cuando el niño había sido maltratado por el intendente o por algún criado, le decía:

—¡Paciencia!… No hagas caso de lo que dicen. El mejor de ellos no vale nada y no conozco uno solo que hubiera devuelto la cartera.

¡Tal vez Kat tenía razón, y hasta es creíble que aquellas gentes poco escrupulosas mirasen a Hormiguita como un bobalicón, por haber sido tan honrado!

Se ha dicho que un groom era una especie de juguete que el marqués y la marquesa habían regalado al conde Ashton. Un juguete: la palabra es justa. Con él se divertía aquel niño caprichoso. Le daba órdenes irracionales, la mayor parte, para darle contraórdenes sin motivo. Le llamaba diez veces por hora. Le obligaba a vestirse su gran o pequeña librea, de múltiples colores, donde había centenares de botones, como los de un rosal en primavera. Nuestro joven parecía un guacamayo de los trópicos. Hacerle marchar tras él, a veinte pasos, con los brazos caídos sobre el pantalón, no solamente por las calles, sino por el parque, era para el vanidoso joven el colmo de la satisfacción. Hormiguita se sometía a esto con una puntualidad irreprochable. Obedecía como una máquina. Si le hubierais visto con los riñones encorvados, los brazos cruzados sobre el pecho, de pie ante el caballo del cabriolé, esperando a que montase su amo, y después, cuando el vehículo estaba en marcha, lanzarse para subir a riesgo de romperse la cabeza sujetándose a la capota. Y el cabriolé dirigido por una mano inhábil rodaba sin cuidarse del sitio por donde pasaba ni de los transeúntes. ¡Era bien conocido en Kanturk!

En fin, a condición de prestarse, sin hablar palabra, a todos los caprichos de su amo, Hormiguita no era desgraciado. Esto duraría lo que el juguete gustara. Verdad es que con aquel joven gentleman tan mal criado, tan caprichoso, convenía esperar cambios súbitos.

Los niños acaban por fastidiarse de sus juguetes y los tiran, si no los rompen. Pero Hormiguita estaba bien resuelto a no dejarse hacer pedazos. Además, esta situación en Trelingar-Castle no la consideraba más que como una espera. A falta de cosa mejor, la había aceptado hasta que se le presentara otra ocasión para ganarse la vida. Su ambición infantil iba más allá de las funciones de groom. Su orgullo sufría con esto. Aquella abstracción de sí mismo ante el heredero de los Piborne, al que se sentía superior, le humillaba. ¡Sí! Superior, aunque el conde Asthon recibía aún lecciones de latín, historia, etc., pues tenía maestros que trataban de llenarle de ciencia como se llena de agua un cántaro. De hecho, su latín no era más que latín de perro, expresión equivalente en Inglaterra a la de latín macarrónico, y su ciencia histórica se limitaba a lo que leía en el Libro de Oro, de la raza equina.

Si Hormiguita ignoraba cosas tan bellas, sabía reflexionar a los diez años. Apreciaba a este hijo de familia en su justo valor, y se ruborizaba algunas veces de las funciones que desempeñaba cerca de él. ¡Ah! ¡Cuánto echaba de menos el trabajo vivificante y sano de la granja, y también su existencia en medio de los MacCarthy, de los que no había tenido noticias! Con la lavandera era con la única con quien podía abandonarse a sus impulsos. Además, muy pronto se presentó la ocasión de probar la amistad de la buena mujer.

Lugar es éste de decir que el pleito con la parroquia de Kanturk había sido fallado a favor de la familia Piborne, gracias al acta llevada por Hormiguita. Mas lo que éste había hecho parecía olvidado.

Junio y julio habían pasado. Birk, mal que bien, pudo ser alimentado. Parecía comprender la necesidad de mostrar una extrema prudencia cuando rondaba por los alrededores del parque. Por otra parte, Hormiguita había cobrado tres veces sus dos libras mensuales, lo que formaba la gruesa suma de seis libras, inscrita en su agenda, en la que la columna de gastos estaba intacta.

Durante aquellos tres meses, la ocupación de lord y lady Piborne había consistido únicamente en recibir y devolver visitas a los personajes de la vecindad; y claro es que en estas recepciones los landlords no hablaban más que de la situación de los propietarios irlandeses. ¡Y cómo trataban de las reivindicaciones de los colonos, de las pretensiones de la liga agraria de mister Gladstone, entonces de edad de setenta y tres años; de mister Gladstone, que se confesaba partidario de la libertad de Irlanda, y de mister Parnell, al que consideraban caritativamente la más alta potencia de la isla Esmeralda! Una parte del verano transcurrió así. Generalmente lord Piborne, lady Piborne y su hijo abandonaban el castillo para un viaje de algunas semanas, casi siempre a Escocia, a las tierras patrimoniales de la marquesa. Por excepción, aquel año el viaje debía consistir en una excursión que las tradiciones del gran mundo imponían a los señores de Trelingar y que todavía no habían cumplido. Se trataba de admirar la región de los lagos de Killarney, y habiendo recibido el proyecto la aprobación de la marquesa, lord Piborne fijó la partida para el 3 de agosto.

Se equivocaba Hormiguita si pensó que tal excursión le dejaría algunas semanas de libertad en el castillo. Puesto que lady Piborne se hacía acompañar de su doncella Marion, y lord Piborne sería seguido de su ayuda de cámara, el conde no podía privarse de los servicios de su groom. Y sobrevino una dificultad. ¿Qué haría de Birk? ¿Quién se ocuparía de él? ¿Quién le alimentaría?

Hormiguita se decidió a poner a Kat al corriente de la situación, y Kat se encargó de Birk.

—No tengas cuidado, hijo mío —respondiole—. Quiero a tu perro como te quiero a ti y no sufrirá nada durante tu ausencia.

Hormiguita besó a Kat en ambas mejillas y después de haberle presentado a Birk en la tarde anterior a la marcha se despidió del fiel animal.

Share on Twitter Share on Facebook