IX

UNA IDEA COMERCIAL DE BOB

UN mes después, en el camino que baja hacia el sureste de Cork en dirección a Youghal, atravesando los territorios orientales del condado, un niño de once años y otro de ocho iban empujando una ligera carreta arrastrada por un perro. Eran Hormiguita y Bob. El perro, Birk.

Los consejos de Grip habían producido su efecto. Antes de haberle encontrado, Hormiguita soñaba con abandonar Cork para ir a Dublín a probar fortuna. Después del encuentro, se decidió a realizar su sueño. No os imaginéis que no había reflexionado en las consecuencias de aquella grave determinación; era abandonar lo cierto por lo dudoso, ¿por qué ocultarlo? Pero en Cork no tenía esperanzas de mejorar su situación. Por el contrario, en Dublín, un inmenso campo se abría a su actividad. Consultada la opinión de Bob, éste se declaró dispuesto a partir al día siguiente, y la opinión de Bob merecía ser tomada en consideración.

Nuestro héroe retiró sus economías de casa del editor, el que no dejó de hacerle algunas observaciones sobre sus futuros proyectos. Nada consiguió de aquel niño tan superior a su edad, y que no tenía la costumbre de pagarse de quimeras, disposición muy común a los Paddys de todas las épocas. No; Hormiguita estaba resuelto a seguir los caminos que llevan arriba; era el único medio de subir, y su precoz instinto le decía que abandonar Cork por Dublín era subir hacia el porvenir.

Y ahora, ¿qué vía tomaría y qué medios de transporte? El camino más corto era el que sigue el ferrocarril hasta Limerick, y de Limerick a través de la provincia de Leinster hasta Dublín. El medio de transporte más rápido era el tren desde Cork hasta la capital de Irlanda; pero este medio de locomoción era costoso: una guinea por persona, y Hormiguita quería economizar lo más posible. Teniendo buenas piernas ¿para qué ir en tren? De la cuestión del tiempo no había por qué inquietarse. Se llegaría cuando se llegase. El tiempo era bueno, y los caminos del condado no son malos de mayo a septiembre. Y como ventaja, el viaje, en vez de costar mucho, podría producir algo.

Tal había sido la preocupación de nuestro joven negociante.

Ganar dinero en vez de perderlo en el camino; continuar de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, el tráfico de Cork; vender periódicos, folletos, artículos de librería… en una palabra, hacer el comercio dirigiéndose a Dublín.

Y para ejercer el comercio, ¿qué era preciso? Nada más que una carreta, en la que llevaría los géneros, preservados del polvo o de la lluvia con un lienzo encerado. A esta carreta iría Birk enganchado, y los dos niños la empujarían por detrás. Así se recorrería el camino del litoral, en el que hay ciudades de cierta importancia como Waterford, Wexford, Wicklow, y también diversas estaciones balnearias muy frecuentadas en aquella época del año. Había que andar cerca de doscientas millas en estas condiciones, cierto; pero no importaba: se emplearían dos, tres meses; esto era lo de menos si la tienda ambulante realizaba ganancias mientras llegaba al fin.

El 18 de abril, un mes después de haber encontrado a Grip en Queenstown, Hormiguita, Bob y Birk, el uno tirando y empujando los otros, iban por el camino de Cork a Youghal, donde llegaron por la mañana, sin sentir gran fatiga. No tenían por qué quejarse, y en todo caso, no era Birk quien hubiera pensado en gruñir. Los niños trabajaban tanto como él. La carreta, muy ligera y de dos ruedas, había sido una ganga, de la que Hormiguita se aprovechó en casa de un mercader de Cork. Los géneros consistían en periódicos comprados en las estaciones, folletos políticos, algunos bastante pesados de ideas y de estilo; papel para cartas, lápices, plumas y otros objetos de escritorio; paquetes de tabaco, cuya provisión sería renovada… y en fin, otros diversos artículos. Todo pesaba poco, y todo se vendía corrientemente con un bonito beneficio.

¿Qué queréis? Las gentes de las ciudades se interesaban por aquellos dos niños: el uno serio como un negociante práctico, y el otro tan sonriente ¡qué hubiera dado vergüenza regatear con él!

La carreta llegó a Youghal, un pueblo de seis mil habitantes con un puerto de cabotaje en el fondo de la ensenada del Blackwater. Un país donde se honra a la patata. ¿Podrá olvidar nunca Paddy que en los alrededores de Youghal fue donde sir Walter Raleigh hizo la primera prueba ensayo de esos tubérculos, que son actualmente el verdadero pan de Irlanda?

Hormiguita pasó el resto del día en Youghal. No consintió en descansar más que después de haber repuesto sus artículos, que serían vendidos en el camino de Dungarvan. Una sustanciosa comida en una posada, un lecho para él y Bob y para el perro; esto encontraron. Al día siguiente se dirigió a la aldea más próxima deteniéndose en las granjas; había dos o tres por milla. En ellas estacionaba la carreta al atardecer, pues no convenía arriesgarse por las noches en los caminos. Sí, era preferible, aunque Birk fuese perro capaz de defender a su amo y a sus mercancías.

Hormiguita recordaba lo que en otra época había sufrido en los caminos de Connaught. ¡Qué cambio desde entonces! ¡Qué diferencia entre su carreta y la del brutal Thornpipe, aquella caja oscura donde apenas respiraba! También había diferencia entre Birk y el perro del Thornpipe.

Nuestro héroe no hacía agitarse a la familia real y a la corte de Inglaterra moviendo el mecanismo. No vivía de la limosna, sino que realizaba beneficios diarios. Y además, ¡qué confianza en el porvenir, qué esperanza había de realizar en Dublín tanto o más que lo realizado en Cork!

Al salir de Youghal, tuvieron que atravesar un puente, a fin de llegar al camino de Dungarvan.

—¡He aquí un puente! —exclamo Bob—. ¡Jamás he visto ninguno tan largo!

—¡Tampoco yo! —respondió Hormiguita.

En efecto, medía doscientas setenta toesas. Estaba sobre la bahía de Blackwater y ahorraba el camino en un día.

La carreta rodó por los tablones de madera. Hacía una fresca brisa del oeste.

—Es como si se fuera en un barco —hizo observar Bob.

—Sí, Bob. Un barco empujado por el viento. Mira como éste nos lleva.

Atravesaron el puente. Entraron en el condado de Waterford, que confina con el de Kilkenny en la provincia de Leinster.

Hormiguita y Bob no se fatigaron. Caminaban sin apresurarse. ¿Para qué? Lo esencial era vender, y vender con fruto los artículos comprados en Youghal, antes de llegar a Dungarvan, donde se repondrían otra vez. Claro es que en dos o tres días la carreta hubiera podido trasladarse de Youghal a Dungarvan. Veinticinco o treinta millas, no hubiera sido más que un paseo. Pero si no existían más que raros pueblos, se encontraban numerosas granjas y no convenía desperdiciar la ocasión de ganar algo. El ferrocarril no pasa por estos puntos, y los campesinos se aprovisionan difícilmente de cosas usuales. Así Hormiguita estaba decidido a practicar a conciencia su oficio de forastero.

La tienda recibió buena acogida por todas partes. Todas las noches, después de estar instalados, Bob contaba los chelines y los peniques recogidos desde la mañana, y Hormiguita los anotaba en su «libro de caja» en la columna de productos, enfrente de la de gastos, donde figuraban los personales de alimento, cama, etc. Nada agradaba tanto a Bob como alinear las monedas; nada placía a Hormiguita tanto como adicionar su haber, y nada gustaba a Birk tanto como estar echado cerca de ellos que arreglaban sus negocios mientras llegaba la hora de dormir.

El 3 de mayo la carreta llegó a la aldea de Dungarvan. Estaba vacía, la carreta no la aldea, y había que reponer el género por completo. Esto fue fácil, pues con sus seis mil quinientas almas, Dungarvan no deja de tener cierta importancia. Es un puerto de cabotaje abierto, en la bahía de su nombre y hasta aventaja al de Youghal, pues se puede atravesar la bahía sin verse obligado a darle la vuelta.

Hormiguita permaneció dos días en Dungarvan. Tuvo una excelente idea; la de comprar algunos artículos de lana a bajo precio, los que en su opinión tendrían venta en el campo. La carga no era muy pesada y no incomodaría a Birk.

Así se continuó aquel provechoso viaje. Que no le abandonase la fortuna y Hormiguita llegaría a ser capitalista, cuando llegase a la capital. Por otra parte, si la expedición se cumplía sin incidentes dignos de ser relatados, estaba exenta de accidentes, por lo que había que felicitarse. Siempre buen tiempo. Ninguna aventura en el camino. ¿Quién había de maltratar a aquellos niños? Además, por aquellos parajes del sur de Irlanda no se encuentra mala gente. Estos pueblos no tienen esos instintos que empujan a actos culpables, ni son tan pobres como los de otros condados, como Cognnaught y Ulster. La mar es lucrativa. La pesca y el cabotaje alimentan al pescador o al marinero, y al labrador le favorece esta vecindad.

En estas condiciones favorables la carreta pasó Trenmore, a diecisiete millas de Dungarvan, y llegó, dos semanas después, a Waterford, a diecisiete millas de Tríamore, en el límite de Munster. Hormiguita iba por fin a dejar aquella provincia donde por tantas vicisitudes había pasado; su existencia en Limerick, en la granja de Kerwan, en el castillo de Trelingar, su viaje a los lagos de Killarney, su debut como comerciante en Cork. Había olvidado sus días de tristeza. Sólo recordaba los tres años pasados con la familia MacCarthy, como se recuerden las alegrías del hogar doméstico.

—Bob —le dijo—; te he prometido que descansaríamos en Waterford.

—Sí —respondió Bob—, pero no estoy cansado y si quieres que sigamos…

—No. Permaneceremos aquí algunos días.

—¿Sin hacer nada?

—Siempre hay que hacer, Bob.

En efecto, ¿no es nada visitar una agradable ciudad de veinticuatro mil habitantes, situada en la ribera del sur franqueada por un hermoso puente de treinta y nueve ojos? Añadamos que Waterford es un puerto muy frecuentado, lo que interesaba siempre a nuestro joven comerciante, el puerto más considerable del Munster oriental, y que posee un servicio regular de navegación con Liverpool, Bristol y Dublín.

Buscaron una posada conveniente, y dejando en ella la carreta fueron a los muelles, por donde pasearon algunas horas. Navíos que llegaban, navíos que partían; ¡cómo se habían de fastidiar un instante!

—Vamos —dijo Bob—, ¡qué si Grip viniese de pronto!

—No, Bob. El Vulcan no para en Waterford, y yo calculo que ahora debe de estar lejos… Por América.

—¿Allá abajo… allá abajo? —dijo Bob extendiendo el brazo hacia el horizonte de cielo y agua.

—Sí… creo que estará de vuelta cuando lleguemos a Dublín.

—¡Qué gusto volver a encontrar a Grip! ¿Estará negro todavía?

—Es probable.

—¡Oh! Esto no será obstáculo para quererle.

—Tienes razón, Bob; él me ha querido mucho cuando yo era tan desgraciado…

—Sí, como tú a mí —respondió el niño cuyos ojos brillaron de agradecimiento.

Si Hormiguita hubiera tenido prisa por llegar a Dublín, habría podido tomar pasaje en el paquebote que hacía el servicio de viajeros entre Waterford y la capital. Estas travesías cuestan poco. Vendida toda la mercancía, y llevada a bordo la carreta, los dos jóvenes y el perro se hubieran embarcado pagando algunos chelines solamente por sus asientos, y en doce horas estarían en Dublín. Y ¡qué placer navegar por el canal de San Jorge, por la superficie de aquel admirable mar de Irlanda, casi a la vista de las costas de tan variado aspecto! Una verdadera travesía, en un verdadero paquebote.

¡Viaje tentador! Pero Hormiguita tenía reflexión. Le parecía mejor no llegar a Dublín hasta después del regreso de Grip. Grip conocía la ciudad y dirigiría a los dos niños por medio de ella, de la que su imaginación hacía una cosa enorme, y donde de este modo no correrían el riesgo de perderse. Y además, ¿por qué interrumpir un viaje tan fructuosamente comenzado? Así pues, después de haber hecho, no sin trabajo, que Bob apreciase las circunstancias de un modo más conveniente, se decidió que el viaje continuaría en las mismas condiciones, subiendo hasta Dublín por el litoral del Leinster.

No hay que asombrarse, pues, de que a los tres días se les encuentre en el condado de Wexford, la carreta bien llena, arrastrada por el vigoroso Birk con infatigable arranque. Un borrico no lo hubiera hecho mejor, ni hasta un caballo. Verdad que para subir las cuestas, Hormiguita empujaba por detrás con el hombro.

Al fondo de la bahía de Waterford el camino abandona el litoral tan caprichosamente festoneado de ensenadas y caletas. La carreta perdió de vista aquella parte del mar donde se dibuja el cabo Carnsore, el punto más avanzado de la Verde Erin, en el canal de San Jorge.

Lejos de ser un país salvaje y desierto, aquel camino atravesaba ciudades, aldeas, granjas, y los diversos artículos de la tienda ambulante se vendieron a buen precio. Así, Hormiguita no llegó a Wexford antes del 27 de mayo, aunque en línea recta la distancia desde Waterford no sea más que de unas treinta millas. Pero ¡qué vueltas a derecha e izquierda había tenido que dar la carreta!

Wexford es algo más que un pueblo; es una ciudad de doce a trece mil habitantes, situada cerca del río Slaney, casi en su desembocadura. Parece una ciudad inglesa, trasladada en medio del condado de Irlanda. Esto obedece a que Wexford fue la primera plaza de armas que los ingleses poseyeron en aquel territorio, y hecha ciudad, la plaza ha conservado su primer aspecto. Tal vez Hormiguita sintió cierto asombro al ver tantas ruinas acumuladas y muros medio destruidos. Ignoraba la historia de esta comarca en tiempos de Jorge III, durante las crueles luchas entre católicos y protestantes; la espantosa carnicería de una y otra parte; los incendios y los destrozos que les acompañaban. Y quizás era mejor que lo ignorase, pues son terribles recuerdos que ensangrientan demasiado las páginas del pasado de Irlanda. Siempre lo sabría demasiado pronto.

Abandonando Wexford, la carreta, cuidadosamente cargada, siguió aún alejándose de la costa, que volvería a encontrar, a quince millas de allí, en las cercanías del puerto de Arklow. No hubo por qué quejarse, por dos razones. La primera, porque la población es mayor en aquella parte del condado, las ciudades más próximas entre sí y las granjas bastante cercanas, gracias al ferrocarril que por Arklow y Wicklow pone a Wexford en comunicación con Dublín.

La segunda es que el país es encantador. El camino se desliza entre espesos bosques de poderosas encinas y hayas, entre las que se destaca la encina negra, tan hermosa en tierra gálica. El campo está abundantemente regado por el Slaney, el Ovoca y otros tributarios, teñidos de tanta sangre en la época de las querellas religiosas. ¡Y pensar que este rincón del suelo irlandés, rico en minerales de azufre y cobre, vivificado por los ríos que bajan de las vecinas montañas, que arrastran partículas de oro, fue el sitio que el fanatismo eligió para sus abominables excesos! En Enniscorthy, en Fernes y en otros muchos puntos, hasta Arklow, fue donde los soldados del rey Jorge, el año 1798, combatieron a treinta mil rebeldes. ¡Así llamaban a los que defendían su patria y su fe!

Hormiguita hizo alto en el puerto de Arklow, concediendo un día de descanso a su personal, palabra que está justificada si se quiere considerar a Birk como persona.

Arklow, con sus cinco mil seiscientos habitantes, forma un puerto de pesca donde reina la mayor animación. El puerto está separado de alta mar por largos bancos de arena. A los pies de las rocas tapizadas de fuco, se cogen las ostras en cantidad considerable y cuestan poco.

—Seguro que nunca has comido ostras —preguntó al goloso de Bob.

—Nunca.

—¿Quieres probarlas?

—Sí.

Y las probó; pero no fue más allá de la primera.

—Me gusta más la langosta —dijo.

—Es que aún eres muy joven, Bob.

Bob replicó que no deseaba otra cosa sino llegar a la edad de la razón, en que se puede apreciar a esos moluscos en su justo valor.

El 19 de junio por la mañana, acababan su jornada en Wicklow, la capital del condado de este nombre que confina con el de Dublín.

¡Qué admirable comarca acababan de atravesar, una de las más curiosas de Irlanda, casi tan frecuentada por los turistas como la región de los lagos de Killarney! ¡Qué conjunto pintoresco y variado para dar solaz a los ojos! Aquí y allá montañas que rivalizan con las más hermosas de Donegal, o de Kerry, lagos naturales, como el de Bray y Dan cuyas límpidas aguas reflejan las antigüedades esparcidas por sus riberas. Después, en la confluencia de los cursos del Ovoca, el valle de Glendalough con sus antiguas capillas construidas a orillas de un lago bordeado de brillantes rocas, y la cañada enriquecida por las siete iglesias de Saint-Kevin, donde afluyen los peregrinos de toda Irlanda.

¿Y el comercio? Mejor que mejor. Siempre la misma acogida a los jóvenes forasteros. ¡Ah! ¡Es que estaban lejos de los condados pobres del noroeste, en aquella parte relativamente rica de Irlanda!

La vecindad de la gran capital ejercía su influjo. Y, en efecto, a partir de Arklow, el camino costero ofrece numerosas estaciones de baños de mar, ya muy frecuentadas por las familias de Dublín. Todo este mundo elegante tiene dinero, y en estas estaciones circulan más guineas que chelines en los pueblos de Sligo o de Donegal. El talento estaba en atraerlos a la caja de nuestro joven comerciante; y esto se realizaba poco a poco, y seguramente Hormiguita habría doblado su fortuna antes de llegar al término del viaje.

Además, Bob había tenido una idea… sí… una idea muy ingeniosa, una idea suya exclusivamente, que debía producir un ciento por ciento de beneficios explotándola en ese mundo de niños ricos, huéspedes habituales de las playas de Wicklow… una idea genial, en fin.

Bob, lo sabía por experiencia, era muy hábil para coger nidos, y éstos abundan en los árboles de los caminos de Irlanda.

Hasta entonces Bob no había sacado provecho alguno de estas habilidades. Una o dos veces solamente, ya cogiendo un nido de la copa de un haya, ya atrapando pájaros con cepo —una sencilla planchita con tres pedazos de madera en forma de cuatro—, había ganado alguna moneda, vendiendo sus cautivos. Pero antes de abandonar Wicklow, la idea en cuestión se había aferrado a su cerebro, y de aquí la petición de comprar una caja lo suficientemente grande para contener unos treinta abejarucos, gorriones, jilgueros, pinzones y otros pajarillos de pequeño tamaño.

—¿Y para qué? —respondió Hormiguita—. ¿Es que te vas a dedicar a amaestrar pájaros?

—No…

—¿Qué quieres hacer con ellos?

—Dejarlos volar.

—¿Para qué meterlos en una caja, entonces?

Confesaréis que Hormiguita no podía comprender nada de aquello; pero lo comprendió cuando Bob le hubo explicado la cosa.

Sí. Bob se proponía dar libertad a los pájaros, mediante dinero, se entiende. Con su caja gorjeante iría entre aquellos niños no menos gorjeantes de los baños de mar. ¿Y quién de ellos rehusaría dar, a costa de algún penique, la libertad a los graciosos prisioneros de Bob? ¡Es tan encantador ver volar un pájaro cuando se ha pagado su libertad! ¡Es esto tan agradable al corazón de un niño, y sobre todo de una niña!

Bob no dudaba del éxito de su idea, y Hormiguita vio el lado práctico de la misma. Nada costaba probar. Se compró la caja, y no había Bob andado una milla más allá de Wicklow, cuando ya estaba llena de pájaros, impacientes de recobrar su libre vuelo.

Se puso en práctica la idea de Bob en numerosas estaciones balnearias donde afluían las familias. Allí, mientras Hormiguita se ocupaba de vender sus artículos, Bob, con su caja en la mano, iba a solicitar la compasión de los jóvenes gentlemen y de las jóvenes Misses para sus lindos prisioneros. La libertad se daba en medio de aplausos, la caja se vaciaba, y los peniques llovían en el bolsillo del pillo mozuelo.

¡Qué buena idea había tenido, y qué satisfacción cuando contaba por la noche su colecta antes de unirla a las ganancias ordinarias!

De este modo ambos niños, subiendo la costa hacia Dublín, se encontraron un día en Bray, en la tarde del 9 de julio.

Bray dista catorce o quince millas de Dublín, y está situado al pie de un promontorio llamado Lugnaquilla, de unos tres mil pies de altura. Merced a esta magnífica situación, el pueblo parece más delicioso aún que el Brighton de la costa inglesa. Ésta es, por lo menos, la opinión de mademoiselle de Bovet, que lo prueba describiendo las bellezas de la Isla Verde con un sentimiento delicado y artístico.

Figuraos una aglomeración de hoteles, de villas blancas, de costas, de quintas fantásticas, donde los habitantes y los extranjeros que afluyen durante la estación llegan a cinco o seis mil. Se puede decir que las casas bordean el camino hasta Dublín. Bray se comunica con la capital por un ferrocarril, cuyo terraplén desaparece alguna vez bajo el rocío de las olas que penetran furiosamente a través de la estrecha bahía de Killarney, que cierra al sur un soberbio promontorio. Muchas ruinas hay en las cercanías de Bray; ¿qué ciudad de Irlanda no las tiene? Restos de una antigua abadía benedictina, un grupo de esas torres llamadas «martello» que servían para defender la costa en el siglo XVIII, sin hablar de las baterías que la protegen en el XIX. Con un buen anteojo parecería que se podía ver los contornos de las montañas del país de Gales, más allá del mar de Irlanda. Hormiguita no lo pudo hacer, primero porque no poseía anteojo, y además porque tenía que abandonar a Bray más deprisa de lo que esperaba.

El número de los niños es considerable en aquellas playas arenosas, acariciadas por la resaca. Allí se reúnen esos pequeños gruesos y sonrosados, para los que la vida no ha sido más que un continuo encanto; mocitos en vacaciones, y niñas que juegan bajo las miradas de las madres o ayas. Pero no se estaría en Irlanda, si hasta en Bray, la miseria tradicional no es tuviera representada por una respetable banda de pordioseros que pasan el tiempo revolviendo las basuras de las playas.

Los tres primeros días fueron muy fructuosos desde el punto de vista comercial. Concluyéronse las mercancías. Éstas estaban compuestas de modo que agradasen a los niños, ofreciendo sobre todo esos juguetes sencillos que producen grandes beneficios. Los pájaros de Bob hicieron mágico efecto. Desde las cuatro de la mañana se ocupaba en tender sus redes y llenar la caja, que la infantil clientela se apresuraba a vaciar por la tarde. Sin embargo, no era preciso permanecer en Bray. El objeto era llegar a Dublín; ¡y qué alegría si el Vulcan se encontraba allí, en medio del puerto, y Grip en él!… Grip, del que no se tenían noticias desde dos largos meses.

Así pues, Hormiguita pensaba partir al día siguiente, sin prever la inesperada circunstancia que iba a precipitar su marcha.

Era el 13 de julio. A las ocho de la mañana, después de haber levantado sus redes, Bob volvía hacia el puerto, con su caja llena de pájaros, lo que le aseguraba una pingüe ganancia para el último día.

No había nadie en la playa.

En el momento en que volvía del muelle encontró a tres jóvenes de doce a catorce años, gentlemen de alegre humor, traje elegante, sombrero de marino echado atrás, blusas de lana fina con botones de oro y en el cuello el ancla reglamentaria.

La primera intención de Bob fue despachar su mercancía, que tendría tiempo de renovar antes de la hora del baño. Pero aquellos gentlemen con su aire burlón y sus modales algo libres, le hicieron dudar. No eran de los niños y niñas que daban de ordinario buena acogida a sus cautivos. Aquella trinidad parecía más bien dispuesta a burlarse de él y de su comercio, y le pareció prudente alejarse.

Pero no convenía esto a los tres mozuelos, el mayor de los cuales, un señorito cuya mirada denotaba mucha malicia natural, cortó el paso a Bob preguntando con tono brusco adónde iba.

—Vuelvo a mi casa —respondió el niño cortésmente.

—¿Y esa caja?

—Es mía.

—¿Y esos pájaros?

—Los he cogido con lazos esta mañana.

—¡Eh! Éste es el chiquillo que recorre la playa —exclamó otro—. Ya le he visto. Le conozco. Por dos o tres peniques pone en libertad uno de esos pájaros.

—Y esta vez… todos tendrán libertad… y por nada, ¡todos! —dijo el mayor.

Y dicho esto, arrancó la caja de manos de Bob, y la abrió. Los pájaros volaron. Esto era demasiado… Bob, dando gritos, repitió:

—¡Mis pájaros! ¡Mis pájaros!

Y los señoritos se abandonaron a una risa tan inmoderada como imbécil. Después, encantados de su mala acción, se disponían a marchar, cuando se oyeron interpelar de esta suerte.

—Señores, eso está mal hecho.

¿Quién hablaba así? Hormiguita, que acababa de llegar acompañado de Birk… Había visto el caso y repitió con voz enérgica.

—Sí; está muy mal hecho.

Y habiendo visto al mayor de los tres jóvenes, añadió:

—Después de todo… ¡No me asombra eso en el conde Asthon!

Era, en efecto, el heredero del marqués y de la marquesa. La noble familia de los Piborne había abandonado Trelingar-Castle por aquella estación de baños de mar, ocupando desde la víspera la más confortable de las villas del pueblo.

—¡Ah! ¡Es el pícaro de mi groom! —respondió con acento de profundo desprecio el conde Asthon.

—Yo mismo.

—Y si no me engaño… ése es el perro que mató a mi pointer… ¿Ha resucitado, pues? Yo creí haberle ajustado las cuentas.

—Nada tememos —respondió Hormiguita, a quien no imponía el aplomo de su antiguo amo.

—Pues bien, puesto que te encuentro, miserable boy, vas a pagarme lo que me debes —exclamó el conde Asthon, avanzando vivamente con el bastón levantado.

—Al contrario, usted va a pagar a Bob el importe de sus pájaros, señor Piborne.

—No… tú primero…

Y de un bastonazo el joven gentleman cruzó el pecho de Hormiguita. Éste, aunque de menos edad que su adversario, le igualaba en vigor y le pasaba en ánimos. Lanzose sobre el conde, le arrebató el bastón y le dio dos soberbios bofetones.

El descendiente de los Piborne quiso responder. No pudo. En un instante fue arrojado al suelo y sujeto bajo la rodilla de Hormiguita.

Sus dos camaradas quisieron intervenir y desasirle, pero Birk tuvo la misma idea, pues, enderezándose, la boca abierta, los dientes amenazadores, iba a hacer una buena si su amo, que se había levantado, no le hubiera contenido.

—¡Ven! —le dijo.

Y sin preocuparse del conde Asthon ni de los otros dos, que no se mostraban dispuestos a luchar con Birk, Hormiguita y Bob volvieron a su posada.

Después de una escena tan ofensiva para el amor propio del joven Piborne, lo más acertado era abandonar Bray lo antes posible. Si el golpeado se quejaba sería un mal asunto, aunque él hubiera sido el agresor. Tal vez, con una mejor apreciación de la naturaleza humana, Hormiguita hubiera debido reflexionar que aquel estúpido y vanidoso mozuelo se guardaría bien de contar su aventura, de la que hubiera tenido que ruborizarse. Pero no estando seguro de esto, arregló su cuenta, enganchó a Birk a la carreta, vacía entonces de mercancías, y antes de las ocho de la mañana Bob y él habían abandonado Bray.

La misma noche, muy tarde, nuestros jóvenes viajeros llegaron a Dublín, después de un camino de unas doscientas cincuenta millas, hechas en unos tres meses desde su partida de Cork.

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