VIII

PRIMER FOGONERO

ASÍ terminó el año 1882, señalado en el activo y pasivo de Hormiguita por tantas alternativas de buena y de mala fortuna; la dispersión de la familia MacCarthy, de la que no oyó hablar más, los tres meses pasados en Trelingar-Castle, el encuentro de Bob, la instalación en Cork y la prosperidad de sus negocios.

Durante los primeros meses del nuevo año, parecía que el comercio había llegado al máximo. Comprendiendo que no había de subir más, Hormiguita tenía siempre la idea de emprender alguna operación más fructífera, no en Cork, no, sino en una ciudad importante de Irlanda. Su pensamiento se dirigía a Dublín. ¿Por qué no se presentaría una ocasión?…

Transcurrieron enero, febrero y marzo. Los dos niños vivían economizando penique sobre penique. Afortunadamente, su pequeño peculio aumentó, gracias a una venta que dio en poco tiempo un buen beneficio. Tratábase de un folleto político relativo a la elección de mister Parnell, y del que Hormiguita obtuvo el privilegio exclusivo en las calles de Cork y de Queenstown. El que quería comprar este folleto tenía que dirigirse a él, a él solo, y Birk llevaba cargas de ellos en el lomo. Fue un verdadero éxito; y cuando hizo las cuentas en los primeros días de abril, había en caja treinta libras, dieciocho chelines y seis peniques. Jamás los niños habían tenido tanta riqueza.

Entonces hubo largos debates sobre la cuestión de alquilar una pequeña tienda cercana a la estación. ¡Sería tan bueno estar en su casa! Aquel diablo de Bob, que de nada dudaba, pensaba en ello. ¡Figuraos esa tienda con sus periódicos y artículos de librería, con un patrón de once años y un empleado de ocho, a cuya casa el recaudador vendría a cobrar los impuestos! Sí, era tentador, y aquellos dos niños tan dignos de interés sin duda hubieran hallado algún crédito… No les faltaría clientela… Hormiguita pesaba el pro y el contra. Y después, su idea era siempre trasladarse a Dublín, donde le llamaba no se sabe qué presentimiento.

En fin, dudaba y resistía a las instancias de Bob, cuando se presentó una circunstancia que iba a decidir de su porvenir.

Era un domingo; el 8 de abril. Hormiguita y Bob habían formado el proyecto de pasar el día en Queenstown.

El principal atractivo de aquella partida de placer era almorzar y comer en un modesto bodegón de marineros.

—¿Se comerá pescado? —preguntó Bob.

—Sí —respondió Hormiguita—, y hasta cabracho o langosta, si quieres.

—¡Oh! ¡Sí quiero!

Pusiéronse sus mejores vestidos, calzáronse sus zapatos bien lustrosos y partieron de mañana, con Birk, bien limpio.

Hacía un tiempo soberbio; el sol era primaveral; la brisa, cálida. La bajada del Lee a bordo de un ferry-boat fue un encanto. Había músicos a bordo, músicos callejeros cuya música excitó la admiración de Bob. El día comenzaba de una manera agradable, y sería delicioso si concluía lo mismo.

Apenas desembarcaron en el malecón de Queenstown, Hormiguita divisó una posada con el rótulo Old Seeman, que parecía dispuesta para recibirlos. A la puerta, en un banquillo, una media docena de crustáceos, moviendo sus patas, esperaban la hora de su muerte, si algún consumidor quería. Desde una de las mesas que se hallaban colocadas junto a la ventana, no se perdía de vista los navíos amarrados a los muelles del puerto.

Hormiguita y Bob iban, pues, a entrar en aquel lugar de delicias, cuando su atención fue atraída por un gran navío llegado la víspera a Queenstown, y que procedía a su limpieza dominical.

Era el Vulcan, un steamer de ochocientas a novecientas toneladas, que venía de América y debía marchar al siguiente día para Dublín. Esto al menos era lo que un viejo marinero, cubierto con un sombrero amarillo, respondió a las preguntas que le hicieron.

Ambos niños observaban el navío, cuando un mozo alto, con la cara y las manos manchadas de carbón, se aproximó a Hormiguita, le miró, abrió la boca, cerró los ojos y gritó:

—¡Tú!… ¡Tú!… ¡Eres tú!

Hormiguita quedó asombrado. Bob lo mismo… Aquel individuo le tuteaba… Y era negro… Sin duda se equivocaba.

Pero he aquí que el supuesto negro, moviendo la cabeza, le hizo aún más demostraciones.

—Soy yo… ¿No me conoces? Soy yo. Recuerda la Ragged-School… ¡Grip!

—¡Grip! —repitió Hormiguita.

Era Grip, y cayeron en brazos uno de otro, cambiando sus besos con tal efusión que Hormiguita salió negro como un carbonero.

¡Qué alegría volverse a ver! El antiguo vigilante de la Ragged-School era ahora un gallardo mozo de veinte años, vigoroso, bien puesto, que en nada recordaba a la víctima los andrajosos de Galway, a no ser porque conservaba su buena fisonomía de otro tiempo.

—¡Grip! ¡Grip! Eres tú. ¡Tú! —no cesaba de repetir Hormiguita.

—Sí… yo, que no te he olvidado, chiquillo.

—¿Y eres marinero?

—No… calentador a bordo del Vulcan.

Este nombre hizo impresión a Bob.

—¿Y qué calienta, señor? —preguntó—. ¿La comida?

—No… pequeño —respondió Grip—. ¡La caldera que hace marchar nuestra máquina, que hace marchar nuestro barco! Vamos, quiero decir que soy fogonero.

Hormiguita presentó a Bob a su antiguo protector de la Ragged-School.

—Una especie de hermano —dijo—, que he encontrado en el camino, y que te conoce bien, pues yo le he contado muchas veces nuestra historia. ¡Ah! ¡Mi buen Grip, tendrás muchas cosas que decirme, desde cerca de seis años que hace que nos separamos!

—¿Y tú? También muchas cosas ¿verdad?

—Pues bien; ven a almorzar con nosotros, en esa taberna donde íbamos a entrar.

—¡Ah! ¡No! —dijo Grip—. Vosotros seréis los que almorzaréis conmigo. ¡Ea! Venid a bordo.

—¡A bordo del Vulcan!

—Sí.

—¡A bordo ambos!

Bob y Hormiguita no podían creer a Grip.

—Era como si les hubiera propuesto llevarles al paraíso.

—¿Y nuestro perro?

—¿Qué perro?

Birk.

—¿Ese animal que da vueltas en torno a mí? ¿Es vuestro perro?

—Nuestro amigo, Grip. Un amigo como tú…

Grip se sintió lisonjeado por la comparación, y Birk recibió una caricia.

—¿Pero y el capitán? —dijo Bob, que manifestaba una duda muy natural.

—El capitán está en tierra y el contramaestre os recibirá como a unos milores.

Bob no dudó… ¡En compañía de Grip!

—Y además —añadió Grip—, es preciso que yo haga mi aseo, que me lave de la cabeza a los pies, ahora que he terminado mi servicio.

—¿Vas a estar, pues, libre todo el día?

—Todo el día.

—¡Bob, qué excelente idea hemos tenido en venir a Queenstown!…

—¡Ya lo creo! —dijo Bob.

—Y es preciso —añadió Grip— que tú te limpies también. Te he puesto negro, Hormiguita. ¿Te sigues llamando así, no?

—Sí, Grip.

—Me gusta mucho ese nombre.

—Grip, yo te querría abrazar una vez más.

—No te detengas, niño, puesto que te vas a remojar la nariz en una tina.

—¿Y yo? —dijo Bob.

—¡También tú!

Así lo hizo Bob, resultando no menos negro que Grip.

¡Bob! Esto se quitaría enjabonándose las manos y la cara a bordo del Vulcan, en el sitio donde se acostaba Grip. ¡Ir a bordo! Bob no podía creerlo.

Un instante después los tres amigos, y también Birk, embarcábanse en el you-you que Grip conducía, con extrema alegría de Bob al sentirse balanceado de aquel modo, y en menos de dos minutos estaban junto al Vulcan.

El contramaestre saludó afablemente a Grip, y éste hizo bajar a sus invitados por la chupeta de las calderas, y dejaron a Birk correr por el puente.

Una vez allí, llenaron de agua clara una cubeta que estaba al pie del sitio destinado a Grip, lo que les permitió recobrar su color natural. Después, mientras se vestía, Grip contó su historia.

Cuando el incendio de la Ragged-School, herido de bastante gravedad, entró en el hospital, donde permaneció unas seis semanas. Salió en perfecto estado de salud, pero sin recursos. La ciudad se ocupaba entonces en reconstruir la escuela, pues no se podía dejar a aquellos miserables abandonados en la calle, pero, recordando los años pasados en aquella abominable atmósfera, Grip no sentía deseos de volver a ella. Vivir entre mister O’Bodkins y la vieja Kriss, vigilar a aquellos desarrapados, tales como Carker y sus camaradas, no era oficio envidiable. Además, Hormiguita no estaba allí. Grip sabía que una hermosa señora se lo había llevado. ¿Dónde? Él lo ignoraba, y las gestiones que llevó a cabo con este objeto, al salir del hospital, no produjeron resultado.

Grip, pues, abandonó Galway. Recorrió los campos del distrito. Alguna vez encontró trabajo en las granjas en la época de la recolección, pero no un empleo fijo, lo que le inquietaba. Y fue de pueblo en pueblo, sufriendo grandes privaciones, pero menos desgraciado, sin embargo, que lo había sido durante su estancia en la Ragged-School. Un año después llegó a Dublín. Entonces tuvo la idea de navegar. El oficio de marino le parecía más seguro, más alimenticio que otro cualquiera. Pero a los dieciocho años es ya tarde para ser ayudante y hasta grumete. Pues bien, puesto que por su edad no podía embarcarse como marinero, toda vez que nada sabía de este oficio, se embarcaría como fogonero; y eso es lo que había hecho a bordo del Vulcan. Vivir en el fondo de la bodega, en medio de una atmósfera de polvo negro, respirando un ambiente sofocante, no es tal vez el ideal del bienestar, pero Grip era animoso, trabajador, resuelto, y tenía su existencia asegurada. Sobrio, celoso, se acostumbró a la vida de a bordo. Jamás recibió ningún reproche. Conquistó la estimación del capitán y de los oficiales, que se interesaban por aquel pobre diablo sin familia.

El Vulcan hacía viajes de Dublín a Nueva York o a otros puertos del litoral este de América. Durante dos años, Grip atravesó numerosas veces el océano, estando encargado de la colocación del lastre en la bodega y del servicio de combustible. Después tuvo ambición. Pidió ser empleado como fogonero a las órdenes de los maquinistas. Se le probó, y pronto satisfizo a sus jefes. Así, terminado el aprendizaje, se le confió la plaza de primer fogonero, y en este destino acababa de encontrar a Hormiguita en el muelle de Queenstown, a su antiguo camarada de la Ragged-School.

Aquel bravo mozo, de perfecta conducta, y poco amigo de las francachelas propias de los marinos mercantes, tenía economías, que veía engrosar mensualmente; unas sesenta libras que nunca había pensado en colocar a interés. ¡Sacar interés de su dinero! ¿No era inverosímil que Grip tuviese dinero que colocar?

Tal fue la historia que Grip contó alegremente. También Hormiguita contó la suya. Era ésta muy accidentada, y Grip no daba crédito a sus oídos cuando supo los dramáticos sucesos con Miss Anna Waston; aquella existencia honrada y feliz entre los labradores de Kerwan; las desgracias que cayeron sobre la familia, ahora dispersa, y de la que no tenía noticias; después, la opulencia de Trelingar-Castle, las proezas del conde Asthon, y, en fin, la manera como todo había concluido.

También Bob tuvo que dar algunos detalles biográficos de su vida. ¡La biografía de Bob! ¡Era tan sencilla, Dios mío! No sabía nada. Su vida comenzaba verdaderamente el día en que fue recogido en el camino, o más bien, pescado en la corriente del Dripsey, cuando había querido morir.

En cuanto a Birk, su historia era la de su amo. Así, se abstuvo de contarla, lo que hubiera hecho sin duda si se le hubiera suplicado.

—Y ahora, ¿no es tiempo de que almorcemos? —dijo Grip.

—¡No antes de haber visitado el navío! —respondió vivamente Hormiguita.

—¡Y subido a lo alto de los mástiles! —añadió Bob.

—Como queráis, chiquillos —respondió Grip.

Empezaron por bajar a la sala. ¡Qué placer experimentó nuestro comerciante en ciernes al ver aquel soberbio cargamento! Balas de algodón, azúcar, sacos de café, cajas de todas las formas que encerraban los productos exóticos del nuevo continente. Respiraba ansiosamente aquel penetrante olor de comercio. ¡Y decir que todas aquellas mercancías habían sido compradas muy lejos por cuenta de los armadores del Vulcan, y que iban a ser revendidas en los mercados del Reino Unido!… ¡Ah! Si alguna vez Hormiguita…

Grip interrumpió aquel sueño haciendo subir al niño al puente a fin de conducirle a los camarotes del capitán y de los oficiales, dispuestos bajo la toldilla, mientras Bob, saltando por los escalones de la jarcia, se montaba a caballo en las barras del palo de mesana. ¡No! Nunca había sido tan dichoso, tan alegre, tan ligero. ¿Había tal vez en él la levadura de un ayudante de marinero?

A las once, Grip, Hormiguita y Bob estaban sentados ante una mesa en la taberna del Old Seeman. Birk, sentado con el hocico junto al mantel. Dejamos imaginar si todos tenían apetito. Aquel almuerzo era invitación de Grip, y se compuso de huevos con manteca, jamón frío con una gelatina dorada, queso de Chester, todo remojado con una excelente cerveza espumosa. Hubo langosta, no cabracho, verdadera langosta de un blanco rosado, con su caparazón enrojecido, langosta de los ricos, que Bob declaró superior a todo lo mejor que se puede inventar para llenar el estómago.

Claro es que el comer no impedía hablar. Se hablaba con la boca llena, y si esto no se practica entre gentes elegantes, nuestros jóvenes invitados dieron como excusa que no tenían tiempo que perder.

Y entonces, ¡qué de recuerdos cambiados entre Grip y Hormiguita, mientras sufrían la existencia degradante de la Ragged-School! El suceso de la pobre gaviota; el regalo del famoso chaleco de lana, las abominaciones de Carker.

—¿Qué ha sido de él? —preguntó Grip.

—Ni lo sé, ni me importa —respondió Hormiguita—. La mayor desgracia que podría sucederme sería encontrarle.

—Estáte tranquilo, no le encontrarás. Pero puesto que vendes tantos periódicos, te aconsejo que los leas alguna vez.

—Lo hago.

—Pues bien, tú leerás uno de estos días que ese tunante de Carker ha muerto de una fiebre de cáñamo.

—¡Ahorcado! ¡Oh, Grip!

—Sí, ahorcado.

Después, los detalles del incendio de la escuela volvían a su memoria. Grip había salvado al niño con peligro de su propia vida, y era la primera vez que éste tenía ocasión de demostrarle su agradecimiento, lo que hacía estrechándole las manos.

—Desde que nos separamos, siempre he pensado en ti —dijo.

—Has hecho bien, chiquillo.

—No hay nadie más que yo que no haya pensado en Grip —exclamó Bob con el acento de un profundo disgusto.

—¡Si no me conocías más que de nombre, pobre Bob! Ahora me conoces.

—Sí, y hablaré siempre de ti cuando hablemos los dos y Birk.

Birk respondió con un ladrido confirmativo, que le valió un sandwich al que no dio más que un bocado. A despecho de lo que le afirmaba Bob, no parecía gustarle la langosta.

Se preguntó a Grip sobre sus viajes a América, y habló de las grandes ciudades de los Estados Unidos, de su industria y comercio, y Hormiguita le escuchaba con tal avidez que se olvidaba de comer.

—Y además —dijo Grip—, hay también grandes ciudades en Inglaterra: Londres, Liverpool y Glasgow.

—Sí, Grip, lo sabía. Lo he leído en los periódicos. Ciudades de comercio. ¡Pero está tan lejos!…

—No, no lejos.

—Para los marinos no; pero para los otros…

—Pues bien. ¿Y Dublín? —exclamó Grip.

—No está más que a trescientas millas de aquí. Se llega en un día y sin necesidad de atravesar el mar.

—¡Sí, Dublín! —murmuró Hormiguita.

Y respondía esto tan directamente a su más ardiente deseo que quedó bastante pensativo.

—Es una hermosa ciudad donde se hacen miles de negocios —añadió Grip—. Los navíos no se contentan con detenerse un momento como en Cork. Toman cargamentos, vuelven con otros.

Hormiguita escuchaba siempre y su pensamiento le arrastraba… le arrastraba…

—Tú deberías instalarte en Dublín —dijo Grip—. Estoy seguro de que sacarías más provecho que aquí; y si te es preciso algún dinero…

—Bob y yo tenemos economías —respondió Hormiguita.

—Ya lo creo —respondió Bob, sacando un chelín y seis peniques de su bolsillo.

—También yo las tengo —dijo Grip— y no sé donde colocarlas.

—¿Por qué no las colocas en un banco, en alguna parte?

—Tengo poca confianza.

—Pero pierdes lo que te podrían producir por interés, Grip.

—¡Mejor es esto que perderlo todo! Pero, si no tengo confianza en otros, la tengo en ti; y si vas a Dublín, que es el puerto donde va el Vulcan, se verían pronto. ¡Qué dicha! Y te lo repito; si para emprender un comercio necesitas algún dinero, yo te daré con gusto todo lo que tengo.

El excelente mozo estaba dispuesto a hacerlo. ¡Era tan feliz, tan feliz por haber vuelto a encontrar a Hormiguita! ¿No parecería que estaban unidos el uno al otro por un lazo que por nada se rompería?

—Ve, pues, a Dublín —repitió Grip—. ¿Quieres que te diga lo que pienso?

—Dilo.

—Pues bien; siempre he tenido la idea de que harás fortuna.

—También yo he tenido siempre esa idea —respondió sencillamente Hormiguita, cuyos ojos brillaban extraordinariamente.

—Si —continuó Grip—. Te veo rico un día, muy rico. Pero no es en Cork donde ganarás mucho dinero. Reflexiona en lo que te he dicho, pues no hace falta tratar de ello sin haberlo antes reflexionado.

—Bien, Grip.

—Y ahora, puesto que no hay mas que comer… —dijo Bob levantándose.

—Quieres decir —continuó Grip—, puesto que no tienes más hambre.

—Si, tal vez. No sé. Es la primera vez que esto me sucede.

—Vamos a pasear —dijo Hormiguita.

Y así se acabo aquella tarde. ¡Cuántos proyectos formaron los tres amigos mientras recorrían los muelles y las calles de Queenstown, escoltados por Birk!

Cuando llego el momento de separarse, cuando Grip acompañó a los niños al ferry-boat dijo:

—Nos volveremos a ver. No nos habremos encontrado para no vernos más.

—Si, Grip; en Cork, la primera vez que el Vulcan vuelva.

—¿Por qué no en Dublín? Allí estaré algunas semanas. Si, en Dublín, si tu te decides.

—¡Adiós, Grip!

—¡Hasta la vista, chiquillo!

Y se abrazaron, no sin una profunda emoción.

Bob y Birk también se despidieron de Grip; y cuando el ferry-boat solto amarras, Hormiguita le siguió largo tiempo con la mirada, mientras aquél subía por el río.

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