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EN DUBLÍN

¡DUBLÍN! ¡Hormiguita está en Dublín! ¡Miradle! Es el actor que interpreta los grandes papeles, y pasa del teatro de un pueblo al de una gran ciudad.

Dublín no es una simple capital de condado; no es Limerick con sus cuarenta y cinco mil habitantes, ni Cork con sus ochenta y seis mil almas. Es una capital —la capital de Irlanda— que posee una población de trescientas veinte mil almas. Administrada por un alcalde, gobernador a la vez militar y civil, que es el segundo funcionario de la isla, asistido de veinticuatro aldermen, de dos sheriffs y de ciento cuarenta y cuatro consejeros, Dublín se cuenta entre las ciudades importantes de las Islas Británicas. Comerciante con sus docks, industrial con sus fábricas, sabia con su Universidad y sus Academias, ¿por qué los Workhouses son aún insuficientes para sus pobres, y las Ragged-School para sus niños abandonados?

No teniendo la intención de reclamar la asistencia, ni de la Ragged-School, ni de los Workhouses, no quedaba a Hormiguita más que llegar a ser un sabio, un comerciante, un industrial en espera de que el porvenir le hiciera rentista. Como se ve, nada más sencillo.

Al llegar, ¿sintió nuestro héroe disgusto por haber abandonado Cork? ¿Pareciole temerario haber seguido los consejos de Grip, consejos en perfecta concordancia con sus instintos?

¿Presintió que la lucha por la existencia sería otra vez laboriosa en medio de aquella multitud de combatientes? No; había partido confiado y su confianza no se había debilitado en el camino.

El condado de Dublín pertenece a la provincia de Leinster. Montañoso al sur, ondulado al norte, es muy productivo en lino y avena. No es ésta su riqueza, sin embargo. El mar, el comercio marítimo, el que se cifra en un movimiento anual de tres millones y medio de toneladas y doce mil navíos, es lo que da a la capital de Irlanda el séptimo rango entre los puertos del Reino Unido.

La bahía de Dublín, en el fondo de la cual se eleva esta ciudad, cuyo perímetro es de once millas, puede resistir la comparación con las más hermosas de Europa. Se extiende del puerto meridional de Kingstown al puerto septentrional de Houth. El de Dublín está formado por la ensenada de Liffey. Dos walls prolongados en el mar, para contener los bancos de arena, han destruido la barra que hacía el acceso difícil y permiten a los barcos subir veinte pies por el río, hasta el primer puente Bridge-Carlisle.

Conviene llegar a esta capital por mar en un día de buen sol, cuando el cortinaje de brumas ha desaparecido, si se quiere abarcar de una mirada su magnífico conjunto. Hormiguita y Bob no habían tenido esta suerte. La noche era sombría, la atmósfera espesa, cuando llegaron a las primeras casas del arrabal, después de haber caminado a lo largo del ferrocarril que pone a Kingstown a veinte minutos de Dublín.

Poco encantador, poco regocijado, era el aspecto que presentaban los barrios bajos de la ciudad en medio de la bruma, agujereada por algunos mecheros de gas. La carreta, arrastrada por Birk, había seguido calles estrechas. Aquí y allá, casas pobres, tiendas cerradas. Por todas partes, la turba de miserables sin hogar… la abyección de la borrachera de whisky, la más espantosa de todas, engendrando disputas, injurias, violencias.

Los dos niños habían ya visto esto. No era para sorprenderles ni inquietarles. Sin embargo, ¡qué numerosos eran los niños de su edad tendidos en las puertas, en los rincones de las calles, en apretados montones, con los pies y la cabeza desnudos, medio cubiertos de andrajos! Hormiguita y Bob pasaron ante la confusa masa de una iglesia, una de las dos catedrales protestantes, restaurada gracias a los millones del gran cervecero Lee Guiness y del gran destilador Roe. En la torre, con su veleta octogonal, palpitante por las vibraciones de las ocho campanas, sonaban las nueve.

Bob, muy fatigado por la rápida y larga jornada desde Bray, había tomado asiento en la carreta. Hormiguita empujaba para ayudar a Birk. Buscaba una posada cualquiera donde pasar la noche y abandonarla por otra mejor al siguiente día. Sin saberlo atravesaba el barrio llamado «Las libertades», a la entrada de su calle principal San Patricio, que va desde la citada catedral a la otra de Christ-Church, calle larga, flanqueada de casas, cómodas otras veces, ahora pobres, llena de callejuelas malsanas, de «lanes» infectos, donde abundan los horribles cuchitriles parecidos al de la Hard. Éste fue un recuerdo espantoso que impresionó el ánimo de Hormiguita. Y sin embargo, no estaba en una ciudad de Donegal; estaba en Dublín, la capital de Irlanda; poseía entonces más guineas ganadas en su comercio que farthings tenían en sus bolsillos todos aquellos pordioseros. Así, buscó no uno de esos sitios sospechosos donde la seguridad es dudosa, sino una posada algo decente, donde la comida y la cama fueran de un precio asequible.

Encontrola, afortunadamente, en medio de Saint-Patrick-Street: una fonda de modesta apariencia, donde metieron la carreta. Después de comer los dos niños, subieron a una estrecha habitación. Aquella noche no les hubieran despertado todos los campanarios de las catedrales, todo el tumulto de «Las libertades».

Se levantaron al amanecer. Se trataba de practicar un reconocimiento, como hace un estratega del sitio donde se apresta a combatir. Lo indicado era ir en busca de Grip; nada más fácil que encontrarle, si el Vulcan estaba de vuelta en Dublín, su puerto de parada.

—¿Llevaremos a Birk? —preguntó Bob.

—Sin duda —respondió Hormiguita—. Es preciso que empiece a conocer la ciudad.

Y Birk no se hizo rogar.

Dublín describe un óvalo de un diámetro de tres millas. El Liffey, entrando por el oeste y saliendo por el este, lo divide en dos partes casi iguales. En su desembocadura, esta arteria forma un doble canal que rodea la ciudad; al norte el Royal-Canal, que sigue el Midland-Great-Western-railway; al sur el Gran Canal, cuyo trazado, prolongándose hasta Galway, pone en comunicación el océano Atlántico con el mar de Irlanda.

Saint-Patrick cuenta entre sus habitantes —y éstos son los más ricos— los prenderos de origen judío. En casa de éstos es donde se compran esos antiguos pertrechos que componen los vestidos usuales de los Paddy de la clase baja, camisas llenas de piezas, faldas hechas jirones, pantalones remendados con retazos heteróclitos, sombreros de hombre indescriptibles, sombreros de mujer adornados de flores. Allí también se empeñan los harapos por algunos peniques, que los borrachos y borrachas se beben pronto en los «inns» de la vecindad, donde se venden el whisky y la ginebra. Estas tiendas atrajeron la atención de Hormiguita.

En las calles no había casi animación a aquella hora de la mañana. En Dublín la gente es poco madrugadora; allí, por otra parte, la industria es mediana. Pocas fábricas, a no ser algunos establecimientos que trabajan la seda, el lino, la lana, y principalmente la muselina, cuya fabricación fue en otra época importada por los franceses emigrados después de la revocación del edicto de Nantes. Verdad es que las cervecerías y destilerías son florecientes. Aquí se alza la importante y renombrada destilería de whisky de mister Roe. Allí la cervecería de mister Guiness, de un valor de ciento cincuenta millones de francos, que comunica por galerías subterráneas con el dock de Victoria, de donde parten cien navíos que llevan la cerveza a ambos continentes. Pero si la industria perece, el comercio, al contrario, tiende a acrecentarse sin cesar, y Dublín ha llegado a ser el primer mercado del Reino Unido, en lo que concierne a la exportación de cerdos y ganado mayor. Hormiguita sabía estas cosas por haberlas aprendido leyendo las estadísticas cuando vendía periódicos y folletos.

Ganando la parte del Liffey, Bob y él no perdían nada de lo que se ofrecía a su vista. Bob, muy locuaz, hablaba sin cesar, siguiendo su costumbre.

—¡Ah! ¡Esta iglesia! ¡Ah! ¡Esta plaza! ¡Qué edificio más grande!

El edificio era la Bolsa, el Royal-Exchange. A lo largo de Dame-Street estaba la City-Hall, el Commercial-Building, sala donde se reunían los negociantes de la ciudad. Más lejos aparecía el palacio bajo, la montaña de Cork-Hill, con su enorme torre y sus pesadas construcciones de ladrillo. En otro tiempo fortaleza restaurada por Isabel I, y que sirve de residencia al gobernador. Más allá se dibujaba el parque Stephen, ornado con la estatua ecuestre de Jorge I, en bronce, tapizado de verdes prados, sombreado de hermosos árboles, bordeado de casas tan tristes como simétricas, de las que el palacio del arzobispo protestante y el Board-room son las mayores. A la derecha, el Square-Merrion, donde se eleva la antigua casa de Leinster, el hotel de la Sociedad Real, con la fachada estilo corintio y vestíbulo dórico, y también la casa donde nació O’Connell.

Hormiguita, dejando charlar a Bob, reflexionaba, buscando el medio de sacar una idea práctica de lo que veía. ¿Cómo haría crecer su pequeña fortuna? ¿A qué género de comercio se dedicaría para doblarla… triplicarla?

Sin duda, caminando al azar a través de las calles miserables confinantes con los barrios ricos, los dos niños se extraviaron más de una vez. Esto explica por qué una hora después de haber abandonado Saint-Patrick-Street no habían llegado aún a los muelles del Liffey.

—¿No hay, pues, río? —repitió Bob.

—Sí; un río que desemboca en el puerto —respondió Hormiguita.

Y continuaron su exploración alejándose en muchas vueltas. Así, más allá del castillo, llegaron ante un vasto conjunto de construcción de cuatro pisos de piedra de Portland, con una fachada griega de cien metros de altura, un frontón sobre cuatro columnas corintias y dos pabellones con pilastras. En torno a ello se desarrolla un verdadero parque donde los jóvenes se entregan a actividades deportivas.

¿Era, pues, un gimnasio? No; era la Universidad fundada por la reina Isabel, el Trinity-College, como se llama oficialmente. Aquellos jóvenes eran los estudiantes irlandeses, furiosos deportistas que rivalizan en audacia con sus camaradas de Cambridge y de Oxford. Éstos no se parecían en nada a la Ragged-School de Galway y el rector debía ser diferente de mister O’Bodkins.

Bob y Hormiguita tomaron por la derecha, y no habían andado cien pasos cuando el niño gritó.

—¡Mástiles! ¡Veo mástiles!

—De modo, Bob, que hay río.

Mas sólo se veía el extremo de estos mástiles por encima de las casas de un muelle. De aquí la necesidad de encontrar una calle que bajase hacia el Liffey, y los dos niños corrieron en tal dirección precedidos de Birk, que iba con el hocico en tierra y la cola agitándose como si siguiese una pista.

De esto resultó que sólo concedieron una distraída mirada a la catedral de Christ-Church, y preciso es que se hubieran extraviado, pues entre las dos catedrales no hay más distancia que la de Saint-Patrick-Street. Sin embargo, era una iglesia curiosa, la más antigua de Dublín, del siglo XII, en forma de cruz latina, como una torre cuadrada, como un torreón sobre cuatro columnas y tejados puntiagudos. ¡Bah! Ya tendrían tiempo de visitarla más tarde.

Aunque Dublín tiene dos catedrales protestantes y un arzobispo anglicano, no se vaya a creer por esto que la capital de Irlanda pertenece a la religión reformada. No. Los católicos, bajo la dirección de un arzobispo, están en una proporción de dos terceras partes por lo menos, y existen iglesias donde el culto romano se celebra con toda magnificencia, tales como la Concepción, San Andrés, una capilla metropolitana de estilo griego, la iglesia de los jesuitas, sin hablar de una basílica que se piensa construir sobre un plano monumental en el barrio de Thomas-Street.

Al fin Hormiguita y Bob llegaron a la orilla derecha del Liffey.

—¡Qué hermoso es! —dijo uno.

—Jamás hemos visto nada tan hermoso —respondió el otro.

Y de hecho, en Limerick o en Cork, sobre el Shannon o el Lee, en vano se buscaría aquella admirable perspectiva de malecones de granito, bordeados de soberbias casas; a la derecha, las de Ushers, Aleschants, Wood, Essex; a la izquierda, las de Ellis, Aran, King’s Inn y otras.

No es en aquella parte del Liffey donde amarran los navíos.

Su bosque de mástiles aparecía a la izquierda.

—Aquéllos son los docks, sin duda —dijo Hormiguita.

—Vamos allá —respondió Bob, al que la palabra docks picaba la curiosidad.

Nada más fácil que atravesar el Liffey. Los dos barrios de Dublín se comunican por nueve puentes, y el último, al este de Carlisle-bridge, el mejor de todos, pone en comunicación Westmoreland-street y Sackeville-street, citadas entre las más bellas calles de la capital.

Los dos niños no marcharon por Sackeville-street, lo que les hubiera alejado de los docks, donde les atraían los barcos. Pero en primer lugar examinaron uno a uno los navíos anclados en el Liffey más abajo de Carlisle-bridge. Tal vez el Vulcan estaba allí. Lo hubieran reconocido entre mil. No se olvida un barco que se ha visitado, sobre todo cuando Grip es su primer fogonero.

El Vulcan no estaba en los muelles del Liffey. Podía ser que aún no hubiese vuelto, o que estuviera amarrado en medio de los docks o en la dársena de reparaciones para alguna operación de carena.

Hormiguita y Bob siguieron el muelle bajando por la orilla izquierda. Tal vez el uno, absorto por el pensamiento del Vulcan, no vio el Customhouse, la aduana, que es un vasto edificio cuadrangular de cien pies de altura, decorado por la estatua de la Esperanza. El otro se detuvo un instante a contemplarlo. ¿Tendría alguna vez mercancías que serían sometidas a las visitas de esta aduana? ¿Había nada más envidiable que pagar los derechos por los cargamentos traídos de lejanos países? ¿Tendría alguna vez esta satisfacción?

Llegaron a los docks de Victoria. En aquella ensenada, corazón de la ciudad comercial, había navíos, unos cargando, otros descargando.

Bob lanzó un grito.

—El Vulcan. ¡Allí, allí!

No se equivocaba. El Vulcan estaba en el muelle embarcando mercancías.

Algunos instantes después, Grip, al que ninguna ocupación retenía a bordo, se reunía con sus dos amigos.

—Al fin, ya estáis aquí —repetía estrechándoles en sus brazos hasta sofocarles.

Los tres subieron por el muelle, y deseosos de hablar más a gusto ganaron la orilla del Royal-Canal, a la derecha del lugar donde desemboca en el Liffey. Este lugar estaba casi desierto.

—¿Y desde cuándo estáis en Dublín? —preguntó Grip, que les había cogido del brazo.

—Desde ayer por la noche —respondió Hormiguita.

—¡Solamente! Veo que has tardado en decidirlo.

—No, Grip. Después de tu partida había tomado la resolución de dejar Cork.

—Bien. De eso hace tres meses ya, y yo he tenido tiempo de ir dos veces a América y volver. Siempre que me he detenido en Dublín he recorrido la ciudad, pensando encontrarte. Pero ni sombra de Hormiguita ni de Bob, ni de ese buen animal de Birk. Entonces te escribí. ¿No has recibido mi carta?

—No, Grip; y esto obedece a que no debíamos estar en Cork cuando ella llegó. Hace ya dos meses que nos pusimos en camino.

—¡Dos meses! —exclamó Grip. ¿Qué tren habéis tomado para venir?

—¿Qué tren? —respondió Bob mirando maliciosamente al fogonero… El de nuestras piernas…

—¿Habéis hecho todo el camino a pie?

—A pie y por el camino más largo.

—¡Dos meses de viaje! —exclamó Grip.

—¡Qué no nos ha costado nada! —dijo Bob.

—¡Y en el que hemos ganado una bonita suma! —añadió Hormiguita.

Preciso fue contar a Grip lo acaecido en aquella fructuosa expedición; la carreta arrastrada por Birk, la venta de los diversos artículos en las ciudades y en las granjas, la especulación con los pájaros… una idea de Bob.

Y las pupilas de éste brillaban, como dos puntos de fuego.

Después la parada en Bray, el encuentro con el heredero de los Piborne, la mala acción del joven, y lo que siguió de aquí.

—¿Le golpeaste duro, al menos? —preguntó Grip.

—No, pero ese miserable Asthon estaba más humillado de verse en tierra bajo mi rodilla que si le hubiese golpeado.

—Es igual; yo le hubiese pegado encima.

Durante la narración de estas interesantes aventuras, la alegre trinidad subía por la orilla derecha del canal. Grip pedía siempre nuevos detalles. No ocultaba su admiración ante Hormiguita. ¡Qué instinto poseía del comercio! ¡Qué genio, que sabía comprar y vender, que sabía contar, por lo menos tan bien como mister O’Bodkins! Cuando Hormiguita le dijo que tenía ciento cincuenta libras en caja, exclamó:

—Entonces eres tan rico como yo. Solamente que yo he tardado seis años en ganar lo que tú en seis meses. Te repito lo que te dije en Cork: harás fortuna.

—¿Dónde?

—Por donde quiera que vayas —respondió Grip con el acento de la más absoluta convicción. En Dublín, si te quedas aquí. En otro lado, si vas a otro lado.

—¿Y yo? —preguntó Bob.

—También tú, con la condición de que se te ocurran ideas como la de los pájaros.

—Las tendré.

—Y que no hagas nada sin consultar al patrón.

—¿Quién?…

—¡Hormiguita! ¿No te ha hecho el efecto de un patrón?

—Y bien —dijo éste—, hablemos de nuestros asuntos.

—Sí, pero después de almorzar. Estoy libre todo el día. Conozco la ciudad como las calderas o las cuevas del Vulcan. Es preciso que yo te dirija y que recorramos juntos Dublín. Tú verás lo que más te conviene hacer.

Almorzaron en una taberna de marineros, en el muelle. Se almorzó bien, pero sin repetir las magnificencias del inolvidable festín de Cork. Grip contó sus viajes con gran gusto de Bob. Hormiguita escuchaba, siempre pensativo, superior a su edad por el desarrollo de su inteligencia, lo serio de sus ideas, la tensión permanente de su espíritu. Parecía haber nacido a los veinte años, y que ahora tuviera treinta.

Grip dirigió a sus amigos hacia el centro de la ciudad, aproximándose al Liffey. Allí estaba el centro opulento. Gran contraste con los sitios pobres, pues en la capital de Irlanda no hay punto de transición. La clase media falta en Dublín. El lujo y la pobreza se codean. El barrio elegante se extiende hasta Stephens square. Allí había esa burguesía elevada, de educación amable, instrucción cultivada, y que por desdicha se divide en las cuestiones políticas y religiosas.

Sackeville es una calle espléndida, bordeada de elegantes casas, con suntuosas tiendas y pisos de anchas ventanas. Esta larga arteria está inundada de luz cuando hace buen tiempo, y de aire cuando soplan las brisas del este. Su nombre patriótico es el de O’Connell-Stret. En ella, la Liga Nacional ha fundado su comité central, cuya muestra resplandece en letras de oro.

Pero en esta hermosa calle, ¡cuántos pobres andrajosos acostados sobre las aceras, agrupados en las puertas, acodados en los pedestales de las estatuas! Tanta miseria no dejó de impresionar a Hormiguita, por acostumbrado que a ella estuviese. En verdad, lo que parecía casi aceptable en el barrio de Saint-Patrick, desentonaba en Sackeville Street.

Una particularidad sorprendente también era el gran número de niños ocupados en la venta de periódicos. La Gaceta de Dublín, el Dublín Express, el Nacional Press, el Freeman’s Journal, los principales órganos católicos y protestantes, y bastantes otros.

—¿Eh? —dijo Grip—. ¡Qué montón de vendedores en las calles, en las estaciones, en los muelles!

—¡Un oficio que no se puede seguir aquí! —observó Hormiguita—. Ha resultado en Cork, pero no resultaría en Dublín.

Nada más exacto: la competencia era temible, y la carreta de Birk, llena por la mañana, hubiera corrido el riesgo de seguir estándolo por la noche.

Continuando el paseo, llegaron a otras calles magníficas, con hermosos edificios; el de Correos, cuyo pórtico central descansa sobre dos columnas de orden jónico. Hormiguita pensaba en la enorme cantidad de cartas que están allí, como una nube de pájaros que vuelan sobre el mundo entero.

—De aquí —dijo Grip— se te entregarán las cartas dirigidas a ti… ¡mister Hormiguita, comerciante… Dublín!

El joven no podía menos de sonreírse ante las manifestaciones exageradas y entusiastas de su antiguo compañero de la Ragged-School. Vieron el edificio del Palacio de justicia, con su larga fachada de sesenta y seis toesas, su cúpula, sus doce ventanas, que el sol iluminaba aquel día.

—Espero —dijo Grip— que no entrarás jamás en relaciones con este edificio.

—¿Y por qué?

—Porque es una caldera como la del Vulcan; solamente que no es carbón lo que consume, sino clientes que se queman a fuego lento, y que los mercaderes de leyes meten en el horno.

—No se hacen negocios sin arriesgar procesos, Grip.

—Pues procura tener los menos posibles. Cuestan caros cuando se ganan, y arruinan cuando se pierden.

Y Grip sacudió la cabeza con aire inteligente. Pero cambiose de tono cuando los tres admiraron un edificio circular, cuyo trazado arquitectónico reproducía los esplendores del orden dórico.

—¡El Banco de Irlanda! —exclamó Grip saludando—. He aquí un sitio donde deseo entrar veinte veces por día. ¡Hay cofres tan grandes como casas! ¿No te gustaría vivir en una de estas casas, Bob?

—¿Son de oro?…

—No; ¡pero está en oro todo lo que hay dentro! Espero que en ella guarde su dinero Hormiguita algún día.

¡Siempre las mismas exageraciones, que salían de un corazón convencido! Hormiguita escuchaba a medias, mirando aquel espacioso edificio, donde tantas fortunas acumuladas formaban «montones de millones, unos sobre otros», a creer al fogonero del Vulcan.

Siguiose el paseo, marchando sin transición de calles miserables a calles felices; aquí los ricos, holgazaneando la mayor parte; allí los pobres, tendiendo la mano, sin tratar de apiadar mucho al paseante.

Y por todas partes policía, con el skiff en la mano, y también, para asegurar la tranquilidad de la isla-hermana, con el revólver a la cintura. Es la efervescencia de las pasiones políticas la que produce esto. ¿Hermanos los Paddys? Sí; en tanto que una disputa religiosa, o una cuestión de home-rules, no excite a los unos contra los otros. Entonces son incapaces de contenerse. Es la antigua sangre de los galos que corre por sus venas, y llegarían a justificar este refrán de su país: «Poned a un irlandés en el asador, y encontraréis siempre otro irlandés para volverle».

¡Cuántas estatuas mostró Grip a sus amigos en esta expedición! ¡Un medio siglo más, y habrá tantas como habitantes! Imaginad una población en bronce y mármol, de O’Connell, O’Brien, Wellington, Burke, Goldsmith, Grawan, Thomas Moore, de Crampton, Nelson, Guillermo de Orange y Jorge… Jamás Hormiguita y Bob habían visto semejante multitud de personajes ilustres sobre sus pedestales.

Entonces se dieron el placer de una excursión en coche, y mientras éste desfilaba ante otros edificios que atrajeron sus miradas por su grandeza y disposición, preguntaban a Grip, y Grip no se quedaba nunca callado. Tan pronto era una cárcel, como uno de esos workhouse donde se obliga a trabajar a las gentes por una exigua retribución.

—¿Y esto? —preguntó Hormiguita, designando un vasto edificio en Coombe-Street.

—¿Eso? —respondió Grip— es la Ragged-School.

¡Qué de dolorosos recuerdos despertó este nombre en Hormiguita! Pero si en uno de estos tristes asilos era donde tanto había sufrido, allí encontró a Grip, y esto era una compensación. ¡Detrás de aquellos muros había todo un mundo de niños abandonados!

Verdad que ellos no se parecían en nada a aquellos infelices de Galway, de los que tan poco se cuidaba mister O’Bodkins; llevaban jersey azul, su pantalón gris, buenos zapatos, gorra. Obedece esto a que la Sociedad de las Misiones de la Iglesia de Irlanda, propietaria de esta escuela, busca pensionistas tanto para educarlos y alimentarlos, como para inculcarles los principios de la religión anglicana. Añadamos que las Ragged-School católicas, dirigidas por religiosos, no dejan de hacerle una feliz competencia.

En fin, siempre dirigidos por su guía, Hormiguita y Bob abandonaron el coche a la entrada de un jardín situado al oeste de la ciudad y en el que el Liffey forma el límite inferior.

¿Un jardín? Más bien un parque de mil setecientos cincuenta acres.

Llámase Phcenix-Park y Dublín puede enorgullecerse de él. Bosques soberbios, musgos verdosos donde pacen vacas y carneros, parterres resplandecientes de flores, campos de maniobras para las revistas, vastos cercados propios para los ejercicios de polo y de fútbol, ¿qué falta a aquel pedazo de campo conservado en medio de la ciudad? No lejos del gran paseo central se eleva la residencia de verano del gobernador, lo que ha hecho crear una escuela, un Hospital militar, un barrio para los artilleros y una caseta para los policías.

Se mata sin embargo en Phcenix-Park, y Grip mostró a los niños dos incisiones en forma de cruz a lo largo de un foso. Es que allí, tres meses antes, el 6 de mayo, casi a los ojos del gobernador, el puñal de los invencibles, había herido mortalmente al secretario y al subsecretario de Estado por Irlanda, mister Burke y lord Frederic Cavendish.

Con un paseo hasta el Zoological-Garden, que está anejo, terminó aquella excursión a través de la capital. Eran las cinco cuando los dos amigos se despidieron de Grip para volver a su cuarto de Saint-Patrick Street. Se convino en que se verían todos los días, si esto era posible, hasta la partida del steamer.

Mas he aquí que Grip dijo a Hormiguita en el momento en que se iban a separar:

—Y bien, chico, ¿has tenido alguna idea esta tarde?

—¿Una idea, Grip?

—Sí: ¿qué has decidido hacer?

—Lo que haré, no; pero sí lo que no haré, Grip. Continuar nuestro comercio de Cork no resultaría en Dublín. Hay mucha competencia para vender periódicos y folletos.

—Ésa es mi opinión.

—En cuanto a recorrer la calle con la carreta, ¿qué artículos podría vender? Y hay muchos del oficio. No. Tal vez sería preferible establecerse; alquilar una tiendecilla.

—Bien, chico, bien.

—Una tienda en un barrio por el que pase mucha gente, y gente rica; una de esas calles… de Las Libertades por ejemplo.

—¡No se podía imaginar mejor! —dijo Grip.

—Mas, ¿qué se vendería? —preguntó Bob.

—Cosas útiles y necesarias —respondió Hormiguita.

—¿Cosas que se coman, entonces? —preguntó Bob—. Pasteles, ¿no es eso?

—¡Qué goloso! —exclamó Grip—. Los pasteles no son útiles.

—Sí, puesto que son buenos.

—No es bastante; es preciso, sobre todo, que sea necesario; —respondió Hormiguita—. En fin, veremos. Reflexionaré. Recorreré el barrio bajo. Hay revendedores que parecen tener buen comercio. Pienso que una especie de bazar.

—Eso. Un bazar —exclamó Grip, que veía ya la tienda de Hormiguita con una portada pintarrajeada y una muestra en letras doradas.

—Pensaré en ello, Grip. No seamos impacientes. Conviene reflexionar antes de decidirse.

—Y no olvides que todo mi dinero está a tu disposición. Yo no sé emplearlo, y positivamente me fastidia tenerlo siempre sobre mí.

—¿Siempre?

—Siempre en mi cinto.

—¿Por qué no lo colocas?

—Sí, contigo. ¿Lo quieres?

—Veremos más tarde, si nuestro comercio marcha bien. No es dinero lo que nos falta, sino la manera de emplearlo sin mucho riesgo y con provecho.

—No tengas miedo. Te repito que tu fortuna es segura. Te veo con centenares y millares de libras.

—¿Cuándo parte el Vulcan, Grip?

—Dentro de ocho días.

—¿Y cuándo volverás?

—No antes de dos meses, pues vamos a ir a Boston, a Baltimore, no sé dónde, o más bien por todas partes donde haya un cargamento que tomar.

—¡Y que traer! —respondió Hormiguita con un suspiro de envidia. Separáronse al fin. Grip continuó por los docks, mientras Hormiguita, seguido de Bob y de Birk, atravesaba el Liffey para regresar al barrio de San Patricio.

¡Cuánto pobre encontraron en su camino! ¡Cuántos borrachos zozobrando bajo la influencia del whisky y de la ginebra!

¿De qué sirvió que el arzobispo Jean, en el concilio de 1186, reunido en la capital de Irlanda, hubiese tronado tan furiosamente contra la embriaguez? Siete siglos después Paddy bebía más, y ni otro arzobispo ni otro concilio tuvieron nunca la razón de este vicio hereditario.

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