PERRO DE GANADO Y PERROS DE CAZA
PARTIOSE de Cahersiveen en la mañana del 11 de agosto, siguiendo el camino del litoral, contiguo a las primeras estribaciones de los montes Yveragh, después de una parada en Kells, modesto pueblo en la bahía Dingle. La noche la pasaron en Killorglin.
El tiempo había sido malo, lluvioso y con viento todo el día. El siguiente fue malísimo. Granizos y huracanes durante las treinta millas que separan Valentía de Killarney, donde sus señorías, con un humor peor que el tiempo, pasaron la última noche del viaje.
Al día siguiente tomaron el ferrocarril y hacia las tres entraron en Trelingar-Castle después de una ausencia de diez días. El marqués y la marquesa habían dado fin a la excursión tradicional a los lagos de Killarney y a través de la región montañosa del Kerry.
—¡No valía la pena exponerse a tantas fatigas! —dijo la marquesa.
—¡Y a tantos disgustos! —añadió el marqués.
En cuanto a Hormiguita, llevaba la cabeza llena de recuerdos.
Su primer cuidado fue pedir a Kat noticias de Birk. Éste estaba bien. Kat no lo había olvidado. Todas las noches había ido al sitio en que la lavandera lo esperaba con la comida.
Aquella misma noche, antes de subir a su cuarto, Hormiguita fue a los anejos donde Birk esperaba. Fácil es imaginar cómo fue la entrevista de los dos amigos y qué caricias intercambiaron; Birk estaba ciertamente delgado, pues no todos los días había matado el hambre, pero sus ojos brillaban inteligentes. Su amo le prometió ir todas las noches si podía, y le deseó una buena noche.
Birk, comprendiendo que no tenía derecho para ser un obstáculo, no exigía más. Además, era preciso ser prudente. La presencia de Birk en los alrededores de Trelingar-Castle había sido notada y los perros habían dado aviso varias veces.
El castillo recobró su vida habitual, la vida vegetativa que convenía a los huéspedes. La estancia debía prolongarse hasta la última semana de septiembre, época en la que los Piborne tenían costumbre de regresar a sus cuarteles de invierno de Edimburgo; después a Londres para las sesiones del Parlamento; entretanto el marqués y la marquesa volverían a sus visitas de vecindad. Se hablaría del viaje a Killarney. Lord y lady Piborne mezclarían sus impresiones a las de los amigos que ya habían hecho esta excursión a los lagos.
Sería preciso hablar deprisa de esto, pues los recuerdos estaban ya confusos y lejanos en la rebelde memoria de la marquesa, y no se acordaba ni aun del nombre de la isla de la que partía «el cordón eléctrico» del que Europa tiraba para llamar a los Estados Unidos, del modo como ella llamaba a Jonh y Marion.
Sin embargo, esta vida monótona no dejaba de ser penosa para Hormiguita. Siempre era objeto de las malas artes del intendente Scarlett, que veía en él una víctima; y por otra parte, los caprichos del conde Asthon no le dejaban una hora de descanso.
A cada instante tenía que ejecutar alguna orden, después venía la contraorden, y el joven groom estaba siempre yendo y viniendo.
Sentía en las manos y en las piernas un hilo tiránico que le ponía en incesante movimiento. En la antecámara y en las habitaciones de los criados se reían de verle llamado, enviado a tal sitio, después a otro distinto, etc. Y Hormiguita sentía una profunda humillación con estas cosas.
Así, por la noche, cuando había podido retirarse al fin a su cuarto, abandonábase a las reflexiones que su situación le inspiraba. ¿Qué conseguiría con ser el groom del conde Ashton? Nada. Era preciso buscar otra cosa. No ser más que un criado, una máquina obediente, sublevaba su espíritu, la ambición que sentía dentro de sí. Cuando vivía en la granja al menos los otros le consideraban como un igual. Como un hijo de la casa. ¿Dónde estaban las caricias de la abuela, el afecto de Martina y de Kitty, los ánimos de Martin y sus hijos? Él apreciaba más los guijarros que recibía todas las noches, enterrados entre las ruinas, que las libras con que lord Piborne pagaba mensualmente su esclavitud. Mientras vivía en Kerwan, se instruía, trabajaba y aprendía para bastarse un día. Aquí nada más que aquella tarea baldía y sin porvenir, aquella sumisión a los caprichos de un niño malcriado, vanidoso e ignorante. Siempre estaba ocupado en ordenar, no los libros, no había uno solo, sino todo lo que estaba desordenado en la habitación.
Después, el cabriolé del joven gentleman le desesperaba. ¡Oh, qué cabriolé! Hormiguita no podía mirarlo sin horror. A riesgo de caerse por algún precipicio, parecía que el conde Asthon tenía placer en aventurarse por los peores caminos, a fin de sacudir mejor a su groom, agarrado a las correas de la capota. Menos desgraciado cuando el tiempo permitía salir el tilbury o el dog-car —los otros carruajes del hijo de Piborne—, el groom iba sentado y en un equilibrio más estable. ¡Pero se abrían con tal frecuencia las cataratas del cielo sobre la isla Esmeralda!
Era, pues, raro que transcurriese un día sin el suplicio del cabriolé, ya para ir a Kanturk, ya para largos paseos por los alrededores de Trelingar-Castle. A lo largo de estos caminos corrían, con los pies desnudos, encallecidos por las piedras, bandas de chicuelos, vestidos de andrajos y gritando: «¡Cooper! ¡Cooper!». Hormiguita sentía oprimido el corazón. Había sufrido aquellas miserias y las compadecía. El conde acogía a la turba con injurias, amenazándola con su látigo cuando se acercaba. Nuestro héroe experimentaba deseos de arrojarles alguna moneda de cobre. Pero no se atrevía, por miedo de excitar la cólera de su amo.
Una vez, sin embargo, la tentación fue demasiado fuerte. Una niña de cuatro años, con sus bucles de oro, le miró con sus lindos ojos azules y le pidió un Cooper. El Cooper fue lanzado a la niña, que lo recogió dando un grito de alegría. El conde Asthon oyó este grito. Cogió a su groom en flagrante delito de caridad.
—¿Qué te has permitido, boy? —preguntó.
—Señor conde… Esa niña… le causa tanta alegría… nada más que un Cooper.
—Como te los arrojaban a ti cuando pedías por los caminos, ¿no es verdad?
—¡No!, ¡jamás! —dijo Hormiguita, rebelándose como siempre que se le acusaba de haber mendigado.
—¿Por qué has dado limosna a esa mendiga?
—Me miraba… Y yo a ella…
—Te prohíbo mirar a los chicos que andan por los caminos. Tenlo por dicho.
Y Hormiguita debió obedecer, pero muy indignado por aquella dureza de corazón.
Si Hormiguita se vio obligado a encerrar en sí mismo la conmiseración que le inspiraban aquellos niños, si no se arriesgó más a darles algún Cooper, presentose una ocasión en la que no pudo contener su primer impulso.
Era el 3 de septiembre. Aquel día el conde Asthon había mandado disponer su dog-car para ir a Kanturk. Hormiguita le acompañaba como de costumbre, espalda con espalda esta vez, con orden de cruzar los brazos y de no moverse más que un maniquí.
El dog-car llegó al pueblo sin accidente. Allí soberbios relinchos del caballo, con la boca espumeante, y admiración estúpida de los papamoscas. El joven Piborne se detuvo ante las principales tiendas. Su groom, de pie a la cabeza del animal, no le contenía sin trabajo, en medio de la invasión de chicuelos que cercaba al joven sirviente tan lujosamente ataviado.
A eso de las tres, después de haberse ofrecido a la contemplación del pueblo, el conde Asthon volvió a tomar el camino de Trelingar-Castle. Iba al paso, haciendo caracolear al caballo. Por el camino desfilaba la banda de mendigos de costumbre, con sus gritos de «Cooper, Cooper». Animados por el paso mesurado del dog-car, quisieron seguirle de cerca. El látigo les tuvo a distancia, y acabaron por quedar atrás.
Uno solo persistió. Era un chiquillo de unos siete años, con cara inteligente, llena de alegría: un irlandés. Aunque el carruaje no iba deprisa, se veía obligado a correr para mantenerse a su lado. Sus piececitos se magullaban contra los guijarros. Se empeñaba en su empresa, desafiando las amenazas del látigo. Llevaba en la mano una rama de mirto, que ofrecía a cambio de una limosna.
El conde le había gritado varias veces que se apartara; sin embargo, el pequeño, lejos de esto, seguía tenaz junto a las ruedas, a riesgo de ser arrollado.
Bastaba con aflojar la rienda para que el caballo tomase el trote; pero Piborne no quería. Le convenía ir a su paso, e iría. Así, fastidiado por la presencia del niño, acabó por darle un latigazo.
El látigo, mal dirigido, se enrolló al cuello del niño, que fue arrastrado durante algunos segundos, medio estrangulado. Una última sacudida le desenganchó y rodó por el suelo.
Hormiguita saltó del dog-car y corrió hacia el niño que, con el cuello cercado por una línea roja, daba gritos de dolor.
La indignación llenaba el corazón de nuestro héroe, que sintió feroces deseos de arrojarse sobre el conde Asthon, el cual tal vez hubiera pagado cara su crueldad, aun siendo de más edad que su groom.
—Ven aquí, boy —gritole después de detener el caballo.
—¿Y este niño?
—Ven aquí —repitió Piborne, que blandía su látigo—. Ven o te administro otra ración a ti.
Sin duda fue bien inspirado al no ejecutar su amenaza, pues no se sabe lo que habría pasado. Hormiguita tuvo bastante imperio sobre sí mismo para obedecer, y después de haber puesto algunos peniques en los bolsillos del chico, volvió a su puesto en el dog-car.
—La primera vez que te permitas bajar sin orden mía —dijo el conde Asthon— te castigaré y te echaré enseguida.
Hormiguita no respondió, pero sus ojos brillaron de cólera.
Después el carruaje se alejó rápidamente, dejando al niño en el camino consolado, y haciendo sonar los peniques en su mano.
Desde este día fue patente que los malos instintos del conde Asthon hacían a su groom más dura aún la vida. Las vejaciones redoblaron sobre él, ninguna humillación le fue escatimada. Lo que en otra época había sentido en lo físico, lo sentía ahora en lo moral y comprendía que no era menos desdichado que en la choza de la Hard, o bajo el látigo de Thornpipe. A menudo pensaba en abandonar Trelingar-Castle. Sí… marcharse. ¿Dónde? ¿A reunirse con la familia MacCarthy? No tenía de ella noticia alguna. ¿Y qué podrían hacer por él careciendo de hogar? Sin embargo, estaba resuelto a no permanecer al servicio del heredero de los Piborne.
Además, había una eventualidad que no dejaba de preocuparle. Aproximábase el momento, con el fin de septiembre, en que el marqués, la marquesa y su hijo tenían la costumbre de abandonar el dominio de Trelingar. El groom, obligado a seguirles a Inglaterra y Escocia, perdía la esperanza de encontrar a la familia MacCarthy.
Por otra parte, ¿qué sería de Birk? ¡Nunca consentiría en abandonarlo!
—Yo tendré cuidado de él —le dijo Kat un día.
—Sí, pues usted tiene buen corazón —respondió Hormiguita— y se lo podría confiar, pagando lo que fuera preciso por su comida.
—¡Oh! —exclamó Kat—. No… Soy amiga de ese pobre perro.
—No importa. Sería una carga para usted. Pero si parto, no lo veré en todo el invierno… jamás tal vez.
—¿Por qué, niño? A tu vuelta.
—¿Mi vuelta, Kat? ¿Estoy seguro de volver aquí? Allá donde ellos van, quién sabe si no me traerán, o si yo no me iré de mi grado.
—¿Marcharte?
—Sí, al azar… como he hecho siempre.
—¡Pobre boy! ¡Pobre boy! —repetía la buena mujer.
—Y me pregunto si no sería lo mejor hacerlo enseguida. Abandonar el castillo con Birk, buscar trabajo entre los labradores, en cualquier pueblo… no muy lejos…, cerca del mar.
—¡Todavía no tienes once años!
—No, Kat, aún no. ¡Ah! si tuviera doce o trece… Sería alto, tendría buenos brazos, encontraría ocupación. ¡Cuán lentos vienen los años cuando se es desdichado!
—¡Y con qué rapidez pasan! —hubiera podido responder Kat. Así reflexionaba Hormiguita, sin saber qué partido tomar. Una circunstancia casual vino a poner fin a sus dudas.
Llegados el 13 de septiembre, lord y lady Piborne no debían permanecer más que unos quince días en Trelingar-Castle. Ya habían comenzado los preparativos de marcha. Pensando en la proposición de Kat relativa a Birk, preguntose Hormiguita si el intendente Scarlett permanecería en el castillo durante el invierno. Si quedaba como administrador del dominio notaría la presencia de aquel perro que vagaba por los contornos y nunca autorizaría a la lavandera para conservarlo junto a ella. Kat se vería, pues, obligada a alimentar a Birk en secreto como hasta entonces lo había hecho. ¡Ah! De saber mister Scarlett que aquel perro pertenecía al joven groom, cómo se hubiera apresurado a informar de ello al conde Asthon, y con qué gusto rompería éste los riñones a Birk, admitiendo que hubiera podido tocarle con un balazo.
Aquel día, y contra su costumbre, Birk había ido por la tarde a rondar cerca del castillo. La casualidad quiso que uno de los perros del conde Asthon, un pointer gruñón, fuese a vagar por el camino.
Desde lejos se vieron, y los dos animales atestiguaron con un sordo gruñido sus hostiles disposiciones. Había entre ellos enemistad de raza. El perro noble no debería sentir más que desdén por el perro del campo; pero como era de mal carácter, se mostró el más agresivo. Desde que vio a Birk inmóvil a la entrada del bosque corrió hacía él, enseñando los dientes y dispuesto a hacer uso de ellos.
Birk lo dejó aproximarse, mirándolo oblicuamente, de modo de no ser sorprendido, con la cola baja y arqueado sobre sus patas. De repente, después de dos o tres furiosos ladridos, el pointer se lanzó contra Birk y le mordió en el anca. Sucedió lo que tenía que suceder. Birk saltó al cuello del animal, que fue derribado en un momento.
Esto no ocurrió sin terribles ladridos. Los otros dos perros que se encontraban en el patio se mezclaron en la contienda. Dada la voz de alarma, el conde no tardó en acudir acompañado del intendente. Abierta la verja, vio al pointer presa de los dientes de Birk.
¡Qué grito dio, sin osar acudir en socorro de su perro, de cuya suerte temía participar! Tan pronto como Birk le vio, remató al pointer de una dentellada, y sin apresurarse entró en el bosque.
El joven Piborne, seguido del intendente, se adelantó, y cuando llegaron al lugar del crimen no encontraron más que un cadáver.
—¡Scarlett! ¡Scarlett! —gritó el conde Asthon—. Mi perro está estrangulado… Ese animal lo ha estrangulado… ¿Dónde está? Venga. ¡Lo encontraremos! ¡Lo mataré!
El intendente no quería. Por otra parte, no le costó mucho trabajo contener a Piborne, que temía tanto como él una vuelta ofensiva del terrible Birk.
—Tenga cuidado, señor conde —le dijo—. No se exponga a perseguir a esa bestia feroz. Los picadores le atraparán.
—Pero ¿á quién pertenece?
—A nadie. Es uno de esos perros vagabundos que van por los caminos.
—Entonces se escapará.
—No, pues desde hace algunas semanas se le ve alrededor del castillo.
—¡Desde algunas semanas, Scarlett! ¡Y no se me ha prevenido, y ese animal ha matado a mi mejor pointer!
Preciso es reconocer que este mozo, tan egoísta e insensible, sentía por sus perros una amistad que no le había podido inspirar ninguna criatura humana. El pointer era su favorito, el compañero de sus cacerías, destinado sin duda a perecer por algún tiro mal dirigido de su amo, y los dientes de Birk no habían hecho más que apresurar su destino.
Fuese lo que fuese, muy desolado y furioso, meditando una terrible venganza, el conde Ashton volvió al patio del castillo, ordenando que trasladaran allí el cuerpo del pointer.
Por una feliz circunstancia, Hormiguita no había sido testigo de la escena. Hubiera tal vez dejado escapar el secreto de su amistad con el matador. Tal vez, al verle Birk, hubiera corrido hacia él, no sin comprometedoras demostraciones. Pero no tardó en saber lo que había ocurrido. Todo Trelingar-Castle se llenó muy pronto de las lamentaciones del infortunado Ashton. El marqués y la marquesa procuraron en vano calmarle. Éste no quería escuchar nada; mientras la víctima no quedase vengada, se negaba a todo consuelo. No se mitigó su dolor viendo con qué exagerado respeto, por orden de lord Piborne, se hacían las honras fúnebres del difunto en presencia de la servidumbre del castillo. Y cuando el perro fue trasladado a un rincón del parque, cuando la última paletada de tierra cubrió sus despojos, el conde Ashton entró triste y sombrío en su cuarto, del que no quiso salir en toda la noche.
Se imagina la inquietud de Hormiguita. Antes de acostarse había podido hablar secretamente con Kat, no menos ansiosa que él con motivo de Birk.
—Es preciso desconfiar —le dijo—, y sobre todo tener cuidado de que no se sepa que el perro es tuyo. Esto caería sobre ti, y no sé lo que pasaría. Hormiguita no pensaba en la eventualidad de que se le hiciera responsable de la muerte del pointer. Se decía que ahora sería difícil, si no imposible, continuar ocupándose de Birk. El perro no podría aproximarse a los anejos que el intendente haría vigilar. ¿Cómo encontraría a Kat aquella noche? ¿Cómo se arreglaría ésta para alimentarlo?
Nuestro joven pasó una mala noche, una noche de insomnio, infinitamente más preocupado por Birk que por sí mismo.
Preguntose si no debía abandonar al día siguiente el servicio del conde Asthon. Teniendo la costumbre de reflexionar, examinó la cuestión con sangre fría, pesando el pro y el contra, y finalmente decidió poner en ejecución el proyecto que ocupaba su espíritu desde algunas semanas antes.
Hasta las tres no se pudo dormir. Cuando se despertó era de día, saltó del lecho, muy sorprendido de no haber sido llamado como de ordinario por el imperioso campanillazo de su amo.
Desde que tuvo claras sus ideas pensó que no debía cejar en su decisión. Partiría el mismo día, alegando que no se sentía apto para el servicio de groom. Nadie tenía derecho para detenerle, y si se le insultaba, estaba resignado de antemano. En previsión de una expulsión brutal e inmediata, tuvo cuidado de vestir su traje de la granja, usado, pero limpio, pues lo había conservado cuidadosamente. Cogió la bolsa, que contenía su sueldo de tres meses. Además, después de haber expuesto cortésmente a lord Piborne su resolución de abandonar el castillo, tenía la intención de reclamarle la quincena hasta el 15 de septiembre, a la que tenía derecho. Procuraría despedirse de Kat sin comprometerla. Y una vez encontrado su perro en los alrededores, marcharían juntos, muy satisfechos de volver la espalda a Trelingar-Castle. Serían las nueve cuando Hormiguita bajó al patio. Grande fue su asombro al saber que el conde Asthon había salido al amanecer. Tenía la costumbre de llamar a su groom para que le vistiera, no sin dirigirle regaños y malas palabras.
Mas a su sorpresa uniose pronto una aprensión muy justificada, cuando vio que ni Bill el picador, ni los pointers estaban en la perrera.
En este momento, Kat, que estaba a la puerta del lavadero, le hizo señas para que se acercase, y le dijo en voz baja:
—El conde ha partido con Bill y los dos perros. Van a cazar a Birk. Hormiguita no pudo responder al principio, ahogado por la emoción y la cólera.
—¡Cuidado, boy! —añadió la lavandera—. El intendente nos está observando.
—Es preciso que no se mate a Birk… y yo sabré… —exclamó al fin Hormiguita.
Mister Scarlett, que había sorprendido este coloquio, vino a interpelar a Hormiguita con una voz brusca.
—¿Qué dices? —preguntó—. ¿Qué haces?
No queriendo entrar en discusión con el intendente, el groom se contentó con responder:
—Deseo hablar al señor conde.
—Le hablarás cuando vuelva —respondió el otro—. Cuando haya atrapado a ese maldito perro.
—No lo atrapará —respondió Hormiguita, que se esforzaba por tener calma.
—¿Cómo?
—No, mister Scarlett; y si lo coge le digo que no lo matará.
—¿Y por qué?
—Porque yo lo impediré.
—¡Tú!
—Sí, mister Scarlett. Ese perro es mío, y no dejaré que lo maten.
Y en tanto que el intendente quedaba asombrado de tal respuesta, Hormiguita se lanzó fuera del patio, franqueando la entrada del bosque.
Allí, durante una media hora, arrastrándose entre los zarzales, deteniéndose para sorprender algún ruido que le pudiera dar las huellas del conde Asthon, Hormiguita marchó a la ventura. El bosque estaba silencioso, y los ladridos se hubiesen oído desde muy lejos. Nada indicaba si Birk había sido cazado como un zorro por los pointers del joven Piborne, ni qué dirección convenía seguir a fin de encontrarlo.
¡Incertidumbre desesperante! Era posible que Birk estuviese ya muy lejos. Varias veces Hormiguita gritó: ¡Birk! ¡Birk!, con la esperanza de que el fiel animal oyese su voz. No se preguntaba lo que haría para impedir que el conde y su picador matasen a Birk si se apoderaban de él. Lo que sabía es que lo defendería mientras le quedasen fuerzas.
Marchando al azar se había alejado del castillo dos buenas millas cuando sonaron ladridos a algunos centenares de pasos, tras un macizo de corpulentos árboles que rodeaban un vasto estanque.
Hormiguita se detuvo. Había reconocido los ladridos de los pointers. No dudó que Birk fuese ojeado en aquel momento. Bien pronto oyó claramente estas palabras.
—Atención, señor conde. Ya le tenemos.
—Sí, Bill. ¡Por aquí, por aquí!
—¡Ala, perros, ala! —gritaba Bill.
Hormiguita se precipitó hacia el macizo, cerca del que se producía este tumulto. Apenas había dado veinte pasos, oyose una detonación.
—¡Erré, erré! —gritó el conde.
—A ti, Bill, a ti; no lo dejes.
Una segunda detonación resonó bastante cerca para que Hormiguita pudiese ver el resplandor a través del ramaje.
—¡Ya está! —gritó Bill, mientras los pointers ladraban furiosamente. Como si la bala le hubiese herido, Hormiguita sintió que las piernas no le sostenían, cuando a seis pasos de él oyó el ruido de ramas tronchadas, y por entre la maleza apareció un perro, con la piel mojada y la boca espumeante. Era Birk, con una herida en el costado, que se había arrojado al estanque después del tiro del picador.
Birk reconoció a su amo, que le oprimió el hocico, a fin de ahogar sus quejas, y lo arrastró a lo más espeso del bosque. ¿Pero los pointers no seguirían la pista de los dos?
¡No! Fatigados por la carrera, debilitados por los mordiscos dados por Birk, los pointers siguieron a Bill. Las huellas del groom y Birk se les perdieron, a pesar de que aquéllos pasaron tan cerca de su escondite, que Hormiguita pudo oír que el conde Asthon decía al picador:
—¿Estás seguro de haberlo matado, Bill?
—Sí, señor conde; de un balazo en la cabeza, en el momento en que se arrojaba al estanque. El agua se ha puesto roja y él está en el fondo.
—Hubiera querido cogerlo vivo —exclamó el joven Piborne.
Y en efecto, qué espectáculo más digno de divertir al heredero del dominio de Trelingar-Castle, y qué completa hubiera sido su venganza si hubiese podido dárselo de comida a sus perros, tan crueles como su amo.