VI

DIECIOCHO AÑOS ENTRE DOS

CUANDO el conde Asthon, el picador y sus perros desaparecieron, respiró Hormiguita con una satisfacción que quizás no había sentido en toda su vida. Y se puede afirmar que Birk hizo otro tanto cuando Hormiguita aflojó las manos con que le oprimía el hocico, diciéndole:

—¡No ladres, no ladres, Birk!

Y Birk no ladró.

Era una fortuna que aquella mañana Hormiguita, decidido a partir, se hubiera puesto su antigua ropa, hecho su ligero equipaje y llevado la bolsa de sus ahorros. Esto le evitaba el disgusto de volver al castillo, donde el conde Ashton no tardaría en saber a quién pertenecía el matador del pointer. Como hubiera sido recibido el groom, se supone. Verdad es que el no volver le costaba sacrificar el sueldo de quince días que contaba con reclamar. Pero prefería resignarse a este abandono. Estaba fuera de Trelingar-Castle, lejos del joven Piborne y del intendente Scarlett. Su perro estaba con él, y no pedía más; sólo pensaba en alejarse lo más pronto posible.

¿A cuánto ascendía su fortuna? Exactamente a cuatro libras, diecisiete chelines y seis peniques. Era la mayor suma que había poseído. No exageraba su importancia como esos niños que se creen ricos con tanto dinero en el bolsillo. No. Él sabía que vería pronto el fin de su fortuna, si no se sujetaba a la más estricta economía, aguardando la ocasión de colocarse en alguna parte, con Birk, por supuesto.

Felizmente, la herida del animal no era grave. Un sencillo rasguño de la piel, y la curación no sería larga. El tiro del picador no había sido más acertado que el del conde Asthon.

Los dos amigos partieron a buen paso desde que llegaron al camino. Birk, saltando de alegría. Hormiguita, un poco preocupado por el porvenir.

Sin embargo, no iban al azar. Pensó en volver a Kanturk, o a Newmarket. Conocía los dos pueblos; uno por haber vivido en él; el otro por haber ido a él acompañando varias veces al joven Piborne. Pero esto hubiera sido exponerse a encuentros que le convenía evitar. Así pues, sabía lo que se hacía bajando hacia el sur. Primero se alejaba de Trelingar-Castle en una dirección en la que no se pensaría en perseguirle; y después, se aproximaba a la capital del condado de Cork, en la bahía de este nombre, una de las más frecuentadas de la costa meridional. De ella salen barcos… barcos mercantes… grandes, de verdad, para todas las partes del mundo, y no barcos de pesca como en Westport o Galway. Esto atraía siempre a nuestro héroe: el irresistible instinto del comercio.

En fin, lo esencial era llegar a Cork, lo que exigía algún tiempo. Hormiguita tenía que emplear su dinero en cosas más necesarias que en carruaje o ferrocarril, e iría a pie, con lo que quizás encontrase ocasión de ganar algunos chelines en pueblos como Limerick y Newmarket. Sin duda que treinta millas para las piernas de un niño de once años era un buen viaje, y emplearía ocho días por poco que se detuviera en las granjas.

El tiempo era bueno, ya fresco en esta época; el camino, sin barro ni polvo, excelentes condiciones cuando se trata de un viaje a pie. El sombrero de fieltro en la cabeza, chaleco y pantalón de abrigo, buenos zapatos, su equipaje al brazo, el cuchillo, regalo de la abuela, en el bolsillo y un bastón que hizo de una rama de haya. Hormiguita no tenía el aire de un pobre. Debía, pues, guardarse de los malos encuentros. Por otra parte, sólo mostrando sus dientes, Birk alejaría a las gentes sospechosas.

La primera jornada, con un descanso de dos horas, fue un trayecto de cinco millas y un gasto de medio chelín. Para dos, un niño y un perro, esto no es mucho, y por este precio la comida de manteca y patatas es poca. Hormiguita no pensó, sin embargo, en la comida de Trelingar-Castle. Llegada la noche, se acostó un poco más allá del pueblo de Baunteer, en una granja, con permiso del labrador, y al día siguiente, después de un almuerzo que le costó algunos peniques, volvió a ponerse en camino.

Éste empezó a hacerse penoso, pues la cuesta comenzaba. Esta parte del condado de Cork presenta un relieve orográfico de cierta importancia. El camino que va de Kanturk a la capital atraviesa el complicado sistema de los montes Boggerraghs. A partir de aquí, cuestas empinadas. Hormiguita sólo tenía que marchar en línea recta y no corría el riesgo de perderse… Además, él sabía orientarse por instinto como un chino o un zorro. Lo que debía tranquilizarle es que el camino no estaba desierto. Algunos labradores abandonaban los campos y volvían. Las carretas iban de un pueblo a otro. En rigor, siempre era posible informarse de la dirección; mas Hormiguita prefería no llamar la atención y pasar sin preguntar a nadie.

Al cabo de unas seis millas recorridas rápidamente, llegó a Derry-Gounva, pequeña localidad situada en la parte donde el camino corta el macizo de los Boggerraghs. Allí, en una posada, un viajero que se disponía a comer le dirigió dos o tres preguntas: de dónde venía, adónde iba, cuándo pensaba partir, y muy satisfecho de sus respuestas le invitó a comer, cosa que Hormiguita aceptó. Comió bastante, y Birk no fue olvidado por el generoso anfitrión. Era una lástima que aquel digno irlandés no fuese a Cork, pues le hubiera ofrecido un sitio en su carruaje; pero iba hacia el norte del condado.

Después de una noche tranquila en la posada, Hormiguita abandonó Derry-Gounva al alba, y se internó por el desfiladero de los Boggerraghs. La jornada fue fatigosa. El viento soplaba con fuerza, parecía que venía del suroeste, aunque seguía las vueltas del desfiladero, cualquiera que fuese su orientación. Hormiguita lo encontraba siempre de frente, sin tener, como un barco, el recurso de correr las bordas. Era necesario caminar contra el huracán, perder cinco o seis pasos de doce, ayudarse de la maleza adherida a las rocas, arrastrarse a la vuelta de ciertos ángulos; en suma, cansarse mucho para andar poco. En verdad que una carreta o un jaunting-car le hubiesen prestado un gran servicio. Esta parte de los Boggerraghs es poco frecuentada. Se puede llegar a los pueblos de la región evitando aquel dédalo. Hormiguita no vio a nadie por allí.

Nuestro personaje y su perro, después de muchas vueltas, descansaron al pie de los árboles. Durante la tarde, marchando con más rapidez, consiguieron flanquear el punto máximo de altura de la región. De seguir el recorrido en un mapa, el compás no hubiera indicado más que cuatro o cinco millas. Penosa jornada. Pero lo más rudo estaba hecho, y en dos horas llegarían al extremo oriental del desfiladero.

Hubiera sido imprudente arriesgarse después de la caída del sol. Entre aquellos altos taludes, la noche cae rápidamente. Desde las seis de la tarde la oscuridad era profunda. Valía más detenerse en aquel lugar, aunque allí no había ni posada ni granja. Era un lugar muy solitario, y Hormiguita no se sentía tranquilo. Por fortuna, Birk era un guardia vigilante y fiel, en el que se podía confiar.

Aquella noche tuvo por único abrigo una estrecha anfractuosidad de las rocas, sobre la que caía una cortina de parietarias. Se echó sobre la tierra suave y seca. Birk se acostó a sus pies, y ambos se durmieron a la gracia de Dios.

Al día siguiente, al amanecer, se pusieron en camino. Tiempo incierto, húmedo y frío. Todavía una jornada de quince millas, y Cork aparecería en el horizonte. A las nueve, los desfiladeros de los montes Boggerraghs fueron franqueados. Caminaban de prisa, pero con hambre. El zurrón estaba vacío; Birk iba de derecha a izquierda, con el hocico en tierra, buscando qué comer; después volvía, y dirigiéndose a su amo, parecía decirle:

—¿Es que no se almuerza esta mañana?

—Pronto —le respondía Hormiguita.

En efecto, hacia las diez ambos hacían alto en el lugarejo de Dix-MilesHouse.

Es éste un lugar donde la bolsa del joven viajero se aligeró en un chelín en una modesta posada, que le ofreció la comida ordinaria de los irlandeses; patatas, manteca y un grueso pedazo de ese queso rojo llamado «Cheddar». Birk tuvo desperdicios de la comida. Después de esto, y después del descanso, continuaron el viaje. Territorio siempre accidentado, cultivado de una y otra parte. Aquí y allá campos donde el labrador terminaba la recolección de la cebada y centeno, tardía en este clima.

Hormiguita no estaba solo en el camino. Se cruzaba con las gentes del campo, a las que daba los buenos días, que ellos le devolvían.

Pocos niños, o ninguno, de esos que tienen por única ocupación correr tras los carruajes mendigando. Esto se debía a que los turistas raramente se aventuraban por aquella parte del condado. Si algún chicuelo hubiese venido a pedir limosna a Hormiguita, hubiera obtenido uno o dos Coopers.

El caso no se presentó.

A eso de las tres de la tarde, se llegó a un lugar donde el camino comienza a bordear un río en una extensión de siete a ocho millas.

Era el Dripsey, un afluente del Lee, el que va a perderse en una de las extremas bahías del suroeste.

Si no quería dormir al raso la próxima noche, era necesario que Hormiguita siguiese hacia el pueblo de Woodside, a tres o cuatro millas de Cork. ¡Un buen trecho de camino que recorrer antes de la noche! Pero no le parecía imposible, ni a Birk tampoco.

—Vamos —se dijo—, un último esfuerzo. Tendré tiempo de descansar allá abajo.

¡El tiempo! Sí. No es el tiempo lo que jamás le faltaría; sería el dinero. ¡Bah! ¿Por qué se inquietaba? Poseía cuatro libras de buen oro, sin contar lo que le quedaba de peniques. Con estos fondos se camina semanas y semanas…

¡En camino, pues, y alarga las piernas, mozo! El cielo está cubierto, el viento se ha calmado. Si aquello acaba en lluvia no habrá más abrigo que agazaparse bajo alguna piedra, y esto no es para regocijar, cuando había buenos rincones que coger en una de las posadas de Woodside.

Hormiguita y Birk caminaban rápidamente, y un poco antes de las seis de la tarde no distaban más que tres millas del pueblo, cuando Birk se detuvo y dejó oír un singular gruñido.

Hormiguita se detuvo también y miró a lo largo del camino…

No vio nada.

—¿Qué tienes, Birk?

Birk gruñó de nuevo. Después, lanzándose a la derecha, corrió por el lado del río, cuya orilla no estaba más que a unos veinte pasos de distancia.

—Tiene sed, sin duda —pensó Hormiguita—, y a fe mía que me dan ganas de beber.

Y se dirigía hacia el Dripsey, cuando el perro, lanzando un ladrido más agudo, se precipitó en la corriente.

Hormiguita, muy sorprendido, llegó en algunos pasos a la orilla, e iba a llamar a su perro.

Allí había un cuerpo arrastrado por la rápida corriente, el cuerpo de un niño. El perro acababa de cogerlo por sus ropas, o harapos, por decir mejor. Pero el Dripsey está lleno de remolinos que hacen muy peligroso su curso. Birk trataba de volver a la orilla, no sin trabajo, mientras el niño se agarraba convulsivamente a su piel.

Hormiguita sabía nadar; se recordará que Grip le había enseñado. No dudó, y comenzaba a desnudarse cuando haciendo un último esfuerzo, Birk consiguió poner el pie en la orilla.

Hormiguita sólo tuvo que inclinarse y agarrar al niño por sus ropas, depositándole en lugar seguro, mientras el perro se sacudía ladrando.

El niño tendría de seis a siete años lo más. Los ojos cerrados. Su cabeza se agitaba. Había perdido el conocimiento…

¡Cuál fue la sorpresa de Hormiguita cuando hubo apartado de su cara su cabellera mojada completamente! Era el niño que el conde Ashton, dos semanas antes, había golpeado con su látigo en el camino de Trelingar-Castle, lo que había valido al joven groom una regañina por su intervención caritativa.

Desde hacía quince días, aquel pobre pequeño vagaba por los caminos. Por la tarde había llegado a orillas del Dripsey. Había querido apagar su sed, sin duda, le había fallado el pie, y caería en la corriente, y a no ser por Birk, arrastrado por su instinto salvador, no hubiera tardado en desaparecer entre los torbellinos.

Se trataba de volverle a la vida, y a esto se dedicó Hormiguita.

¡Desgraciado! Su cara larga, su cuerpo delgado y descarnado, decían todo lo que había sufrido; la fatiga, el frío, el hambre. Tocándole con la mano se sentía que su estómago estaba como un saco vacío. ¿Qué medio emplear para devolverle el conocimiento? ¡Ah! Haciéndole arrojar el agua que había tragado, oprimiéndole el estómago, echándole aire por la boca. Sí… Hormiguita tuvo esta idea. Algunos instantes después, el niño respiraba, abría los ojos y sus labios dejaban escapar estas palabras:

—Tengo hambre… Tengo hambre.

¡I am hungry!, éste es el grito del irlandés, el grito de toda su vida, el último que lanza antes de morir.

Hormiguita poseía aún algunas provisiones. De un poco de pan y manteca hizo dos o tres bocados, y los introdujo entre los labios del niño, que los devoró glotonamente.

Fue preciso moderarle. Las cosas entraban en él como el aire en una botella donde se hubiera hecho el vacío.

Entonces, enderezándose, sintió que le volvían las fuerzas. Sus ojos se fijaron en Hormiguita. Dudó, y después, reconociéndole:

—¿Tú? ¿Tú? —murmuró.

—Sí. ¿Te acuerdas?

—En el camino… No sé cuándo…

—Yo lo sé… niño…

—¡Oh, no me abandones!

—No… no… Yo te llevaré… ¿adónde ibas?

—Adelante… adelante.

—¿Dónde vives?

—No lo sé… En ninguna parte.

—¿Cómo has caído en el río? ¿Queriendo beber, sin duda?

—No…

—¿Te has resbalado?

—No… He caído a propósito.

—¿A propósito?…

—Sí, sí, ahora no quiero… si tú estás conmigo…

—¡Estaré, estaré!

Y a Hormiguita se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡A los siete años esta horrible idea de morir! ¡La desesperación llevando a aquel niño a la muerte, la desesperación que viene de la desnudez, del abandono, del hambre!…

El niño había vuelto a cerrar sus párpados. Hormiguita se dijo que no debía hacerle más preguntas. Esto quedaría para más tarde. Además, conocía su historia. Era la de todos esos pobres seres… era la suya propia… Pero por lo menos a él, dotado de una energía poco común, no le había venido jamás la idea de acabar con sus miserias. Convenía avisar. El niño no se encontraba en estado de poder andar algunas millas para llegar a Woodside. Hormiguita no hubiera podido llevarle hasta allí. Por otra parte, la noche se aproximaba, y lo esencial era encontrar un abrigo. En los alrededores no se veía ni una posada, ni una granja. A un lado del camino, el Dripsey, extenso, sin una barca. Al otro, bosques que se extendían por la izquierda, hasta perderse de vista. Era, pues, preciso pasar lo noche en aquel lugar, al pie de un árbol, sobre un lecho de hierbas, cerca del fuego de un leño, si esto era necesario.

Al despuntar el día, cuando el niño tuviera ya fuerzas, llegarían a Woodside, y tal vez a Cork. Quedaba algo para comer aquella noche y guardar algunos restos con que desayunar al siguiente día.

Hormiguita tomó en sus brazos al niño, adormecido de fatiga. Seguido de Birk, atravesó el camino, y entró unos veinte pasos en el bosque, ya bastante oscuro, entre esas robustas hayas seculares que se cuentan por miles en aquella parte de Irlanda.

¡Qué satisfacción sintió al encontrar uno de esos largos troncos medio caído, horadado por los años! Era una especie de cuna, de nido, si se quiere, donde podría poner a su pajarillo. El agujero estaba lleno de tierra menuda, y añadiendo una brazada de hierba se haría un cómodo lecho. Y hasta podría guardar a dos y dormir más calientes. Mientras dormía, el niño sentiría que no estaba solo.

Un instante después estaba instalado en su lecho. Sus ojos no se cerraron, pero respiraba dulcemente, y no tardó en caer en un profundo sueño. Hormiguita se ocupó entonces en secar los vestidos que su protegido, ¡el protegido de Hormiguita!, debía volver a ponerse al día siguiente. Encendió un poco de leña seca, retorció los harapos y los puso a la llama, tendiéndolos después en una rama baja del haya.

Había llegado el momento de comer el pan, las patatas y el cheddar. El perro no fue olvidado, y aunque su parte no fue grande, no se quejaba. Su amo fue a tenderse en el agujero del haya, rodeando al niño con sus brazos, y acabó por sucumbir al sueño, mientras Birk vigilaba sobre el grupo dormido.

Al día siguiente, 18 de septiembre, el niño se despertó el primero, asombrado de verse acostado en tan buena cama. Birk le dirigió un ladrido protector. ¿Acaso no había tomado parte en su salvación?

Hormiguita abrió los ojos casi en seguida, y el niño se arrojó a su cuello abrazándole.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Hormiguita… ¿y tú?

—Bob…

—Pues bien, Bob, vete a vestir.

Bob no se lo hizo repetir. Apenas recordaba que la víspera se había arrojado al río. ¿Acaso no tenía ahora una familia, un padre que no le abandonaría, o por lo menos un hermano mayor que ya le había remediado dándole un puñado de Coopers en el camino de Trelingar-Castle? Se dejaba llevar por la confianza de sus pocos años, llena de esa familiaridad natural que distingue a los niños irlandeses. Por otra parte, a Hormiguita le parecía que el encuentro con Bob le había creado nuevos deberes, los de la paternidad.

¡Qué contento se puso Bob cuando tuvo una camisa blanca bajo sus ropas tan sucias! ¡Y qué ojos abrió ante un trozo de pan, un pedazo de queso y una gruesa patata, asada en el rescoldo! Este desayuno fue tal vez la mejor comida que había hecho desde su nacimiento.

¿Su nacimiento? No había conocido a su padre, pero, más favorecido por la suerte que Hormiguita, había conocido a su madre, muerta de miseria cuando él tenía dos años o tres años, Bob no podía precisarlo. Después había sido recogido en el hospicio de una ciudad no demasiado grande, cuyo nombre ignoraba. Más tarde, por falta de fondos, el hospicio se había cerrado, y Bob se encontró en la calle, sin saber por qué… ¡Bob no sabía nada!, con los otros niños, la mayor parte sin familia. Había vivido en los caminos, acostándose en cualquier parte, comiendo cuando podía, hasta el día en que después de un ayuno de cuarenta y ocho horas le vino el pensamiento de morir.

Tal era su historia, que él contó mientras mordía la patata, historia que no era una novedad para un antiguo pensionista de la Hard, reducido al estado de máquina con Thornpipe y un educado de la Ragged-School. En medio de su conversación, la cara inteligente de Bob cambió repentinamente, sus ojos tan vivos se nublaron, y quedó pálido.

—¿Qué tienes? —le preguntó Hormiguita.

—¿Tú no me dejarás solo? —murmuró. Era su gran temor.

—No, Bob.

—Entonces ¿me llevas?

—Sí, te llevo.

¿Dónde? A Bob le importaba poco con tal de que Hormiguita le llevase con él.

—Pero ¿tu mamá, tu papá?

—No los tengo.

—¡Ah! —dijo Bob—; yo te querré mucho.

—También yo, y procuraremos arreglárnoslas.

—¡Oh! Verás cómo yo corro tras los carruajes —exclamó Bob—. Te daré los Coopers que me arrojen.

El pequeño nunca había hecho otro trabajo.

—No, Bob. No será preciso correr más tras los coches.

—¿Por qué?

—Porque el mendigar no está bien.

—¡Ah! —dijo Bob, quedando pensativo.

—Dime, ¿tienes buenas piernas?

—Sí, pero pequeñas aún.

—Pues bien, vamos a hacer una larga jornada hoy, para llegar esta noche a Cork.

—¿A Cork?

—Sí… Una hermosa ciudad, allá abajo, con barcos.

—Barcos… Ya sé…

—Y el mar, ¿has visto el mar?

—No.

—Lo verás… Se extiende lejos… lejos. Andando.

Y helos ahí en camino, precedidos de Birk, que brincaba moviendo la cola.

Dos millas más lejos, el camino deja las orillas del Dripsey y se extiende por las del Lee, que va a precipitarse en el fondo de la bahía de Cork. Se encontraron varios carruajes de turistas que se dirigían hacia la parte montañosa del condado.

Y entonces Bob gritó, llevado por su costumbre: ¡Cooper! ¡Cooper! Hormiguita le detuvo.

—Te he dicho que no hagas más eso —repitió.

—¿Por qué?

—Porque está mal pedir limosna.

—¿Hasta cuando es para comer?

Hormiguita no respondió, y Bob quedó muy inquieto por su almuerzo hasta que se vio a la mesa en una posada del camino. Y a fe mía que por seis peniques los tres se regalaron; el hermano mayor, el pequeño y el perro.

Bob no podía dar crédito a sus ojos. Hormiguita tenía una bolsa que contenía chelines y aún quedaban en ella después de pagar al posadero.

—¿Cómo tienes ese dinero?

—Lo he ganado trabajando.

—¿Trabajando? También yo querría trabajar… pero no sé…

—Yo te enseñaré, Bob.

—En seguida.

—No; cuando estemos allá abajo.

Si se quería llegar la misma noche, preciso era no perder un instante. Hormiguita y Bob se pusieron de nuevo en marcha con tal diligencia que entre las cuatro y las cinco de la tarde llegaron a Woodside. En vez de dormir en una posada de este pueblo, valía más llegar hasta Cork, puesto que sólo restaban tres millas.

—¿No estás fatigado? —preguntó Hormiguita.

—No… vamos… vamos —respondió el niño.

Y después de una nueva comida que les dio fuerzas, ambos continuaron su jornada. A las seis se detuvieron a la entrada de uno de los arrabales de la ciudad. Un posadero les ofreció una cama y se durmieron uno en brazos del otro.

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