VII

SIETE MESES EN CORK

¿ERA en Cork, en esta capital de la provincia de Munster donde Hormiguita comenzaría su fortuna?

Capital de tercer orden de Irlanda, esta ciudad es comercial, industrial y también literaria. Letras, industria, comercio, ¿en qué estos tres campos abiertos a la actividad humana podrían servir a los comienzos de un niño de once años? ¿No había llegado allí para aumentar el número de esos miserables que abundan en medio de las ciudades marítimas del Reino Unido?

Hormiguita había querido ir a Cork, y estaba en Cork, aunque es verdad que en condiciones poco favorables para la realización de sus proyectos para el porvenir. En otra época, cuando él rodaba por Glalway, cuando Pat MacCarthy le refería sus viajes, su joven imaginación se inflamaba por las cosas del comercio. Comprar cargamentos en otros países y venderlos en el suyo. ¡Qué sueño! Pero desde su partida de Trelingar-Castle había reflexionado. Para que el hijo de la casa de caridad de Donegal pudiese llegar a mandar un bueno y sólido navío, navegando de un continente a otro, era preciso que se enrolase como ayudante a bordo de los clippers o de los steamers, y después que con el tiempo llegase a piloto, marinero, contramaestre, capitán. Y ahora, teniendo que cuidar de Bob y de Birk, ¿podía pensar en embarcarse? Si les abandonaba, ¿qué sería de ellos? Puesto que con la ayuda de Birk, se entiende, él había salvado la vida al pobre Bob, deber suyo era asegurársela.

Al día siguiente, Hormiguita ajustó con el posadero el precio de una cama de hierba seca. Gran paso hacia adelante. Si nuestro héroe no tenía muebles, tenía habitación. Precio de la cama: dos peniques, que debían ser pagados todas las mañanas. En cuanto a la comida, Bob, Birk y él la tomarían donde se encontrasen, en el restaurant del azar. Los tres salieron en el momento en que el sol comenzaba a disipar las brumas del horizonte.

—¿Y los barcos? —dijo Bob.

—¿Qué barcos?

—Los que me has prometido.

—Espera que estemos junto al río.

Y fueron en busca de los barcos, descendiendo por un arrabal muy largo y pobre. En una panadería compraron pan. No era preciso preocuparse por Birk. Éste había encontrado qué comer entre los montones de desperdicios de la calle.

En el malecón del Lee, que describe un doble brazo a través de Cork, veíanse algunas barcas, pero no buques, de esos buques capaces de atravesar el canal de San Jorge, o el mar de Irlanda, y después el océano Atlántico.

En efecto, el verdadero puerto está abajo, más especialmente en Queenstown, la antigua Cowes, situada en la bahía de Cork, y los rápidos ferry-boats permiten bajar por la ensenada del Lee hasta el mar.

Hormiguita, llevando de la mano a Bob, entró en la ciudad propiamente dicha.

Construida en la principal isla del río, se une a la ribera por medio de varios puentes. Otras islas, de más arriba y más abajo, han sido transformadas en paseos y jardines, paseos umbrosos y verdes jardines. Monumentos diversos se alzan aquí y allá, una catedral sin estilo, cuya torre es muy antigua, Santa María, San Patricio. En las ciudades de Irlanda no faltan iglesias, como tampoco asilos, hospicios y workhouses. En Erin hay siempre gran número de fieles, y de pobres también. Solamente con pensar en una de estas casas de caridad, Hormiguita se sentía presa de disgusto y espanto. Él hubiese preferido el Queen’s, que es una magnífica construcción; pero antes de ser recibido en éste, es preciso saber algo más que leer, escribir y contar.

En las calles de la ciudad había algún movimiento, el movimiento de las gentes que trabajan temprano, las tiendas que se abren, las puertas de las casas de donde salen los criados con la escoba en la mano o la cesta al brazo, las carretas que circulan, los revendedores que pasean sus puestos ambulantes, los mercados donde están las provisiones para una población de cien mil almas. Atravesando el barrio de los negocios e industrial, se veía la fábrica de cuero, de papel, de telas, cervecería, etc. Nada todavía de carácter marítimo.

Después de un agradable paseo, Hormiguita y Bob se sentaron para descansar en un banco de piedra, en el ángulo de un edificio de imponente aspecto. En este lugar se sentaba un vendedor de carnes saladas, excitantes especias, géneros coloniales y también manteca, de la que Cork es el más activo mercado, no solamente del Reino Unido, sino de toda Europa. Hormiguita respiraba ansiosamente esta mezcla de moléculas sui generis.

El edificio se elevaba en el punto de unión de los brazos del Lee, que no forma allí más que uno solo, extendiéndose hacia la bahía. Era la aduana con su agitación incesante, su vaivén de todos los momentos. A partir de este confluente, un lecho sin trabas, la libertad de comunicación entre Queenstown y Cork.

Entonces, lo mismo que había preguntado por los barcos, Bob exclamó:

—¿Y el mar?

Sí… el mar que su hermano mayor le había prometido.

—El mar está más lejos… Acabaremos por llegar a él, según creo. Había que tomar pasaje en uno de esos ferry-boats que hacen el servicio de la ensenada. Esto economizaba tiempo y fatiga.

En cuanto al precio de dos asientos, no era gran cosa. Algunos peniques solamente. Podían permitirse aquel lujo por un día, y además Birk no tendría que pagar.

¡Qué alegría sintió Hormiguita al bajar por el Lee en aquel barco a toda velocidad! Recordó a la noble familia Piborne visitando la isla de Valentia en el mar desierto de allá abajo. Aquí el espectáculo era muy diferente. Había numerosas embarcaciones de todo tonelaje. En las orillas, tiendas, establecimientos de baños, astilleros que los dos niños miraban sentados en la parte delantera del ferry-boat.

Al fin llegaron a Queenstown, un hermoso puerto de ocho a nueve mil metros de norte a este y de unos seis mil de este a oeste.

—¿Esto es el mar? —preguntó Bob.

—No: apenas un pedazo —respondió Hormiguita.

—¿Es mucho más grande?

—Sí. No se ve dónde concluye.

Pero el ferry-boat no pasaba de Queenstown, y Bob no vio lo que tanto deseaba ver.

Había, en cambio, navíos de todas clases: unos para largos viajes, otros de cabotaje. Esto se explica, puesto que Queenstown es a la vez un puerto de abrigo y de aprovisionamiento. Los grandes transatlánticos de las líneas inglesas o americanas venían de los Estados Unidos y depositaban sus despachos que ganaban así medio día.

De allí parten los steamers para Londres, Liverpool, Cardiff, Newcastle, Glasgow, Milford, y otros puertos del Reino Unido; en suma, un movimiento marítimo que se cifra en un millón doscientas mil barricas.

¿Bob pedía barcos? Pues bien, jamás hubiera imaginado que existieran tantos, ni tampoco Hormiguita, los unos amarrados, los otros entrando y saliendo; los unos viniendo de países lejanos, los otros partiendo hacia ellos; éste con su vela hinchada al viento, aquéllos agitando con sus poderosas hélices las aguas de la bahía de Cork.

En tanto que Bob contemplaba con asombrados ojos la animación de la bahía, Hormiguita pensaba en la agitación comercial que se desarrollaba ante él, en los ricos cargamentos arrimados a las calas de los navíos, balas de algodón, de lana, toneles de vino, pipas, sacos de azúcar y de café… y se decía que esto se vendía y se compraba… que éstos eran los negocios.

Sobre el malecón del Queenstown a tantas grandezas se mezclan infinitas miserias. Aquí y allá se ven gran número de «mudlarks», niños y viejas ocupados en registrar los sitios descubiertos por la marea baja, y en los rincones, desdichados que se disputan con los perros algunos desperdicios.

Hormiguita y Bob, volvieron al ferry-boat y regresaron a Cork.

El viaje había sido divertido sin duda, pero había costado mucho.

Al día siguiente sería preciso ver el medio de ganar más que se gastara, si no las preciosas guineas desaparecían como un pedazo de hielo de la mano que le oprime. Entretanto, lo mejor era dormir en el camastro de la posada, y así lo hicieron.

No hay para qué contar detalle por detalle la existencia de Hormiguita y de su amigo Bob durante los seis meses que siguieron a su llegada a Cork. El invierno largo y duro hubiera tal vez sido funesto a niños no acostumbrados a sufrir el hambre y el frío. La necesidad hizo un hombre de aquel mozuelo de once años. En otra época, en casa de la Hard, había vivido de nada; actualmente si vivía de poco, vivere parvo, conseguía vivir y Bob con él. En más de una ocasión, al llegar la noche, no tuvieron más cena que un huevo para los dos. Y sin embargo, jamás pidieron limosna. Estaban a la husma de encargos que hacer, de carruajes que buscar; de equipajes un poco pesados algunas veces que los viajeros les entregaban a la salida de la estación, etc.

Hormiguita economizaba cuanto podía lo que quedaba de sueldo ganado en Trelingar-Castle. En los primeros días de su llegada a Cork había tenido que sacrificar una parte de ellos.

Había sido preciso comprar ropa y zapatos a Bob. ¡Y qué alegría sintió éste al vestirse su traje completo de trece chelines, todo nuevo! No podía decentemente llevar andrajos, desnudos la cabeza y los pies, cuando su hermano mayor iba bastante bien vestido.

Una vez hecho este gasto, él se ingeniaría de modo que no se gastase para vivir más que algunos peniques diarios. Y con el estómago vacío ¡cómo envidiaban a Birk, que por lo menos encontraba su comida en los rincones de las calles!

—¡Yo querría ser perro! —decía Bob.

—¡No quieres tú poco! —respondió Hormiguita.

Pagaba puntualmente el alquiler de su camastro en la posada. Así, el propietario, que se interesaba por aquellos dos niños, les gratificaba de vez en cuando con una buena sopa caliente, que ellos aceptaban sin ruborizarse.

Si Hormiguita procuraba conservar las dos libras que quedaban en sus bolsillos después de las primeras compras, es porque esperaba siempre la ocasión de emplearlas en «negocios». Ésta era la fórmula de que se servía. Bob le miraba asombrado cuando le oía expresarse en tales términos. Hormiguita le explicaba que esto consistía en comprar cosas para venderlas más caras.

—¿Cosas que se coman? —preguntó Bob.

—Que se coman o que no se coman…, según.

—Yo querría mejor que se comiesen.

—¿Por qué, Bob?

—Porque si no se vendían, por lo menos servirían para alimentarnos.

—Eh, Bob, ya no entiendes tan mal el comercio. Lo importante es saber escoger lo que se compre, y se acabe siempre por vender con utilidad.

En esto pensaba nuestro héroe sin cesar, llegando a hacer algunas tentativas que le arruinaron. El papel, los lápices, las cerillas. Probó en este género de comercio, casi infructuoso por la competencia. Más resultado le dio la venta de periódicos en la estación. Bob y él eran tan interesantes, tenían un aire tan honrado y ofrecían la mercancía con tal gentileza, que no se resistía la tentación de comprar las hojas corrientes, las guías de ferrocarril, horarios, etc. Un mes después de haber empezado su comercio, Hormiguita y Bob poseían, cada uno, un cesto, sobre el que los periódicos y libros estaban en orden, los títulos y las ilustraciones bien a la vista, y siempre con moneda para devolver a los compradores. Claro es que Birk no abandonaba nunca a su amo. ¿Se consideraba como su socio, o por lo menos como su dependiente?

De vez en cuando, con un periódico entre los dientes, corría hacia los que pasaban, ¡y se lo presentaba con maneras tan insinuantes! Muy pronto se le vio con una cesta puesta sobre su espalda, en la que las publicaciones estaban cuidadosamente colocadas, cesta que un lienzo encerado podía cubrir en caso de lluvia.

Ésta era una idea de Hormiguita. Nada mejor para atraer al comprador como ver a Birk tan serio, tan penetrado de la importancia de sus funciones. Pero entonces, ¡adiós las locas carreras, los juegos con los perros de la vecindad! Cuando éstos se aproximaban al inteligente animal, ¡con qué sordos gruñidos les acogía; qué dientes aparecían bajo los labios levantados del vendedor ambulante de cuatro patas! Entre los vendedores de los alrededores de la estación no se hablaba más que del perro. Se trataba directamente con él. El comprador tomaba de la cesta el periódico que deseaba, y depositaba el precio en una bolsa que Birk llevaba al cuello.

Animado por el éxito, Hormiguita pensó en extender sus «negocios». A los periódicos y libros añadió cajas de cerillas y paquetes de tabaco, cigarros de poco precio, etc. Birk acabó por tener una verdadera tienda sobre la espalda. En ciertos días ganaba más que su amo, que no se mostraba celoso por cierto; al contrario, Birk era recompensado con algún buen pedazo de algo sustancioso y una caricia. Hacían una unión excelente aquellos tres seres, y todas las familias quisieran sentirse tan unidas como aquel perro y los dos niños.

Hormiguita no había tardado en reconocer en Bob una inteligencia viva y aguda. Aquel niño de siete años y medio, de un espíritu menos práctico que el mayor, pero de carácter más alegre, dejaba desbordarse su natural vivacidad. Como no sabía ni leer, ni escribir ni contar, no hay que decir que Hormiguita se había impuesto la tarea de enseñarle lo primero el alfabeto. ¿No convenía que pudiese descifrar los títulos de los periódicos que se le pedían? Lo tomó con gusto, e hizo rápidos progresos; tanta paciencia mostraba el maestro y tanta aplicación el discípulo. Se pasó luego a la escritura y a las cuentas, que le dieron algo más que hacer; pero aprovechó mucho. En su imaginación se veía dirigiendo la tienda de Hormiguita, en una de las calles más hermosas de Cork. Es preciso advertir que ya recibía un tanto por ciento de las ventas, y en su bolsillo había algunos peniques bien ganados. Así pues, no rehusaba dar una limosna de un Cooper a los pequeños que le tendían la mano, recordando el tiempo en que corría por los caminos tras los carruajes.

No se extrañe si Hormiguita, gracias a un instinto particular, había establecido su contabilidad diaria de una manera muy regular; tanto, para la posada; tanto, para la comida; tanto, para el lavado de ropa, el fuego y la luz. Todas las mañanas apuntaba en su cuaderno la suma destinada a la compra de mercancías, y por la noche hacía el balance de gastos y productos. Sabía comprar y vender y sacaba utilidad. Tan bien que a finales del año 1882 hubiera tenido diez libras en caja de haber poseído caja. Verdad es que un editor, en casa del que compraba ordinariamente, había puesto la suya a su disposición y en ella depositaba todas las semanas los beneficios que producían hasta un pequeño interés.

No ocultaremos que ante el éxito obtenido a fuerza de economía y de inteligencia, el joven tuvo una ambición, la ambición reflexiva y legítima de aumentar sus negocios. Tal vez lo conseguiría con el tiempo, estableciéndose en Cork de una manera definitiva. Pero él se decía, no sin razón, que una ciudad más importante, Dublín, por ejemplo, la capital de Irlanda, le ofrecería mayores recursos. Cork, ya se sabe, no es más que un puerto de pasaje, donde el comercio está relativamente restringido, mientras en Dublín… ¡Pero estaba tan lejos!… Sin embargo, no sería imposible. ¡Cuidado, Hormiguita! ¿Es que tu espíritu práctico comenzará a forjar quimeras? ¿Serías capaz de abandonar la presa por la sombra, la realidad por el sueño? Después de todo, no le está prohibido soñar a un niño.

El invierno no fue muy riguroso, ni en los últimos meses del año 1882, ni en los primeros de 1883. Hormiguita y Bob no sufrieron mucho corriendo por las calles de la mañana a la noche. Sin embargo, no deja de ser duro estacionarse bajo la nieve en los rincones de las plazas; pero ambos estaban desde su primera edad aclimatados a las intemperies, y jamás cayeron enfermos. Todos los días, cualquiera que fuese el estado del cielo, dejaban el lecho al alba, y abandonando el resto del fuego, iban a comprar primero, a vender en seguida en el andén de la estación, en el momento de la llegada y partida de los trenes, y después, a través de los diversos barrios donde Birk transportaba su atalaje. Solamente los domingos se daban algún descanso, repasando sus ropas, arreglando su cuarto, dejando su desván tan limpio como era posible; el uno, poniendo en orden su contabilidad, y el otro, estudiando sus lecciones de lectura, escritura y aritmética. Al mediodía, acompañados de Birk, iban por los alrededores de Cork, bajaban el río hasta Queenstown como dos buenos burgueses que se pasean después de una semana de trabajo. Un día se permitieron dar en barco la vuelta a la bahía, y por vez primera pudo Bob abrazar con la mirada el mar sin límites.

—Y más lejos —preguntó, continuando siempre por el agua—, ¿qué se encontraría?

—Un gran país, Bob.

—¿Más grande que el nuestro?

—Millares de veces. Esos grandes navíos que has visto necesitan, por lo menos, ocho días para hacer la travesía.

—¿Y hay periódicos en ese país?

—¿Periódicos, Bob? ¡Oh! Por centenas. Periódicos que se venden hasta a seis peniques.

—¿Estás seguro?

—Muy seguro. Hasta de que sería preciso meses y meses para leerlos todos enteros.

Y Bob miraba con admiración a ese sorprendente Hormiguita, que era capaz de asegurar tal cosa. Hubiera deseado lanzarse al puente y trepar por los palos de aquellos grandes barcos y steamers que buscaban abrigo habitualmente en Queenstown, mientras Hormiguita preferiría, seguramente, visitar la cala y el cargamento.

Pero hasta entonces, ni uno ni otro habían osado embarcarse sin permiso del capitán —¡un personaje del que tenían una idea!—. En cuanto a pedírselo, esto pasaba de sus ánimos. El amo después de Dios, como había oído decir Hormiguita, y se lo repetía a Bob.

Así pues, el deseo de los niños estaba aún por realizar.

Esperemos que podrán satisfacerlo algún día, así como otros tantos que se despertaban en ellos.

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