XI

EL BAZAR DE «LOS PEQUEÑOS BOLSILLOS»

NUESTRO héroe tenía entonces once años y medio; Bob, ocho. Dos edades que reunidas no hubieran formado aún la mayoría de edad legal. ¡Hormiguita lanzado a los negocios!… fundando una casa de comercio. Preciso era ser Grip, es decir, una persona que le quería ciegamente y sin razonar, para creer que le iría bien en sus comienzos; que su negocio se extendería poco a poco, y en fin, que haría fortuna.

Lo cierto es que dos meses después de la llegada de los dos niños a la capital de Irlanda, el barrio de San Patricio poseía un bazar que tenía el privilegio de atraer la atención; la atención y también la clientela del barrio.

No vayáis a buscar ese bazar en una de aquellas calles pobres de «Las Libertades» que se entrecruzan en torno de Saint-Patrick-Street. Hormiguita había preferido aproximarse al Liffey y establecerse en Bedfort-Street, el barrio del buen mercado, donde se compra, no lo superfluo, lo necesario. Siempre hay compradores para los artículos usuales, si éstos son de buena calidad y de módicos precios. Esto se lo decía la gran experiencia comercial del joven, cuando paseaba su carreta por las calles de Cork, y después a través de los condados de Munster y Leinster.

Era una verdadera tienda que Birk vigilaba con la fidelidad de un perro guardián, en vez de arrastrarla con la resignación de un pollino. La muestra decía: «A los pequeños bolsillos», humilde invitación dirigida al mayor número, y debajo: Little boy, and Co.

Little boy era Hormiguita; and Co., Bob… y Birk también, sin duda. La casa de Bedfort-Street se componía de varios pisos, repartidos en tres plantas. El primero de éstos lo ocupaba el propietario, mister O’Brien, negociante en géneros coloniales, y actualmente retirado de los negocios, después de haber hecho fortuna; un robusto soltero que tenía buena reputación.

Mister O’Brien no dejó de quedar muy sorprendido cuando oyó a un niño de once años y medio proponerle el alquiler de una de las tiendas del piso bajo, desalquilada hacía ya algunos meses. Pero quedó satisfecho de las respuestas sabias y prácticas que Hormiguita dio a sus preguntas. Sintió una verdadera simpatía por aquel niño, que le pedía que consintiese en un arriendo del que ofrecía pagar un año anticipado.

No hay que olvidar que nuestro héroe representaba más edad de la que tenía, gracias al desarrollo de su cuerpo y a lo ancho de sus hombros. Pero aunque hubiese tenido catorce o quince años, ¿no era demasiado joven para emprender un comercio, fundar una tienda, hasta bajo este modesto lema: «A los pequeños bolsillos»?

Mister O’Brien no trató el asunto como otros lo hubieran tratado. Aquel joven, decentemente vestido, que se presentaba con cierta seguridad y explicándose de una manera conveniente, no le desagradaba, y le escuchó hasta el fin. Interesole vivamente la historia de aquel pobre abandonado, sin familia; las luchas contra la miseria; las crueles pruebas a que había estado sometido; su comercio de periódicos y folletos en Cork; su viaje hasta la capital. Reconoció en Hormiguita cualidades tan serias, apoyadas en argumentos sólidos; vio en su pasado —¡el pasado de un niño de aquella edad!— tan seguras garantías para el porvenir, que se sintió seducido. El antiguo comerciante dispensó, pues, buena acogida a Hormiguita, y le prometió ayudarle con sus consejos, tomando la resolución de seguir de cerca los ensayos de su joven inquilino.

Firmado el contrato, pagado un año anticipado, Hormiguita llegó a ser uno de los comerciantes de Bedfort-Street.

El piso bajo alquilado por Little boy and Co., se componía de dos piezas; la una a la calle, la otra a un patio. La primera debía servir de tienda, de vivienda la segunda. En el fondo se abría un estrecho gabinete y una cocina con fogón de coque, destinado a la cocinera el día en que Hormiguita tomase una. Por entonces no lo hizo. Para la comida de los dos hubiera sido un gasto inútil. Comerían cuando tuvieran tiempo, cuando no hubiera compradores a quienes servir. La clientela ante todo.

¿Por qué no habían los compradores de frecuentar aquella tienda, dispuesta con tanto cuidado e inteligencia y limpieza? Ofrecía muchos artículos. Con el dinero que le quedó después de haber pagado el alquiler, nuestro joven patrón había comprado a los mercaderes al por mayor o a los fabricantes los objetos expuestos en los escaparates y anaqueles del bazar «Pequeños bolsillos».

En primer lugar, en la sala de ventas del barrio había encontrado por poco precio seis sillas y un escritorio. Sí, un escritorio con su cartera y cajones cerrados con llaves, pupitre, plumas, tintero y registros. En cuanto al mobiliario de la otra habitación, comprendía una cama, una mesa y un armario destinado a los trajes y la ropa blanca. En fin, nada más que lo estrictamente necesario. Y sin embargo, de las ciento cincuenta libras llevadas a Dublín y que formaban el capital disponible, se habían gastado las dos terceras partes. No era prudente ir más lejos y sí guardar alguna reserva. Las mercancías vendidas serían repuestas de modo que el bazar estuviera siempre aprovisionado.

Claro es que para llevar la contabilidad con una perfecta regularidad, era preciso el Diario para las ventas diarias, y el Mayor —¡el Mayor de Hormiguita!— para los balances, a fin de que el estado de la caja —¡la caja de Hormiguita!— fuese comprobada todas las noches. Mister O’Bodkins, de la Ragged-School, no lo hubiera hecho mejor.

¿Y qué se encontraba en el bazar de Little boy? Un poco de todo lo que se vendía corrientemente en el barrio. Si el papelista no ofrece al cliente más que papel; el ferretero ferretería; el librero libros, nuestro héroe se había ingeniado para mezclar artículos de escritorio, utensilios de casa, almanaques, manuales. Se podía hacer en «Los pequeños bolsillos» un gran gasto, a precio fijo, como se indicaba en la muestra. Al lado del anaquel de cosas útiles, había el anaquel de juguetes, barcos, rastrillos, pelotas, juguetes para todas las edades, de cinco a doce años, se entiende. Era un anaquel que Bob vigilaba y disponía con gran cuidado y gusto. Su patrón no cesaba de repetirle:

—¡Sé serio, Bob! ¡Si no lo eres, habrá que creer que nunca lo serás!

En efecto, Bob iba a cumplir ocho años, y si no se es razonable a esa edad, es que jamás se será.

No hay para qué seguir día por día los progresos que hizo el Little boy and Co. en la estimación y confianza del público. Baste saber que el éxito fue rápido; y mister O’Brien quedó maravillado de las disposiciones de su inquilino para el comercio. Bueno es comprar y vender, pero mejor saber comprar y vender. Tal había sido el método del antiguo comerciante en el espacio de muchos años, operando con gran sentido y economía para hacer fortuna. Verdad es que había comenzado a los veinte o veinticinco años, no a los doce. Así, participando de las ideas de Grip en este asunto, entreveía que Hormiguita haría rápidamente fortuna.

—¡Sobre todo, no hay que ir muy de prisa! —no cesaba de decirle.

—No, señor —respondía Hormiguita—; iré con prudencia, pues tengo mucho camino que andar, y es preciso no cansar las piernas.

Importa observar —a fin de explicar el éxito algo extraordinario— que el nombre del bazar se había divulgado rápidamente a través de toda la ciudad. Un bazar fundado y regido por dos niños, un amo de la edad en que se va a la escuela, y su asociado —and Co— de la edad en que se juega al cantillo, era más de lo que se necesitaba para atraer la atención y la clientela y poner de moda el establecimiento. Hormiguita, además, no había descuidado insertar en los periódicos algunos anuncios pagados a tanto la línea. Pero sin necesidad de pagarlos, obtuvo artículos sensacionalistas en la primera página de la Gaceta de Dublín, en el Freeman’s Journal y en otros periódicos de la capital. Los reporteros no tardaron en tomar cartas en el asunto; y Little boy and Co. —¡sí, Bob también!— fueron sujetos a entrevistas, con tanta minuciosidad como el excelente mister Glasdtone. No diremos que la celebridad de Hormiguita llegase a la de mister Parnell, pero se habló mucho de aquel joven comerciante de Bedfort-Street, de su tentativa, que se captaba todas las simpatías. Llegó a ser el héroe del día —esto era lo más importante—, y su bazar fue muy visitado. Inútil es decir con qué amabilidad y cortesía era acogida la clientela. ¡Hormiguita con la pluma en la oreja, con la vista en todo, Bob con la cara despierta, los ojos vivos y la cabellera rizada, una verdadera cabeza de perro de aguas, que las señoras acariciaban como la de uno de éstos! Sí. Verdaderas señoras, ladys y Misses, que venían de Sackeville Street, de Rutland-Place, de los diversos barrios habitados por el gran mundo. Entonces la anaquelería de los juguetes se vaciaba en algunas horas, los coches tomaban el camino de los parques, los barcos se dirigían a los estanques. ¡Por San Patricio! Bob no paraba. Los niños frescos y sonrosados, encantados de comprar a un mercader de su edad, no querían ser servidos más que por él.

El éxito es cierto con tal que dure. ¿Duraría el de Little boy and Co.?

En todo caso, Hormiguita no economizaría ni su trabajo ni su inteligencia.

Superfluo es añadir que desde la llegada del Vulcan a Dublín, la primera visita de Grip había sido para sus amigos.

Servirse de la palabra «maravillado», no bastaría para pintar su estado de ánimo; un sentimiento de admiración le cogió el corazón. Jamás había visto él nada parecido a aquella tienda de Bedfort-Street y a creerle, desde la instalación del bazar, Bedfort-Street hubiera podido sostener la competencia con la calle Sackeville de Dublín; con el Strand de Londres; con el Broadway de Nueva York, con el bulevar de los Italianos de París. En cada venta, él se creía obligado a comprar alguna cosa, para hacer marchar el comercio, que por lo demás iba bien sin él. Un día, una cartera destinada a reemplazar la que nunca había tenido; otro, un lindo brick pintarrajeado para regalarlo a los niños de uno de sus compañeros del Vulcan, el cual no había sido padre en su vida. Lo que compró de más precio fue una admirable pipa de imitación de espuma con boquilla de cristal amarillo figurando ámbar.

Y repetía a Hormiguita, al que obligaba a aceptar el precio de sus compras.

—Eh, chiquillo. Esto va deprisa ¿eh? Hete aquí comandante a bordo de «Los pequeños bolsillos»… ¡y tú no tienes más que aumentar tus fuegos! Ya está lejos el tiempo en que corríamos por las calles de Galway, o temblábamos de hambre y frío en el desván de la Ragged-School. A propósito, ¿han ahorcado al tuno de Carker?

—Aún no, que yo sepa, Grip.

—Ya vendrá… ya vendrá, y tú tendrás cuidado de guardarme el diario que describa la ceremonia.

Y Grip volvía a bordo, el Vulcan se hacía a la mar, y algunas semanas después el fogonero reaparecía en el bazar, donde se arruinaba con nuevas compras.

Un día Hormiguita le dijo:

—¿Sigues creyendo, Grip, que yo haré fortuna?

—¡Si lo creo!… Como creo que nuestro camarada Carker acabará por ser ahorcado. Esto era para él el no va más de lo seguro.

—Pues bien; y tú, Grip, ¿no piensas en el porvenir?

—¿Yo? ¿Para qué? ¿No tengo un oficio que no cambiaría por ningún otro?

—Un oficio penoso y que no produce nada.

—¿Nada? Cuatro libras al mes, y el alimento, y casa caliente… hasta demasiado a veces.

—¡Y en un barco!… —hizo observar Bob, cuya mayor felicidad hubiera sido poder navegar a bordo de aquéllos que vendía a los niños.

—No importa, Grip —añadió Hormiguita—. Siendo fogonero nunca se ha hecho fortuna, y Dios quiere que se haga.

—¿Estás seguro? —preguntó Grip, moviendo la cabeza—. ¿Está eso en sus mandamientos?

—Sí —respondió Hormiguita—. Quiere que se haga fortuna, no solamente para ser feliz, sino para hacer felices a los que no lo son y merecen serlo.

Y pensativo, con el espíritu muy lejos, tal vez nuestro héroe veía en sus recuerdos a Sissy, su compañera en casa de la Hard, y a la familia MacCarthy, de la que no había encontrado huellas, y a su ahijada Jenny, todos miserables sin duda… mientras él…

—Veamos, Grip, piensa bien en lo que me vas a responder. ¿Por qué no te quedas en tierra?

—¿Abandonar el Vulcan?

—Sí; abandonarlo para asociarte conmigo. ¿Sabes? Little boy and Co. Pues bien, and Co. tal vez no está suficientemente representado por Bob, y añadiéndote a ti…

—¡Oh! Amigo Grip —repitió Bob—. ¡Nos daría esto tanto placer a ambos!

—A mí también —respondió Grip, muy conmovido por la proposición—. Pero ¿queréis que os diga una cosa?

—Dila.

—Pues bien, yo tengo demasiada edad.

—¿Demasiada edad?

—Sí. Si se me viera en la tienda ya no sería Little boy and Co. Es preciso que and Co., sea pequeño para atraer gente. Yo os haría daño. Por ser niños ambos, es por lo que vuestro negocio marcha tan bien.

—Tal vez tengas razón, Grip —respondió Hormiguita—. Pero nosotros creceremos.

—Creceremos —añadió Bob levantándose sobre la punta de sus pies.

—Ciertamente; y procurar el que no sea demasiado pronto.

—Esto no se puede evitar —dijo Bob.

—No. Así, ved de hacer vuestro negocio antes de dejar de ser niños. ¡Qué diablo! Yo tengo cinco pies y seis pulgadas. Con esta medida no se está bien a vuestro lado. Pero si no puedo ser tu asociado, Hormiguita, ya sabes que mi dinero es tuyo.

—No tengo necesidad de él.

—Como gustes. Si quieres ampliar tu comercio…

—No podríamos los dos solos.

—Pues bien, ¿por qué no tomáis una mujer para vuestro servicio?

—Ya he pensado en ello, Grip, y el excelente mister O’Brien me lo ha aconsejado.

—Y tiene razón. ¿No conoces una criada de confianza?

—No, Grip.

—Buscando se encuentra.

—Espera, pues… pienso en ello; una antigua amiga… Kat…

Este nombre provocó un alegre ladrido. Era Birk, que se mezclaba en la conversación. Al oír el nombre de la lavandera de Trelingar-Castle, dio dos o tres saltos inverosímiles, agitó la cola como una liebre y sus ojos brillaron.

—¡Ah! Te acuerdas, Birk —le dijo su amo—. Kat, ¿no es verdad? La buena Kat.

Birk, yendo a la puerta, pareció no esperar más que una orden para correr a toda velocidad en dirección al castillo.

Grip fue puesto al corriente del caso. Ninguna mejor que Kat. Era preciso hacerla venir. Se ocuparía de la cocina. No se la vería. No comprometería con su presencia la razón social Little boy and Co.

¿Pero estaba en Trelingar-Castle? ¿Vivía aún?

Hormiguita escribió por el primer correo. A los dos días recibía contestación en unas letras gruesas, pero legibles, y no habían transcurrido cuarenta y ocho horas cuando Kat se apeaba en la estación de Dublín. ¡Cómo fue recibida por su protegido después de dieciocho meses de separación! Hormiguita cayó en sus brazos y Birk saltó a su cuello. No sabía ella a cual de los dos responder.

Lloraba; y cuando se vio instalada en su cocina, cuando hizo conocimiento con Bob, gozó aún más.

Y aquel día Grip tuvo el honor y la dicha de participar con sus jóvenes amigos la primera comida preparada por la excelente Kat. Al día siguiente, cuando el Vulcan se hizo a la mar de nuevo, jamás había llevado un fogonero más satisfecho de su suerte.

Se preguntará si Kat, que se hubiera contentado con la comida y el alojamiento, desde que estaba alimentada y alojada por su querido niño, tenía sueldo. Ciertamente, y tan bueno, como cualquier sirviente del barrio, sueldo que se aumentaría si hacía bien el servicio. El servicio de Little boy después del servicio de Trelingar-Castle no era difícil. Ella no quiso jamás tutear a su amo. Éste no era ya el groom del conde Asthon; era el dueño de «Los pequeños bolsillos». Bob mismo en su calidad de and Co. no fue llamado más que mister Bob, y Kat reservó el tuteo para Birk. ¡Se querían tanto Birk y Kat!

¡Qué ventaja tener aquella noble mujer en casa! ¡Qué orden hubo en la misma; qué limpieza en las alcobas y en la tienda! Ir a comer en una fonda vecina era más propio de un dependiente que de un amo. Las conveniencias exigen que coma en su propia mesa. Esto es a la vez más digno y mejor para la salud, cuando se posee una entendida cocinera; y Kat sabía cocinar tan bien como lavar, repasar y acomodar la ropa blanca, cuidar los vestidos… en fin, una criada modelo, económica y de una probidad de la que se burlaban los criados de Trelingar-Castle. Pero ¿á qué volver la atención a la familia Piborne? Que el marqués y la marquesa continúen vegetando en su fastuosa inutilidad, y no hablemos más de ellos.

Lo que importa mencionar es que el año 1883 terminó con un balance muy ventajoso para Little boy and Co. Durante la última semana apenas pudo el bazar servir los pedidos para Navidad y Año Nuevo.

El anaquel de los juguetes fue veinte veces renovado. Sin hablar de otros objetos de uso de los niños, no puede figurarse las chalupas, goletas, bricks de tres mástiles, y hasta paquebotes mecánicos, que Bob vendió. Igual ocurrió con otros artículos.

Entre el mundo elegante era de buen tono hacer las compras en la tienda de «Los pequeños bolsillos». Un regalo no era selecto sino a condición de llevar la marca de Little boy and Co.¡La fama creada por los pequeños a quienes les dan gusto sus padres!

Hormiguita no tenía por qué arrepentirse de haber abandonado Cork y su comercio de periódicos. Buscando más espacio a su comercio en la capital de Irlanda, había visto bien.

Consiguió la aprobación de mister O’Brien, gracias a su actividad y prudencia, atestiguada por la ampliación creciente de sus negocios, y eso sólo con sus recursos.

El antiguo comerciante se maravillaba de ver a aquel joven, que se había impuesto una regla de conducta sin apartarse jamás de ella. Por lo demás, sus consejos eran respetuosamente aceptados, ya que no su dinero, que él había ofrecido en varias ocasiones, como Grip el suyo.

Después de acabar su inventario de fin de año, inventario en el que mister O’Brien reconoció la más perfecta sinceridad, Hormiguita podía estar satisfecho: en los seis meses desde su llegada a Dublín había triplicado su capital.

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