XII

ENCUENTRO INESPERADO

«A las personas que tengan alguna noticia de la familia Martin MacCarthy, antiguos labradores de la granja de Kerwan, condado de Kerry, parroquia de Silton, se les suplica se sirvan transmitirlas a Little boy and Co., Bedfort-Street, Dublín».

Este aviso se publicó en la Gaceta de Dublín el 3 de abril de 1884: Hormiguita lo había redactado, llevado al periódico y pagado su inserción, a dos chelines por línea. Al día siguiente otros periódicos lo reproducían por el mismo precio. Según pensaba el joven, en ninguna cosa mejor podía emplear media guinea. ¿No era inadmisible que olvidase a aquella honrada y desdichada familia, a Martin, Martina, Murdock, Kitty, su ahijada, Pat y Sim, a aquella familia de la que había sido hijo adoptivo? Deber suyo era intentarlo todo para encontrarla, para auxiliarla; ¡y qué alegría si alguna vez podía devolver en dicha lo que en cariño había recibido!

¿Dónde habían ido en busca de un asilo aquellas personas después de la destrucción de la granja? ¿Estaban en Irlanda ganando penosamente su pan día por día? Con el fin de escapar a las persecuciones ¿había Murdock tomado pasaje en algún barco de emigrantes y su padre y su madre participaban de su destino en alguna lejana comarca de Australia o América? ¿Pat, navegaba aún? A la idea de que la miseria aniquilaba aquella familia, Hormiguita experimentaba un inmenso disgusto, una continua pena. Así pues, esperaba con viva impaciencia el efecto del aviso reproducido por los periódicos de Dublín todos los sábados durante varias semanas. Nada se consiguió. Ciertamente, si Murdock había sido recluido en una prisión de Irlanda se hubiera sabido. Preciso era deducir de aquí que Martin MacCarthy, al abandonar la granja de Kerwan, se había embarcado para América o Australia con todos los suyos. ¿Y volverían si llegaban a crearse una segunda patria, y habían abandonado la primera para no volver jamás?

La hipótesis de una emigración a Australia fue confirmada por las noticias que obtuvo mister O’Brien por varios de sus antiguos corresponsales. Una carta que recibió de Belfast no dejaba duda alguna de la suerte de la familia. Después de notas sacadas de los libros de una agencia de emigrantes, se supo que en aquel puerto era donde los MacCarthy, en número de seis, tres hombres, dos mujeres y una niña, se habían embarcado para Melbourne, hacía cerca de dos años. Imposible fue encontrar sus huellas en aquel vasto continente. Hormiguita no podía, pues, contar más que con el segundo de los hijos de MacCarthy, suponiendo que fuera aún marino a bordo de un barco de la casa Marcuard de Liverpool. Dirigiose, pues, al jefe de esta casa; pero la respuesta fue que Pat había abandonado el servicio hacía quince meses, y no se sabía en qué navío se había embarcado. Quedaba el azar de que Pat, de vuelta en alguno de los puertos de Irlanda, tuviese conocimiento del aviso que concernía a su familia. Débil azar, convendremos en ello; pero Hormiguita esperaba en él a falta de otro mejor.

Mister O’Brien procuró en vano dar un rayo de esperanza a su joven inquilino, y un día le dijo:

—Mucho me asombraría si más pronto o más tarde no vuelves a ver a la familia MacCarthy.

—A ellos… en Australia, ¡a millares de millas!

—¿Puedes tú hablar de ese modo? ¿No está Australia a la puerta de casa? Hoy no hay distancias. Las ha suprimido el vapor. Martin, su mujer y sus hijos volverán al país, estoy seguro. Los irlandeses no abandonan su Irlanda, y si ellos han logrado allá…

—¿Es cuerdo esperar, mister O’Brien? —respondía Hormiguita sacudiendo la cabeza.

—Sí, si ellos son los trabajadores animosos e inteligentes que tú dices.

—El ánimo y la inteligencia no siempre bastan, mister O’Brien. Es precisa la suerte, ¡y los MacCarthy, no la han tenido hasta ahora!

—Pero la pueden tener, niño. ¿Crees tú que yo he sido siempre dichoso? ¡No! He sufrido muchas vicisitudes, negocios que no marchaban, reveses de fortuna, hasta el día en que me sentí dueño de la situación. ¿No eres tú mismo un ejemplo de esto? ¿No has comenzado por ser el juguete de la miseria, mientras hoy…?

—Dice verdad, mister O’Brien; y alguna vez me pregunto si todo esto no es un sueño.

—¡No, querido niño, es la hermosa realidad! ¡Qué tú hayas ido mucho más allá de lo que puede un niño, es muy extraordinario, pues apenas tienes doce años! Pero la razón no se mide por la edad, y ella ha sido tu constante guía.

—¿La razón? Sí… Tal vez… Sin embargo, cuando pienso en mi situación actual, me parece que algo ha contribuido la casualidad…

—En la vida hay menos casualidades de las que piensas, y todo se encadena con una lógica mayor que la que generalmente se imagina. Tú lo observarás; raro es que una desdicha no venga seguida de una felicidad.

—¿Lo cree así, mister O’Brien?

—Sí, y esto no es dudoso en lo que a ti se refiere. Es una reflexión que hago a menudo, cuando pienso en lo que ha sido tu vida… Veamos. Tú fuiste a casa de la Hard… Esto era una desgracia.

—Y una dicha, pues allí conocí a Sissy, cuyas caricias jamás olvidaré… ¡las primeras que he recibido! ¿Qué será de mi pobre compañerita? ¿La volveré a ver? Sí… Esto fue la dicha allí.

—Lo fue también el que la Hard no se portara bien contigo. Sin eso, tú hubieras quedado en la aldea de Rindok hasta que te hubieran vuelto a la casa de caridad de Donegal… Tú huiste; y tu fuga te hizo caer en manos de Thornpipe.

—¡Oh, el monstruo! —exclamó Hormiguita.

—Dicha es que haya sido tan malo, pues si no aún estarías recorriendo los caminos, si no dentro de la caja, al menos al servicio de Thornpipe… Después entras en la Ragged-School…

—Donde encontré a Grip… Grip, que tan bueno ha sido para mí… al que debo la vida; que me salvó exponiéndose a morir…

—Lo que te lleva con esa extravagante actriz… Una nueva vida. Conformes; aunque no te hubiera llevado a nada honroso; y considero como una dicha que después de haberse divertido contigo, te haya abandonado un día…

Mister O’Brien, después de todo, me había recogido… ha sido muy buena para mí, y después… ¡he aprendido muchas cosas!… Por otra parte, siguiendo su razonamiento, gracias a su abandono, la familia MacCarthy me recogió en la granja de Kerwan.

—Justo… y todavía…

—¡Oh, mister O’Brien! Mucho trabajo le costaría persuadirme de que la desgracia de esa pobre gente haya podido ser una circunstancia dichosa.

—Sí y no —respondió mister O’Brien.

—¡No, mister O’Brien, no! —afirmó enérgicamente Hormiguita.

—¡Y si hago fortuna, siempre tendré el disgusto de que el punto de partida de esta fortuna haya sido la ruina de los MacCarthy! ¡Hubiese pasado tan a gusto mi vida en aquella granja como hijo de la casa!

¡Hubiera visto crecer a Jenny, mi ahijada! ¿Podía soñar una dicha más grande que la de mi caritativa familia adoptiva?

—Te comprendo. Pero no es menos verdadero que este encadenamiento de cosas te permitirá, yo lo espero, pagar algún día lo que ellos han hecho por ti.

Mister O’Brien, más valiera que no tuviesen nunca necesidad de recurrir a nadie.

—No insistiré y respeto esos sentimientos que te hacen honor. Pero continuemos razonando y lleguemos a Trelingar-Castle.

—¡Oh, qué gente más mala, el marqués, la marquesa y su hijo! ¡Qué humillaciones he tenido que soportar! ¡Allí ha transcurrido lo peor de mi existencia!

—Lo que según nuestro sistema de deducciones ha sido una dicha; porque si te hubieran tratado bien en Trelingar-Castle, quizás estarías allí aún.

—No, mister O’Brien. Siendo groom… ¡No! ¡Jamás! ¡jamás! Yo estaba allí sólo para esperar, y cuando tuviera ahorros…

—Pero —hizo observar mister O’Brien— alguno debe estar contento de tu entrada en el castillo: Kat.

—¡Oh, excelente mujer!

—Y alguno hay que debe estar contento de que te fueras. Bob, a quien de lo contrario no hubieras encontrado en el camino, ni llevado a Cork, donde tan animosamente habéis trabajado ambos, donde habéis encontrado a Grip. Si no no estarías ahora en Dublín.

—Hablando con el mejor de los hombres que nos tiene amistad —respondió Hormiguita, estrechando la mano del antiguo comerciante.

—Y que te dará sus consejos cuando los necesites.

—Gracias, mister O’Brien, gracias. Tiene razón, y su experiencia no puede engañarle. En la vida se encadenan las cosas. Dios quiera que yo pueda ser útil a todos los que amo y me han amado.

¿Y los negocios de Little boy? Prosperaban. La fama no decaía, sino al contrario. Sobrevinieron nuevos beneficios. Por consejos de mister O’Brien se añadió al bazar un fondo de especierías al por menor y se sabe lo que se vende de los diversos artículos de esta clase. La tienda fue pronto pequeña, y hubo necesidad de alquilar otra parte del piso bajo. ¡Ah! ¡Qué propietario más bueno, y qué inquilino más reconocido! Todo el barrio quiso proveerse de comestibles en «Los pequeños bolsillos». Kat tuvo que ocuparse de esto también. ¡Qué trabajo! Compras que hacer, ventas que efectuar, una numerosa clientela que servir a todas horas, libros que llevar, cuentas que arreglar, balances, etc. Apenas bastaba el día. Gracias a que el antiguo comerciante intervenía.

Seguramente se hubiera debido tomar un dependiente. ¿Pero de quién fiarse? Al joven amo le repugnaba introducir un extraño en su casa. Sin embargo, se puede encontrar un hombre honrado, activo y serio. Un buen tenedor de libros instalado en su escritorio en la segunda tienda. ¡Ah! ¡Si Grip hubiese consentido! ¡Vana tentativa! Grip no se decidía, aunque era el más indicado para ocupar aquel puesto; sentado sobre un alto taburete, junto a una mesa pintada de negro, con la pluma en la oreja, el lápiz en la mano, teniendo una cuenta abierta a cada parroquiano. ¡Esto valía más que estar en la caldera del Vulcan! ¡Súplicas inútiles! Claro es que en el intervalo de sus viajes, el fogonero consagraba al bazar todas las horas que tenía libres. Con gusto se ponía a trabajar. Esto duraba una semana, pues el Vulcan partía de nuevo, y cuarenta y ocho horas después Grip estaba a centenares de millas de la isla Esmeralda. Su partida era siempre un disgusto; su regreso una alegría. Parecía que se iba o volvía un hermano mayor. Vamos, quédate amigo Grip, quédate con ellos.

Por lo demás, el hermano mayor continuaba haciendo sus compras en Little boy and Co. Llevaba invariablemente todo su haber en el cinto. En esta época, por consejo de mister O’Brien y Hormiguita se decidió a despojarse de él. No vayáis a creer que el propietario del bazar de «Los pequeños bolsillos» hubiese aceptado a Grip como comanditario.

¡No! Él no tenía necesidad del dinero de Grip.

Poseía formales economías depositadas en el Banco de Irlanda; y las economías del fogonero fueron puestas en la Caja de Ahorros; un establecimiento muy sólido, en el que los depósitos se elevaban entonces a más de cuatro millones. Grip podía dormir tranquilo; su capital estaba a salvo y se acrecentaría con la acumulación de los intereses anuales…

Si Grip rehusaba cambiar la blusa del marino por la chaqueta con manguitos de lustrina del contable, habría contribuido a aumentar la clientela de Little boy.

Todos sus camaradas del Vulcan y sus familias iban a comprar sus provisiones al bazar. Había hecho entre los marineros del puerto y todos sus conocimientos una gran propaganda, como si fuera el viajante de la casa.

—Verás —dijo un día a Hormiguita—, verás cómo los armadores acaban por proveerse en tu casa. Entonces serán precisas cajas de especiería y de conserva para los largos viajes. Llegarás a ser un comerciante en grande.

—¡En grande! —dijo Bob, que estaba presente.

—Sí, con almacenes, cuevas, ni más ni menos que mister Roe o mister Guiness.

—¡Oh! —dijo Bob.

—Ciertamente, and Co. —respondió Grip, a quien le gustaba dar este sobrenombre a Bob…—. Recordad esto que digo.

—En todos los viajes —dijo Hormiguita.

—Sí —en todos los viajes—. Tú harás fortuna, y una gran fortuna.

—Entonces, Grip, ¿por qué no quieres asociarte?

—¡Yo!… ¿Qué yo abandone mi oficio?

—¿Esperas, pues, subir más alto, y de primer fogonero, llegar a ser maquinista?

—Maquinista. ¡No! ¡No soy tan ambicioso! Sería menester haber estudiado. Ahora yo no podría. Es tarde. Me contento con lo que soy.

—Escucha Grip, insisto. Nosotros tenemos necesidad de un dependiente con el que podamos contar en absoluto. ¿Por qué te niegas a serlo tú?

—No entiendo nada de vuestra contabilidad.

—La aprenderás sin trabajo.

—¡He visto funcionar tanto a mister O’Bodkins en la Ragged-School! No, chico, no. ¡He sido tan desgraciado en la tierra y soy tan feliz en el mar!… La tierra me da miedo. ¡Ah! Cuando tú seas un comerciante en grande y poseas barcos, yo navegaré en ellos por cuenta de tu casa. Te lo prometo.

—Vamos, Grip, sé formal, y piensa que te encontrarás solo más tarde. Admitamos que un día sientes deseos de casarte…

—¡Casarme!… ¡Yo!

—¡Sí! Tú.

—¡Este desmadejado de Grip tener mujer… e hijos!

—Sin duda, como todo el mundo —respondió Bob con el tono de un hombre que posee una gran experiencia de la vida.

—¿Todo el mundo? —Ciertamente, Grip… y yo mismo.

—¡Pero veis lo que dice este mocoso!…

—Tiene razón —dijo Hormiguita.

—También tú… tú piensas…

—Tal vez me llegará…

—Bien. Éste no tiene trece años, y aquél no tiene nueve… y hablan de matrimonio…

—No se trata de nosotros, Grip; se trata de ti, que tendrás bien pronto veinticinco años.

—Reflexiona, chiquillo. ¡Casarme yo!… ¡Un fogonero… un hombre que está negro como un negro de África, las dos terceras partes de su vida!

—¡Ah! ¡Bien! Grip tiene miedo a que sus hijos sean negritos —exclamó Bob.

—¡Posible sería eso! —respondió Grip—. ¡Yo no sirvo para casarme más que con una negra… o todo lo más con una piel roja… del fondo de los Estados Unidos!

—Grip —dijo Hormiguita—, haces mal en burlarte. Te hablamos en interés tuyo. Con la edad, te arrepentirás de no haberme escuchado.

—¿Qué quieres? Sé que eres razonable, y vivir juntos sería una gran dicha… Pero mi oficio me alimenta… y no puedo hacerme a la idea de abandonarlo.

—En fin… cuando quieras, aquí habrá siempre un lugar para ti. Y mucho me asombrará que no llegue un día en que te vea instalado ante un cómodo escritorio con la pluma en la oreja e interesado en la casa.

—Será preciso que cambie mucho.

—Cambiarás, Grip. Todo el mundo cambia. Esto es lo sabio, cuando es para mejorar.

A despecho de estas instancias, Grip no se rindió. Lo cierto era que amaba su oficio, que los armadores del Vulcan le demostraban sus simpatías, que el capitán le apreciaba y sus compañeros le querían. Así, deseoso de no disgustar a Hormiguita, dijo:

—¡A la vuelta… a la vuelta… veremos!

A la vuelta decía lo mismo:

—¡Veremos!… ¡Veremos!

Síguese de aquí que el Little boy and Co. se vio obligado a tomar un dependiente para llevar los libros. Mister O’Brien les procuró un antiguo contable, mister Balfour, del que él respondía, y que conocía el asunto a fondo… ¡Pero no era Grip!

Terminose el año en excelentes condiciones, y hecho el inventario por Balfour, dio, tanto en mercancías como en dinero, colocado en el Banco de Irlanda, el soberbio total de mil libras.

En aquella época —enero de 1885— Hormiguita acababa de entrar en los catorce años y Bob tenía nueve y medio.

Robustos, vigorosos para su edad, no se resentían de las miserias de otro tiempo. Por sus venas corría la sangre generosa, la sangre gálica, como el Shannon, el Lee o el Liffey corren a través de Irlanda para darle vida.

El bazar estaba en plena prosperidad. Manifiestamente, Hormiguita marchaba hacia la fortuna. Sus negocios no eran de naturaleza para arrojarle a especulaciones de azar. Además, le hubiera contenido su natural prudencia.

La suerte de los MacCarthy no cesaba de inquietarle. Por consejos de mister O’Brien había escrito a Australia, a Melbourne. Después de la respuesta del agente de emigración, se habían perdido las huellas de la familia, caso muy frecuente en aquel inmenso país, cuyas regiones centrales eran casi desconocidas en aquella época. Sin capital, era probable que Martin y sus hijos no hubiesen encontrado trabajo más que en las lejanas granjas donde se efectúa la cría de los carneros en grande. ¿En qué provincia, en qué distrito de aquel vasto continente se encontraban? Tampoco de Pat se sabía nada. Desde que había abandonado la casa Marcuard, no era difícil que se hubiese reunido con su familia en Australia.

Claro es que de todos los que en otra época había conocido, los MacCarthy y Sissy, su compañera en casa de la Hard, eran los únicos que ocupaban el recuerdo de Hormiguita. La horrible dueña de la cabaña de Rindok; el feroz Thornpipe; la augusta familia de los Piborne, le tenían sin cuidado.

En cuanto a Miss Anna Waston, se asombraba de no haberla visto aún aparecer en ninguno de los teatros de Dublín. ¿Hubiera ido a visitarla? Tal vez sí, tal vez no. Después de todo, no hubiera tenido que dudar, pues la célebre actriz después de la desdichada escena de Limerick se había decidido a abandonar Irlanda y hasta Gran Bretaña, para ir a trabajar al extranjero.

—Y Carker, ¿le han ahorcado?

Tal era la invariable pregunta que Grip hacía al regresar el Vulcan, cuando ponía el pie en la tienda. Invariablemente se le respondía que nada se había oído de Carker. Grip hojeaba entonces los periódicos atrasados, sin encontrar nada que se relacionase con el famoso pillo de la Ragged-School.

—¡Esperemos! —decía—. Es preciso tener paciencia.

—¿Pero no ha podido Carker llegar a ser un mozo estimable? —le preguntó un día mister O’Brien.

—¡Él! —exclamó Grip—. ¡Él!… Pero entonces le disgustaría a uno ser honrado.

Y Kat, que conocía la historia de los andrajosos de Galway, participaba de la opinión de Grip. La buena mujer y el fogonero se entendían bien, excepto en un punto: en que Kat se esforzaba para que Grip abandonase su oficio, y Grip rehusaba obstinadamente complacerla. De aquí discusiones bastantes para hacer temblar los vidrios de la cocina.

A final del año la cosa no había avanzado un paso, y el fogonero había vuelto a partir en el Vulcan, cuyos fuegos encendía nada más con mirar, a creer lo que decía.

El 25 de noviembre se estaba ya en pleno invierno. Caían gruesos copos de nieve que la brisa arrastraba en torbellinos a ras del suelo como plumas de pichón. Uno de esos días glaciales en que la mayor felicidad consiste en encerrarse en casa.

Hormiguita, sin embargo no se quedó en el bazar. Por la mañana había recibido una carta de uno de sus abastecedores de Belfast.

Una dificultad relativa a una factura podía ocasionar un pleito, y conviene evitarlos en lo posible, hasta ante los jueces del Reino Unido. Ésta era al menos la opinión de mister O’Brien, que conocía el asunto, y aconsejó vivamente al joven que partiera para Belfast, a fin de terminar aquel negocio en las mejores condiciones.

Reconoció Hormiguita lo acertado del consejo y resolvió seguirle sin retardarse un día. Sólo se trataba de un viaje en ferrocarril de un centenar de millas. Aprovechando el tren de las nueve, llegaría por la mañana a la capital del condado de Antrim. La tarde bastaría para ponerse de acuerdo con su corresponsal, y tomando el tren de la tarde estaría de regreso antes de medianoche.

Bob y Kat quedaban al cuidado de Little boy, y su amo, después de haberles abrazado, fue a tomar en la estación cerca de la Aduana un billete para Belfast.

Con un tiempo semejante, un viajero no puede interesarse en los detalles del camino. Y además, el tren marchaba a gran velocidad, tan pronto siguiendo el litoral como subiendo hacia el interior; al salir del condado de Dublín, atravesó el condado de Meath, deteniéndose algunos minutos en Drogheda, puerto bastante importante del que nada vio Hormiguita, como tampoco vio a una milla más allá el famoso campo de la batalla del boyne, en el que cayó definitivamente la dinastía de los Estuardos. En el condado de Louth, el tren se detuvo en Dundalk, una de las más antiguas ciudades de la Isla Verde, lugar de la coronación del célebre Robert Bruce. Y entró entonces en el territorio de las provincias del Ulster; esta provincia, de la que el condado de Donegal traía a la memoria del joven viajero el recuerdo de sus primeras miserias. En fin, después de haber pasado los condados de Armagh y de Down, el tren cruzó la frontera de Antrim.

Antrim, terreno volcánico, salvaje, país de las cavernas, tiene a Belfast por capital. Ésta es la segunda ciudad de Irlanda por su comercio y su flota mercante, y por su población, que pronto llegará a la cifra de doscientos mil habitantes; por su agricultura, casi enteramente consagrada al cultivo del lino; por su industria, que ocupa a sesenta mil obreros, repartidos en ciento sesenta fábricas de hilo; por sus gustos literarios, en fin, de los que el Queen’s-College atestigua el alto valor. ¿Y se creerá? Esta ciudad pertenece todavía a uno de los descendientes de un favorito de Jacobo I. Preciso es ir a Irlanda para encontrar semejantes anomalías sociales.

Belfast está situada en la desembocadura del río Lagan, que prolonga un canal a través de interminables bancos de arena. Se comprenderá que en un centro industrial, donde las pasiones políticas se alimentan al contacto, o mejor dicho, al choque de los intereses personales, exista una lucha encarnizada entre protestantes y católicos.

Los unos al grito de Orange, los otros, con una cinta amarilla por distintivo, se entregan a sus tradicionales atropellos, sobre todo el 7 de julio, aniversario de la famosa batalla del boyne.

Aunque aquel día no fuese el 7 de julio, y el termómetro marcase cuatro grados bajo cero, la ciudad estaba en plena efervescencia. Cierta agitación parnellista amenazaba poner presos a los partidarios de Land League y los del landlordismo. Había sido preciso guardar el sitio de la Sociedad para el desarrollo del cultivo del lino, al que se unían estrechamente la mayor parte de las fábricas de la ciudad.

Sin embargo, Hormiguita, que había ido para un negocio que nada tenía de político, se ocupó en primer lugar de su abastecedor, y tuvo la suerte de encontrarle en su casa.

Este comerciante quedó algo sorprendido a la vista del joven que se presentaba en su escritorio, y no menos de la inteligencia que demostró discutiendo sus intereses. En fin, todo se arregló a gusto de ambas partes. Dos horas bastaron para arreglarlo, y Hormiguita, que quería comer antes de volver a tomar el tren de la tarde, se dirigió hacia una fonda del barrio de la estación.

Si no tenía por qué disgustarse de este viaje, puesto que con él se había evitado un pleito, su visita a Belfast le reservaba otra sorpresa.

La noche se acercaba. No nevaba. Merced a la brisa que venía del río Lagan, el frío era excesivamente intenso.

Pasando por delante de una de las más importantes fábricas de la ciudad, Hormiguita fue detenido por una multitud compacta que ocupaba la calle. Era día de paga, y había gran cantidad de obreros y de obreras. Una disminución de salarios anunciada para la semana siguiente acababa de poner el colmo a su irritación.

Preciso es saber que la industria del lino, cultivo e hilado, fue en otra época importada en Irlanda, y principalmente en Belfast, por los protestantes emigrados, después de la revocación del edicto de Nantes. Estas familias han conservado considerables intereses en varios de estos establecimientos. Aquella fábrica pertenecía precisamente a la Compañía anglicana. Como el mayor número de los obreros era católico, se explicará que éstos hiciesen valer sus reclamaciones con una terrible violencia. Muy pronto a los gritos sucedieron las amenazas; las puertas y las ventanas de la fábrica fueron apedreadas. En aquel momento, varias brigadas de policías invadieron la calle a fin de sofocar el tumulto, y detener a los que lo provocaban.

Hormiguita, temiendo perder el tren, buscó el medio de marchar, pero no le fue posible. Expuesto a ser aplastado por la carga de los agentes, se metió en el hueco de una puerta en el momento en que cinco o seis obreros, brutalmente golpeados, caían a lo largo de los muros.

Cerca de él yacía una joven —una de esas pobres jóvenes empleadas en una fábrica—, pálida, delgada, enfermiza, y que aunque tenía dieciocho años de edad, apenas demostraba tener doce.

En el momento en que Hormiguita, abandonando el hueco de la puerta donde se había guarecido, se disponía a dirigirse a la estación, la joven acababa de ser derribada, y gritó:

—¡A mí! ¡A mí!

Aquella voz… ¡A Hormiguita le parecía reconocerla! Le llegaba como un recuerdo lejano. No podía decir de dónde… Su corazón palpitaba… Y cuando la multitud, calmada en parte, hubo dejado la calle un poco libre, él se aproximó a la pobre joven. Estaba inanimada. Levantole la cabeza, y la inclinó de manera que los rayos de un farol de gas iluminasen su cara.

—Sissy… Sissy —murmuró.

Era Sissy. Ella no podía oírle.

Entonces, sin reflexionar sobre sus actos, disponiendo de aquella desdichada como si le perteneciese, como un hermano hubiera hecho con su hermana, la levantó, la arrastró hacia la estación, inconsciente de lo que le ocurría.

Y cuando el tren partió, Sissy estaba acostada en los cojines de un departamento de primera clase, sin haber recobrado el conocimiento, y arrodillado ante ella, Hormiguita la llamaba… la llamaba… oprimiéndola en sus brazos.

Y bien; ¿no tenía el derecho de llevarse a Sissy, su compañera de miserias? ¿Quién podría reclamarla sino el niño al que tan a menudo había defendido contra los malos tratos en la abominable choza de la Hard?

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