LA MAR DE TRES LADOS
EL 15 de marzo, unos tres meses después del matrimonio de Grip y Sissy, el schooner Doris salía del puerto de Londonderry, y se hacía a la mar con una buena brisa del noreste.
Londonderry es la capital del condado de este nombre que confina con Donegal en la parte septentrional de Irlanda. Los habitantes de Londres dicen Londonderry, porque este condado pertenece casi entero a las corporaciones de la capital de las islas Británicas, como consecuencia de las confiscaciones antiguas, y porque fue el dinero de Londres el que levantó la ciudad de sus ruinas. Pero Paddy, a falta de poder protestar, la llama sencillamente Derry.
La capital del condado es una importante ciudad, situada cerca de la ribera izquierda y de la desembocadura del Foyle. Sus calles son largas, limpias, sin gran animación, aunque la población comprende quince mil habitantes. Se ven paseos, una catedral episcopal en la punta de la colina urbana, y algunos vestigios apenas conocidos de la abadía de San Columbano y del Tempal More, magnífico edificio del siglo XII.
El movimiento del puerto, que es considerable, comprende la exportación de gran cantidad de mercancías, pizarras, cervezas, ganado y, preciso es decirlo, muchos emigrantes. ¡Cuántos de esos desgraciados irlandeses cogidos por la miseria que vuelven al país natal!
No hay por qué asombrarse de que un schooner, o sea una goleta, haya abandonado el puerto de Londonderry, puesto que centenares de navíos suben y bajan diariamente por la bahía de Lough-Foyle. ¿Por qué había de llamar la atención la partida de la Doris, en medio de un vaivén marítimo que se cifra anualmente en seiscientas mil barricas?
Esta observación es justa. Pero esta goleta merece fijar nuestra especial atención, pues lleva a César y su fortuna. César, es decir, Hormiguita; su fortuna, es decir, el cargamento que conduce a Dublín.
¿Por qué motivo el joven dueño de Little boy and Co., se encuentra a bordo de la Doris? He aquí lo que había sucedido.
Después de la boda de Sissy y Grip, «Los pequeños bolsillos» habían estado muy ocupados con los negocios del Año Nuevo, inventario de fin de año, afluencia de la clientela, cada vez más considerable, establecimiento de nuevos anaqueles en el bazar, etc. Grip se había puesto al trabajo con actividad, aún no vuelto del asombro que su matrimonio le había producido. Ser el marido de Sissy le parecía un sueño.
—Te aseguro que estás casado —le repetía Bob.
—Sí… Me parece que sí… y sin embargo… algunas veces no puedo creerlo…
El año 1887 comenzó, pues, en excelentes condiciones. Hormiguita no hubiera deseado más que continuase aquel estado de cosas, sin la grave preocupación que no le abandonaba: asegurar la suerte de los MacCarthy cuando aquellas pobres gentes pusieran el pie en Irlanda.
¿Se habían recibido noticias del Queensland, en el que la familia se había embarcado en Melbourne? No; y durante los dos primeros meses del año, la asidua lectura de las correspondencias marítimas nada había dicho, pero el 14 de marzo se pudieron leer estas líneas en la Shipping Gazette: «El steamer Burnside ha encontrado al barco de vela Queensland el 3 del corriente a través de la Asunción».
Los barcos de vela que vienen de los mares del sur no pueden abreviar su camino franqueando el canal de Suez, pues es difícil, sin el impulso de una máquina, subir el mar Rojo. Síguese de aquí que, para la travesía de Australia a Europa, el Queensland había debido seguir el camino del cabo de Buena Esperanza, y que en aquella época se encontraba aún en pleno océano Atlántico. Si el viento no le era favorable, emplearía quince días o tres semanas en tocar en Queenstown. Era, pues, necesario tener paciencia hasta entonces.
No dejaba de ser tranquilizador este encuentro del Queensland y del Burnside. Hormiguita había tenido una buena inspiración al leer aquel número de la Shipping Gazette, tanto más cuanto que, recorriendo las noticias comerciales, encontró un anuncio concebido en estos términos:
«Londonderry, 13 de marzo. —Pasado mañana, día 15, será puesto a la venta pública el cargamento del schooner Doris, de Hamburgo, que comprende ciento cincuenta barricas de mercancías diversas, pipas de alcohol, barricas de vino, cajas de jabón, sacos de café y especias; a petición de mister Harrington, hermanos, acreedores, etc.».
Hormiguita quedó pensativo ante el anuncio. Le vino la idea de que allí tal vez había una operación fructífera que intentar.
En las circunstancias de la venta, ésta sería a bajo precio. ¿No era una ocasión de comprar esos diversos artículos de venta corriente, aquellas pipas de alcohol, y las barricas de vino que podían ser añadidas al comercio de especiería?
Tanto se aferró esta idea a la cabeza de nuestro héroe, que fue a consultar enseguida a mister O’Brien.
El antiguo comerciante leyó el anuncio, escuchó los razonamientos del joven, reflexionó como hombre que jamás se decide a la ligera, y finalmente, respondió:
—Sí… Hay un negocio… Procurándose esas mercancías baratas, pueden ser revendidas con gran beneficio: pero con dos condiciones: que sean de excelente calidad y que se obtengan con una rebaja del cincuenta o sesenta por ciento.
—Así lo creo, mister O’Brien, y añado que nada se puede decir hasta ver el cargamento de la Doris. Partiré esta noche para Londonderry.
—Tienes razón, y yo te acompañaré —respondió mister O’Brien.
—¿Me hará ese favor?
—Sí… Quiero examinarlo por mí mismo. Conozco esas mercancías. Las he comprado y vendido toda mi vida.
—Se lo agradezco, mister O’Brien, y no sé cómo demostrar mi reconocimiento…
—Trataremos de sacar un partido ventajoso de este negocio. No pido más.
—No hay tiempo que perder —añadió Hormiguita—. La venta está anunciada para pasado mañana.
—Estoy listo. En tomando mi saco de viaje, nada tengo que hacer. Mañana procederemos al examen del cargamento de la Doris. Pasado mañana lo compraremos, o no, según su calidad y su precio, y por la noche, de regreso a Dublín.
Hormiguita fue enseguida a prevenir a Grip y Sissy de que por la noche contaba marchar a Londonderry. Una operación que se proponía hacer con la aprobación de mister O’Brien. La mayor parte de su capital sería empleado en ella, pero con seriedad. Les confiaba por cuarenta y ocho horas la dirección del bazar.
Aunque breve, era tan inopinada esta separación, que Sissy y Grip se mostraron tristes; el mozo sobre todo. Era la primera vez, después de cuatro años y medio, que Hormiguita y él iban a separarse. Dos hermanos no estarían unidos por lazo más estrecho. En cuanto a Sissy, no veía alejarse a su querido niño sin sentir oprimido su corazón. Sin embargo, no había razón para inquietarse por aquella ausencia de tres o cuatro días. En lo que concierne al negocio, Hormiguita, aconsejado por mister O’Brien, no haría nada que comprometiese su situación y que le lanzara a una especulación peligrosa.
A las diez de la noche el anciano y el joven tomaron el tren.
Esta vez Hormiguita pasó de Belfast, la capital del condado de Down, Belfast, donde había encontrado a su querida Sissy. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, nuestros dos viajeros se apearon en la estación de Londonderry.
¡Lo que son los azares del destino! En Londonderry, donde iba a tener lugar un acto Importante de su carrera comercial, Hormiguita estaba a treinta millas de aquel pueblo de Rindok, perdido en el fondo de Donegal, ¡dónde su vida había comenzado con tantas miserias!
Unos doce años habían transcurrido y él había dado la vuelta a Irlanda, entregado a vicisitudes de dicha y desgracia.
¿Pensó en esto? No lo sabemos, pero séanos permitido observar el contraste por él.
El cargamento de la Doris fue objeto de un examen severo por parte de mister O’Brien. La calidad de los diversos artículos que lo componían convenía perfectamente al dueño de «Los pequeños bolsillos». Comprados a bajo precio, podía realizarse un beneficio considerable y cuadruplicar por lo menos su capital. El antiguo comerciante no hubiera dudado en hacer la operación por cuenta propia. Aconsejó a Hormiguita que se adelantase a la venta pública, haciendo ofrecimientos a los hermanos Harrington.
El consejo era bueno y fue seguido. Hormiguita vio a los acreedores de la Doris y obtuvo el cargamento a un precio tanto más ventajoso, cuanto que él ofreció pagar al contado. Si la juventud del comprador no dejó de sorprender a los hermanos Harrington, la inteligencia con que discutió sus intereses les pareció más sorprendente aún. Además, tenía como fiador a mister O’Brien, y el negocio se terminó con un cheque contra el Banco de Irlanda.
Tres mil quinientas libras —casi toda la fortuna de Hormiguita—; tal fue el precio en que adquirió el cargamento de la Doris.
Así es que, terminada la operación, sintiose presa de una ansiedad de la que no podía defenderse. En lo que concierne al transporte del cargamento, el más sencillo era utilizar la Doris, para evitarse el trasbordo de los géneros.
El capitán no podía desear cosa mejor, desde el momento en que el porte se le aseguraba, y con un viento favorable la travesía no duraría más de dos días.
Decidido esto, mister O’Brien y su joven compañero no tenían más que volver a tomar el tren de la noche. De este modo su ausencia no hubiera pasado de treinta y seis horas. Pero Hormiguita tuvo entonces una idea; propuso a mister O’Brien que volviesen a Dublín en la Doris.
—Te lo agradezco —respondió el comerciante—, pero te confieso que la mar y yo no nos hemos puesto de acuerdo nunca, y ella siempre acaba por tener razón. Después de todo, si el corazón te dice…
—Me tienta esto, mister O’Brien. En un trayecto tan corto no hay gran riesgo… ¡y me gustaría tanto no abandonar mi cargamento!…
Síguese de aquí que mister O’Brien volvió solo a Dublín, donde llegó al día siguiente al amanecer.
En aquel momento la Doris salía del canal de Foyle, y se dirigía hacia la estrecha garganta que pone en comunicación la bahía con el canal del Norte.
La brisa era favorable; venía del noroeste. Si persistía, la travesía sería excelente. El schooner podría navegar a lo largo del litoral, donde el mar está siempre más en calma. Sin embargo, en el mes de marzo, en medio de aquellos parajes del mar de Irlanda, en las proximidades del equinoccio, jamás se está seguro del tiempo que hará.
El capitán de la Doris se llamaba John Clear. La tripulación a sus órdenes se componía de ocho marineros. Todos parecían entendidos en su oficio y acostumbrados a las costas de Irlanda. Con los ojos cerrados hubiesen ido de Londonderry a Dublín.
La Doris salió de la bahía con todo su velamen desplegado.
Una vez en el mar, Hormiguita pudo notar hacia el oeste el puerto de Innishaven, a la entrada de una bahía cubierta por la punta de Donegal, y más allá el largo promontorio terminado por el cabo Malin, el más avanzado de los que Irlanda proyecta hacia el norte.
Esta primera jornada se anunciaba felizmente. Gran júbilo sintió nuestro héroe al verse llevado por la Doris a través de aquel mar un poco agitado. Ni el menor mareo. Tenía el corazón marino. Sin embargo, algunas veces le preocupaba la idea del cargamento encerrado en la goleta y de aquellos abismos que no tenían más que entreabrirse para tragarse toda su fortuna. Mas, ¿por qué esta preocupación que nada justificaba? La Doris era un barco sólido, velero, excelente, y que se comportaba muy bien en el mar.
¡Qué disgusto que Bob no fuese a bordo! ¡Qué alegría hubiera sentido and Co. al navegar de veras esta vez y no en un Vulcan amarrado al puerto de Cork o de Dublín!
De prever Hormiguita que efectuaría su vuelta por mar, seguramente hubiera llevado a Bob, lo que hubiera colmado los deseos de éste.
Es admirable este litoral que se prolonga sobre el límite del condado de Antrim, mostrando sus blancas murallas de cal, sus profundas cavernas, que bastarían para albergar todo el personal de la mitología gálica. Allá se destacan esos tubos de chimenea, cuyo humo es formado por el rocío del mar, y esos rocosos derrumbaderos, semejantes a los muros de fortalezas, con troneras y buardas [8] que los españoles de la Armada Invencible batieron a cañonazos. Allí la «calzada de los gigantes», formada de columnas verticales, monstruosas pilastras de basalto, a las que las violentas resacas imprimen una sonoridad metálica, y de las que se cuentan más de cuarenta mil, a creer a los turistas aficionados a la aritmética. Todo esto era de maravilloso aspecto, pero la Doris guardose de aproximarse allí, y hacia las cuatro de la tarde, dejando al noreste el Mull escocés de Cantire, a la entrada de Clyde-Bay, estaba entre el cabo Fair y la isla Rathlin, a fin de embocar el canal del Norte.
La brisa del noroeste se mantuvo hasta las tres de la tarde, disolviendo las nubes de las altas zonas de la atmósfera.
Mientras el steamer siguió el litoral a dos o tres millas de distancia, apenas si se sentía un ligero balanceo. Hormiguita no había abandonado un instante el puente. Allí había almorzado, allí comería, y allí contaba permanecer mientras el frío de la noche no le obligase a entrar en el camarote del capitán. Decididamente, aquella primera travesía marítima no le dejaría más que excelentes recuerdos, y se felicitaba de haber tenido la buena idea de acompañar su cargamento. No sin cierto orgullo entraría en el puerto de Dublín en la Doris, y no dudaba que en aquel instante Grip y Sissy, Bob y Kat, prevenidos por mister O’Brien, estarían al extremo del muelle, quizás en el South-Wall, tal vez en la base del faro de Poolbeg…
Entre las cuatro y las cinco de la tarde, gruesos pelotones de vapor comenzaron a rodar hacia el este. Muy pronto tomó el cielo mal aspecto. Las nubes de líneas duras y contornos espesos que empujaba una brisa contraria venían con gran rapidez. Ninguna claridad indicaba en su base que el viento las despejase antes de la noche.
«Vigila el cambio de tiempo». Parecía que esta advertencia estuviera escrita allá, en el extremo periférico del mar. John Clear lo comprendió, pues frunció el entrecejo al interrogar atentamente el horizonte.
—¿Y bien, capitán? —preguntó Hormiguita, al que la actitud de éste, y de los marineros no había dejado de sorprender.
—¡No me gusta esto! —respondió el capitán volviéndose hacia el oeste. En efecto, la brisa amainaba. Las velas, deshinchadas, caían. Las escotas de mesana y de la brigantina estaban largas. Los foques relingaban mientras la gavia y la ballestilla recibían los últimos soplos del poniente. La Doris, con menos apoyo, sufrió un violento vaivén a impulsos de una ola inmensa. El timón tenía poca acción, y dirigirlo llegó a ser difícil.
Sin embargo, a Hormiguita no le molestaba mucho el vaivén, muy penoso en los mares calmados, y no bajó a la cámara, aunque John Clear se lo aconsejara.
Las rachas del este llegaban con más frecuencia cada vez, levantando el agua pulverizada de la superficie del canal. En el horizonte se extendían las nubes, a las que los rayos del sol que declinaba hacían aparecer más negras por contraste. El aspecto era amenazador.
El capitán Clear tomó las precauciones que la prudencia exigía; hizo cargar la gavia y la ballestilla, sin guardar más que su trinquete, su pequeño foque, y la tripulación se instaló tras la vela de capa, especie de contrafoque indispensable al barco que quiere hacer frente a la tempestad. Por dicha, el steamer estaba elevado a dos o tres millas del litoral, ante el temor de que, si no podía ganar el viento, sería arrojado a la costa cuando la borrasca cayera a bordo.
Ningún marino ignora que en la época del equinoccio los turbiones se desarrollan con extrema violencia, sobre todo en aquellos parajes del norte. Así, no era aún noche cerrada, y el huracán asaltaba la Doris, desplegando una impetuosidad que no pueden imaginar los que no han sido testigos de esas luchas atmosféricas. Desde la caída del sol ensombreciose profundamente el cielo. El espacio se llenó de agudos silbidos entre los que las gaviotas huían hacia tierra. En un instante, el schooner fue sacudido de la quilla a los mástiles. La mar, como se dice, venía de tres lados; es decir, que las olas, contrariadas en su ondulación se precipitaron a la vez sobre la proa y sobre los costados de la Doris, cubriéndola de espuma. Todo quedó trastornado, desde el cabestrante hasta el timón, llegando a ser difícil mantenerse en el puente. El timonel tuvo que sujetarse; los marineros se resguardaron a lo largo de la empavesada.
—Baje, señor —dijo John Clear a Hormiguita.
—Capitán… permítame.
—No… abajo, o será arrastrado por un golpe de mar.
Hormiguita obedeció. Entró en la cámara muy inquieto, menos por sí mismo que por su cargamento. Toda su fortuna a bordo de un barco en peligro.
Las cosas tomaban un aspecto muy grave. En vano el capitán había intentado colocar la Doris de forma que sólo presentase la proa a las olas, a fin de apartarse de la costa o de quedar a buena distancia. Por desgracia, hacia la una el pequeño foque y el contrafoque fueron arrebatados. Una hora después, la arboladura se vino abajo. Bruscamente, la Doris escoró sobre estribor, y como su cargamento estaba en la cala, no pudiendo levantarse, amenazaba llenar la empavesada.
Hormiguita, que había sido arrojado contra las paredes del camarote, se levantó a tientas.
Entonces, durante un momento de calma, llegaron gritos hasta él. En el puente había gran tumulto. ¿Había, pues, el barco sido desfondado por un golpe de mar?
¡No! John Clear, en la imposibilidad de enderezar la goleta, y temiendo que se hundiera, hacía sus preparativos para abandonarla. A pesar de la escora, que hacía muy peligrosa la maniobra, se había arriado la chalupa al mar. Preciso era embarcarse en ella sin perder un minuto. Hormiguita lo comprendió al oírse llamar por el capitán a través de la chupeta entreabierta.
¿Abandonar la goleta y todo lo que en cerraba en su cala? No. ¡Esto no podía ser! Sólo había una probabilidad de salvarla, y Hormiguita estaba resuelto a correrla, hasta con peligro de su vida. Conocía la ley marítima. Si la mar no se lo tragaba, un navío abandonado pertenece al primero que sube a bordo. El código inglés declara propiedad del salvador todo barco encontrado en la mar sin su tripulación.
Los gritos redoblaban. John Clear seguía llamando.
—¿Dónde está? —repetía.
—¡Nos vamos a pique! —gritaban los marineros.
—Pero… ¿ese joven?…
—No se puede esperar…
—¡Ah! ¡Yo le encontraré!
Y el capitán se precipitó por la escala de la chupeta.
Hormiguita no estaba en el camarote. Casi sin razonar, guiado por una especie de instinto, firmemente decidido a no abandonar el barco, se había introducido en la cala por una de las paredes que el choque con una pesada caja acababa de abrir.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? —repetía el capitán, llamándole con todas sus fuerzas.
—Estará en el puente —dijo un marinero.
—Se habrá arrojado al mar… —añadió otro.
—¡Nos vamos a pique! ¡Nos vamos a pique!… Estas palabras fueron cambiadas en medio de un pavor espantoso.
La Doris acababa de inclinarse bajo un formidable golpe, y había el temor de que se volviese con la quilla al aire.
No había tiempo que perder. Puesto que Hormiguita no respondía, indudablemente había subido al puente sin que la oscuridad permitiese verle a nadie… Había sido arrastrado… Esto era lo más verosímil.
El capitán notó que la goleta se sumergía. La tripulación y él se precipitaron a la chalupa, cuya amarra fue largada en seguida. La única esperanza era que la embarcación resistiese, ¡poca, en verdad! Se alejó, pues, para no ser arrastrada en el remolino del schooner al hundirse.
La Doris quedaba sin capitán, sin tripulación. Pero no era un navío abandonado… un naufragio… puesto que Hormiguita estaba a bordo.
Estaba solo, solo, amenazado de ser devorado de un momento a otro. No desesperó. Sentíase sostenido por un extraordinario presentimiento de confianza. Sobre el puente, dejose arrastrar hasta la empavesada bajo el viento a un lugar donde no entraba el agua. ¡Qué ideas le asaltaron! Por última vez, quizá, pensaba en los que amaba; en los MacCarthy; en la familia que se había constituido con Grip, Sissy, Bob, Kat y mister O’Brien, e imploró socorro de Dios, rogándole que lo salvara para ellos y para él… La banda de la Doris no se acentuaba, lo que alejaba todo peligro inmediato. Por fortuna, el casco estaba sólidamente construido y había resistido. Si la goleta se encontraba con algún navío, si los salvadores reclamaban la propiedad, Hormiguita estaría allí para reclamar su cargamento intacto.
Terminó la noche. La terrible tempestad amainó a las primeras luces del sol. Sin embargo, la mar no se apaciguó. Hormiguita miró a tierra… Nada… ningún contorno de una costa al oeste. Era evidente que la Doris, empujada por los huracanes, había salido del canal del Norte, encontrándose actualmente en pleno mar de Irlanda. Tal vez entre Dundalk y Drogheda, ¿pero a qué distancia?
Y a lo lejos ni un barco, ni una barca de pesca. Además, aunque hubiera algún navío, sería difícil que viera a la Doris.
Sin embargo, ser visto era la única esperanza de salvación. De continuar hacia el oeste, la Doris se perdería sobre los arrecifes que bordean el litoral.
¿No era posible imprimirle una dirección que le acercase a los parajes frecuentados por los pescadores? En vano Hormiguita procuró instalar un pedazo de veta sostenida por dos cuerdas. No podía contar con sus propios esfuerzos y estaba en manos de Dios.
El día transcurrió sin que la situación se agravase. Hormiguita no temía que la Doris se hundiese, pues su grado de inclinación sobre estribor no podía ser mayor. No había que hacer más que una cosa: observar si por casualidad aparecía algún barco.
En espera de esto, nuestro joven comió para reponer sus fuerzas, y, lo repetimos, ni por un instante sintió que la desesperación se apoderase de él; no veía más que una cosa: que defendía sus intereses.
A las tres de la tarde, una humareda subió por el oeste. Una media hora después, un gran steamer se mostraba distintamente, dirigiéndose hacia el norte, a unas cinco o seis millas de la Doris.
Hormiguita hizo señales con una bandera puesta en la punta de un bichero… No fueron vistas.
¡De qué extraordinaria energía estaba dotado aquel niño que ni aun entonces se desanimó! Llegando la noche, no podía contar con otro encuentro. Ningún indicio le permitía pensar que estuviese próximo a tierra. La noche llena de nubes y sin luna, sería muy oscura. Sin embargo, el viento no anunciaba volver, y la mar estaba tranquila desde la mañana.
Como la temperatura era muy baja, lo mejor era descender al camarote. Inútil permanecer fuera, puesto que nada se distinguía. Muy fatigado por aquellas horas de angustia, incapaz de resistir al sueño, Hormiguita retiró la manta del catre, sobre el que no hubiera podido echarse a causa de la escora, y después de haberse envuelto en ella, tendiose junto a la pared y no tardó en dormirse.
Su sueño duró una gran parte de la noche; comenzaba el día cuando fue despertado por vociferaciones proferidas fuera; se levantó y escuchó. ¿La Doris estaba, pues, cerca de la costa? ¿La había encontrado un navío al salir el sol?
—¡A nosotros… los primeros! —gritaban voces de hombres.
—¡No… a nosotros! —respondían otros.
Hormiguita apenas tardó nada en comprender lo que estaba sucediendo. Ninguna duda había de que la Doris hubiese sido vista al alba. Las tripulaciones se habían acercado, y ahora disputaban enérgicamente sobre a quién pertenecía. Se han izado sobre el casco, han invadido el puente y vienen a las manos.
Hormiguita no hubiera tenido más que mostrarse para ponerlos de acuerdo. Se guardó de hacerlo. Aquellos hombres se hubieran vuelto contra él. No dudarían en arrojarle al mar para evitar toda reclamación ulterior. Era preciso ocultarse sin perder momento. Fue a hacerlo en la cala en medio de las mercancías.
Algunos minutos después el tumulto había cesado, prueba de que ya había paz. Habían convenido en partir el cargamento después de haber conducido al puerto el navío abandonado.
Las cosas habían ocurrido de este modo. Dos barcas de pesca salidas al alborear el día de la bahía de Dublín, habían visto el schooner a tres o cuatro millas de distancia. Los tripulantes se habían dirigido hacia aquel casco medio zozobrado, luchando con ardor por llegar antes que los otros, pues la costumbre, que tenía la fuerza de ley, establecía que el barco naufragado pertenecía al primer ocupante. Las embarcaciones habían llegado al mismo tiempo. De aquí, disputas, amenazas, golpes, y finalmente, el acuerdo de partir el botín.
Apenas Hormiguita se había refugiado en la cala, cuando los patrones de las dos barcas treparon por la escala del casco a fin de visitar la cámara. Júzguese si Hormiguita debió felicitarse por haberse ocultado a sus miradas, cuando les oyó cambiar estas palabras:
—¡Es una fortuna que no haya un solo hombre a bordo!
—¡Si lo hubiera, no quedaría mucho tiempo!
En efecto, aquellos salvajes no hubiesen retrocedido ante un crimen, con tal de asegurarse la propiedad del barco.
Media hora después el casco de la Doris era remolcado por las dos barcas, que forzaron la vela y los remos en dirección a Dublín.
A las nueve los pescadores se encontraban a la entrada de la bahía. Como la mar era baja, hubiera sido difícil hacer entrar la Doris, y se dirigieron hacia Kingstown, donde llegaron muy pronto.
Había mucha gente. Habiendo sido señalada la llegada de la Doris, mister O’Brien, Grip y Sissy, Bob y Kat, prevenidos del salvamento, habían tomado el tren de Kingstown y se encontraban en la estacada. ¡Qué angustia la suya al saber que los pescadores no traían más que un casco abandonado! Hormiguita no estaba a bordo… Había perecido… Todos lloraron.
En aquel momento llegó el oficial del puerto encargado de la información relativa al salvamento, con atribuciones para dar a quien de derecho correspondiese el navío y su cargamento… Una fortuna para los salvadores.
De repente apareció un joven. ¡Qué grito de alegría lanzaron los suyos, y con qué grito de furor contestaron los pescadores!
En un instante Hormiguita está en el muelle… Sissy, Grip, mister O’Brien, todos le estrechan entre sus brazos. Y entonces, avanzando hacia el oficial del puerto.
—¡La Doris no ha sido nunca abandonada —dice con voz firme—, y lo que contiene es mío! En efecto: él había salvado el rico cargamento con su presencia a bordo solamente.
Toda discusión hubiera sido inútil. El derecho del joven era incontestable. La propiedad del cargamento le fue conservada, como los restos de la Doris al capitán Clear y a sus hombres, recogidos la víspera. Los pescadores tuvieron que contentarse con la prima que les era legítimamente debida.
¡Qué satisfacción recibieron todos al encontrarse una hora después en el bazar de Little boy and Co.!
La primera travesía de Hormiguita había sido peligrosa. Sin embargo, Bob le dijo:
—¡Ah!… ¡Yo hubiera querido estar contigo a bordo!
—¿A pesar de todo, Bob?
—¡A pesar de todo!