XV

¿Y POR QUÉ NO?

DECIDIDAMENTE, toda clase de felicidades se sucedían en la existencia de Hormiguita desde que había abandonado Trelingar-Castle: la dicha de haber salvado y recogido a Bob, de haber encontrado a Grip y a Sissy, de haberles casado; sin hablar de los fructuosos negocios que hacía el joven dueño de «Los pequeños bolsillos».

Iba a la fortuna a fuerza de inteligencia y de valor también.

Su conducta a bordo de la Doris era una prueba clara.

Una sola dicha le faltaba, sin la que no podía ser dichoso por completo: la de devolver a la familia MacCarthy todo el bien que ésta le había hecho.

¡Con qué impaciencia se esperaba la llegada del Queensland!

La travesía se prolongaba. Esos veleros que están a merced del viento y en la terrible estación del equinoccio, exigen mucha paciencia. Por otra parte, aún no había razón para inquietarse. Hormiguita no había descuidado escribir a Queenstown, y los armadores del Queensland, los señores Benett, debían prevenirle por telégrafo en el momento en que el barco fuera señalado.

Entretanto no se holgaba en el bazar de Little boy. Hormiguita había llegado a ser un héroe, un héroe de quince años. Sus aventuras a bordo de la Doris, la fuerza de voluntad, la extraordinaria tenacidad desplegada por él en aquellas circunstancias, habían acrecentado sus simpatías en la ciudad. Aquel cargamento defendido con riesgo de su vida, era justo que fuese para él un golpe de fortuna. Esto sucedió. La afluencia de gente tomó proporciones inverosímiles. Los anaqueles se vaciaban, llenándose de nuevo enseguida. Se puso de moda tener té de la Doris, azúcar de la Doris, especias de la Doris y vinos de la Doris. El anaquel de los juguetes se vio algo abandonado y Bob pudo acudir en ayuda de Hormiguita y de Grip, siendo preciso tomar dos nuevos dependientes, mientras Sissy, instalada en el escritorio, apenas se bastaba para llenar facturas. Conforme a la opinión de mister O’Brien, antes de algunos meses el capital empleado en el negocio del cargamento sería cuadruplicado, si no quintuplicado.

Las tres mil quinientas libras se convertirían en quince mil por lo menos. El antiguo comerciante no se equivocaba; y decía muy alto que todo el honor de aquella empresa correspondía al joven. Que él le hubiera animado, bien. Pero la primera idea había nacido del joven, al leer el anuncio de la Shipping-Gazzette, y se sabe con qué energía la había realizado.

No hay, pues, que extrañar que el bazar de Little boy hubiese llegado a ser el mejor provisto y el más hermoso de Bedfort-Street y hasta del barrio. La mano de una mujer se veía en mil detalles, y además Sissy ¡era tan activamente secundada por Grip!… Cierto. Grip comenzaba a hacerse a la idea de que él era su marido, sobre todo desde que creía notar —¡oh, orgullo paternal!— que la dinastía de sus antepasados no terminaría en su persona. ¡Qué marido tan cariñoso, tan atento, tan…! ¡Deseamos uno semejante a todas las mujeres que tienden a ser, no diremos adoradas, idolatradas sobre esta tierra!

¡Y cuando se piensa en lo que había sido la infancia de todos: Sissy en la cabaña de la Hard, Grip en la Ragged-School, Bob por los caminos, Birk mismo por los alrededores de Trelingar-Castle, tan dichosos al presente y deudores de esta felicidad a aquel mozo de quince años! No se extrañe de que citemos a Birk entre esos seres privilegiados. ¿Acaso no estaba comprendido bajo la razón social Little boy and Co., y no le miraba la buena Kat como uno de los socios de la casa?

En cuanto a lo que hubiera sido de los demás a los que había mezclado su existencia, Hormiguita no se inquietaba.

Sin duda Thornpipe continuaba recorriendo los condados mostrando los muñecos de la familia real. Mister O’Bodkins embruteciéndose por el abuso de su contabilidad; el marqués y la marquesa Piborne, en aquella augusta imbecilidad que su hijo el conde Ashton había heredado desde su nacimiento. Mister Scarlett administrando en provecho suyo el dominio de Trelingar. Miss Anna Waston muriendo en el quinto acto de los dramas. Por otra parte, ninguna noticia se había recibido de aquellas gentes, a no ser de lord Piborne, el cual, según el Times, se había decidido a pronunciar un discurso en la Cámara de los Lores, habiendo tenido que renunciar a la palabra porque su boca funcionaba mal. En cuanto a Carker, aún no había sido colgado, con extremo asombro de Grip, pero estaba cerca, habiendo sido recientemente preso en Londres en una redada de jóvenes gentlemens de su calaña.

Y no nos ocuparemos más de estos personajes de alto y bajo origen.

Quedaban los MacCarthy, en los que Hormiguita no cesaba de pensar, y cuyo regreso con tanta impaciencia esperaba.

Las noticias marítimas no habían aún señalado al Queensland.

¿Si tardaba algunas semanas, de qué inquietud no sería presa?

Desde algún tiempo violentas tempestades habían agitado el Atlántico, y el telegrama prometido por los armadores de Queenstown ¡no llegaba!…

El empleado del telégrafo lo llevó al fin el 5 de abril por la mañana. Bob lo recibió… En seguida gritó:

—¡Telegrama de Queenstown! ¡Telegrama de Queenstown!

Íbase, pues, a conocer a aquellos honrados MacCarthy.

La familia adoptiva de Hormiguita estaba de regreso en Irlanda… La única familia que había tenido.

A los gritos de Bob, acudieron Sissy, Grip, Kat y mister O’Brien.

El telegrama decía así:

Queenstown. 5 ab. 9,25 m.

Hormiguita, Little boy. Bedfort-Street. Dublín.

Queensland entró esta mañana. Familia MacCarthy a bordo. Esperamos sus órdenes.

BENETT.

Hormiguita se conmovió profundamente. Su corazón cesó por un instante de latir. Abundantes lágrimas le aliviaron, y se contentó con decir, guardando el telegrama en su bolsillo.

—Está bien.

Después no habló más de la familia MacCarthy, lo que no dejó de sorprender a mister y mistress Grip, Bob, Kat y mister O’Brien. Volvió, como de costumbre, a sus negocios. Únicamente mister Balfour anotó en cuenta un cheque por valor de cien libras, que entregó al joven, y del que éste no indicó el empleo.

Transcurrieron cuatro días, los cuatro últimos de Semana Santa, pues en aquel año la Pascua caía en 10 de abril.

En la mañana del sábado, Hormiguita reunió a los suyos, y les dijo:

—El bazar estará cerrado hasta el martes por la tarde.

Esto era dar permiso a mister Balfour y a los dos dependientes. Sin duda también Bob, Grip y Sissy se proponían aprovecharse de la licencia, cuando Hormiguita les preguntó si no aceptarían la idea de viajar durante aquellos tres días de vacaciones.

—¡Viajar! —exclamó Bob—. Bien… ¿Dónde vamos?

—Al condado de Kerry, que deseo volver a ver —respondió Hormiguita. Sissy le miró.

—¿Quieres que te acompañemos? —preguntó.

—Mucho me agradaría.

—Entonces ¿yo seré de la partida? —preguntó Grip.

—Ciertamente.

—¿Y Birk? —añadió Bob.

Birk también.

Se convino en que el bazar quedaría al cuidado de Kat. Se ocuparían de los preparativos necesarios para una ausencia de tres días; se tomaría el expreso a las cuatro de la tarde, y llegarían a Tralée hacia las once; descansarían, y al día siguiente… al día siguiente, Hormiguita daría a conocer el programa de la jornada que iban a emprender.

A las cuatro los viajeros estaban en la estación; Grip y Bob muy alegres; ¿por qué no habían de estarlo? Sissy, menos expansiva, observando a Hormiguita, que permanecía impenetrable.

—Tralée —se decía la joven— está muy cerca de la granja de Kerwan. ¿Quiere volver a ésta?

Tal vez Birk hubiera podido contestarle; pero sabiendo lo discreto que era, ella no le interrogó.

El perro fue colocado en el mejor sitio del furgón, con recomendaciones especiales de Bob, apoyadas por un chelín. Después Hormiguita y sus compañeros de viaje subieron a un departamento de primera clase.

Las ciento setenta millas que separan Dublín de Tralée fueron recorridas en siete horas. Hubo un nombre de estación, voceado por el maquinista, que impresionó vivamente a nuestro joven. El de Limerick. Se acordó de su primera y única presentación en el teatro, con el drama Los remordimientos de una madre, y de la escena en que se agarraba desesperadamente a la duquesa de Kendalle, interpretada por Miss Anna Waston. ¡No fue más que un recuerdo, que se desvaneció como las fugitivas imágenes de un sueño!

Hormiguita, que conocía Tralée, condujo a sus amigos a la primera fonda de la ciudad, donde comieron convenientemente y durmieron con tranquilo sueño.

Al día siguiente, día de Pascua, Hormiguita se levantó al alba. Mientras Sissy se vestía y Grip permanecía a las órdenes de su mujer, y Bob se desperezaba, él fue a recorrer la población. Reconoció la posada, a la que Martin bajó con él, la plaza del Mercado, donde sintió su primer impulso por el comercio, la farmacia en la que había gastado parte de su guinea para la abuela, a la que debía encontrar muerta a su regreso.

A las siete, un coche esperaba a la puerta de la fonda. Buen caballo y buen cochero; el dueño de aquélla respondía de ello, por un precio concienzudamente regateado, tanto por el vehículo, tanto por la bestia, tanto por el hombre que la conducía, tanto para la propina… así se acostumbra en Irlanda.

A las siete y media partieron, después de un frugal almuerzo. El tiempo era bueno, el sol caliente, la brisa no muy mortificante, el cielo con nubes ligeras. Un domingo sin lluvia, cosa poco frecuente en la isla Esmeralda.

La primavera, bastante precoz aquel año, se prestaba al esparcimiento de la vegetación. Los campos no tardarían en estar verdes, y los árboles en retoñar. Unas doce millas separan Tralée de la parroquia de Silton. ¡Cuántas veces había Hormiguita recorrido aquel camino en el carro de MacCarthy! La última vez iba solo… volvía de Tralée a la granja. Se había ocultado en el momento en que aparecían los agentes… Aquellas impresiones volvían a su espíritu. Por lo demás, desde aquella época el camino no había sufrido modificación alguna. Aquí y allá, raras posadas, tierras en baldío. Paddy es refractario al cambio… y nada cambia en Irlanda, ¡ni la miseria!…

A las diez el coche se detuvo en el pueblo de Silton. Era la hora de la misa. La misma modesta iglesia, construida al sesgo, con su tejado acampanado, sus muros sin aplomo. En ella se había celebrado el doble bautismo de Hormiguita y de su ahijada. Aquél entró en la iglesia con Sissy, Grip y Bob, dejando a Birk en el pórtico. Nadie le reconoció, ni los asistentes, ni el anciano sacerdote. Durante la misa se preguntaban quién era aquella familia, cuyos individuos no tenían entre sí punto de semejanza.

Y mientras Hormiguita con los ojos bajos revivía en medio de sus recuerdos, tan mezclados de días dichosos y desdichados, Sissy, Grip y Bob rezaban con el corazón lleno de reconocimiento por aquél a quien tanta felicidad debían.

Después de un almuerzo servido en la mejor posada de Silton, el coche se dirigió hacia la granja de Kerwan, distante unas tres millas.

Al subir aquel camino que tantas veces recorrió en compañía de Martina, de Kitty y también de la abuela, cuando ésta podía, Hormiguita sintió los ojos arrasados en lágrimas. ¡Qué aspecto más triste! Se veía un país abandonado. Por todas partes, casas en ruinas, ¡y qué ruinas! Hechas para obligar a gentes condenadas a la evicción a abandonar su último abrigo. A mano derecha, rótulos pegados a las murallas indicaban que tal granja, tal choza, tal campo, estaban para ser arrendados o vendidos. ¡Y quién hubiera osado tal cosa, toda vez que no se había recolectado en ellos más que miseria!

En fin, hacia la una y media, la granja de Kerwan apareció al volver el camino. Un sollozo se escapó del pecho de Hormiguita.

—Allí está —murmuró.

¡Y en qué triste estado! Destruidos los setos, la puerta arrancada, los anejos de la derecha y de la izquierda en tierra, el patio invadido por las ortigas y escaramujos. ¡En el fondo, la casa sin techo, las puertas sin hojas, las ventanas sin marcos! Desde hacía cinco años la lluvia, la nieve, el viento, el sol, todos esos agentes de destrucción, habían realizado su obra. Nada más lamentable que aquellas habitaciones desamuebladas, abiertas a la intemperie, y allí, aquélla en que Hormiguita se acostaba cerca de la abuela.

—¡Sí, es Kerwan! —repetía, y se hubiera dicho que no osaba penetrar.

Bob, Grip y Sissy, un poco más atrás, guardaban silencio.

Birk iba y venía, inquieto, husmeando el suelo, encontrando también recuerdos de otra época.

De repente, el perro se detiene, tiende el hocico, brillan sus ojos, agítase su cola.

Un grupo acaba de llegar ante la puerta del patio; cuatro hombres, dos mujeres, una niña. Son gentes pobremente vestidas y que parecen haber padecido mucho. El más anciano se separa del grupo y avanza hacia Grip, que por su edad parece ser el jefe de aquellos extranjeros.

—Señor —le dice—. Se nos ha citado en este lugar… ¿Usted sin duda?…

—¿Yo? —responde Grip, que no conocía a aquel hombre y que le miraba no sin sorpresa.

—Sí. Cuando hemos desembarcado en Queenstown, el armador nos ha entregado cien libras, diciéndonos que tenía orden de encaminarnos a Tralée.

En este momento, Birk dejó oír un ladrido de alegría, y se lanzó hacia la mayor de las dos mujeres con mil demostraciones de cariño.

—¡Ah! —exclama ésta— ¡es Birk! ¡Nuestro perro Birk!… ¡Le reconozco!…

—¿Y no me reconoce a mí, madre Martina? —dijo Hormiguita—. ¿No me reconoce?

—¡Él!… ¡Nuestro hijo!…

¿Cómo expresar lo inexpresable? ¿Cómo pintar la escena que siguió? Martina, Murdock, Pat, Sim, han cogido a Hormiguita entre sus brazos. Y él cubre de besos a Martina y a Kitty. Después, cogiendo a su ahijada, la levanta, la devora a besos, y la presenta a Sissy, a Grip, a Bob, exclamando:

—¡Mi Jenny! ¡Mi ahijada!

Después de aquellos transportes de efusión, sentáronse sobre las piedras derribadas en el fondo del patio. Hablaron. Los MacCarthy contaron su lamentable historia. Después de la evicción, se les había conducido a Limerick, donde Murdock fue condenado a prisión por algunos meses. Extinguida su condena, Martin y su familia habían vuelto a Belfast. Un navío de emigrantes les llevó a Australia, a Melbourne, donde Pat, abandonando su oficio, no había tardado en reunirse a ellos. Y entonces, ¡qué marchas, qué penas para no lograr nada, buscando trabajo, de granja en granja, trabajando juntos; pero en qué condiciones tan deplorables! En fin, después de cinco años, habían podido abandonar aquella tierra, ¡tan dura para ellos como lo había sido su tierra natal!

¡Con qué emoción miraba Hormiguita a aquellas pobres gentes, a Martin envejecido, a Murdock tan sombrío como le había conocido, a Pat y Sim abrumados por las fatigas y las privaciones, a Martina, que no conservaba nada de la labradora despierta y viva de algunos años antes, a Kitty, a quien una fiebre continua parecía devorar, y a Jenny, debilitada por, tantos sufrimientos a su edad! El corazón se le oprimía.

Sissy juntó a los dos labradores y la niña mezclaba sus lágrimas con las de ellos, y procuraba consolarles, diciéndoles:

—Sus desgracias han terminado, señora Martina. Como las nuestras, gracias a su hijo adoptivo.

—¿Tú, hijo mío? —repetía Martin.

La emoción no dejaba responder al joven.

—¿Por qué nos has traído a este lugar que nos recuerda nuestro miserable pasado? —preguntó Murdock—. ¿Por qué estamos en esta granja donde mi familia y yo hemos sufrido por tanto tiempo? Hormiguita, ¿por qué has querido ponernos frente a estos tristes recuerdos?

Y esta pregunta estaba en los labios de todos, tanto en los de los MacCarthy como en los de Sissy, Grip y Bob. ¿Cuál había sido la intención de Hormiguita al llevar a todos a la granja de Kerwan?

—¿Por qué? —respondió éste, haciéndose dueño de sí, no sin trabajo—. ¡Venid, padre, madre, hermanos míos, venid!

Siguiéronle al centro del patio.

Allí, en medio de las ortigas y escaramujos se levantaba un pequeño abeto.

Jenny —dijo dirigiéndose a la niña—, ¿ves este árbol? Lo planté el día que naciste. ¡Tiene ocho años, como tú!

Kitty, a la que esto recordaba la época en que era tan dichosa y en el que podía esperar que su dicha durase algún tiempo, estalló en sollozos.

Jenny, querida mía —repitió Hormiguita—. Mira este cuchillo.

Lo había sacado de su vaina de cuero.

—Es el primer regalo que me hizo la abuela… Tu bisabuela, que apenas has conocido.

A este nombre, evocado en medio de aquellas ruinas, Martin, su mujer y sus hijos, sintieron desbordarse su corazón.

Jenny —continuó Hormiguita—, toma este cuchillo y cava la tierra al pie del abeto.

Sin comprender, Jenny se arrodilló e hizo un agujero en el lugar indicado. Muy pronto el cuchillo encontró un cuerpo duro.

Allí había una olla intacta bajo la espesa corteza de tierra.

—Retira esa olla y ábrela, Jenny.

La niña obedeció. Todos la miraban en silencio.

Abierta la olla, se vio que contenía gran número de guijarros, de esos que están en el lecho del Glashen.

—Martin —dijo Hormiguita—, ¿se acuerda? Todas las noches me entregaba un guijarro cuando estaba contento de mí.

—Sí, hijo mío, y no pasó un día sin que merecieras recibir uno.

—Ellos representan el tiempo que he pasado en la granja de Kerwan… Cuéntalos, Jenny. ¿Sabes contar, verdad?

—¡Oh! ¡Sí! —respondió, la niña.

Y se puso a contar los guijarros haciendo montones de a docena.

—Mil quinientos cuarenta —dijo.

—Está bien. He vivido con tu familia más de cuatro años, Jenny. Con tu familia que ha llegado a ser la mía.

—Y esos guijarros —dijo Martin, bajando la cabeza— son el único salario que de mí has recibido… Esos guijarros que yo esperaba poder cambiarte por chelines.

—¡Y que para usted, padre, van a convertirse en guineas!

Ni Martin, ni ninguno de los otros podían creerlo ni comprender lo que veían. ¡Fortuna semejante! ¿Es que Hormiguita estaba loco?

Sissy adivinó su pensamiento y se apresuró a decir:

—No, amigos míos; tiene el corazón tan sano como su inteligencia, y es su corazón el que habla.

—Sí, padre Martin, madre Martina y hermanos Murdock, Pat y Sim, y tú, Kitty, y tú ahijada mía. ¡Sí! Me siento muy dichoso al poderos volver una parte del bien que me habéis hecho. Esta tierra está en venta. Vosotros la compraréis. Volveréis a levantar la granja. No os faltará el dinero. No sufriréis más los malos tratos de un Harbert. Estaréis en vuestra casa. ¡Seréis los amos!

Y entonces Hormiguita contó toda su vida desde el día en que había abandonado Kerwan, dando a conocer la situación en que al presente se encontraba. La suma que ponía a disposición de la familia MacCarthy, representada en guineas por los mil quinientos cuarenta guijarros, hacía mil quinientas libras… ¡Una fortuna para los pobres irlandeses! Y ésta fue, quizás, la primera vez que sobre aquella tierra bañada por tanto llanto, cayeron lágrimas de alegría y de reconocimiento.

La familia MacCarthy permaneció los tres días de Pascua en el pueblo de Silton con Hormiguita, Bob, Sissy y Grip. Y después de una conmovedora despedida, éstos regresaron a Dublín, donde desde la mañana del 11 de abril el bazar volvió a abrir sus puertas.

Transcurrió un año, el de 1887, que debía contarse como uno de los más felices en la existencia de aquellas gentes.

Los resultados del negocio de la Doris fueron más allá de lo que había previsto mister O’Brien, y el capital de Little boy and Co. se elevaba a veinte mil libras. Verdad que una parte de esta fortuna pertenecía a mister y mistress Grip y a Bob, los socios de la casa. ¿Pero acaso no formaban todos una sola y misma familia?

En cuanto a los MacCarthy, después de haber adquirido doscientos acres de tierra en excelentes condiciones, habían levantado la granja, restableciendo el material y el ganado.

Con la dicha les volvieron la fuerza y la salud… Claro es. ¡Irlandeses que han padecido bajo el látigo del landlordismo, ahora en su casa, sin trabajar más para despiadados señores!

Hormiguita no olvida, ni olvidará jamás, que ha sido su hijo adoptivo, y podrá suceder que algún día se una a ellos con lazos más estrechos… Jenny va a cumplir diez años, y promete ser una hermosa joven…, ¿pero no es su ahijada?, se dirá. Y bien… ¿por qué no? ¿Qué importa esto?

Al menos tal es la opinión de Birk.

FIN

Share on Twitter Share on Facebook