III

EN EL QUE UN ISLOTE DESCONOCIDO ES TRANSFORMADO EN UNA CAJA DE CAUDALES INFRANQUEABLE

El capitán Zo dio sus órdenes al timonel e hizo reducir la vela para maniobrar bien. Soplaba una ligera brisa matinal del noreste. El brig-goleta iba a poder aproximarse al islote con el gran foque, la gavia y la cangreja. Si la mar se elevaba, el barco encontraría abrigo contra las olas al pie mismo del islote.

Mientras Kamylk-Bajá, acodado en la barandilla de la toldilla, miraba con atención, el capitán, colocado avante, maniobraba como marino prudente en medio de los escollos de los que nada le decían sus mapas.

En efecto, el peligro estaba allí. Bajo aquellas tranquilas aguas sin rompientes era difícil reconocer las rocas que se ocultaban. Nada indicaba el camino que debía seguirse. Parecía que la entrada al islote estuviera franca. En las proximidades, ningún vestigio de arrecifes. El contramaestre, que arrojaba la sonda, no indicaba ningún levantamiento brusco del fondo del mar.

He aquí ahora el aspecto que presentaba el islote visto a una milla de distancia, a aquella hora en que el sol lanzaba sus rayos oblicuamente de este a oeste, después de haber disipado algunas brumas que lo cubrían al nacer el día.

Era un islote, nada más que un islote, del que ningún Estado hubiera pensado en reivindicar la posesión, pues realmente no valía la pena, excepción hecha de Inglaterra, claro está.

Lo que probaba que aquel montón de rocas era desconocido para los navegantes y los hidrógrafos, y que no podía figurar en los más modernos mapas, era que Gran Bretaña no había aún hecho otro Gibraltar para mandar en aquellos lugares. Sin duda estaba situado fuera de las rutas marítimas, y además acababa de nacer.

Como conformación general, el islote le ofrecía la apariencia de un terreno bastante unido, cuyo perímetro medía cerca de trescientas toesas, un óvalo irregular de ciento cincuenta toesas de ancho y de sesenta a ochenta de largo. No era una aglomeración de esas rocas colocadas unas sobre otra que parecen desafiar las leyes del equilibrio. No cabía duda de que provenía de un levantamiento tranquilo y gradual de la corteza telúrica, y había lugar para pensar que su origen no era debido a un levantamiento súbito, sino a una lenta emersión de las profundidades del mar. Sus bordes no se cortaban en caletas más o menos profundas. Sin ninguna semejanza con una de esas conchas en las que la Naturaleza prodiga las mil fantasías de su capricho, presentaba una especie de regularidad de la valva superior de una ostra, o más bien del caparazón de una tortuga. Este caparazón se redondeaba, levantándose hacia el centro, de tal forma que su punto culminante se elevaba unos ciento cincuenta pies sobre el nivel del mar.

¿Había árboles en la superficie? Ni uno solo. ¿Vestigios de vegetación? Ninguno. ¿De exploración? Tampoco. Aquel islote no había sido jamás habitado —no había duda de ello—, ni podía serlo. Dado el paraje en que se encontraba y su extrema aridez, Kamylk-Bajá no hubiera podido encontrar lugar mejor para la garantía, la seguridad y el secreto del depósito que quería confiar a las entrañas de la tierra.

—Parece que la Naturaleza lo ha hecho ex profeso —se decía el capitán Zo.

Entre tanto, el brig-goleta navegaba lentamente, disminuyendo poco a poco lo que le quedaba de velamen. Después, cuando sólo le separaba del islote la distancia de un cable, se dio orden de anclar. El ancla, separada de la serviola y arrastrando la cadena a través del escobén, fue a clavarse en el fondo de una profundidad de veintiocho brazas.

Se vio que las pendientes de aquella masa rocosa estaban singularmente apuntaladas, por aquel lado al menos. Un navío hubiera podido aproximarse más, tal vez hasta costearla sin riesgo de chocar. Sin embargo, lo más prudente era mantenerse a cierta distancia.

Cuando el brig-goleta estuvo anclado, el contramaestre hizo cargar las últimas velas y el capitán Zo subió a la toldilla.

—¿Debo hacer preparar el bote grande, Excelencia? —preguntó.

—No, la canoa. Prefiero que desembarquemos los dos solos.

—A sus órdenes.

Un momento después, el capitán, con dos ligeros remos en la mano, estaba sentado en la proa de la canoa, y Kamylk-Bajá en la popa. En algunos instantes la pequeña embarcación llegó a un lugar donde el desembarco era fácil.

El arpeo fue sólidamente fijado en un intersticio de la roca, y Su Excelencia tomó posesión del islote.

No hubo pabellón desplegado, ni cañonazo alguno en aquella circunstancia. No era un Estado el que ejecutaba el acto de primer ocupante; era un particular el que desembarcaba en aquel islote con el pensamiento de abandonarlo tres o cuatro horas después.

Kamylk-Bajá y el capitán Zo se fijaron ante todo en que los flancos del islote, descansando sólo sobre un suelo arenoso, salían del mar con una inclinación de cincuenta a sesenta grados. No había, pues, duda de que su formación fuese debida a un levantamiento del fondo submarino.

Comenzaron su exploración circularmente, pisando una especie de cuarzo cristalizado virgen de toda humana planta. En ningún punto el litoral parecía haber sido corroído por el ácido de las olas. En su superficie seca y de naturaleza cristalina no se veía más liquido que el agua en el fondo de estrechas balsas a causa de las últimas lluvias. La vegetación consistía únicamente en líquenes, hinojo marino y otras especies bastante rústicas para vegetar en las rocas, donde el viento ha depositado algunos gérmenes. Ninguna concha, anomalía verdaderamente inexplicable. Por aquí y allá excrementos de aves, y varias parejas de gaviotas, únicos representantes de la vida animal en aquellos parajes. Después que hubieron terminado su exploración, Kamylk-Bajá y el capitán se dirigieron hacia la tumescencia del centro. Ninguna parte de los bordes del perímetro testimoniaba una visita antigua o reciente. Por todas partes la limpieza de las rocas de los flancos, y, si se permite la expresión, la limpidez cristalina. Ninguna señal, ninguna mancha.

Cuando ambos subieron a la protuberancia que se levantaba en mitad de aquella caperuza, dominaron el nivel del océano en unos ciento cincuenta pies. Sentados el uno junto al otro, observaron curiosamente el horizonte que se ofrecía a sus miradas.

Sobre la vasta extensión en la que reverberaban los rayos solares, ni un punto de tierra a la vista. Así pues, el islote sólo pertenecía a una de esas agrupaciones donde se alzan los atolones en mayor o menor número. Ninguna cima accidentaba aquella porción de mar. El capitán Zo en vano buscó con el anteojo alguna vela en aquella área inmensa. Estaba desierta en aquel momento, el brig-goleta no corría el riesgo de ser visto durante las cinco o seis horas que debía de estar anclado.

—¿Estás cierto de nuestra posición, hoy 9 de septiembre? —preguntó entonces Kamylk-Bajá.

—Cierto, Excelencia —respondió el capitán Zo—. Además, para mayor seguridad, voy a rehacer cuidadosamente el punto.

—En efecto eso es de importancia. Pero ¿cómo explicar que este islote no esté en los mapas?

—Porque, en mi opinión, es de formación reciente, Excelencia. En todo caso debe bastarle el que no figure en esos mapas y que tengamos la seguridad de encontrarlo de nuevo en este lugar el día en que desee volver.

—Sí, capitán. ¡Cuando hayan pasado estos malos tiempos! ¿Qué me importa que este tesoro quede por largos años escondido en estas rocas? ¿No estará más seguro que en mi casa de Alepo? ¡Aquí, ni el virrey, ni su hijo Ibrahim, ni ese indigno Murad, podrán jamás venir a despojarme de él! ¡Antes que entregar esta fortuna a Murad, hubiera preferido arrojarla al fondo de los mares!

—Extremo deplorable —respondió el capitán Zo—, pues el mar jamás devuelve lo que se ha confiado a sus abismos. Es, por tanto, una felicidad que hayamos descubierto este islote. Él por lo menos guardará sus riquezas y se las restituirá fielmente.

—Vamos —dijo Kamylk-Bajá levantándose—. Es preciso que la operación se ejecute rápidamente, y vale más que nuestro navío no sea visto…

—A sus órdenes…

—¿Nadie a bordo sabe dónde estamos?

—Nadie, se lo repito a Su Excelencia.

—¿Ni en qué mar?

—Tampoco. Hace quince meses que recorremos los océanos, y en quince meses un navío puede franquear grandes distancias entre los continentes sin que nadie lo sepa.

Kamylk-Bajá y el capitán Zo descendieron hacia el sitio donde su canoa les aguardaba.

En el momento de embarcar el capitán dijo:

—Y terminada esta operación, ¿su Excelencia querrá que tomemos rumbo a Siria?

—No es tal mi intención. Esperaré antes de regresar a Alepo que los soldados de Ibrahim hayan evacuado la provincia, y que el país haya recobrado su calma bajo la mano de Mahmud.

—¿No piensa que puede ser unida a las posesiones del virrey?

—¡No! ¡Por el Profeta, no! —exclamó Kamylk-Bajá, a quien esta hipótesis hizo perder su flema habitual—. Que por un tiempo, del que espero ver el fin, Siria sea anexionada al dominio de Mehemet-Alí, es posible, ¡pues los designios de Alá son inescrutables! Mas que no vuelva a título definitivo al poder del sultán… ¡No lo querrá Alá!

—¿Dónde cuenta Su Excelencia refugiarse al abandonar estos mares?

—En ninguna parte… En ninguna parte. ¡Puesto que mi tesoro estará seguro entre las rocas de este islote, que quede aquí! Nosotros, capitán Zo, continuaremos navegando, como durante tantos años lo hemos hecho juntos.

—A sus órdenes.

Pocos instantes después estaban de regreso a bordo.

Hacia las nueve el capitán procedió a una primera observación del sol destinada a obtener la longitud, lo que completaría con una segunda al mediodía, cuando el astro pasase por el meridiano, y que le daría la latitud. Se hizo llevar su sextante, tomó la altura, y como había dicho a Su Excelencia, llevó la exactitud de la operación tan lejos como fue posible. Anotado el resultado, el capitán bajó a su camarote a fin de preparar los cálculos que debían fijar las coordenadas del lugar del islote, y que terminaría la altura meridiana obtenida.

Pero antes había dado las órdenes convenientes para que la chalupa fuera aprestada. Sus hombres debían embarcar en ella los tres barriles depositados en la cueva, así como los útiles y el cemento necesarios para enterrarlos.

Antes de las diez todo estaba dispuesto. Seis marineros a las órdenes del contramaestre ocupaban la chalupa. No sospechaban el contenido de los tres barriles, ni la razón por la que iban a ser escondidos en un rincón de aquel islote. Esto no les concernía ni les inquietaba. Marineros acostumbrados a la obediencia, no eran más que máquinas funcionando, sin preguntar jamás el porqué de las cosas.

Kamylk-Bajá y el capitán Zo tomaron asiento en la popa de la chalupa, llegando al islote con algunos golpes de remos.

Se trataba primero de buscar un lugar conveniente para la excavación, ni demasiado cerca de los bordes amenazados por los golpes de mar en los malos tiempos del equinoccio, ni demasiado alto para evitar el peligro de un hundimiento. Este sitio se encontró en la base de la roca tallada a pico sobre una de las vertientes del islote, orientadas hacia el sureste.

A una orden del capitán Zo, los hombre desembarcaron los barriles y los útiles, yendo a su encuentro. Después comenzaron a atacar el suelo en aquel sitio.

El trabajo fue rudo. El cuarzo cristalizado es materia dura. A medida que los picos lo hacían saltar, los fragmentos eran reunidos cuidadosamente, pues habían de emplearse en tapar la excavación después de depositar en ella los barriles. Preciso fue una hora para obtener una cavidad cuya profundidad medía de cinco a seis pies por igual anchura, verdadera fosa en la que el sueño de un muerto no sería jamás turbado por el desencadenamiento de las tempestades.

Kamylk-Bajá estaba algo lejos, con la mirada pensativa, el espíritu entristecido por alguna dolorosa obsesión. ¿Se preguntaba si no haría bien en ponerse al lado de su tesoro para dormir allí el sueño eterno? Y verdaderamente, ¿dónde encontrar más seguro abrigo contra la injusticia y la perfidia de los hombres?

Cuando los barriles fueron descendidos al fondo de la excavación, Kamylk-Bajá fue a mirarlos por última vez. ¿En aquel momento el capitán tuvo el pensamiento —tan singular fue la actitud de Su Excelencia— de que iba a dar contraorden, renunciando a su proyecto y volviendo al mar con sus riquezas? No, y con un gesto indicó a los hombres que continuasen su trabajo. Entonces el capitán hizo que sujetasen los tres barriles unos a los otros, y los unió con pedazos de cuarzo después de darles un baño de cal hidráulica; formaron así bien pronto una masa tan compacta como la misma roca del islote. Después, con piedras, llenaron la fosa hasta ponerla a ras del suelo. Cuando las lluvias y las ráfagas limpiaran su superficie, sería imposible descubrir el lugar en que el tesoro acababa de ser enterrado.

Preciso era hacer alguna señal en el sitio para que el interesado pudiera reconocerlo algún día. Así, sobre la parte vertical de la roca que se alzaba tras la excavación, el contramaestre grabó con un escoplo un monograma, cuyo facsímil exacto era éste:

Eran las dos kaes del nombre de Kamylk-Bajá unidas, y con las que firmaba habitualmente.

No había razón para prolongar la estancia en el islote. La caja de caudales estaba ahora sellada en el fondo de aquella fosa. ¿Quién podría descubrirla en aquél sitio? ¿Quién, arrancarla de aquel escondite ignorado? No, estaba segura; y si Kamylk-Bajá, si el capitán Zo se llevaban este secreto a la tumba llegaría el fin del mundo sin que nadie supiese aquello.

El contramaestre hizo embarcar de nuevo a sus hombres, mientras que Su Excelencia y el capitán quedaban sobre una roca del litoral. Algunos minutos después la chalupa vino a buscarles y les condujo al brig-goleta; inmóvil sobre su ancla.

Eran las once y cuarenta. El tiempo era magnífico. Ni una nube en el cielo. Antes de un cuarto de hora el sol tocaría el meridiano. El capitán fue a buscar su sextante, disponiéndose a tomar la altura meridiana. Hecho esto dedujo la latitud, de la que se sirvió para obtener la longitud, calculando el ángulo horario después de la observación hecha a las nueve, y obtuvo de este modo la posición del islote con una aproximación que no tendría más que un error de una media milla.

Terminado este trabajo se disponía a subir al puente cuando se abrió la puerta de su cámara, apareciendo Kamylk-Bajá.

—¿Está tomado el punto? —preguntó.

—Sí, Excelencia.

—Dame.

El capitán le tendió la hoja de papel sobre la que había establecido sus cálculos.

Kamylk-Bajá leyó atentamente, como si hubiera querido grabar en su memoria el lugar del islote.

—Conservarás cuidadosamente este papel —dijo al capitán—. Pero en cuanto al diario de a bordo, donde desde hace quince meses has apuntado nuestra ruta…

—Nadie verá nunca ese diario, Excelencia.

—Para que estemos seguros de ello lo vas a destruir al instante.

—A sus órdenes.

El capitán Zo tomó el registro en el que constaban las diversas direcciones seguidas por el brig-goleta. Lo rompió y lo quemó a la llama de un farol.

Kamylk-Bajá y el capitán volvieron entonces a la toldilla, y una parte del día transcurrió en aquel anclaje.

Hacia las cinco de la tarde, algunas nubes aparecieron al oeste. A través de sus desgarrones el sol poniente lanzaba sus rayos, que hacían brillar las olas con puntitos luminosos.

El capitán sacudió la cabeza, como marino a quien no gusta el aspecto del tiempo.

—Excelencia —dijo—, hay brisa fuerte en esos vapores; tal vez borrasca para la noche. Este islote no nos ofrece abrigo alguno, y antes de que sea más tarde podríamos haber andado unas diez millas.

—Nada nos detiene aquí, capitán —respondió Kamylk-Bajá.

—Partamos, pues.

—Por última vez, ¿no tienes necesidad de comprobar tu posición en latitud y longitud, de volver a tomar la altura?

—No, Excelencia; estoy seguro de mis cálculos como de ser hijo de mi madre.

—Démonos, pues, a la vela.

—A sus órdenes.

Los preparativos se hicieron rápidamente. El ancla fue izada a la serviola, las velas desplegadas y el camino empezado al oeste del cuarto norte.

De pie en la popa, Kamylk-Bajá siguió con la mirada el islote desconocido mientras las vagas luces de la tarde dibujaban sus contornos; después el montón rocoso se hundió en las brumas. Pero el rico egipcio estaba seguro de encontrar cuando quisiera el lugar, y con él aquel tesoro que le había confiado, tesoro de un valor de cien millones de francos en oro, diamantes y piedras preciosas.

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