IV

EN EL QUE ANTIFER Y EL PATRÓN GILDAS TREGOMAIN, DOS AMIGOS QUE NO SE PARECEN NADA, SON PRESENTADOS AL LECTOR

Todos los sábados, hacia las ocho de la noche, fumando en su pipa —corta de tubo—, Antifer se encolerizaba terriblemente, consolándose después merced a su vecino y amigo el patrón Gildas Tregomain. ¿Cuál era el origen de aquel furor? Un viejo atlas, uno de cuyos mapas estaba enclavado junto a la proyección planisférica de Mercator, y en el que Antifer no conseguía encontrar lo que buscaba.

—¡Latitud del demonio! —exclamaba—. Aunque atravesase el horno de Belcebú, será preciso que me decida a seguirla de un punto a otro.

Y en espera de ejecutar este proyecto, Antifer arañaba con la uña la referida latitud. Así pues, el mapa en cuestión estaba lleno de puntos marcados con lápiz, agujereado por las puntas del compás como un colador de café.

La latitud aquella estaba cifrada de este modo en un pergamino de un amarillo que rivalizaba con el de una vieja tela del pabellón español:

Veinticuatro grados, cincuenta y nueve minutos norte.

Más abajo se leían estas palabras, escritas con tinta roja en un ángulo del pergamino:

«Recomendación formal a mi hijo de no olvidarlo jamás».

Y Antifer gritaba:

«Esté tranquilo, padre… no he olvidado ni olvidaré jamás tu latitud. ¡Pero maldito si entiendo para qué puede servir esto!».

Aquella tarde, 26 de febrero de 1862, Antifer se abandonó a su ira habitual. Con el pecho lleno de tempestades juró como un gaviero, y rompió la piedra que tenía, como de costumbre, en la boca, y que rechinó bajo sus dientes; tomó su pipa, que se apagó veinte veces y que encendió gastando una caja de cerillas, arrojó el atlas a un rincón, rompió un caracol que adornaba la chimenea, golpeó con el pie en el suelo, y con una voz acostumbrada a dominar el ruido de las borrascas.

—¡Nanón! ¡Énogate! —gritó haciendo una bocina con una hoja de cartón arrollada.

Énogate y Nanón ocupadas la una en hacer media, la otra en planchar cerca del fogón de la cocina, juzgaron que era tiempo de poner paz en aquel turbión de los elementos domésticos.

La casa de Antifer era una de esas antiguas casas de Saint-Malo, construida de granito, con fachada a la calle de Hautes-Salles, y que se componía de piso bajo y dos altos, comprendiendo dos cámaras cada uno. Por detrás, desde el último se dominaba el camino hasta la muralla. Sus muros de granito desafiaban los proyectiles de los antiguos tiempos, sus estrechas ventanas tenían travesados de hierro, la puerta maciza, de encina, llena de herrajes y con un llamador que se oía en San Fernando cuando Antifer llamaba; en su tejado pizarroso se veían, muchas ventanillas, por las que a veces salía el anteojo del antiguo marino retirado. Esta casa, mitad cárcel, mitad bastida, poseía magníficas vistas. A la derecha la Grand-Be, un rincón de Cezembrela, Punta de Décollé, y el cabo Frehel; a la izquierda la desembocadura del Ranee, la playa de Prieuré, cerca de Dinard y hasta la cúpula de Saint-Servan.

En otra época Saint-Malo era una isla, y tal vez Antifer sentía el tiempo en que hubiera podido ser insular.

Por otra parte se tiene el derecho de estar orgulloso de ser hijo de esa ciudad del Amor que ha dado tantos hombres a Francia, entre otros Duguay Trouin, cuya estatua saludaba nuestro digno marino todas las veces que pasaba ante ella; Lamennais, aunque este escritor no le interesaba, y Chateaubriand, del que sólo la última obra conocía. Queremos nombrar el modesto y orgulloso sepulcro erigido sobre el estrecho del Grand-Be que lleva el nombre del ilustre autor.

Antifer Pierre-Servan-Malo tenía entonces cuarenta y seis años. Desde hacía dieciocho meses se había retirado, poseyendo un capital bastante para él y los suyos, Algunos miles de francos de renta era lo que había ganado en sus viajes a bordo de dos o tres buques que había mandado, y de los que siempre Saint-Malo era el puerto de atraque. Estos navíos, que pertenecieron a la casa de Baillif y Compañía, hacían el gran cabotaje de la Mancha, del mar del norte, del Báltico y hasta del Mediterráneo. Antes de llegar a aquella alta posición, Pierre Antifer había recorrido el mundo. Este buen marino, duro para él mismo como para los demás, con un valor a toda prueba y de una tenacidad que no se detenía ante ningún obstáculo, tenacidad de bretón, ¿deseaba el mar? No, puesto que lo había abandonado en lo mejor de su edad. ¿Había contribuido el estado de su salud en su decisión? Tampoco: estaba tallado en el puro granito de las costas armoricanas.

Bastaba, con efecto, mirarle, oírle, recibir un apretón de manos, de los que no era avaro, para comprenderlo. Era un hombre rechoncho, de mediana estatura, cabeza cuadrada, cabellera erizada como la de un puerco espín, rostro curtido por el mar y ennegrecido por el sol de las bajas latitudes. Su barba, como el liquen de las rocas, ya canosa como su pelo; ojos vivos, verdaderos carbunclos, con resplandores de azabache; nariz gruesa, con dos honduras en su nacimiento, como las cuencas de un caballo viejo; dentadura sana y completa, que rechinaba bajo las convulsiones de su mandíbula, tanto más cuanto que su propietario tenía siempre una piedrecita en la boca; orejas peludas, con pabellón en forma de corneta, lóbulo pendiente, el de la derecha con arete de cobre que figuraba un ancla; en fin, el cuerpo delgado, sostenido por unas piernas nerviosas, abriéndolas en ese ángulo que permitía resistir los vaivenes. En todo él se adivinaba un vigor poco común, debido a aquellos músculos propios de un gladiador romano; la salud de hierro del que come y bebe bien, y que tiene derecho por largo tiempo a la patente limpia de salud.

¡Pero qué nerviosismo, qué fuego encerraba aquel ser, que cuarenta y seis años antes había sido inscrito en los registros de su parroquia bajo el significativo nombre de Pierre-Ser-van-Malo Antifer!

Aquella tarde se paseaba, se movía, haciendo temblar la sólida casa hasta hacer pensar que se desencadenaba en su base una de esas mareas del equinoccio que suben a una altura de cincuenta pies y cubren de espuma la mitad de la ciudad.

Nanón, viuda de Goat, de cuarenta y ocho años, era la hermana de nuestro marino.

Su marido, sencillo hacendado, empleado en la casa de Le Baillif, muerto joven, le había dejado una hija, Énogate, de la que se había encargado Antifer, desempeñando a conciencia y con gran disciplina su oficio de tutor.

Nanón amaba a su hermano, y temblaba ante él y se inclinaba bajo el peso de las borrascas de su carácter.

Énogate, encantadora, con sus cabellos rubios, sus ojos azules, su frescura, su fisonomía inteligente y su gracia natural, era más resuelta que su madre, y alguna vez hacía frente a su terrible tutor.

Éste la adoraba y quería que fuese la más dichosa de las hijas de Saint-Malo, como era una de las más bellas.

Las dos mujeres aparecieron en el umbral de la habitación; la una con sus largas agujas de hacer media, y la otra con la plancha, que acababa de retirar del fuego, en la mano.

—¿Qué hay? —dijo Nanón.

—Hay mi latitud, mi infernal latitud —respondió Antifer.

Y se propinó un puñetazo, que hubiera roto otro cráneo que no fuese el suyo.

—Tío —dijo Énogate—, no es razón que esa latitud te turbe la cabeza para poner la habitación en desorden.

Y recogió el atlas, mientras Nanón hacía lo mismo con los pedazos de caracol, reducidos a polvo como si hubieran estallado bajo la acción de un explosivo.

—¿Lo has roto tu, tío?

—Sí, yo… Si hubiera sido otro pasaría un mal cuarto de hora.

—¿Y por qué tirarlo?

—Porque la mano me lo pedía.

—Ese caracol era un regalo de nuestro hermano —dijo Nanón—, y has hecho mal.

—Aunque me lo repitas hasta mañana no por eso tendrá remedio.

—¿Qué dirá mi primo Juhel? —exclamó Énogate.

—No dirá nada, y hará bien —respondió Antifer, manifestando disgusto por no tener delante más que dos mujeres, en quienes no podía razonablemente descargar su cólera.

—Y a propósito —añadió—, ¿dónde está Juhel?

—Sabes, tío, que ha partido para Nantes —respondió la joven.

—Nantes… ¡Ésta es otra! ¿Qué ha ido a hacer en Nantes?

—Tú mismo le has enviado… Ya sabes… el examen de capitán mercante.

—Capitán mercante… Capitán mercante —gruñó Antifer—. ¿No le hubiese bastado ser, como yo, contramaestre de cabotaje?

—¡Hermano —observó tímidamente Nanón—, si tú lo has querido así!…

—¡Vaya una razón! Si no lo hubiese querido, ¿no hubiera partido también para Nantes? Además… saldrá mal.

—No, tío.

—Sí, sobrina; y si es así, le prometo un gran recibimiento.

Comprenderéis que no había modo de entenderse con semejante hombre. Por una parte no quería que Juhel se presentase a examen para capitán mercante, y por otra, si salía mal el dicho Juhel, recibiría un sermón en el que aquellos asnos de examinadores, aquellos comerciantes de hidrografía, serían tratados de lindo modo.

Pero Énogate tenía sin duda el presentimiento de que el joven no saldría mal; primero porque era su primo, después porque era un mozo inteligente y estudioso, y, en fin, porque la amaba y ella también, y se debían casar. ¡Imaginad tres razones mejores que éstas!

Conviene añadir que Juhel era sobrino de Antifer, el que le había servido de tutor, hasta su mayoría de edad. Muy niño, quedó huérfano. Su madre murió al darle a luz, y su padre, teniente de un buque, había muerto algunos años más tarde. No asombrará que estuviese escrito que fuese marino. Énogate tenía razón para pensar que obtendría sin trabajo su título de capitán mercante. Tampoco lo dudaba el tío, pero estaba de muy mal humor para convenir en ello.

Y esto le importaba tanto más a la joven, cuanto que el matrimonio concertado de tiempo atrás entre su primo y ella debía celebrarse en seguida que el primero obtuviese su título. Amábanse los dos jóvenes con ese franco y puro amor que debe bastar a la dicha del matrimonio. Nanón veía con júbilo aproximarse el día en que se celebrase. ¿De dónde había de venir ningún obstáculo, puesto que el jefe, tío y tutor a la vez, daba su consentimiento, o al menos se había reservado darlo para cuando el joven fuese capitán? Claro es que Juhel había hecho un aprendizaje completo de su oficio, siendo grumete primero a bordo de uno de los barcos de la casa Le Baillif marinero al servicio del Estado, y teniente durante tres años en la marina mercante. No le faltaban ni la práctica ni la teoría. En el fondo, Antifer se mostraba muy orgulloso de su sobrino. Pero tal vez hubiese soñado para él un casamiento mejor, como tal vez hubiese deseado para su sobrina un partido más rico, puesto que no había muchacha más encantadora en todos los contornos.

—¡Y hasta en la Ile-et-Vilaine! —repetía, bien decidido a extender su afirmación a toda la Bretaña.

Y en caso de que un millón hubiese caído en sus manos, él, que era tan feliz con sus cinco mil francos de renta, no hubiera sido imposible que perdiese la cabeza abandonándose a sueños insensatos. Entretanto Énogate y Nanón habían puesto un poco de orden en el cuarto del terrible hombre. Éste iba y venía, revolviendo los ojos, aún iluminados de coléricos resplandores, prueba de que no había concluido la tormenta y que podía estallar de un momento a otro. Cuando miraba un barómetro colgado en la pared parecía que su furia redoblaba, porque el tal instrumento marcaba lo mismo que antes.

—Así pues, ¿Juhel no ha vuelto? —preguntó a Énogate.

—No, tío.

—¿Y son las diez?

—No, tío.

—¡Veréis cómo llega tarde al tren!

—No, tío.

—¡Ah! ¿Quieres contradecirme en todo?

—No, tío.

A pesar de los signos desesperados de Nanón, la joven bretona estaba resuelta a defender a su primo de las injustas acusaciones de su tío.

Decididamente el rayo no estaba lejos. Pero ¿no había un pararrayos capaz de recoger toda la electricidad acumulada en Antifer? Tal vez sí. Por esto Nanón y su hija se apresuraron a obedecerle cuando gritó con estentórea voz:

—Que se vaya a buscar a Tregomain.

Ellas abandonaron el cuarto, abrieron la puerta de la calle y corrieron a cumplir la orden de Antifer.

—¡Dios mío! ¡Con tal de que esté en su casa! —se decían.

Estaba, y cinco minutos después se encontraba en presencia de Antifer.

Gildas Tregomain tiene cincuenta y un años. Puntos de semejanza con su vecino: es célibe como él; ha navegado como él; no navega más, como Antifer, y como éste, ha tomado su retiro; por último, es también de Saint-Malo. Con esto concluye el parecido. Por lo demás, Gildas Tregomain es tan calmoso como Antifer es vivo; tan filósofo como el otro lo es poco; tan acomodaticio como Antifer difícil de contentar. Esto por lo que se refiere a la parte moral. En cuanto a la parte física, los dos compadres son todavía más distintos, si esto es posible. Muy unidos, no obstante, esta amistad tan justificada de Antifer con Gildas Tregomain lo parece menos de Gildas con Antifer. El ser amigo de semejante hombre no es cosa que se efectúe sin algún disgusto.

Se acaba de decir que Gildas Tregomain había navegado; pero hay maneras de hacerlo. Antifer había cruzado los principales mares del globo, tanto en el servicio como en el comercio, antes de mandar el gran cabotaje. Su vecino, no. Gildas Tregomain, exento como hijo de viuda y no habiendo tenido que servir como marinero del Estado, jamás había estado en el mar. ¡No! ¡Jamás! Había visto la Mancha desde las alturas de Cancale, y hasta del cabo Frehel; pero no se había aventurado. Nacido en un barco de carga pintarrajeado, en un barco de carga había transcurrido su vida. Marinero de a bordo, patrón en seguida de la Encantadora Amelia, subía y volvía a subir el Ranee, de Dinard a Dinan, de Dinan a Plumaugat, para bajar en seguida con un cargamento de arroz, de carbón, según las demandas. Apenas conocía otras riberas de los departamentos de Ile-et-Vilaine y de las costas del norte. Era un dulce marinero de agua dulce nada más, mientras Antifer era el más salado de los marineros de agua salada. ¡Un simple patrón de un barco de carga junto a un contramaestre de cabotaje! Así es que bajaba el pabellón en presencia de su vecino, al que complacía tenerle a distancia.

Gildas Tregomain ocupaba una casita coqueta y linda a cien pasos de la de Antifer, en el extremo de la calle de Toulousse, próxima a la muralla. Tenía vistas por un lado sobre la embocadura del Ranee, por el otro sobre el extenso campo. Su propietario era un hombre poderoso, de anchas espaldas —casi un metro—, cinco pies y seis pulgadas de estatura, busto enorme, cubierto invariablemente con un chaleco de dos hileras de botones dorados y con una blusa oscura, siempre muy limpia, con gruesos pliegues en la espalda y en la abertura. De aquel busto salían dos sólidos brazos, que hubieran podido servir de muslos a un hombre de mediana corpulencia, terminados en dos enormes manos, capaces de servir de pies a un granadero de la antigua Guardia. Se comprende que Gildas Tregomain estuviese dotado de una fuerza hercúlea. Pero era un hércules de buena pasta. Jamás había abusado de su fuerza, y no apretaba las manos de un amigo más que con el pulgar y el índice por temor de romperle los dedos. El vigor estaba latente en él: se manifestaba sin esfuerzos.

Comparándole con las máquinas, no daba la idea de un mazo de batán, que parte el hierro de un choque terrible, sino más bien la de una de esas prensas hidráulicas que curvan en frío las planchas de hierro batido más resistentes. Procedía esto de la circulación de su sangre noble y generosa, lenta e insensible.

Sobre la base de los hombros se redondeaba una gruesa cabeza con cabellos plateados y patillas poco espesas, con una nariz que daba carácter al perfil, una boca sonriente, el labio superior hundido, saliente el inferior, gruesos pliegues en la sotabarba, hermosos y blancos dientes, excepto un incisivo que le faltaba en la encía superior, de esos dientes que no muerden y jamás había manchado el humo de una pipa, una mirada limpia bajo la frente de un tinte de ladrillo, debido a las brisas del Ranee, y no a esas ráfagas violentas del océano.

Tal era Gildas Tregomain, uno de esos hombres complacientes, de los que se dice: «Id al mediodía, id a las dos» siempre le encontraréis dispuesto a serviros. Era una especie de roca inquebrantable, contra la que en vano se fatigaban las olas de Antifer. Cuando éste tenía la cara de viento de suroeste, se le envía a buscar, y él venía a ofrecerse a los golpes de mar del tumultuoso personaje.

Así pues, el ex patrón de la Encantadora Amelia era adorado en la casa de Nanón, que hacía de él una muralla; de Juhel, que le profesaba una amistad filial; de Énogate que le besaba sin molestia en las redondas mejillas y en su frente sin arruga alguna, signo indiscutible de un temperamento tranquilo y conciliador a creer a los fisonomistas.

Aquella tarde, pues, a eso de las cuatro y media, Gildas subió la escalera de madera que conducía a la habitación del primer piso, haciendo crujir los escalones bajo sus pisadas. Después abrió la puerta, y se encontró en presencia de Antifer.

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