V

EN EL QUE GILDAS TREGOMAIN TIENE EL TRABAJO DE NO CONTRADECIR A ANTIFER

—¿Estás aquí ya al fin, patrón?

—Me he apresurado en cuanto me has hecho llamar.

—No sin perder tiempo.

—El preciso para venir.

—Verdaderamente, hay que creer que has tomado pasaje en la Encantadora Amelia.

Gildas Tregomain no hizo caso de aquella alusión a la marcha lenta de los barcos de carga, comparada con la ligereza de los navíos de cabotaje. Comprendió que su vecino estaba de mal humor, lo que no era para asombrarle, y prometió aguantarle según costumbre.

Antifer le tendió un dedo, que el otro oprimió dulcemente entre el pulgar y el índice de su enorme mano.

—¡Eh! ¡No tan fuerte, diablo! Aprietas siempre demasiado.

—Perdóname. Ha sido sin intención.

—¡No hubiera faltado más que eso!

Después, con un gesto, Antifer invitó a Gildas Tregomain a sentarse ante la mesa colocada en medio de la habitación.

Gildas Tregomain obedeció, y se instaló en la silla, con las piernas arqueadas y los pies bien apoyados. Extendió su pañuelo sobre las rodillas, un pañuelo con flores azules y rojas adornado de un ancla en cada ángulo. Esta ancla tenía el privilegio de provocar un desdeñoso alzamiento de hombros en Antifer… ¡Un ancla para un marinero de un buque de carga!… ¿Por qué no un palo de mesana o un gran mástil?

—¿Tomarás coñac, patrón? —dijo adelantando dos vasos y un frasco.

—Sabes, amigo mío, que yo no lo tomo jamás.

Esto no impidió a Antifer que llenase los vasos. Siguiendo una costumbre que databa de diez años, después de haber bebido su coñac bebía el de Gildas Tregomain.

—Y ahora hablemos.

—¿De qué? —dijo el otro, que sabía perfectamente por qué se le había hecho ir.

—¿De qué, patrón? ¿Y de qué quieres que hablemos si no es de…?

—¡Es justo! ¿Has encontrado sobre esta famosa latitud el punto que te interesa?

—¡Encontrado! ¿Y como quieres que lo encuentre? ¿Será escuchando las habladurías de esas dos mujeres que están siempre aquí?

—¡La buena Nanón y mi linda Énogate!

—Ya sé. Tú estás siempre dispuesto a tomar su partido contra mí. Pero no se trata de eso. Hace ocho años que mi padre Thomas ha muerto… ocho años que esta cuestión no avanza un paso… ¡Es preciso que esto concluya!

—Yo —dijo Gildas guiñando el ojo—… yo acabaría no ocupándome más del asunto.

—¡Bien, patrón, bien! ¿Y la recomendación que me hizo mi padre en su lecho de muerte?… Estas cosas son sagradas.

—Es un fastidio —respondió Gildas Tregomain— que el bravo hombre no haya dicho más.

—¡Si no sabía más él tampoco! ¡Mil diablos! ¿Es que llegaré yo también a mi último día sin saber más?

A punto estuvo Gildas Tregomain de responderle que era muy probable y hasta deseable… Se detuvo, no obstante, por no sobreexcitar a su amigo.

He aquí ahora lo que había sucedido días antes de que Thomas Antifer hubiera pasado a mejor vida.

Era el año 1854, un año que el viejo marino no debía acabar en este bajo mundo. Sintiéndose muy enfermo creyó deber confiar a su hijo una historia cuyo misterio no había podido penetrar.

Cincuenta años antes —en 1799—, cuando navegaba en las Escalas de Levante, Thomas Antifer andaba por cerca de las costas de Palestina el día en que Bonaparte hacía fusilar a los prisioneros de Jaffa. Uno de estos desgraciados, que se había refugiado en una roca, donde le esperaba una muerte inevitable, fue recogido por el marinero francés durante la noche, embarcado en su navío, cuidado de sus heridas y, finalmente, curado después de dos meses de buenos tratamientos.

Este prisionero se dio a conocer a su salvador. Dijo llamarse Kamylk-Bajá, ser originario de Egipto, y cuando se despidió aseguró al valiente hijo de Saint-Malo que no le olvidaría.

En momento oportuno, este último recibiría pruebas de su reconocimiento.

Thomas Antifer separóse de Kamylk Baja, prosiguió sus viajes, pensó más o menos en las promesas que le habían sido hechas, y al fin se resignó a no pensar más en ellas, pues no parecía que debieran realizarse nunca.

En efecto; habiendo tomado su retiro por causa de la edad, el viejo marino había vuelto a Saint-Malo, no pensando más que en ocuparse de la educación marítima de su hijo Pierre, y contaba ya sesenta y siete años cuando recibió una carta en junio de 1842.

¿De dónde procedía aquella carta escrita en francés? De Egipto seguramente, a juzgar por los sellos. ¿Qué contenía? Sencillamente esto:

«Se ruega al capitán Thomas Antifer que apunte en su cartera esta latitud: 24 grados, 50 minutos norte, la que se completará por una longitud que le será ulteriormente comunicada. Deberá no olvidarlo y guardar el secreto. Se trata para él de intereses considerables. La suma enorme en oro, diamantes y piedras preciosas que esta latitud y esta longitud le valdrán algún día, no será más que la justa recompensa por los servicios que prestó en otro tiempo al prisionero de Jaffa».

Esta carta estaba únicamente firmada con una doble K en forma de monograma.

El buen hombre era digno padre de su hijo, y la carta inflamó su imaginación. Así, pues, después de cuarenta y tres años, Kamylk-Bajá volvía a dar señales de vida. Sin duda obstáculos de toda naturaleza le habían retenido en Siria, cuya situación política no fue definitivamente fijada hasta 1840 por el tratado de Londres, firmado el 15 de julio y en provecho del Sultán. Ahora Thomas Antifer era poseedor de una latitud que pasaba por cierto punto del globo terrestre, donde Kamylk-Bajá había ocultado toda una fortuna. ¡Y qué fortuna! En su pensamiento, nada menos que millones. Preciso era guardar un absoluto secreto sobre este asunto, esperando la llegada del mensaje que debía un día traerle la prometida longitud. Así pues, a nadie habló de ello, ni aun a su hijo.

Esperó durante doce años. Sin embargo, ¿era admisible que se llevase su secreto a la tumba, si tocaba al término de su existencia antes de haber abierto su puerta al enviado del Bajá? No. Él no lo creyó al menos. Se dijo que este secreto debía ser confiado a aquel a quien correspondería aprovecharse de él, a su hijo único, a Pierre-Servan-Malo. He aquí por qué en 1854 el viejo marino, de edad entonces de ochenta y un años, comprendiendo que sólo algunos días le quedaban de vida, no dudó en instruir a su hijo y único heredero de las intenciones de Kamylk-Bajá. Hízole jurar —como a él mismo le había sido recomendado— que no olvidaría jamás las cifras de aquella latitud, y conservaría cuidadosamente la carta firmada con la doble K, esperando con toda confianza la aparición del mensajero.

Después el valiente hombre murió llorado por los suyos, con pena de cuantos le habían conocido, y fue sepultado en el panteón de la familia.

Conócese a Antifer, y se imagina con qué intensidad hirió su espíritu tal revelación, y qué ardientes deseos abrasaron todo su ser. Decuplicó en su pensamiento los millones que su padre había entrevisto. Hizo de Kamylk-Bajá una especie de nabab de Las mil y una noches. No soñó más que con el oro y las piedras preciosas enterradas en el fondo de una caverna. Pero, dadas su impaciencia natural y nerviosidad característica, le fue imposible guardar la misma reserva que su padre.

Éste había podido permanecer, durante doce años, sin decir palabra, sin confiar su secreto a nadie, sin intentar saber lo que podía ser del signatario de la carta… Pero el hijo no pudo. Así, en 1855, en el curso de uno de sus viajes por el Mediterráneo, después de haber hecho escala en Alejandría, se informó del mejor modo posible de aquel Kamylk-Bajá.

¿Había existido? Ninguna duda cabía sobre este punto, puesto que el viejo marino poseía una carta suya. ¿Existía aún? Grave cuestión, de la que Antifer se ocupó particularmente. Los informes fueron desconsoladores. Kamylk-Bajá había desaparecido hacía veinte años, y nadie podía decir lo que había sido de él.

¡Qué terrible abordaje en la obra viva de Antifer! No se fue a pique, sin embargo. Por otra parte, si no se tenían noticias de Kamylk-Bajá, tenía la seguridad de que en 1842 estaba vivo; la famosa carta lo probaba. Parecía probable que hubiese abandonado el país por razones especiales. Llegado el momento oportuno su mensajero, portador de la interesante longitud anunciada, se presentaría de su parte, y puesto que el padre había muerto, el hijo la recibiría, reservándole una buena acogida.

Antifer volvió, pues, a Saint-Malo, y nada habló del asunto, aunque no por falta de deseos. Continuó navegando hasta la época en que abandonó el oficio —1857— y desde entonces vivió con su familia.

Pero ¡qué existencia más enervante! Desocupado, estaba siempre bajo la obsesión de una idea fija. Aquellos veinticuatro grados y aquellos cincuenta y nueve minutos movíanse en torno suyo como incómodas moscas. En fin, la lengua se lo pidió y confió el secreto a su hermana, a su sobrina, a su sobrino, a Gildas Tregomain; no tardando en ser conocido el secreto, en parte al menos, en toda ciudad, hasta más allá de Saint-Servan y de Dinard.

Se supo que una fortuna enorme, inverosímil, insensata, debía caer un día u otro en manos de Antifer; que no podía escapar… Y no se llamaba una sola vez a su puerta sin que él esperase ser saludado en esta forma:

—He aquí la longitud que esperas.

Transcurrieron algunos años. El enviado de Kamylk-Bajá no daba señales de vida. Ningún extranjero había franqueado los umbrales de la casa. De aquí la excitación permanente de Antifer. La familia había acabado por no creer en aquella fortuna, y la carta le parecía una mixtificación. Gildas Tregomain, guardándose bien de demostrarlo, consideraba a su amigo como un cándido de primera categoría, lo que sentía por la estimable corporación de marinos de cabotaje. Pero él, Pierre-Servan-Malo, seguía creyendo, y nada podía debilitar su convicción. Aquella fortuna de nabab era como si la tuviese, y no se debía contradecirle en este asunto por poco cuidadoso que se fuera de evitar una tempestad.

Así, aquella tarde Gildas, cuando se encontró en su presencia ante la mesa donde se movían los dos vasos de coñac, estaba bien decidido a no provocar una explosión.

—Veamos —le dijo Antifer, mirándole frente a frente—: respóndeme sin rodeos, pues algunas veces tienes aire de no comprender. Después de todo, el patrón de la Encantadora Amelia no ha tenido ocasión de hacer estas observaciones. No es en las riberas del Ranee ¡un arroyo! donde es preciso tomar la altura, observar el sol, la luna, las estrellas…

Y, ciertamente, con la enumeración de estas prácticas que forman el fondo de la hidrografía, Pierre-Servan-Malo creía demostrar la inmensa diferencia que separa a un contramaestre de cabotaje de un patrón de un barco de carga.

El excelente Tregomain sonreía resignado, repasando con sus miradas las rayas multicolores de su pañuelo extendido sobre sus rodillas.

—Veamos; ¿me escuchas?

—Sí, amigo mío.

—Pues bien; de una vez por todas: ¿sabes tú exactamente lo que es una latitud?

—Poco más o menos.

—¿Sabes tú qué es un círculo paralelo al Ecuador, y que se divide en trescientos sesenta grados, o sea mil seiscientos sesenta minutos de arco, lo que vale un millón doscientos noventa y seis segundos?

—¡Cómo no he de saberlo! —respondió Gildas Tregomain, sonriendo bondadosamente.

—¿Y sabes tú que un arco de quince grados corresponde a una hora de tiempo, y un arco de quince minutos a un minuto de tiempo, y un arco de quince segundos a un segundo de tiempo?

—¿Quieres que te lo repita?

—No, es inútil. Pues bien; yo conozco esta latitud de veinticuatro grados, cincuenta y nueve minutos al norte del Ecuador. Sobre el paralelo que tiene trescientos sesenta grados, trescientos sesenta, ¿entiendes? hay trescientos cincuenta y nueve, de los que me burlo como de un ancla sin patas. Pero hay uno solo que no conozco, que no conoceré hasta que se me haya indicado la longitud que lo cruza, y allí, en ese sitio, hay millones… No te sonrías.

—No me sonrío, amigo mío.

—Sí, millones que me pertenecen, que tengo el derecho de desenterrar el día en que sepa en qué sitio están escondidos.

—Pues bien —respondió dulcemente Tregomain—, es preciso esperar pacientemente al mensajero que te traiga la buena noticia.

—¡Pacientemente! ¡Pacientemente! Pero ¿qué tienes tú en las venas?

—Jarabe; creo que nada más que jarabe —respondió el otro.

—Y yo… ¡pólvora! y no puedo permanecer en reposo… Me devoro… me abraso…

—Es preciso que te calmes…

—¡Calmarme! ¿Olvidas que estamos en el 68, que mi padre murió en el 54, que él poseía este secreto desde el 42, y que bien pronto hará veinte años que esperamos la solución de esta infernal charada?

—¡Veinte años! —murmuró Gildas Tregomain—. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Hace veinte años mandaba yo aún la Encantadora Amelia!

—¿Quién te habla de la Encantadora Amelia? —exclamó Antifer—. ¿Se trata de la Encantadora Amelia, o de la latitud contenida en esta carta?

Y agitaba, bajo los ojos del patrón, la famosa carta ya amarilla, donde figuraba el monograma de Kamylk-Bajá.

—Si… esta carta… esta maldita carta, esta diabólica carta que algunas veces estoy tentado de romper, de reducir a cenizas…

—¡Quién sabe si sería lo más sabio! —se apresuró a responder Tregomain.

—¡Hola… patrón Tregomain!… —exclamó Antifer con la mirada inflamada y la voz resonante—. Que jamás vuelva a suceder que me contestes como acabas de hacerlo.

—Jamás.

—Y si en un momento de locura yo quisiera destruir esta carta que constituye para mí un acta de propiedad; si fuese lo bastante irrazonable para olvidar lo que debo a los míos y a mí mismo, y si no me lo impidierais…

—Te lo impediré, amigo mío, te lo impediré —se apresuró a responder Gildas Tregomain.

Antifer cogió su vaso de coñac, lo chocó con el del patrón, y dijo:

—¡A tu salud, patrón!

—¡A la tuya! —respondió Gildas Tregomain, que levantó el vaso a la altura de sus ojos, volviendo a dejarlo sobre la mesa.

Pierre-Servan-Malo había quedado meditabundo, hundiendo en sus cabellos su mano febril, murmurando palabras entrecortadas por juramentos y suspiros, moviendo su piedra entre sus dientes. De repente, cruzándose de brazos y mirando a su amigo, exclamó:

—¿Sabes tú al menos por dónde pasa ese maldito para-lelo… esta latitud de veinticuatro, cincuenta y nueve norte?

—¡Cómo lo he de saber! —respondió Gildas Tregomain, que por cien veces había sufrido esta lección de geografía.

—No importa, patrón. Es una de esas cosas que no importa saberlas demasiado.

Y abriendo su atlas en el mapa del planisferio donde se desarrolla el esferoide terrestre.

—¡Mira! —dijo con un tono que no admitía ni duda ni réplica.

Gildas Tregomain miró.

—Ves bien Saint-Malo ¿no es cierto?

—Sí, y he aquí el Ranee.

—¡No se trata del Ranee! Me harás renegar con tu Ranee… Veamos… Toma el meridiano de París, y baja hasta el paralelo veinticuatro.

—Bajo.

—Atraviesa Francia, España. Entra en África. Pasa Argelia. Llega al trópico de Cáncer. Allí. Encima de Tombuctú.

—Ya estoy.

—Pues bien: henos ya sobre esta famosa latitud.

—Sí. En ella estamos.

—Franqueamos toda el África; entramos en el mar Rojo. Llegamos a Arabia por cima de La Meca. Saludamos a Mas-cate. Saltamos a la India, dejando a Bombay y Calcuta a babor. Tocamos la China, la isla de Formosa, el océano Pacífico, Sándwich… ¿Me sigues bien?

—Sí, te sigo —respondió Gildas Tregomain limpiándose el cráneo con su basto pañuelo.

—Pues bien. Hete en América, en México. Después en el golfo; después cerca de La Habana. Te arrojas a través de Florida; te aventuras en el océano Atlántico. Llegas a las Canarias; ganas África; remontas el meridiano de París, y estás de regreso en Saint-Malo, después de haber dado la vuelta al mundo sobre el paralelo veinticuatro.

—¡Uf! —dijo el complaciente patrón.

—Y ahora —continuó Antifer— que hemos atravesado los continentes, el Atlántico y el Pacífico, el océano índico, cuyas islas e islotes se cuentan por millares, ¿puedes decirme dónde está el sitio que oculta los millones?

—Esto es lo que no se sabe.

—Lo que se sabrá.

—Sí… Se sabrá cuando llegue el mensajero.

Antifer tomó el segundo vaso de coñac que el patrón de la Encantadora Amelia no había vaciado.

—¡A tu salud! —dijo.

—¡A la tuya! —respondió Gildas Tregomain, chocando su vaso vacío con el vaso lleno de su amigo.

Acababan de sonar las diez. Un vigoroso aldabonazo sonó en la puerta de la calle.

—¡Si fuera el hombre de la longitud! —exclamó el nervioso maulin.

—¡Oh! —dijo su amigo, que no pudo retener esta ligera exclamación de duda.

—¿Y por qué no? —exclamó Antifer, cuyas mejillas se colorearon.

—¿Por qué no? —respondió el complaciente patrón que hasta esbozó un comienzo de saludo para recibir al portador de la buena nueva.

De repente, en el piso bajo sonaron gritos; gritos de alegría que, por venir de Nanón y de Énogate, no podían dirigirse a un enviado de Kamylk-Bajá.

—¡Es él! ¡Es él! —repetían las dos mujeres.

—¡El! ¡El! —dijo Antifer.

Y se dirigía hacia la escalera cuando la puerta del cuarto se abrió.

—Buenas noches, querido tío; buenas noches.

Este saludo fue hecho por una voz alegre y satisfecha, que tuvo el don de exasperar al tío en cuestión.

Él era, Juhel. Acababa de llegar. No había faltado al tren de Nantes, ni a su examen, pues exclamó:

—¡Aprobado, tío, aprobado!

—¡Aprobado! —repitieron la vieja y la joven.

—Aprobado… ¿quién? —replicó Antifer.

—Sí… Como capitán, con el máximo de puntos.

Y como su tío no le abría los brazos, cayó en los de Gildas Tregomain, que le apretó contra su pecho hasta cortarle la respiración.

—Le vas a ahogar, Gildas —dijo Nanón.

—Apenas si he apretado —respondió sonriendo el ex patrón de la Encantadora Amelia.

Entretanto Juhel, repuesto del abrazo, volvióse a Antifer, que se paseaba febrilmente.

—Y ahora, tío, ¿para cuándo es el matrimonio?

—¿Qué matrimonio?

—El mío y el de mi querida Énogate —respondió Juhel—. ¿Acaso no es lo convenido?

—Sí. Lo convenido —afirmó Nanón con un signo afirmativo.

—A menos que Énogate no me quiera ahora que soy capitán mercante.

—¡Oh! Querido Juhel —respondió Énogate tendiéndole una mano, en la que el bueno de Tregomain, así lo pretendió al menos, creyó ver que la joven había puesto todo su corazón.

Antifer no respondía.

—Vamos, tío —dijo insistiendo el joven.

Y esperaba luciendo su apuesto continente, su alegre cara, sus ojos brillantes de dicha.

—Tío —añadió—, ¿es que no has dicho: el matrimonio se celebrará cuando hayas aprobado el examen y fijaremos la fecha a tu regreso?

—Creo que lo has dicho así, amigo mío —se apresuró a opinar el buen Gildas Tregomain.

—Pues bien: he sido aprobado —repitió Juhel—. Estoy de vuelta, y si no tienes inconveniente, fijaremos la fecha para los primeros días de abril.

—¿Dentro de ocho semanas? ¿Por qué no ocho días, ocho horas, ocho minutos? —exclamó Pierre-Servan-Malo.

—Si se pudiese, tío, no sería yo el que se opusiera.

—¡Oh! ¡Hace falta algún tiempo! —replicó Nanón—. Hay que hacer reparativos.

—Sí. Tengo que mandarme hacer un traje nuevo —dijo Gildas Tregomain, futuro padrino.

—Entonces, ¿el 5 de abril? —preguntó Juhel.

—Sea —concluyó Antifer, que se sentía atacado en sus últimos reductos.

—¡Ah, querido tío! —exclamó la joven saltándole al cuello.

—¡Ah, mi buen tío! —exclamó el joven.

Y como el uno le besase por un lado y el otro por otro, no era imposible que sus mejillas se tocasen.

—Convenido —dijo el tío—; el 5 de abril, pero con una condición.

—Nada de condiciones.

—¿Una condición? —exclamó Gildas Tregomain, que temía aún alguna maquinación de su amigo.

—Sí.

—¿Y cuál, tío? —preguntó Juhel, cuyo entrecejo empezaba a fruncirse.

—Que de aquí a entonces no habré recibido mi longitud.

—Sí, sí —respondieron todos a la vez.

Y realmente hubiera sido una crueldad rehusar esta satisfacción a Antifer. Por lo demás, ¿qué probabilidad había de que el mensajero de Kamylk-Bajá, esperado desde hacía veinte años, apareciese antes de la fecha convenida para el matrimonio de Juhel y de Énogate?

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