IX

EN EL QUE UN PUNTO DE UNO DE LOS MAPAS DE ANTIFER ES MINUCIOSAMENTE SEÑALADO CON LÁPIZ ROJO

Mientras su tío se entregaba a aquel baile, Énogate y Juhel volvían juntos de la alcaldía y de la iglesia. En la primera, el encargado del registro civil —un viejo encargado de fabricar las lunas de miel— les había mostrado sus edictos en el cuadro de las publicaciones. En la catedral, el vicario les había prometido una misa cantada y órgano.

¡Qué dichosos eran este primo y esta primá, gracias a la dispensa obtenida de monseñor! ¡Con qué impaciencia poco disimulada en Juhel, más reservada en Énogate, esperaban la fecha del 5 de abril, arrancada a las vacilaciones de su tío! ¡Con qué afán se ocupaban de los preparativos, trajes para la novia, muebles para la hermosa habitación del primer piso que el generoso Tregomain embellecía de continuo con algunas fruslerías, recogidas en otra época en las riberas del Ranee, entre otras una estatuita de la Virgen que adornaba la cámara de la Encantadora Amelia, y que regaló a los nuevos esposos! ¿No era su confidente? ¿Hubiesen encontrado otro mejor, un depositario más seguro de sus esperanzas, de sus proyectos para el porvenir?

Y veinte veces por día, Tregomain repetía:

—Daría cualquier cosa por que el matrimonio ya se hubiera celebrado.

—¿Y por qué, buen Gildas? —preguntó la joven, algo inquieta.

—¡Es tan singular el amigo Antifer, cabalgando sobre sus millones y su idea fija!

También era ésta la opinión de Juhel. Cuando se depende de un tío, hombre excelente pero algo desorganizado, no se está seguro de nada hasta que no se pronunciase el sí sacramental ante el juez.

Además, tratándose de familias de marinos no hay tiempo que perder. O es preciso quedar célibes, como lo eran el patrón del cabotaje y el de la gabarra, o casarse, desde que esto es permitido y posible. Se sabe que Juhel debía embarcarse en calidad de segundo en un buque de la casa Le Baillif y entonces, ¡cuántos meses!, ¡cuántos años! a través de los mares, a dos mil leguas de su mujer, de sus hijos, si Dios bendecía su unión, y no se ignora que no regatea su bendición a los cónyuges de los puertos de guerra y de comercio. Sin duda Énogate, hija de un marino, estaba hecha a la idea de que largas navegaciones arrastrarían lejos de ella a su marido, y no imaginaba que pudiese suceder otra cosa. Razón de más para no perder un solo día, puesto que su existencia contaría muchos durante los cuales estarían separados.

De este porvenir hablaban el joven capitán y su novia cuando se retiraban aquella mañana, después de haber concluido sus diligencias. Gran sorpresa les produjo ver salir dos extranjeros de la casa, los que se alejaban con grandes ademanes de furor. ¿Qué habían venido a buscar a casa de Antifer? Juhel tenía el presentimiento de que había pasado algo anormal, y creció su sospecha cuando Énogate y él oyeron el ruido que venía de lo alto, la improvisada canción que repercutía hasta el extremo de la muralla.

¿Se había vuelto loco su tío? ¿La obsesión de aquella longitud había determinado en él una lesión cerebral? ¿Era presa, si no de la locura de las grandezas, al menos de la de las riquezas?

—¿Qué hay, tía? —preguntó Juhel a Nanón.

—Vuestro tío que baila, hijos míos.

—Pero ¿es capaz de hacer trepidar la casa con tal violencia?

—No… es Tregomain.

—¿Cómo? ¿Tregomain baila también?

—Sin duda, para no contrariar a nuestro tío —observó Énogate.

Subieron los tres al primer piso pensando, al ver el espectáculo, que Antifer estaba loco. Antifer repetía.

¡Tengo mi lon!…

¡Lon la!…

¡Tengo mi gi!…

¡Lon li!…

Y al unísono, rojo, amenazado de una apoplejía, el buen Tregomain cantaba:

¡Tiene su longitud!

Una revelación alumbró repentinamente el cerebro de Juhel. ¡Aquellos dos extranjeros que habían visto salir de la casa! ¿Es que el esperado mensajero de Kamylk-Bajá había llegado al fin?

El joven había palidecido, y deteniendo a Antifer en medio de una vuelta.

—Tío —exclamó—, ¿la tienes?

—¡La tengo, sobrino mío!

—¡La tiene! —murmuró Gildas Tregomain, dejándose caer sobre una silla, que, no pudiendo oponer una resistencia imposible, se rompió.

Algunos instantes después, cuando su tío pudo respirar, Énogate y Juhel sabían todo lo que desde la víspera había acontecido: la llegada de Ben-Omar y de su primer pasante, la tentativa respecto a la carta de Kamylk-Bajá, el contenido del testamento, la exacta determinación de la longitud para el yacimiento del islote donde el tesoro estaba escondido. Antifer sólo tenía que inclinarse para cogerlo.

—Pero, tío, al presente esos dos saben dónde está el nido, y van a poder desenterrar el tesoro antes que usted.

—Un momento, sobrino —dijo Antifer encogiéndose de hombros—, ¿me crees bastante bobo para haberles entregado la llave del arca?

Gildas Tregomain apoyó con un gesto negativo.

—¡Un arca que encierra una fortuna de cien millones!

Y esta frase «cien millones» inflaba de tal modo la boca de Antifer que parecía ahogarle.

Fuese lo que fuese, se engañaba si esperó que esta declaración iba a ser acogida con gritos de entusiasmo. ¡Cómo! ¿Una lluvia de oro de la que Danae hubiera sentido envidia, una granizada de diamantes y piedras preciosas caída sobre la modesta casa de las Hautes-Salles, y no se tendía la mano para recibirla, y no se quitaba el tejado para que penetrase hasta la última gota?

Sí. Así fue. Un silencio glacial siguió a la frase de los millones tan triunfalmente declamada por su autor.

—¿Qué es esto? —exclamó éste, mirando a su hermana, a su sobrino, a Énogate y a su amigo—. ¿Qué tenéis para ponerme esas caras de mascarones de proa?

A pesar de esto, las caras no se modificaron.

—¡Cómo! —continuó Antifer—. Os anuncio que soy tan rico como Creso, que no se encontrará en casa del mejor nabab tanto oro como el que tengo, y ¡no me saltáis al cuello para felicitarme!

Nadie respondió.

Nada más que ojos bajos y rostros que se vuelven.

—Y bien, Nanón.

—Sí, hermano —respondió ésta—, es una bonita fortuna.

—¡Una bonita fortuna! ¡Más de trescientos mil francos que comerse por día durante un año! Y tú, Énogate, ¿encuentras también que es una bonita fortuna?

—¡Dios mío! —respondió la joven—. No es necesario ser tan rico como eso.

—Sí… ya sé… ¡Conozco el refrán! ¡La dicha no está en la riqueza! ¿Y es ésa también su opinión, capitán? —preguntó el tío, interrogando directamente al sobrino.

—Mi opinión —dijo Juhel— es que ese egipcio hubiera debido legaros el título de bajá, pues tanto dinero y sin título…

—¡Eh! ¡Eh! Antifer Bajá —dijo sonriendo Gildas.

—Di —exclamó Antifer—, di, expatrón de la Encantadora Amelia, ¿quieres burlarte?

—¡Yo, mi digno amigo! —respondió Gildas Tregomain—. No lo quiera Dios; y puesto que tú estás tan entusiasmado de ser cien veces millonario, yo te doy mis cien millones de enhorabuenas.

En resumen: ¿por qué la familia acogía tan fríamente el caso? ¿Tal vez el jefe no pensaba ya en su proyecto de alianzas soberbias para su sobrino y su sobrina? ¿Tal vez había renunciado a romper, o por lo menos a retrasar, el matrimonio de Juhel y Énogate, aunque la longitud hubiera llegado antes del 6 de abril? A decir verdad, éste era el temor que disgustaba tanto a Énogate, Juhel, Nanón y Tregomain.

Este último quiso que su amigo se explicase. Lo mejor era saber a qué atenerse. Por lo menos se podría discutir, y a fuerza de discusiones hacer entrar en razón a aquel terrible tío.

—Veamos, amigo mío —dijo—. Supongamos que tengas esos millones.

—¿Supongamos, Gildas?… ¿Y por qué suponer?

—Pues bien; demos por seguro que los tienes. Un hombre como tú, acostumbrado a la vida modesta, ¿qué hará con ellos?

—Lo que me plazca —respondió secamente Antifer.

—Creo que no irás a comprar todo Saint-Malo.

—Todo Saint-Malo, y todo Saint-Servan, y todo Dinard, si me conviene, y hasta ese ridículo arroyo del Ranee, que sólo tiene agua cuando la marea quiere llevarla.

Sabía que el insulto al Ranee escocía en lo vivo a un hombre que había subido y bajado por él durante veinte años.

—¡Sea! —respondió Gildas Tregomain—. Pero por eso no comerás un pedazo más, ni beberás un vaso más, a menos de comprar un estómago suplementario.

—Yo compraré lo que me convenga, navegante de agua dulce; y si se me contraría, si hasta entre los míos encuentro oposición…

Esto fue dirigido a los novios.

—Me comeré mis cien millones, los disiparé, los haré humo, los haré polvo, y Juhel y Énogate no recibirán nada de los cincuenta que, en su día, pienso legar a cada uno.

—Es decir, ciento para los dos, amigo mío…

—¿Por qué?

—Porque van a casarse.

Tocaba el punto difícil.

—Eh… Gildas —exclamó Antifer con voz estentórea—. Sube la encapilladura del sobrejuanete de proa para ver si estoy allí.

Era una manera de enviar a paseo a Gildas Tregomain, en lenguaje figurado, se comprende, pues izar su masa a la punta de cualquier mástil hubiera sido cosa imposible sin ayuda de un cabestrante. Ni Nanón, ni Juhel, ni Énogate se atrevían a intervenir en la conversación. En la palidez del joven capitán se comprendía que, no sin gran esfuerzo, contenía su cólera, pronta a desbordarse.

No era Gildas Tregomain hombre que se abandonase en plena mar, y aproximándose a su amigo, le dijo:

—Sin embargo, tú has hecho la promesa.

—¿Qué promesa?

—La de consentir en su matrimonio.

—Sí… Si la longitud no llegaba; pero como ha llegado…

—Razón de más para asegurar su dicha.

—Perfectamente. Por eso Énogate se casará con un príncipe.

—Si se encuentra.

—Y Juhel con una princesa.

—No hay ninguna en disposición —replicó Gildas Tregomain al cabo de sus argumentos.

—Siempre las hay cuando se llevan cincuenta hermosos millones de dote.

—Busca, pues.

—Buscaré y encontraré… en el almanaque de Gothon.

De Gotha quería decir aquel terco, aferrado a la idea de unir su sangre con la de los potentados.

No queriendo prolongar la conversación, que podía tomar mal cariz, resuelto a no ceder en lo del matrimonio, hizo entender, y bien claramente por cierto, que deseaba estar solo en su cuarto, añadiendo que no estaba para nadie antes de la comida.

Gildas Tregomain juzgó prudente no contrariarle, y todos volvieron a la sala del piso bajo.

En verdad, estaban desesperados. De los lindos ojos de Énogate salían lágrimas, lo que ponía fuera de sí a Gildas Tregomain.

—No me gusta que se llore —dijo—, no; ni aun cuando se tiene pena.

—Amigo mío —respondió ella—, ¡todo está perdido! ¡Nuestro tío no desistirá! Esta enorme fortuna le ha hecho perder la cabeza.

—Sí —apoyó Nanón—, ¡y cuando mi hermano se aferra a una idea!…

Juhel no hablaba. Iba y venía por la sala, cruzando y descruzando los brazos, abriendo y cerrando las manos. De repente exclamó:

—¡Después de todo, él no es el amo! Yo no tengo necesidad de su permiso para casarme. Soy mayor.

—Pero Énogate no lo es —hizo observar Tregomain—, y en su calidad de tutor él puede oponerse.

—Sí… Y todos dependemos de él —añadió Nanón bajando la cabeza.

—También es mi opinión —aconsejó Gildas—, que vale más no ponerse frente a frente. No es difícil que la manía pase, sobre todo si se finge acceder a lo que quiera.

—Tienes razón —dijo Énogate—, y más obtendremos con la dulzura que con la violencia.

—Además —dijo Tregomain—, todavía no tiene sus millones.

—No —insistió Juhel—, y a despecho de su latitud y de su longitud, tal vez necesitará mucho tiempo.

—¡Mucho! —murmuró la joven.

—Sí, mi querida Énogate, y esto son retrasos. ¡Ah! ¡Maldito tío!

—¡Y malditas bestias, que han venido de parte de ese maldito bajá! —gruñó Nanón—. ¡He debido recibirlos a tiros!

—Hubieran siempre acabado por entrevistarse con él —replicó Juhel—. Y ese Ben-Omar, que tiene una comisión en el negocio, no le hubiese dado tregua.

—Entonces, ¿mi tío va a partir? —preguntó Énogate.

—Es probable —respondió Gildas Tregomain—, puesto que conoce el sitio del tesoro.

—Yo le acompañaré —dijo Juhel.

—¿Tú, Juhel? —exclamó la joven.

—Sí. Es indispensable. Quiero estar allí para impedir que cometa alguna tontería… para traerlo si se retrasa.

—Bien pensado —dijo Gildas.

—¡Quién sabe dónde se dejará arrastrar y los peligros a que se expone!

Énogate quedó triste; mas había comprendido el buen sentido que inspiraba a Juhel aquella resolución, y tal vez el viaje se abreviaría de este modo.

El joven la consoló como pudo. Le escribiría con frecuencia. La tendría al corriente de cuanto sucediera. Nanón no la abandonaría, ni el señor Tregomain, que la vería todos los días, enseñándole a tener resignación.

—Cuenta conmigo, hija mía —respondió el último muy conmovido—. Yo procuraré distraerte. ¿No conoces las campañas de la Encantadora Amelia?

No. Énogate no las conocía, pues él no se había aún atrevido a contárselas por miedo a Antifer.

—Pues bien, te las referiré. Es cosa muy interesante. El tiempo transcurrirá. Un día veremos volver a nuestro amigo con sus millones o con la bolsa vacía, y a nuestro valiente Juhel, que de un salto irá a la catedral… Si tú quieres, durante su ausencia me haré mi traje para la boda y me lo pondré todas las mañanas.

—¡Eh!… ¡Gildas!…

Esta voz, muy conocida, les hizo estremecerse.

—Me llama —dijo Tregomain.

—¿Qué querrá? —preguntó Nanón.

—No es la voz que toma cuando está colérico —dijo Énogate.

—¿Vendrás, Tregomain?

—Ya voy —respondió éste.

Y la escalera no tardó en gemir bajo sus pies.

Un instante después estaba delante de Antifer, que cerró cuidadosamente la puerta; y arrastrándole luego ante la mesa, sobre la que estaba un mapa, dijo tendiéndole un compás:

—Toma.

—¿Este compás?

—Sí —respondió Antifer con voz sofocada—. Ese islote… El islote de los millones… He querido conocer el sitio en el mapa.

—¿Y no está? —exclamó Gildas Tregomain, con un tono que denotaba menos sorpresa que satisfacción.

—¿Quién te dice eso? —respondió Antifer—. ¿Y por qué no ha de estar ese islote?

—Entonces… ¿está?

—Sí… creo que sí… ¡Pero estoy tan cansado!… Mi mano tiembla; ese compás me quema los dedos… No puedo pasearlo por el mapa.

—¿Y quieres que lo pasee yo, amigo mío?

—Si tú eres capaz…

—¡Oh! —dijo Gildas Tregomain.

—¡Diablo! ¡Para un ex marinero en el Ranee! En fin, prueba. Veremos. Toma el compás y sigue con la punta el meridiano cincuenta y cuatro, casi el cincuenta y cinco, porque el islote está en el cincuenta y cuatro grados, cincuenta y siete minutos.

Estas cifras de la longitud comenzaron a turbar la cabeza de un modo paulatino del excelente hombre.

—¿Cincuenta y siete grados y cincuenta y cuatro minutos? —repitió, abriendo desmesuradamente los ojos.

—¡No, animal! —exclamó Antifer—. Lo contrario. Ea. Vamos.

Gildas Tregomain colocó la punta del compás sobre el mapa, en la parte este.

—¡No! —gritó su amigo—. No al oeste. Al este del meridiano de París. Entiendes al revés. ¡Al este! ¡Al este!

Gildas Tregomain, confundido por estas recriminaciones, era incapaz de llevar el trabajo a buen fin. Sus ojos se cubrían de sombras: gotas de sudor brillaban en su frente, y entre sus dedos temblaba nerviosamente el compás.

—¡Pero toma el meridiano cincuenta y cinco! —vociferó Antifer—. Comienza por lo alto del mapa, y baja hasta el sitio donde encontrarás el paralelo veinticuatro.

—¿El paralelo veinticuatro? —balbuceó Gildas Tregomain.

—¡Sí! Este miserable hará que me vuelva loco. ¡Sí! ¡El punto donde se cruzan será el yacimiento del islote!

—¿El yacimiento?

—Y bien, ¿bajas?

—Bajo.

—¡Oh! ¡Desdichado! ¡Sube!

La verdad es que Gildas Tregomain no sabía dónde estaba, y parecía aún menos apto que su amigo para resolver el problema en cuestión. Ambos se encontraban en un estado inverosímil de agitación, y sus nervios vibraban como las cuerdas de un contrabajo en un final de ópera.

Creyó Antifer que iba a volverse loco; así es que, tomando el único partido posible:

—¡Juhel! —gritó con una voz que retumbó como si se hubiera valido de una bocina para darlo.

El capitán apareció casi en seguida.

—¿Qué quieres, tío?

—Juhel… ¿Dónde está el islote de Kamylk-Bajá?

—En el punto donde se cruzan la longitud y la latitud.

—Pues, bien… búscalo.

Parecía como si Antifer fuera a completar la frase diciendo:

—¡Y tráelo!

No pidió Juhel explicación alguna. La turbación de su tío le indicó lo que pasaba. Después de haber tomado el compás con una mano que no temblaba, colocó la punta en el nacimiento del cincuenta y cinco meridiano al norte del mapa, y comenzó a seguir la línea descendiendo:

—Bien, tío.

Y fue diciendo:

—La tierra de Francisco José, en el mar Ártico.

—Bien.

—El mar de Barents.

—Bien.

—Nueva Zembla.

—¿Después?

—El mar de Kara.

—¿Después?

—La Rusia septentrional asiática.

—¿Qué ciudades atraviesa?

—Primero Ekaterinburgo.

—¿Luego?

—El lago de Aral.

—Sigue.

—Khiva, en el Turkestán.

—¿Llegamos?

—Casi… Herat, en Persia.

—Hemos llegado.

—¡Sí! Máscate, al extremo sureste de Arabia.

—¡Máscate! —exclamó Antifer inclinándose sobre el mapa.

En efecto, el cruce del meridiano cincuenta y cinco y del paralelo veinticuatro se efectuaba sobre el territorio de Mascate, en la parte del golfo de Omán.

—¡Máscate! —repetía Antifer.

—¿Mascota? —dijo Gildas Tregomain, que había oído mal.

—¡No Mascota! ¡Máscate! —dijo su amigo encogiéndose de hombros.

En suma; no se tenía más que un lugar aproximado, puesto que sólo por los grados se había indicado, sin tener en cuenta los minutos de arco.

—Así pues, Juhel, ¿es en Máscate?

—Sí, tío… a unos cincuenta kilómetros.

—¿Y no puedes precisar más?

—Sí, tío.

—Pues anda, Juhel… ¿No ves mi impaciencia?

Y seguramente, una caldera puesta a aquella presión acaso hubiera amenazado explotar.

Volvió Juhel a tomar el compás; y teniendo en cuenta los minutos de la longitud y de la latitud, llegó a determinar el lugar con tal aproximación que la diferencia no debía exceder de algunos kilómetros.

—¿Y bien? —preguntó Antifer.

—Y bien, tío; ese sitio no está sobre el mismo territorio de Máscate, sino algo más al E, en el golfo de Omán.

—¡Diablo!

—¿Por qué… diablo? —preguntó Gildas Tregomain.

—Porque, si se trata de un islote, no puede estar en pleno continente, expatrón de la Encantadora Amelia —dijo Antifer con un tono imposible de describir.

—Mañana —añadió— comenzaremos los preparativos de marcha.

—Tienes razón —respondió Juhel, muy decidido a no contrariar a su tío.

—Veremos si hay en Saint-Malo algún buque que se disponga a zarpar para Port-Said.

—Será el mejor medio de transporte… No tenemos un día que perder.

—¡No! No me robarán mi islote.

—Sería preciso ser un famosísimo ladrón —hizo observar Gildas Tregomain, cuya frase fue acogida con un nuevo encogimiento de hombros de Antifer.

—Juhel, tú me acompañarás —dijo este último.

—Sí, tío —respondió el joven conforme a lo que había resuelto.

—Y tú también, Tregomain.

—¿Yo? —exclamó éste.

—¡Sí, tú!

Estas dos palabras fueron articuladas con un tono tan imperativo, que el excelente hombre bajó la cabeza en señal de aquiescencia.

—¡Y él, que pensaba aprovechar la ausencia de Pierre-Servan-Malo para distraer a la pobre Énogate contándole las campañas de la Encantadora Amelia en las aguas dulces del Ranee!

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