VIII

EN EL QUE SE ASISTE A UN CUARTETO SIN MÚSICA, EN QUE GILDAS TREGOMAIN CONSIENTE TOMAR PARTE

Cuando Antifer llegó ante la puerta de su casa, la abrió, entró en el comedor, sentóse en un rincón, junto a la chimenea, y calentóse los pies sin pronunciar palabra. Énogate y Juhel hablaban junto a la ventana; él no se fijó en su presencia.

Nanón se ocupaba en la cocina de la comida, y él no preguntó diez veces, siguiendo su costumbre: ¿estará pronto?

Pierre-Servan-Malo estaba evidentemente absorto. Sin duda no le convenía contar a su hermana, a su sobrina ni a su sobrino, su encuentro con Ben-Omar, el notario de Kamylk-Bajá.

Durante la comida, Antifer, tan locuaz de costumbre, permaneció taciturno. Contentóse con prolongar la comida, devorando maquinalmente algunas docenas de caracoles, que extraía de la verdosa concha por medio de un largo alfiler de cabeza de cobre.

En varias ocasiones Juhel le dirigió la palabra sin obtener contestación.

Preguntó Énogate qué le pasaba; él no pareció oírla.

—Veamos, hermano, ¿qué tienes? —dijo Nanón en el momento en que se levantaba para regresar a su cuarto.

—¡Una muela del juicio que me sale! —respondió él.

Todos pensaron que el caso sería para alegrarse si podía darle el juicio en sus últimos días.

Después, sin encender la pipa que tanto le gustaba fumar por la mañana en la muralla, subió la escalera sin dar a nadie las buenas noches.

—El tío está muy preocupado —dijo Énogate.

—¿Qué habrá de nuevo? —murmuró Nanón mientras retiraba la mesa.

—Tal vez será necesario ir a buscar al señor Tregomain —dijo Juhel.

Lo cierto era que Antifer estaba más obsesionado, atormentado, devorado por la inquietud que nunca desde que esperaba al indispensable mensajero. ¿No le había faltado presencia de espíritu, política, en su conversación con Ben-Omar? ¿Había hecho bien en mostrarse tan categórico, en irritarse contra aquel hombre, en vez de disputar sobre los puntos principales del negocio y buscar una transacción? ¿Había obrado cuerdamente al tratarle de infame, y de cocodrilo, y otros calificativos intempestivos? ¿No hubiera sido mejor, sin mostrarse tan cuidadoso de sus intereses, aparecer dispuesto a entregar la carta, negociar, contemporizar por necesidad, y no perder cincuenta millones en un momento de cólera? Ciertamente. ¿Y si el notario tan maltratado rehusaba exponerse de nuevo a una acogida semejante? Y si liaba sus bártulos y abandonaba Saint-Malo, volviendo a Alejandría: ¿qué sería, de la solución del problema? ¿Iría Antifer tras su longitud hasta Egipto?

Así es que al acostarse se propinó una serie de puñetazos bien merecidos. No pudo dormir en toda la noche. Al día siguiente había tomado la resolución de «cambiar sus amuras», de lanzarse sobre las huellas de Ben-Omar, desenojándole con algunas palabras de las brutalidades de la víspera y entrar en tratos al precio de ligeras concesiones.

Cuando él reflexionaba sobre todo esto al tiempo que se vestía, a las ocho de la mañana, Gildas llamó suavemente a la puerta de su cuarto.

Nanón le había enviado a llamar, y el excelente hombre venía a ofrecerse a la irascibilidad de su vecino.

—¿Qué te trae por aquí, patrón?

—La marea, amigo mío, —respondió Gildas Tregomain con la esperanza de que esta locución marítima hiciese sonreír a su interlocutor.

—¿La marea? —respondió éste en tono rudo—. Pues bien: a mí me va a llevar el reflujo.

—¿Te preparas para salir?

—Sí, con permiso tuyo o sin él.

—¿Dónde vas?

—Donde me conviene ir.

—Vamos, comprendido; ¿no quieres decirme lo que intentas hacer?

—Voy a procurar remediar una tontería.

—¿Y arriesgar agravarla tal vez?

Aunque esta respuesta estuviese formulada en tesis general, no dejó de inquietar a Antifer. Así es que se decidió a poner a su amigo al corriente de la situación. Mientras continuaba vistiéndose le refirió, pues, su encuentro con Ben-Omar, las tentativas del notario para arrancarle el secreto de aquella latitud y su ofrecimiento, evidentemente fantástico, de venderle en cincuenta millones la carta de Kamylk-Bajá.

—Él habrá regateado —respondió Gildas Tregomain.

—No ha tenido tiempo porque le he vuelto la espalda, en lo que he hecho mal.

—Ésa es mi opinión. ¿De modo que ese notario ha venido expresamente para arrancarte esa carta?

—Expresamente, en vez de cumplir la orden que para mí le han dado. Ese Ben-Omar es el mensajero anunciado por Kamylk-Bajá y esperado desde hace veinte años.

—¡Ah!… ¿Es, pues, serio ese asunto? —no pudo menos de decir Gildas Tregomain.

Valióle esta observación una tan terrible mirada y un epíteto tan duro de Pierre-Servan-Malo, que el otro bajó los ojos y movió sus dedos después de haber juntado las manos sobre la vasta redondez de su abdomen.

En un momento concluyó Antifer su tocado, y tomaba su sombrero cuando Nanón apareció.

—¿Qué hay? —preguntó su hermano.

—Un extranjero que está abajo… Desea hablarte.

—¿Su nombre?

—Helo aquí.

Y Nanón le entregó una tarjeta que contenía estas palabras: Ben-Omar, notario de Alejandría.

—¡Él! —exclamó Antifer.

—¿Quién? —preguntó Gildas Tregomain.

—El Ornar en cuestión… ¡Ah! ¡Mejor quiero esto! Puesto que viene es buena señal. Que suba, Nanón.

—No viene solo.

—¿No? —exclamó Antifer—. ¿Y quién le acompaña?

—Un hombre más joven, que no conozco…, y que también tiene aire extranjero.

—¡Ah!… ¡Son dos! Pues bien. Seremos dos para recibirles… Quédate aquí, Gildas.

—¡Cómo!… ¡Tú quieres!…

Un gesto imperioso clavó en su sitio al digno vecino. Otro gesto indicó a Nanón que hiciese subir a los visitantes.

Un minuto después éstos eran introducidos en la habitación, cuya puerta fue cerrada cuidadosamente. Si los secretos que iban a ser descubiertos se escapaban, tendría que ser por el ojo de la cerradura.

—¡Ah! ¿Es usted, señor Ben-Omar? —dijo Antifer en un tono altivo, y que no hubiera empleado sin duda si de él hubiesen partido los primeros avances presentándose en el hotel de la Unión.

—Yo mismo, señor Antifer.

—¿Y la persona que le acompaña?

—Mi primer pasante.

Antifer y Sauk, que fue presentado bajo el nombre de Nazim, cambiaron una mirada indiferente.

—¿Su pasante está al corriente?

—Al corriente, y su presencia me es indispensable en todo este asunto.

—Sea, señor Ben-Omar. ¿Me dirá qué objeto tiene el honor de su visita?

—Desearía tener con usted una nueva conversación, señor Antifer… Con usted solo —dijo dirigiendo una mirada oblicua sobre Gildas, cuyos dedos continuaban su inocente rotación.

—Gildas Tregomain, amigo mío —respondió Antifer—, ex patrón de la Encantadora Amelia, que también está al corriente de este asunto, y cuya asistencia es no menos indispensable que la de vuestro pasante Nazim.

Era la réplica de Tregomain a Sauk. Ben-Omar no podía hacer objeción alguna.

Los cuatro personajes se sentaron en torno a la mesa, sobre la que el notario depositó su cartera. Después reinó un momento de silencio, en espera de que uno u otro tomase la palabra.

Antifer fue el que habló primero, y dirigiéndose a Ben-Omar le dijo:

—¿Supongo que su pasante hablará francés?

—No —respondió el notario.

—¿Lo comprende al menos?

—Tampoco.

Esto había sido convenido entre Sauk y Ben-Omar, con la esperanza de que el maluín, no temiendo ser entendido por el falso Nazim, dejase tal vez escapar algunas palabras de las que se pudiese sacar provecho.

—Y ahora, señor Ben-Omar —dijo negligentemente Antifer—, ¿su intención es la de reanudar la conversación en el punto en que la interrumpimos ayer?

—Sin duda.

—¿Entonces me trae los cincuenta millones?

—Seamos serios, caballero.

—Sí, seamos serios, señor Ben-Omar. Mi amigo Gildas Tregomain no es de las personas que consienten en perder el tiempo en bromas inútiles. ¿No es verdad, Tregomain?

Jamás éste había mostrado una actitud más grave, un aspecto más serio, y nunca, cuando envolvió su apéndice nasal en los pliegues de su pabellón —su pañuelo, queremos decir— sacó de aquél sonidos más magistrales.

—Señor Ben-Omar —dijo Antifer afectando hablar en un tono del que sus labios no tenían costumbre—, temo que haya habido entre nosotros alguna mala interpretación. Conviene disiparla, o no llegaremos a nada bueno… Usted sabe quién soy yo, y yo sé quién es usted.

—Un notario.

—Un notario que es también un enviado del difunto Kamylk-Bajá, al que mi familia espera desde hace veinte años.

—Me excusará, señor Antifer; pero, admitiendo que sea como usted dice, no he podido venir más pronto.

—¿Y por qué?

—Porque solamente hace quince días que sé, por la apertura del testamento, las condiciones en que su padre había recibido la carta.

—¡Ah! ¡La carta de la doble K! ¿Volvemos a ella, señor Ben-Omar?

—Sí, y mi único pensamiento al venir a Saint-Malo era ponerme en comunicación…

—¿Únicamente con ese objeto ha emprendido el viaje?

—Únicamente.

Durante este cambio de preguntas y respuestas, Sauk permanecía afectando no comprender una palabra de lo que se decía.

Hacía este juego con tanta naturalidad, que Gildas Tregomain, que le miraba con atención, no pudo sorprender nada sospechoso en su actitud.

—Vamos, señor Ben-Omar —dijo Pierre-Servan-Malo— siento por usted el más profundo respeto, y no me permitiré dirigirle una palabra malsonante.

Verdaderamente afirmaba esto con gran aplomo, él, que la víspera había tratado a aquel hombre de bribón, miserable, cocodrilo, etc.

—Sin embargo —añadió—, no puedo menos de hacerle observar que acaba de mentir…

—¡Caballero!…

—Sí, de mentir como un villano, cuando ha dicho que su viaje no tiene otro objeto que la comunicación de esta carta…

—Yo se lo juro —dijo el notario levantando la mano.

—¡Abajo las garras, viejo Ornar! —exclamó Antifer, que comenzaba a irritarse a pesar de sus buenos propósitos—. Yo sé perfectamente por qué ha venido.

—Crea…

—Y de parte de quién…

—De nadie, se lo aseguro…

—Sí… De parte del difunto Kamylk-Bajá.

—¡Murió hace diez años!

—¡No importa! Para ejecutar su última voluntad es para lo que está hoy en casa de Pierre-Servan-Malo, hijo de Thomas Antifer, a quien tiene orden, no de pedir la carta en cuestión, sino de comunicarle ciertas cifras…

—¿Ciertas cifras?…

—Sí. ¡Las cifras de una longitud que necesita para completar la latitud que Kamylk-Bajá envió hace veinte años a mi valiente padre!

—Lindamente contestado —dijo tranquilamente Gildas Tregomain, sacudiendo su pañuelo como si hiciese un signo marítimo a los semáforos de la costa.

Y otra vez la misma impasibilidad del pasante, aunque ahora no pudiese dudar de que Antifer estaba al corriente de la situación.

—Y usted, señor Ben-Omar, ha querido cambiar los papeles y ha intentado robarme mi latitud.

—¡Robar!…

—¡Sí, robar! Y probablemente para hacer de ella un uso que sólo a mí me pertenece hacer…

—Señor Antifer —respondió Ben-Omar desconcertado—; crea que tan pronto como me hubiera entregado esa carta yo le hubiera dado las cifras.

—¿Confiesa, pues, tenerlas?

El notario estaba atrapado contra la pared.

Por habituado que estuviese a imaginar escapatorias, comprendió que estaba en poder de su adversario, y que lo más razonable era someterse, como la víspera había convenido con Sauk.

Así es que cuando Antifer le dijo:

—Vamos, juguemos a cartas vistas, señor Ben-Omar… Bastante hemos bordeado.

—¡Sea! —respondió.

Y abrió su cartera, de la que sacó una hoja de pergamino, escrito en gruesos caracteres. Era el testamento de Kamylk-Bajá, redactado, como se sabe, en lengua francesa, y del que en seguida se apoderó Antifer.

Después de haberlo leído todo en voz alta, de modo que Gildas Tregomain no perdió una sola palabra, sacó su cartera de bolsillo a fin de apuntar las cifras que indicaban la longitud del islote, aquellas cuatro cifras por cada una de las cuales hubiera él dado un dedo de su mano derecha. Después, como si hubiera estado en su barco ocupado en tomar la altura:

—¡Atención, Gildas! —dijo.

—¡Atención! —repitió Gildas, que también acababa de sacar su cuaderno de notas.

—¡Apunta!

Y aquella preciosa longitud, 54° 57' al este del meridiano de París, fue apuntada con un especial cuidado.

El pergamino volvió entonces al notario, que lo introdujo en su cartera, la cual pasó al brazo del falso pasante Nazim, tan indiferente como hubiera podido estarlo un viejo hebreo en tiempo de Abraham en medio de la Academia francesa.

Sin embargo, la conversación llegaba al punto que interesaba particularmente a Ben-Omar y a Sauk.

Conociendo Antifer el meridiano y el paralelo del islote, no tenía más que cruzar dos líneas sobre el mapa para encontrar lo que buscaba.

Ardía en deseos de hacerlo.

Así es que no tuvieron ni Ben-Omar ni Sauk duda sobre el saludo que, levantándose, les dirigía.

Les invitaba a que se retirasen.

Gildas siguió este manejo con una mirada atenta y sonriente.

Pero ni el notario ni Nazim parecían dispuestos a levantarse.

Que su huésped les ponía a la puerta de la calle era cosa clara; mas ellos no lo comprendían o no querían comprenderlo. Ben-Omar, bastante confuso, notaba que Sauk le ordenaba con la vista que hiciese una última pregunta.

Debía obedecer, y dijo:

—Y ahora que he cumplido la misión encargada en su testamento por Kamylk-Bajá…

—No tenemos más que despedirnos cortésmente unos de otros —respondió Pierre-Servan-Malo, y el primer tren marcha a las diez y treinta y siete.

—A las diez y veintitrés desde ayer —rectificó Gildas.

—A las diez y veintitrés, en efecto, y no querría exponerles a usted y a su pasante Nazim a perderlo.

El pie de Sauk comenzó a golpear el suelo; y como consultase su reloj, se pudo creer que se inquietaba por la marcha.

—Si tiene equipajes que facturar —prosiguió Antifer—, sólo les queda el tiempo justo.

Ben-Omar se decidió entonces a tomar de nuevo la palabra y levantándose a medias:

—¡Perdón! —dijo bajando los ojos—. Creo que no nos hemos dicho cuanto teníamos que decirnos.

—Al contrario, y por mi parte nada tengo que preguntarle.

—Me queda, no obstante, una pregunta que dirigirle, señor Antifer.

—Me extraña, señor Ben-Omar; pero, en fin, hable.

—Yo le he comunicado las cifras de la longitud indicada en el testamento de Kamylk-Bajá.

—Conforme. Y mi amigo Tregomain y yo las hemos apuntado en nuestros cuadernos.

—Sin duda, y usted debe, por su parte, hacerme conocer las de la latitud que están en la carta…

—¿En la carta dirigida a mi padre?

—Precisamente.

—¡Perdón, señor Ben-Omar! —respondió Antifer frunciendo el entrecejo—. ¿Tenía obligación de indicarme la longitud en cuestión?

—Sí… Y esa obligación está cumplida.

—Con tanta buena voluntad como celo, lo confieso; pero en lo que me concierne yo no he visto en ninguna parte, ni en el testamento ni en la carta, que yo debiera revelar a nadie las cifras de la latitud que se enviaron a mi padre.

—Sin embargo…

—Sin embargo, si tiene que hacerme alguna indicación respecto al asunto, tal vez podríamos discutirla.

—Me parece —respondió el notario— que entre personas que se estiman…

—Le parece mal, señor Ben-Omar. La estimación nada tiene que ver con todo esto, si es tanta la que sentimos el uno por el otro.

Evidentemente, la impaciencia de Antifer no iba a tardar en manifestarse. Así, deseoso de evitar un estallido, Gildas Tregomain fue a abrir la puerta con objeto de facilitar la salida de los dos personajes. Sauk no se había movido. No debía, por otra parte, en su doble cualidad de pasante y de extranjero que no entendía el francés, ponerse en movimiento hasta que su principal se lo ordenase.

Ben-Omar abandonó su silla, se frotó el cráneo, ajustó sus anteojos sobre su nariz, y con el tono de un hombre que se ve en la necesidad de adoptar un partido, dijo:

—Perdón, señor Antifer; ¿está decidido a no confiarme?…

—Tanto más decidido, señor Ben-Omar, cuanto que la carta de Kamylk-Bajá imponía a mi padre un secreto absoluto sobre este particular, secreto que mi padre me impuso a su vez.

—Pues bien, señor Antifer —dijo entonces Ben-Omar—, ¿quiere aceptar un buen consejo?

—¿Cuál?

—El de no continuar este negocio.

—¿Y por qué?

—Porque puede encontrarse en su camino a cierta persona capaz de hacer que se arrepienta.

—¿Y quién es?

—Sauk, el propio hijo del sobrino de Kamylk-Bajá, desheredado en provecho de usted.

—¿Y conoce a ese hijo, señor Ben-Omar?

—No —respondió el notario—, pero sé que es un hombre terrible.

—Pues bien; si encuentra alguna vez a ese Sauk, dígale que yo me mofo de él y de toda su familia.

No pestañeó Nazim. Pierre-Servan-Malo se adelantó hacia el rellano.

—¡Nanón! —gritó.

Dirigióse el notario hacia la puerta, y esta vez Sauk, que acababa de derribar por torpeza una silla, le siguió, no sin un feroz deseo de activar su marcha, haciéndole brincar por la escalera.

Pero en el momento de franquear la puerta del cuarto, Ben-Omar se detuvo, y dirigiéndose a Antifer, a quien no osaba mirar cara a cara, le dijo:

—No ha podido olvidar una de las cláusulas del testamento de Kamylk-Bajá.

—¿Cuál, señor Ben-Omar?

—La que me impone la obligación de acompañarle hasta el momento de haber tomado posesión del islote y de estar allí cuando los barriles sean desenterrados.

—Pues bien; me acompañará, señor Ben-Omar.

—Es preciso entonces que sepa dónde va.

—Lo sabrá cuando lleguemos.

—¿Y si es al fin del mundo?

—Será al fin del mundo.

—Pero recuerde que yo no puedo pasarme sin Nazim.

—Como quiera; y no seré menos dichoso de viajar en su compañía que en la de usted.

Después, inclinándose sobre el rellano:

—¡Nanón! —gritó por segunda vez con voz ruda que indicaba que estaba al cabo de su paciencia.

Nanón apareció.

—¡Alumbra a estos señores! —dijo Antifer.

—¡Si es de día! —respondió Nanón.

—No importa. Alumbra.

Y Sauk y Ben-Omar abandonaron aquella casa poco hospitalaria, cuya puerta se cerró con estrépito.

Entonces Antifer fue presa de una de esas alegrías delirantes, de las que sólo raros accesos había tenido en su vida. Pero realmente, ¿cuándo hubiera estado alegre de no estarlo aquel día?

¡Tenía su famosa longitud tan impacientemente esperada!

¡Iba a poder transformar en realidad lo que hasta entonces no había sido para él más que un sueño! La posesión de aquella inverosímil fortuna sólo dependería del apresuramiento que él pusiese en irla a buscar al islote donde ella le esperaba.

—¡Cien millones!… ¡Cien millones!… —repetía.

—Es decir, ¡mil veces cien mil francos! —añadió Gildas Tregomain.

Y en aquel momento, sin poder dominarse, Antifer saltó sobre un pie, bailó, se inclinó, se levantó, se balanceó, y ejecutó, en fin, uno de esos bailes propios de los marineros.

Después, arrastrando en su movimiento giratorio la masa de su amigo, obligóle a moverse con tal impetuosidad que la casa se conmovió hasta los cimientos.

Y cantaba con una voz que hacía temblar los vidrios:

¡Tengo mi lon!…

¡Lon la!…

¡Tengo mi gi!…

¡Lon li!…

¡Tengo mi tud!…

¡Tengo mi longitud!

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