X

QUE CONTIENE EL RELATO RÁPIDO DEL VIAJE DEL STEAMER STEERSMAN DE CARDIFF, ENTRE SAINT-MALO Y PORT-SAID

El 21 de febrero el steamer inglés Steersman abandonaba el muelle de Saint-Malo durante la marea de la mañana. Era un barco de novecientas toneladas del puerto de Cardiff, únicamente destinado a los viajes entre Newcastle y Port-Said para el transporte de carbón. Generalmente no hacía escala; pero aquella vez una ligera avería en la máquina, una fuga en sus condensadores, le había obligado a hacer ciertas reparaciones. En lugar de ir a Cherburgo, su capitán había hecho escala en Saint-Malo con el pensamiento de ver a un antiguo amigo. Cuarenta y ocho horas después el steamer había podido hacerse de nuevo a la mar, y el cabo Frehel quedaba ya a unas treinta millas al noreste cuando lo señalamos a la atención de nuestros lectores.

¿Y por qué señalar este barco en lugar de otro, cuando pasan cien por el canal de la Mancha empleados por el Reino Unido en exportar los productos de sus entrañas carboníferas a todos los puntos del globo?

¿Por qué? Porque Antifer se encontraba a bordo, y con él Juhel y Gildas Tregomain.

¿Cómo estaban a bordo de un steamer inglés, en lugar de haberse instalado más cómodamente en los vagones de las compañías del oeste y del este y en los sleeping-cars del Oriente Express?

¡Qué diablo! Cuando de un viaje se deben traer cien millones, no importa que el viajero busque sus comodidades y no repare en gastos.

Esto es lo que Antifer, el heredero del rico Kamylk-Bajá, hubiera hecho de no habérsele presentado la ocasión de viajar en condiciones muy agradables.

El capitán Cip, que mandaba el Steersman, era antiguo conocido de Antifer, y durante su escala, el inglés visitó al maluín, y no hay que decir si fue bien recibido. En cuanto supo que su amigo se preparaba a partir para Port-Said le propuso, mediante un precio razonable, que tomara pasaje a bordo del Steersman. Era éste un buen navío, que hacía sus once nudos en mar calmado, y que no empleaba más de trece o catorce días en franquear las cinco mil quinientas millas que separan Gran Bretaña del fondo del Mediterráneo. No estaba, ciertamente, dispuesto para el servicio de viajeros; pero los marinos no han de ser exigentes. Siempre se podría disponer de un camarote conveniente, y la travesía se efectuaría sin trasbordo, lo que no dejaba de ser ventajoso.

Compréndase, pues, que Antifer aceptase. Su emparedamiento en un vagón durante tan largo viaje no le agradaba; en su opinión, valía más pasar dos semanas en un buen barco, en medio de las frescas brisas del mar, que seis días en el fondo de un cajón con ruedas, respirando humo y moléculas de polvo. Así lo pensó también Juhel, aunque no Gildas, cuyo campo de navegación se había limitado a las riberas del Ranee. Gracias a los ferrocarriles de Europa occidental y oriental, había contado con efectuar en ferrocarril la mayor parte del viaje, pero su amigo decidió otra cosa. Lo mismo daba llegar al islote un mes antes que después, pues era cosa a todas luces evidente que aquél estaría siempre en el mismo lugar; lugar que nadie conocía, excepción hecha de Antifer, Juhel y Gildas Tregomain. El tesoro enterrado desde hacía treinta años con el sello de la doble K no perdía su valor por esperar algunas semanas más.

Síguese de aquí que Antifer aceptó en nombre propio y en el de sus compañeros la proposición del capitán Cip, y ésta es la razón por la que el Steersman ha sido señalado a la atención del lector.

Así pues, Antifer, su sobrino y su amigo Tregomain, provistos de una buena suma que el último había guardado en su cinto, de un excelente cronómetro de buena marca y del libro del Conocimiento de la Tierra, necesario para sus futuras observaciones, llevando además un azadón y un pico para horadar el suelo del islote, han tomado pasaje en el barco, que es excelentemente bien dirigido, con una tripulación compuesta de dos maquinistas, dos fogoneros y diez marineros. El patrón de la Encantadora Amelia ha tenido que vencer su repugnancia y aventurarse en una travesía marítima, y desafiar las furias de Neptuno, él, que jamás había visto más que las encantadoras sonrisas de las ninfas potámidas. Pero ante el mandato de Antifer no había hecho observación alguna. Conmovedores «adioses» se cambiaron de una y otra parte: Énogate, tiernamente oprimida contra el corazón de Juhel.

Nanón, dividiendo sus caricias entre su hermano y su sobrino, mientras Gildas Tregomain procuraba no apretar demasiado fuerte entre sus brazos a los que tenían el valor de precipitarse en ellos… En fin, se había dado la seguridad de que la ausencia no sería larga, y que no transcurrirían seis semanas sin que la familia estuviese reunida de nuevo en la casa de la calle de las Hautes-Salles. Y entonces, millonario o no, se sabría convencer a Antifer de que se celebrase el matrimonio tan intempestivamente interrumpido… Después el navío había tomado rumbo oeste y la joven le había seguido. Y bien, ¿es que el Steersman ha olvidado a los dos personajes —que no son de poca importancia— que tenían la obligación de acompañar al heredero de Kamylk-Bajá? En efecto, ni el notario Ben-Omar ni Sauk estaban a bordo.

Lo cierto es que no había sido posible conseguir que el notario egipcio se embarcara en el steamer. En un viaje de ida entre Alejandría y Marsella, había estado enfermo como no es permitido ni a un notario. Así es que ahora que el destino le obligaba a trasladarse a Suez, y de aquí no se sabía dónde, había jurado no emplear más que las vías terrestres mientras esto fuera posible. Sauk no había hecho ninguna objeción, y por su parte Antifer no deseaba en modo alguno tener a Ben-Omar como compañero de viaje, contentándose con citarle para fin de mes en Suez, sin decirle que había que ir hasta Máscate.

¡Entonces sí que el notario se vería obligado a desafiar la cólera del pérfido elemento!

Antifer había añadido:

—Puesto que su cliente le ha ordenado estar presente en el momento de la exhumación del tesoro en calidad de ejecutor testamentario, esté. Pero si las circunstancias nos obligan a viajar juntos, permanezcamos aparte, puesto que no tengo deseos de unirme más con usted y su pasante.

En esta observación tan galantemente formulada se reconocía a nuestro incivilizable maluín.

Resultado de esto: que Sauk y Ben-Omar habían abandonado Saint-Malo antes de la partida del Steersman, y ésta es la razón por la que no figuraban entre los pasajeros del capitán Cip, por lo que éste no pensaba en quejarse. Se sabe además que el notario, colocado entre el temor de perder su prima en el negocio si no asistía al descubrimiento del tesoro, y abrumado por la implacable voluntad de Sauk, no había de faltar a acompañar a Antifer. Llegaría antes que éste a Suez, y le esperaría no sin alguna impaciencia.

Entretanto el Steersman navegaba a todo vapor a lo largo de la costa francesa. No era sacudido muy rudamente por los vientos del S., encontrando cierto abrigo en la proximidad de la tierra, de lo que Gildas Tregomain se felicitaba. Habíase prometido aprovechar el viaje estudiando las costumbres y trajes de los diversos países que se le obligaba a recorrer. Pero como, por primera vez en su vida, salía a alta mar, temía marearse. Así paseaba una mirada a la vez llena de curiosidad y de temor hasta el horizonte, donde se confundían el agua y el cielo. No trataba de jugar a marinero, ni afrontar las desnivelaciones, efecto del movimiento, paseando por el puente del steamer. El apoyo le hubiera faltado a sus piernas, acostumbradas al inmóvil piso de una barca, así es que permanecía sentado a proa en una actitud resignada que le atraía las bromas del despiadado Pierre-Servan-Malo.

—Y bien, Gildas, ¿qué tal?

—Hasta ahora no vamos mal.

—¡Eh! ¡Eh! Esto no es todavía más que navegar en agua dulce, puesto que no nos alejamos de tierra, y aún tienes el derecho de creerte en la Encantadora Amelia, entre las riberas del Ranee. Pero si sobreviene el viento norte la mar sacudirá sus pulgas, y creo que no tendrás lugar de rascarte las tuyas.

—No tengo pulgas, amigo mío.

—Es un modo de hablan y en el océano te espero.

—¿Piensas que me pondré malo?

—¡Ya lo creo! Te lo aseguro.

Antifer tenía un modo particular de tranquilizar a las gentes. Por esto Juhel, creyendo sin duda corregir los malos efectos de estos pronósticos, dijo:

—Mi tío exagera, señor Tregomain, y no se pondrá más malo…

—¿Que un delfín? Es lo que deseo —respondió Gildas señalando a dos o tres de esos clowns del mar que hacían cabriolas junto al Steersman.

Por la tarde el navío dobló las extremidades de la Bretaña. Entró en el canal de Fur, cubierto por las alturas de Ouessant, y la mar no se mostró muy agitada aunque el viento fue algo fuerte. Los pasajeros se acostaron entre las ocho y las nueve, y durante la noche el steamer pasó la punta de Saint-Mathieu, Brest, la bahía de Douarnenez, y puso el cabo al suroeste a través de la Iroise. Gildas soñó que estaba muy malo; felizmente no fue más que un sueño.

Al llegar la mañana, aunque el barco tenía un gran movimiento, hundiéndose en las olas, levantándose para hundirse de nuevo, no dudó en volver al puente. Puesto que el azar de su destino le reservaba concluir su carrera de marinero con un viaje por mar, quiso fijar las eventualidades del mismo en su memoria. Hele, pues, apareciendo en la escalera de chupeta. ¿A quién vio entonces pálido, exánime, vaciándose a modo de tonel? ¡A Antifer en persona! A Antifer Pierre-Servan-Malo, mareado como una delicada lady, en mal tiempo, durante la travesía entre Bolonia y Folkestone.

¡Y qué juramentos de origen terrestre y marítimo a la vez! ¡Qué juramentos entre sus arcadas cuando contempló la faz tranquila y sonrosada de su amigo, que no parecía sentir el menor mal!

—¡Mil bombas! —exclamó—. ¿Se creería esto? Por no haber puesto los pies en un barco desde hace diez años… yo… un contramaestre… más malo que un patrón de una gabarra.

—Yo no lo estoy —osó decir Gildas Tregomain.

—No lo estás… ¿Y por qué?

—Me asombro de ello, amigo mío.

—Y sin embargo, tu Ranee jamás se ha parecido a esta mar de Iroise.

—Jamás…

—¡Y tú no tienes el semblante trastornado!

—Lo siento mucho, pues esto parece contrariarte.

¿Se podría encontrar hombre de mejor pasta en la superficie de nuestro mundo sublunar?

Nos apresuramos a añadir que la enfermedad de Antifer no fue más que pasajera. Antes que el Steersman hubiese vuelto el cabo Ortegal, en la punta noroeste de España, estando aún en medio de los parajes del golfo de Gascuña, tan terriblemente combatidos por las olas del Atlántico, el maluín había reconquistado su pie y su estómago de marino. Le había sucedido lo que a muchos, hasta a los mejores navegantes, cuando han pasado mucho tiempo sin embarcarse.

Su mortificación fue mucha, y su amor propio sufrió pensando que el patrón de la Encantadora Amelia había quedado incólume, mientras que él había echado las entrañas.

La noche fue muy serena. Durante ella el Steersman navegó por mar gruesa a través de la Coruña y del Ferrol. Tuvo el capitán Cip la intención de hacer escala, y tal vez se hubiese decidido a ello de no mostrarse Antifer contrario a esta opinión. Retardos prolongados le hubiesen inquietado respecto al paquebote de Suez, que no hace más que una escala mensual al golfo pérsico. En estas épocas del equinoccio se puede temer el mal tiempo. Valía más no hacer escala mientras no hubiera peligro evidente en continuar el viaje.

El Steersman prosiguió navegando a regular distancia de los arrecifes del litoral de España. Dejó a babor la bahía de Vigo y los tres picos que señalan su entrada; después las pintorescas costas de Portugal. Al día siguiente, a estribor, se levantó el grupo de las Berlingues, que la Providencia ha fabricado expresamente para el establecimiento de los faros que indican la proximidad del continente a los navíos desde muy lejos. Claro es que en estas largas horas se hablaba del gran negocio, de aquel viaje extraordinario y de sus resultados. Antifer había recobrado su aplomo físico y moral. Con las piernas separadas, desafiando el horizonte con la mirada, recorría el puente con paso firme, buscando, preciso es decirlo todo, en la fisonomía de Gildas Tregomain un síntoma del mareo que no se presentaba.

—¿Cómo encuentras el océano? —le preguntaba.

—¡Es mucha agua ésta, amigo mío!

—Sí… Hay un poco más que en tu Ranee.

—Sin duda; pero no hay que desdeñar un río que tiene su encanto.

—Yo no lo desdeño… lo desprecio.

—Tío —dijo Juhel—, nada se debe despreciar… y un río puede tener su valor.

—¡Tanto como un islote! —añadió Gildas Tregomain.

Esto era tocar el punto sensible de Antifer.

—Ciertamente —exclamó—, hay islotes que merecen ser colocados en primera línea… el mío, por ejemplo…

Este pronombre indicaba el cambio operado en aquel cerebro de bretón. En su opinión aquel islote le pertenecía en propiedad por herencia.

—Y a propósito de mi islote —añadió—, ¿compruebas diariamente la marcha de tu cronómetro, Juhel?

—Seguramente, tío, y no he visto instrumento tan perfecto.

—¿Y tu sextante?

—Ten la seguridad de que vale tanto como el cronómetro.

—A Dios gracias, pues han costado bastante caros.

—Si han de reportar cien millones —continuó Gildas Tregomain—, no hay para qué mirar el precio.

—Bien dices…

Y realmente no se había reparado en él. El cronómetro había sido fabricado en los talleres de Breguet, no hay que decir con qué perfección. El sextante era digno del cronómetro, y hábilmente manejado podía dar los ángulos a menos de un segundo. Claro es que el manejo quedaba a cargo del joven capitán. Gracias a estos dos aparatos, él sabría determinar con una precisión absoluta el yacimiento del islote.

Pero si Antifer y sus compañeros tenían razón para confiar de un modo absoluto en aquellos dos instrumentos, sentían desconfianza, y justa, por Ben-Omar, el ejecutor testamentario de Kamylk-Bajá. Con frecuencia hablaban de esto, y un día el tío dijo a su sobrino:

—No me agrada del todo ese Omar, y me prometo observarle de cerca.

—¡Quién sabe si le encontraremos en Suez! —respondió Gildas Tregomain con tono de duda.

—Nos esperará semanas y meses, si es preciso —respondió Antifer—. ¿Acaso no ha ido a Saint-Malo únicamente para robarme mi latitud?

—Tío —dijo Juhel—, veo que tienes razón en sospechar de ese notario de Egipto. En mi opinión no vale gran cosa, y confieso que su pasante, Nazim, no me parece valer más.

—Pienso como tú, Juhel —añadió Gildas—. Ese Nazim tiene el mismo aire de pasante de notario que yo de…

—De un galán joven —dijo Pierre-Servan-Malo, haciendo rechinar su piedra entre los dientes—. No, ese pasante no tiene cara de redactar escrituras. La desgracia es que no habla el francés… Se hubiera debido hacerle charlar…

—¡Hacerle charlar, tío!… Si no has sacado gran cosa del amo, puedes creer que tampoco hubieras conseguido nada de su pasante. Creo que debes pensar más en ese Sauk.

—¿Qué Sauk?

—El hijo de Murad… el primo de Kamylk-Bajá, ese hombre que ha sido desheredado en beneficio tuyo…

—¡Que se libre de atravesarse en mi camino, Juhel!… ¿Acaso el testamento no es formal? Entonces, ¿qué nos quiere ese descendiente de bajás, cuyas colas me encargo de cortar?

—Sin embargo, tío…

—¡Eh! No me inquieto por él más que por Ben-Omar; y si ese fabricante de contratos no anda derecho…

—Ten cuidado, amigo mío —dijo Gildas Tregomain—. No puedes desembarazarte del notario. Tiene el derecho, y hasta el deber, de acompañarte en tus investigaciones, de seguirte en el islote…

—¡Mi islote, Gildas!

—¡Sea… tu islote! El testamento lo indica de una manera precisa; y como él tiene una comisión de un uno por ciento, o sea un millón de francos…

—¡Un millón de puntapiés! —exclamó el maluín, cuya irascibilidad crecía al pensamiento de la enorme prima que debía cobrar Ben-Omar.

La conversación fue interrumpida por ensordecedores silbidos. El Steersman, que se había aproximado a tierra, pasaba entre el cabo de San Vicente y las rocas que se levantan a lo largo del cabo.

Nunca se olvidaba el capitán Cip de enviar un saludo al convento acostado en lo alto del desfiladero, saludo que se devolvía con una bendición paternal. Algunos viejos monjes aparecieron, y el steamer, bendito, rodeó la punta extensa para tomar la dirección hacia el sureste.

Durante la noche se vieron los faros de Cádiz, y se pasó la bahía de Trafalgar.

A la madrugada, después de haber dejado al sur el faro del cabo Espartel, el Steersman, dejó a igual distancia a estribor las soberbias colinas de Tánger, sembradas de ciudades blancas, y a babor las vertientes escalonadas del estrecho de Gibraltar.

Desde aquí el capitán Cip, ayudado por la corriente del Mediterráneo, anduvo vivamente, aproximándose al litoral marroquí. Se vio Ceuta sobre su roca como un Gibraltar español, pásose el cabo al sureste, y veinticuatro horas después la isla Alborán quedaba atrás.

Es ésta una deliciosa navegación. Nada más pintoresco, más variado que este panorama, con sus montañas de armonioso perfil, las múltiples recortaduras de las riberas, las ciudades marítimas que surgen inopinadamente en torno de los altos desfiladeros en un cuadro de verdor respetado por el invierno en aquel clima del Mediterráneo. ¿Apreció Gildas Tregomain como convenía estas bellezas naturales, comparándolas con los puntos de vista de su querido Ranee, entre Dinard y Dinan? ¿Qué sintió viendo a Orán dominado por el cerro donde está situado su fuerte, a Argelia en forma de anfiteatro, a Stora perdida entre rocas de grandioso aspecto, a Bujía, Philippeville y Bone, mitad moderno, mitad antiguo, en el fondo de su golfo? En una palabra: ¿cuál fue el estado de ánimo de Gildas Tregomain en presencia de este litoral soberbio que se desarrollaba ante sus ojos? Éste es un punto histórico que no está fijado, y que sin duda nunca lo estará.

A través de La Calle, el Steersman, alejándose de la costa de Túnez, tomó la dirección del cabo Bon. En la noche del 5 de mayo, las alturas de Cartago se dibujaron un instante sobre el fondo de un cielo blanco, en el momento en que el sol se ocultaba entre las brumas. Durante la noche, el steamer, después de haber doblado el cabo Bon, atravesó esa parte oriental del Mediterráneo que se extiende hasta las Escalas de Levante.

El tiempo era bastante bueno. La isla Pantellaria mostró su aguda punta; un antiguo volcán dormido que puede despertarse algún día. Por lo demás, el subsuelo de esta parte del mar, desde el cabo Bon hasta los últimos parajes del archipiélago griego, es volcánico. Aparecen algunas islas y desaparecen, Santorín, Julia y otras. Así es que Juhel tuvo razón al decir a su tío:

—Es una dicha que Kamylk-Bajá no haya escogido un islote de estos parajes para enterrar sus tesoros.

—¡Sí, es una dicha! —exclamó Antifer.

Y su rostro tornóse pálido al pensamiento de que su islote hubiera podido estar en un mar incesantemente combatido por las fuerzas plutónicas. Felizmente, el golfo de Omán está garantizado contra eventualidades de esta clase. No se conocen allí tales conmociones, y el islote ocuparía el mismo sitio indicado en el mapa.

Después de haber pasado las islas de Gozzo y de Malta, el Steersman se aproximó a la costa egipcia.

El capitán Cip reconoció Alejandría. Después de rodear esa red de las bocas del Nilo, especie de abanico abierto entre Roseta y Damieta, fue señalado a la entrada de Port-Said en la mañana del 7 de marzo.

El canal de Suez estaba en construcción en aquella época, puesto que no fue inaugurado hasta 1869. El steamer tuvo, pues, que detenerse en Port-Said. Allí, bajo el influjo francés, las casas a la europea, los chalets de puntiagudos tejados, las villas fantásticas se extendían a lo largo de una playa arenosa. Los productos de las excavaciones han servido para establecer un terraplén que sirve de asilo a una ciudad en que nada falta: iglesia, hospital, almacenes. Vense pintorescas construcciones, y el lago está sembrado de verdes islotes, entre los que pasan las barcas de los pescadores. Una especie de rada de doscientas treinta hectáreas está protegida por dos diques, el uno occidental, con faro, en una extensión de tres mil quinientos metros; el otro oriental, de setecientos.

Antifer y sus compañeros se separaron del capitán Cip después de haberle dado las gracias por la acogida que a bordo habían recibido, y tomaron el ferrocarril que circulaba entonces entre Port-Said y Suez.

Era una lástima que el canal no estuviese concluido, pues la travesía hubiera interesado vivamente a Juhel, y Gildas Tregomain se hubiera podido creer entre las riberas del Ranee, aunque el aspecto de los lagos Amers e Ismailia sea menos bretón que Dinan y más oriental que Dinard.

En cuanto a Antifer, ¿hubiera pensado en admirar tales maravillas? No. Ni las que son debidas a la Naturaleza, ni las formadas por el genio del hombre le hubieran interesado. Para él no existía en el mundo más que una cosa, el islote del golfo de Omán; su islote, que, como un punto brillante, hipnotizaba todo su ser.

No debía ver nada de Suez, de esta ciudad que actualmente ocupa un lugar tan importante en la nomenclatura geográfica. Pero lo que sí vio claramente al salir de la estación fue a dos hombres, uno de los cuales se deshacía en saludos ceremoniosos, mientras que el otro no perdía su gravedad oriental.

Eran Ben-Omar y Nazim.

Share on Twitter Share on Facebook