VI

PRIMERA ESCARAMUZA ENTRE OCCIDENTE Y ORIENTE, EN LA QUE ORIENTE ES BASTANTE MALTRATADO POR OCCIDENTE

Transcurrió una semana sin que hubiera sombra del mensajero. Gildas Tregomain se decía que le extrañaría menos ver aparecer al profeta Elias bajado del cielo. Pero guardábase mucho de expresar su opinión en esta forma bíblica delante de Antifer.

En lo que se refiere a Énogate y Juhel, ninguno de ellos pensaba en el enviado de Kamylk-Bajá, un ser puramente imaginario; ¡y si no había más que aquel buen hombre que pudiese turbar o retardar la unión proyectada!… ¡No! Ellos se ocupaban de los preparativos de partida para ese encantador país del matrimonio, del que el joven conocía la longitud y la novia la latitud, aquel país al que sería tan fácil llegar combinando aquellos dos elementos geográficos. Podíase asegurar que la combinación se haría el 5 de abril, en la época fijada.

En cuanto a Antifer, se había hecho más insociable, más inabordable que nunca. La fecha de la ceremonia se aproximaba cada día veinticuatro horas. Aún algunas semanas, y los novios estarían unidos por lazos indisolubles. ¡Hermoso resultado verdaderamente! En el fondo, ¿no había su tío soñado para ellos enlaces soberbios cuando él fuese rico? Si deseaba aquellos millones, aquellos incontables millones que le pertenecían ¿era con la idea de gozarlos él mismo, de aprovecharse de ellos, de darse la gran vida, de habitar palacios, arrastrar coche y comer en vajilla de oro, de llevar botones de diamantes en la pechera? ¡No, gran Dios! ¡Pero contaba con casar a Juhel con una princesa, y a Énogate con un príncipe!… ¿Qué queréis? Era su monomanía. Y he aquí que su deseo corría el peligro de no realizarse si el mensajero no llegaba en tiempo oportuno, ¡y por la falta de algunas cifras combinadas con las que él poseía ya el tesoro de Kamylk-Bajá se vaciaría muy tarde en la caja de Antifer!

Éste no podía estar en su casa. Por otra parte preferible era para la común tranquilidad que estuviese fuera. Solamente se le veía a las horas de comer. Todas las veces que se presentaba la ocasión, el bueno de Tregomain se ofrecía a su cólera con la esperanza de consolar a su amigo, que le enviaba al diablo. En suma, había motivo para sospechar que cayese enfermo. Su única ocupación era correr todos los días por el andén de la estación a la llegada de los trenes, por los muelles del Sillón a la llegada de los paquebotes, buscando entre los que desembarcaban alguna cara exótica que pudiese atribuirse al enviado de Kamylk-Bajá, egipcio sin duda, tal vez un armenio, en fin, un personaje extranjero, fácil de reconocer por su tipo, por su acento, por su traje, y que preguntaría a un empleado la dirección de Pierre-Servan-Malo-Antifer.

¡Nada! ¡Nada de este género! Normandos, bretones, ingleses, noruegos, todos los que se querían. Pero había que renunciar a encontrar un extranjero delgado de la Europa oriental, un maltés, un levantino…

El 9 de febrero, después del almuerzo, durante el que no había despegado los labios si no es para beber y comer, Antifer se entregó a su paseo habitual, el paseo de Diógenes que busca a un hombre. Si no llevaba una linterna encendida en pleno día, a ejemplo del mas grande filósofo de la antigüedad, tenía dos buenos ojos de incandescente pupila que le permitían reconocer de lejos aquel a quien con tanta impaciencia esperaba.

Fue a través de las estrechas calles de la ciudad, bordeadas de altas casas de granito y empedradas de agudos guijarros.

Bajó por la calle de Bey hacia Duguay Trouin, miró la hora en el reloj de la sub-prefectura, dirigióse hacia la plaza de Chateaubriand, rodeó el quiosco bajo los plátanos sin hojas, franqueó la puerta de la muralla y se encontró en el muelle de Sillón.

Antifer miraba a derecha e izquierda, ante él, detrás, fumando su pipa de la que aspiraba los vapores a bocanadas violentas y precipitadas. Se le saludaba aquí y allá, pues era uno de los notables de la ciudad de Saint-Malo, un hombre estimado y considerado. ¡Pero cuántos saludos no devolvía por no notar que le fuesen dirigidos a él!… Efecto de la obsesión y de la distracción, que es su consecuencia.

En el puerto, numerosos navíos de vela, steamers de tres mástiles, brigs-goletas, barcos de escaso porte. Siendo entonces tiempo de bajamar, faltaban dos o tres horas para que los barcos señalados a lo largo del semáforo pudiesen entrar.

Antifer pensó, pues, que lo más sabio sería ir a la estación a fin de esperar la llegada del expreso. ¿Sería más favorecido aquel día que en tantas semanas transcurridas?

¡De qué modo la frágil máquina humana va por mal camino! Antifer, ocupado en mirar a los que pasaban, no notó que era seguido desde hacía unos veinte minutos por un sujeto verdaderamente digno de llamar su atención.

Era un extranjero, un extranjero cubierto de un fez rojizo con borla negra, envuelto en una amplia levita cerrada hasta el cuello con una hilera de botones, vestido con un pantalón fofo que caía sobre unos zapatones en forma de babuchas. No era joven aquel tipo. Tendría de sesenta a sesenta y cinco años; un poco encorvado; llevaba sus huesosas manos sobre el pecho. Que aquel hombre fuese o no el levantino esperado, no era dudoso que venía de los países que baña el Mediterráneo oriental, un egipcio, un armenio, un sirio, un otomano.

El extranjero siguió a Antifer con vacilantes pasos, tan pronto como si se decidiese a hablarle, como deteniéndose por temor de cometer un error. Al fin, en el ángulo del muelle apresuró su marcha, avanzó al maulin, y se volvió tan precipitadamente sobre sus pasos que los hombres chocaron.

—¡Diablo con el torpe! —exclamó Antifer sacudido por el choque.

Después, frotándose los ojos y poniendo su mano sobre la frente para recoger la mirada, pronunció estas palabras, que se escaparon de su boca como balas de revólver:

—¡Eh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Él!… ¿Será éste? ¡Seguramente es el enviado de la doble K!…

Si lo era, preciso es convenir que no atraía por su aspecto con su cara seca, sus mejillas plegadas, su nariz puntiaguda, sus orejas separadas, sus labios delgados, su barba de vieja, sus ojos hundidos, su color de limón demasiado maduro; en fin, una fisonomía que no inspiraba confianza.

—¿Tengo el honor de dirigirme al señor Antifer, como un servicial marinero acaba de decirme? —preguntó en un francés deplorable, lenguaje muy comprensible hasta para un bretón.

—Antifer-Pierre-Servan-Malo —respondió éste—. ¿Y usted?

—Ben-Omar.

—¿Un egipcio?

—Notario de Alejandría, y al presente alojado en el hotel de la Unión, calle de la Poissonnerie.

¡Un notario! Evidentemente, en aquellos países orientales los notarios no pueden tener ese tipo sui generis habitual al notario francés, con corbata blanca, traje negro, anteojos de oro. Ya es bastante asombroso que se encuentren notarios entre los súbditos del Faraón.

Antifer no dudó que tenía ante él al mensajero misterioso, al portador de la famosa longitud, al Mesías anunciado desde hacía veinte años por la carta de Kamylk-Bajá. Sin embargo, en vez de obrar apresuradamente y asediar a Ben-Omar a preguntas, tuvo bastante imperio sobre sí mismo para dejarle venir; tanto recelo inspiraba el aspecto de aquella momia.

Jamás Gildas Tregomain hubiera creído a su amigo capaz de semejante prudencia.

—Y bien, ¿qué me quiere, señor Ben-Omar? —dijo observando al egipcio, que demostraba un aire perplejo.

—Un momento de conversación, señor Antifer.

—¿Quiere que vayamos a mi casa?

—No; es preferible que nuestra conferencia se celebre en lugar donde nadie nos pueda ver.

—¿Trátase, pues, de un secreto?

—Sí y no. Más bien de una venta.

Antifer agitóse al oír esta palabra. Decididamente, si aquel hombre traía la longitud deseada, no parecía querer entregarla gratis. Y, sin embargo, la carta firmada con la doble K no hablaba de una venta.

—¡Cuidado con el timón, y no dejemos tomar ventaja al viento! —pensó.

Y después, dirigiéndose a su interlocutor y mostrándole un rincón desierto al extremo del puerto.

—Venga allí —dijo—. Estaremos tan solos como conviene para tratar asuntos reservados… Pero despachemos, porque hace un frío seco que corta la cara.

No les separaban del sitio indicado más que unos veinte pasos. En los barcos amarrados a los muelles no había nadie. El empleado de la Aduana se paseaba, a medio cable de allí. En un instante ambos llegaron al ángulo desierto, y se sentaron en la punta de un mástil.

—¿Le gusta el sitio, señor Ben-Omar? —preguntó Pierre-Servan-Malo.

—¡Sí… muy bien!

—Pues hable, pero claro, sin ambages, y no al modo de sus esfinges, que se divierten en hablar en jeroglífico.

—No habrá reticencias, señor Antifer. Hablaré francamente —respondió Ben-Omar en un tono que nada tenía de franco.

Tosió dos o tres veces, y dijo:

—¿Ha tenido padre?

—Sí… Como es costumbre en nuestro país. ¿Qué más?

—He oído decir que había muerto.

—Hace ocho años. ¿Qué más?

—¿Había navegado?

—Es de suponer, puesto que era marino. ¿Qué más?

—¿En qué mares?

—En todos. ¿Qué más?

—Así… ¿Llegó al Levante?

—Al Levante como al Poniente… ¿Qué más?

—¿Durante esos viajes —continuó el notario, a quien estas breves respuestas no permitían llegar a su objeto—, se encontró hará unos sesenta años en las costas de Siria?

—Tal vez sí, tal vez no… ¿Qué más?

Estos «¿qué más?» llegaban a Ben-Omar como codazos en las costillas, y su cara se descomponía en los más inverosímiles gestos.

—¡Bordea! —se decía Antifer—. ¡Bordea lo que quieras!… ¡Como cuentes conmigo para dirigirte!…

El notario comprendió que era preciso abordar el caso más directamente.

—¿Tiene conocimiento —dijo— de que su padre haya tenido ocasión de prestar un servicio… un servicio inmenso… a alguno… precisamente en las costas de Siria?

—Ninguno… ¿Qué más?

—¡Ah! —dijo Ben-Omar, asombrado de la respuesta—. ¿Y no sabe si recibió una carta de Kamylk-Bajá?

—¿Un Bajá?

—Sí.

—¿De cuantas colas?

—Poco, importa, señor Antifer. Lo esencial es saber si su padre recibió una carta con indicaciones de gran valor.

—No sé nada… ¿Qué más?

—¿No ha buscado entre sus papeles? No es posible que esa carta haya sido destruida. Le repito que contiene informes de extraordinaria importancia.

—¿Para usted, señor Ben-Omar?

—Para usted también, señor Antifer… En fin, justamente esa carta es la que tengo encargo de recuperar… Sé que podría ser objeto de una compra…

En un instante apareció claramente ante Pierre-Servan-Malo que algunos, de quienes Ben-Omar era el mandatario, debían poseer la longitud que le faltaba para determinar el lugar de los millones.

—¡Los miserables! —murmuró—. ¡Quieren apoderarse de mi secreto! ¡Comprar mi carta… para ir a desenterrar mi tesoro!

Y tal vez razonaba bien.

En aquel momento Antifer y Ben-Omar oyeron los pasos de un hombre que, viniendo por aquella parte, daba vuelta al ángulo del muelle en dirección a la estación. Calláronse, o el notario por lo menos dejó en suspenso una frase comenzada; se hubiera podido creer que lanzaba una mirada oblicua al referido paseante, y hacía un signo negativo, del que el último pareció muy contrariado. En efecto, un gesto de despecho contrajo su rostro, y apresurando el paso no tardó en desaparecer.

Era un extranjero de treinta y tres años de edad, vestido de egipcio, de tez oscura, ojos negros y brillantes, y estatura más que regular, vigorosa contextura, aire atrevido y fisonomía casi feroz. ¿El notario y él se conocían, pues? Era posible. ¿Querían en aquel momento fingir que no se conocían? Era cierto.

Fuera lo que fuera, Antifer no se fijó en aquello —una mirada y un gesto nada más— y volvió a la conversación.

—Ahora, señor Ben-Omar —dijo—, ¿quiere explicarme por qué desea tanto poseer esa carta, saber lo que ella encerraba, hasta el punto de querer comprármela si yo la hubiera tenido?

—Señor Antifer —respondió el notario con un tono de confusión—, he contado a Kamylk-Bajá entre mis clientes. He sido encargado de sus intereses.

—¿Dice que le ha contado entre sus clientes?

—Sí; y como albacea de sus herederos…

—¿Sus herederos? —exclamó Antifer con un movimiento de sorpresa que no dejó de asombrar al notario…— ¿Ha muerto, pues?

—Ha muerto.

—¡Atención! —murmuró Pierre-Servan-Malo apretando la piedra entre sus dientes—. Kamylk-Bajá ha muerto. Si se maquina algo…

—Así, señor Antifer —preguntó Ben-Omar—, ¿no tiene esa carta?

—No.

—Es lástima —dijo—, pues los herederos de Kamylk-Bajá, que desean reunir todo lo que les pueda recordar a su querido pariente…

—¡Ah! ¿Es por el recuerdo? ¡Excelentes corazones!

—Por eso sólo, señor Antifer, y esos excelentes corazones, como dice, no hubieran dudado en ofrecerle una suma conveniente a fin de poseer esa carta.

—¿Cuánto me hubieran dado?

—¿Qué os importa si no la tenéis?

—Decid, no obstante.

—¡Oh! Algunos centenares de francos…

—¡Oh! —dijo Antifer.

—Tal vez hasta algunos miles.

—Pues bien —exclamó Antifer, que al cabo de su paciencia asió a Ben-Omar por el cuello y le atrajo hacia sí, diciéndole al oído estas palabras, no sin reprimir un violento deseo de morderle—: Yo tengo… su carta.

—¿La tiene?

—Su carta firmada con la doble K.

—¡Sí! La doble K. Así firmaba mi cliente.

—Yo la tengo. Yo la he leído y releído. Y yo sé, o más bien adivino, por qué tiene tantos deseos de poseerla.

—Caballero…

—Y no la tendrá.

—¿Rehúsa?

—Sí, viejo Omar, a menos que me la compre.

—¿Cuánto? —preguntó el viejo notario, llevándose maquinalmente las manos al bolsillo.

—¿Cuánto? Cincuenta millones de francos.

¡Qué salto pegó Ben-Omar, mientras que Antifer, con la boca abierta, enseñando los dientes, le miraba como jamás había sido el notario mirado, sin duda alguna!

Después, en tono seco, un tono de marino que manda:

—Podéis, tomarlo o dejado —añadió.

—¡Cincuenta millones! —repetía el notario con asombrado acento.

—No comprarla, señor Ben-Omar. ¡No se lo daré por cincuenta céntimos menos!

—¿Cincuenta millones?

—Los vale, y en oro o billetes o un cheque contra el Banco de Francia.

El notario, estupefacto un instante, recobró poco a poco su sangre fría. No dudaba de que aquel maldito marino supiese la importancia que aquella carta tenía para los herederos de Kamylk-Bajá. En efecto, ¿no contenía los informes necesarios para la busca del tesoro?

La maniobra operada con el objeto de entrar en posesión de aquella carta se había frustrado.

El maluín estaba en guardia. Preciso era comprar aquella carta, es decir, aquella latitud que completaría la longitud de la que Ben-Omar era el depositario.

Se preguntará cómo Ben-Omar sabía que Antifer fuese el poseedor de la carta. ¿Acaso el antiguo notario del rico egipcio era el mensajero encargado, en ejecución de la última voluntad de Kamylk-Bajá, de llevar la longitud anunciada? No tardará en saberse.

En todo caso, cualquiera que fuese el móvil a que Ben-Omar obedeciera, tratase o no el negocio por instigación de los herederos del difunto, comprendió que la carta no podía ser lograda más que a precio de oro…

Pero cincuenta millones… Así, tomando un aire dulce, dijo:

—Creo que ha dicho cincuenta millones, señor Antifer.

—Eso he dicho.

—¡Eh! Es una de las cosas más graciosas que he oído en mi vida.

—Señor Ben-Omar, ¿quiere oír ahora otra cosa más graciosa todavía?

—Con mucho gusto.

—Pues bien; es usted un viejo tramposo, un vejo infame de Egipto, un viejo cocodrilo del Nilo.

—¡Caballero!

—¡Sea! Me detengo. Quiere arrancarme mi secreto en vez de decirme el suyo…, que indudablemente tiene encargo de comunicarme.

—¿Supondrá?

—¡Supongo la verdad!

—No… Eso que imagina…

—¡Basta, abominable pillo!

—¡Caballero!

—Retiro lo de abominable por deferencia… ¿Y quiere que le diga por qué desea tanto esa carta?

¿Pudo el notario pensar que Pierre-Servan-Malo se iba a entregar acabando esta frase?

Lo cierto fue que sus ojillos empezaron a brillar como carbunclos.

No. Aunque el maluín estuviera visiblemente alterado, aunque la cólera enrojeciera su rostro, siguió en su reserva, diciendo:

—Sí. Lo que desea, viejo Omar, no son las palabras que la carta encierra, y que recuerdan los servicios prestados por mi padre al signatario de la doble K. ¡No! Son las cuatro cifras… ¿entendéis bien? ¡Las cuatro cifras!

—¿Las cuatro cifras? —murmuró Ben Omar.

—Sí…, y que yo no entregaré más que al precio de doce millones y medio cada una… ¡Hemos hablado bastante! ¡Buenas tardes!

Después de haber metido sus manos en los bolsillos Antifer dio algunos pasos silbando su aire favorito, del que nadie, ni aun él mismo, conocía el origen, y que recordaba más bien los ladridos de un perro perdido que las melodías de Auber.

Ben-Omar, petrificado, parecía haber echado raíces en aquel sitio, como un dios término o una piedra miliaria. ¡Él, que había contado dominar sin gran trabajo a aquel marino como a un sencillo fellah! Y Mahoma sabe si él había explotado a los desdichados campesinos a quienes la mala suerte conducía a su estudio, que era uno de los mejores de Alejandría.

Miraba con asombrados ojos alejarse al maluín, con su pie pesado encogiéndose de hombros, y gesticulando como si su amigo Tregomain hubiera estado allí dispuesto a recibir sus exabruptos habituales.

De pronto Antifer se detuvo bruscamente. ¿Había encontrado algún obstáculo? Sí. Este obstáculo no era más que una idea que acababa de atravesar fugazmente su cerebro. Tratábase de un pequeño olvido, fácil de reparar con algunas palabras.

Volvió hacia el notario, no menos inmóvil que la encantadora Dafne cuando se transformó en laurel, con gran tristeza de Apolo.

—Señor Ben-Omar —dijo.

—¿Qué quiere?

—Se me ha olvidado decirle una cosa.

—¿Cuál?

—El número…

—¡Ah! ¡El número! —repitió Ben-Omar.

—El número de mi casa… 3, calle de las Hautes-Salles. Bueno es que sepa mi dirección, y esté seguro de que será recibido amigablemente el día en que vaya.

—¿En que vaya?

—Con los cincuenta millones en el bolsillo.

Y esta vez Antifer se puso en marcha, mientras que el notario desfallecía implorando a Alá y a su Profeta.

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