VII

EN EL QUE UN PRIMER PASANTE, DE HUMOR POCO SUFRIDO, SE IMPONE A BEN-OMAR BAJO EL NOMBRE DE NAZIM

Durante la noche del 9 de febrero, los viajeros del hotel de la Unión que ocupaban las habitaciones que daban a la plaza de Jacques-Coeur habrían corrido el riesgo de ser turbados en lo más profundo de su sueño si la puerta de la habitación número 17 no hubiese estado herméticamente cerrada y cubierta por un tupido cortinón, que impedía que los ruidos del interior se propagasen fuera.

En efecto, dos hombres, o mejor dicho, uno de ellos gritaba pronunciando recriminaciones y amenazas, que atestiguaban una irritabilidad de ánimo extrema. El otro procuraba calmarle; pero sus súplicas, engendradas por el miedo, no producían resultado alguno. Por lo demás, era muy probable que nadie hubiese comprendido nada de aquella conversación, pues hablaban en lengua turca, poco familiar a los naturales de Occidente. Cierto es que de vez en cuando mezclaban algunas frases en francés, indicando que los dos interlocutores no hubiesen sentido expresarse en esta noble lengua.

Un buen fuego de leña ardía en la chimenea, y una lámpara colocada sobre un velador arrojaba su luz sobre algunos papeles medio ocultos entre los pliegues de una cartera.

Uno de estos personajes era Ben-Omar. Tenía la cara triste, los ojos bajos, y miraba las llamas del hogar, menos ardientes seguramente que las que brotaban de la resplandeciente pupila de su compañero.

Era éste el exótico personaje, de fisonomía feroz y aspecto inquietante, al que el notario había hecho un signo imperceptible en el momento en que Antifer y él hablaban en el extremo del puerto.

Aquel hombre repetía por vigésima vez:

—¿De modo que has fracasado?

—Sí, Excelencia, y Alá es testigo…

—Nada me importa el testimonio de Alá ni el de nadie… Al hecho… ¿No has conseguido nada?

—Con gran pesar mío.

—Ese maluín que el diablo se lleve —esto fue dicho en francés— ¿ha rehusado darte la carta?

—Lo ha rehusado.

—¿Y vendértela?

—¡Venderla! Consentía en ello.

—¿Y tú no se la has comprado? ¿Y no está en tu poder? ¿Y te presentas aquí sin ella?

—¿Sabe lo que pedía, Excelencia?…

—¿Qué importa eso?

—¡Cincuenta millones de francos!

—¡Cincuenta millones!…

Y los juramentos se escaparon de la boca del egipcio al igual que las balas de una fragata que hace fuego por estribor y babor. Después, mientras volvía a cargar sus cañones, dijo lo siguiente:

—¿De modo, imbécil notario, que ese marino sabe la importancia que para él puede tener este negocio?

—Debe de creerlo, sin duda.

—¡Que Mahoma le estrangule y a ti también! —exclamó el irascible personaje, paseando por la habitación apresuradamente— o más bien yo me encargaré de este cuidado en lo que a ti se refiere, pues te hago responsable de cuantas desgracias lleguen.

—Sin embargo, no es mía la culpa, Excelencia. Yo no estaba en el secreto de Kamylk-Bajá.

—Tú deberías haberle conocido y arrancárselo, puesto que eras su notario.

Y los cañones vomitaron de nuevo una doble descarga de juramentos.

Aquel terrible personaje era Sauk, el hijo de Murad, el primo de Kamylk-Bajá. Tenía entonces treinta y tres años. Muerto su padre, y siendo el único heredero directo de su rico pariente, hubiera heredado la enorme fortuna de no haber sido ésta puesta al abrigo de su codicia. Se sabe por qué y en qué condiciones.

He aquí ahora muy sumariamente los sucesos ocurridos desde que Kamylk-Bajá había abandonado Alepo con sus tesoros, a fin de enterrarlos en algún islote desconocido.

Algún tiempo después, en el mes de octubre de 1831, Ibrahim, seguido de veintidós navíos de guerra y treinta mil hombres, había tomado Gazza, Jaffa, Ciffa y San Juan de Acre había caído en sus manos el año siguiente, el 27 de marzo de 1832.

Parecía, pues, que aquellos territorios de Palestina y Siria iban a ser definitivamente arrancados a la Sublime Puerta, cuando la intervención de potencias europeas detuvo al hijo de Mehemet-Alí en aquel camino de conquistas.

En 1833, el tratado de Kataye fue impuesto a los dos adversarios, el Sultán y el virrey, y las cosas quedaron en tal estado.

Felizmente para su seguridad, durante aquel período tan turbulento Kamylk-Bajá, después de haber puesto sus riquezas al abrigo de malas artes en la fosa sellada con la doble K, había continuado sus viajes. ¿Dónde le llevó su brig-goleta bajo el mando del capitán Zo? ¿Qué mares recorrió? ¿Visitó Asia y Europa? Nadie hubiera podido decirlo, excepto su capitán o él, pues ya se sabe que nadie de la tripulación bajaba nunca a tierra, y los marineros ignoraban en absoluto a qué regiones del Occidente o del Oriente, del Mediodía o del Septentrión, les había transportado la fantasía de su amo.

Pero después de estas múltiples peregrinaciones, Kamylk-Bajá cometió la imprudencia de volver a las Escalas de Levante. Habiendo suspendido el tratado de Kataye las ambiciosas marchas de Ibrahim, y estando sometida al Sultán la parte norte de Siria, el rico egipcio podía creer que su regreso a Alepo no debía ofrecer peligro alguno.

Mas quiso la desgracia que a mediados del año 1834 su barco fuese llevado por el mal tiempo hasta las aguas de San Juan de Acre. La flota de Ibrahim, siempre a la ofensiva, cruzaba a lo largo del litoral, y precisamente Murad, investido de funciones oficiales por Mehemet-Alí, encontrábase a bordo de uno de los barcos de guerra.

El brig-goleta llevaba los colores otomanos. ¿Se sabía que pertenecía a Kamylk-Bajá? Poco importa. Fuese lo que fuese, fue cazado, abordado, no sin ser valientemente defendido, lo que produjo la matanza de la tripulación, la destrucción de la nave y la captura de su propietario y de su capitán. Kamylk-Bajá no tardó en ser reconocido por Murad. Esto significaba que perdía su libertad para siempre. Algunas semanas después, el capitán y él, secretamente conducidos a Egipto, fueron encerrados en la fortaleza de El Cairo.

Por otra parte, si Kamylk-Bajá se hubiese reinstalado en su casa de Alepo, era probable que no hubiese encontrado la seguridad con que contaba. La parte de Siria dependiente de la administración egipcia se humillaba a un yugo odioso. Duró esto hasta 1839, y los excesos de los agentes de Ibrahim fueron tales que el Sultán retiró las concesiones a que se había resignado. De aquí la nueva campaña de Mehemet-Alí, cuyas tropas vencieron en Nezib. De aquí los temores de Mahmud, amenazado hasta en la capital de la Turquía europea. De aquí, en fin, la nueva intervención de Inglaterra, de Prusia, de Austria, de acuerdo con la Puerta, y que detuvo al vencedor, asegurándole la posesión hereditaria de Egipto, el gobierno en vida de Siria desde el mar Rojo hasta el norte del lago de Tiberíades, y del Mediterráneo hasta el Jordán, o de toda Palestina del lado de este mar.

Cierto es que el virrey, embriagado por sus victorias, creyendo que sus soldados eran invencibles, tal vez animado por la diplomacia francesa bajo la inspiración de monsieur Thiers, rehusó el ofrecimiento de poderosas alianzas. Sus flotas intervinieron entonces. El comodoro Napier se apoderó de Beyruth en septiembre de 1840, a pesar de la defensa del coronel Selves, que había llegado a ser Solyman-Bajá. Sidón se rindió el 25 del mismo mes. San Juan de Acre, bombardeado, capituló después de la terrible explosión de su polvorín. Mehemet-Alí debió ceder. Hizo volver a Egipto a su hijo Ibrahim, y Siria entera volvió a la dominación del sultán Mahmud.

Kamylk-Bajá se había, pues, apresurado a regresar a su país predilecto, en el que pensaba poder acabar tranquilamente una existencia tan azarosa. Contaba con llevar allí sus tesoros, empleando una parte en pagar sus deudas de reconocimiento, deudas, sin duda, olvidadas por los que le habían prestado servicios. Y en lugar de Alepo era en El Cairo donde se le había arrojado en aquella prisión, en la que su vida estaba a merced de enemigos sin piedad.

Comprendió Kamylk-Bajá que estaba perdido. No pensó en recobrar su libertad al precio de su fortuna, o más bien era tal la energía de su carácter, tal su voluntad de no abandonar sus riquezas, ni al virrey ni a Murad, que se encerró en una obstinación que sólo puede explicar el fatalismo otomano.

Muy duros fueron los años que pasó en aquella prisión de El Cairo, separado del capitán Zo, de cuya discreción estaba seguro. Ocho años después, en 1842, merced a la complacencia de un guardia, pudo hacer llegar a su destino varias cartas dirigidas a algunas personas cuyas deudas de gratitud quería pagar, entre otras a Thomas Antifer de Saint-Malo. Un pliego que contenía las disposiciones testamentarias llegó igualmente a manos de Ben-Omar, que en otra época fue su notario en Alejandría.

Tres años más tarde, en 1845, habiendo muerto el capitán Zo, Kamylk-Bajá era el único que conocía el lugar del islote del tesoro. Pero su salud declinaba visiblemente, y el rigor de su cautividad debía abreviar una existencia que hubiera contado largos años aún a no estar encerrado entre los muros de la prisión. Al fin, el año 1852, después de dieciocho de cárcel, olvidado de los que le habían conocido, murió a la edad de setenta y dos años, sin que ni las amenazas ni los malos tratos hubiesen podido arrancarle su secreto.

El año siguiente su indigno primo le siguió a la tumba sin haber gozado de aquellas inmensas riquezas que codiciaba y que le había llevado a tan criminales maquinaciones.

Pero Murad dejaba un hijo —Sauk— que tenía todos los malos instintos de su padre. Aunque no contase entonces más que veintitrés años de edad, había llevado siempre una existencia violenta y feroz, mezclándose con los bandidos políticos y otros que pululaban por Egipto en aquella época. Único heredero de Kamylk-Bajá, a él hubiera venido la fortuna de éste de no haberla puesto al abrigo de su codicia. Así es que su furor no tuvo límites cuando la muerte de Kamylk-Bajá hubo hecho desaparecer —él lo creía, al menos— el único depositario del secreto de aquella gran riqueza.

Transcurrieron diez años y Sauk renunció a saber jamás lo que había llegado a ser de la herencia en cuestión. Júzguese, pues, el efecto que le produjo una noticia que, cayendo en medio de su azarosa existencia, iba a lanzarle a tantas inesperadas aventuras.

En los primeros días del año 1862, Sauk recibió una carta que le invitaba a presentarse inmediatamente en el estudio del notario Ben-Omar para un negocio importante.

Sauk conocía a este notario, temeroso en extremo, pusilánime, sobre el que un carácter determinado como el suyo debía tener gran imperio.

Fue, pues, a Alejandría, y preguntó bastante brutalmente a Ben-Omar por qué razón se había permitido hacerle ir a su estudio.

Ben-Omar recibió afablemente a su feroz cliente, que era capaz de todo, hasta de estrangularle de un apretón. Excusóse por haberle molestado y le dijo con insinuante voz:

—¿Es el único heredero de Kamylk-Bajá a quien tengo el honor de dirigirme?

—En efecto. Único heredero —exclamó Sauk—, puesto que soy el hijo de Murad, que era su primo.

—¿Está seguro de que no existe otro pariente más que usted que pudiera heredarle?

—Ninguno. Kamylk-Bajá no tenía más heredero que yo. ¿Dónde está la herencia?

—Aquí, a disposición de Su Excelencia.

Sauk tomó con cuidado el pliego sellado que le presentaba el notario.

—¿Qué contiene este pliego? —preguntó.

—El testamento de Kamylk-Bajá.

—¿Y cómo está en tu poder?

—El lo hizo llegar a mis manos algunos años después de ser encerrado en la fortaleza de El Cairo.

—¿En qué época?

—Hace veinte años.

—¡Veinte años! —exclamó Sauk—. ¡Ha muerto hace diez, y tú has esperado!

—Lea, Excelencia.

Sauk leyó la inscripción escrita sobre el pliego, que indicaba que el testamento no podía ser abierto sino diez años después de la muerte del testador.

—Kamylk-Bajá murió en 1852 —dijo el notario—. Estamos en 1862. He aquí por qué he llamado a Su Excelencia.

—¡Maldita formalidad! —exclamó Sauk.

—Hace diez años que yo debía estar en posesión…

—Dado caso de que Kamylk-Bajá le haya instituido heredero —hizo observar el notario.

—¿Pues a quién sino?…

E iba a romper los sellos del sobre, cuando Ben-Omar le detuvo, diciéndole:

—En interés vuestro es mejor que las cosas se hagan formalmente en presencia de testigos.

Y abriendo la puerta, Ben-Omar presentó a dos negociantes del barrio, a quienes había suplicado que asistiesen en aquella circunstancia. Éstos hicieron constar que el pliego estaba intacto, y fue abierto.

El testamento no contenía más que unas veinte líneas en francés. Decía así:

«Nombro mi ejecutor testamentario a Ben-Omar, notario de Alejandría, al que se le dará el uno por ciento de mi fortuna, consistente en oro, diamantes y piedras preciosas, cuyo valor puede ser estimado en cien millones de francos. En el mes de noviembre de 1831, los tres barriles que contienen este tesoro han sido depositados en una cavidad abierta en la punta meridional de cierto islote. Este islote será fácil de encontrar combinando la longitud de cincuenta y cuatro grados cincuenta y siete minutos al E del meridiano de París, con una latitud secretamente enviada en 1842 a Thomas Antifer, de Saint-Malo, Francia. Ben-Omar deberá llevar en persona esta longitud al referido Thomas Antifer, o, en caso de que éste haya muerto, ponerlo en conocimiento de su heredero más próximo. Y debe acompañar al dicho heredero durante la investigación para el descubrimiento del tesoro, que está en la base de una roca marcada con la doble K de mi nombre.

»Con exclusión, pues, de mi indigno primo Murad y de su hijo Sauk, no menos indigno, Ben-Omar hará las diligencias necesarias para ponerse en relaciones con Thomas Antifer o sus herederos directos, conformándose a las indicaciones formales que serán recibidas ulteriormente en el curso de las dichas investigaciones.

»Tal es mi voluntad, que quiero que sea respetada.

»9 de febrero 1842. Escrito en la prisión de El Cairo por mi propia mano.

Kamylk-Bajá».

Creemos inútil manifestar la acogida que Sauk prestó a este singular testamento, y la agradable sorpresa que sintió Ben-Omar al saber que tenía una comisión del uno por ciento, o sea un millón, que debía serle entregado una vez encontrada la herencia. Más preciso era que el tesoro fuese hallado, y esto sólo podía ser determinando el lugar del islote donde estaba enterrado por la unión de la longitud indicada en el testamento y la latitud, que sólo conocía Thomas Antifer.

Sauk decidió su plan y, bajo las más terribles amenazas, Ben-Omar se hizo su cómplice. Informáronse de que Thomas Antifer había muerto en 1854 dejando un hijo único. Tratábase, pues, de acercarse a este último, y maniobrando hábilmente para arrancarle el secreto de la latitud enviada a su padre, ir a tomar posesión de la enorme fortuna, de la que Ben-Omar cobraría su comisión.

Esto es lo que Sauk y el notario habían hecho sin perder un día. Después de haber abandonado Alejandría, embarcado en Marsella, y tomado el expreso de París y el tren de Bretaña, habían llegado aquella misma mañana a Saint-Malo.

Ni Sauk ni Ben-Omar dudaban de obtener del maluín la carta, cuyo valor tal vez él no conocía y que encerraba la preciosa latitud, aunque tuvieran necesidad de comprarla.

Se sabe cómo había fracasado la tentativa.

No hay, pues, que asombrarse de la irritación de que su excelencia era presa, ni de cómo en sus violencias, no menos terribles que injustificadas, pretendía hacer responsable a Ben-Omar de lo sucedido.

De aquí aquella escena, felizmente no notada, en aquella habitación del hotel, de la que el infortunado notario pensaba que no saldría vivo.

—¡Sí! —repetía Sauk—. ¡Tu torpeza es la causa de todo! ¡No has sabido actuar! ¡Has sido juguete de ese maldito marino! ¡Tú!… ¡Un notario! ¡Pero no olvides lo que te he dicho! ¡Tiembla si los millones de Kamylk-Bajá se me escapan!

—Le juro, Excelencia…

—Y yo te juro que si no consigo mis planes me las pagarás… y a buen precio.

Ben-Omar sabía que Sauk era hombre capaz de cumplir su juramento.

—¿Creerá tal vez, Excelencia —dijo entonces procurando enternecerle—, que ese marino es un pobre diablo, uno de esos miserables fellahs, fáciles de engañar o de deslumbrar?

—Me importa poco.

—¡No! Es un hombre violento, terrible, que no quiere escuchar nada.

Hubiera podido añadir: «un hombre de su género»; pero se guardó de completar la frase.

—Creo, pues —añadió—, que será preciso resignarse.

Apenas osó acabar su pensamiento.

—¡Resignarse! —exclamó Sauk, dando sobre la mesa un golpe que hizo vacilar la lámpara, cuyo globo se rompió—. ¡Resignarse a abandonar esos millones!

—No, no, Excelencia —se apresuró a responder Ben-Omar—. Resignarse a dar a ese bretón la longitud que el testamento me ordena.

—¡Para que se aproveche de ella, imbécil…, y para que vaya a desenterrar esos millones!

Realmente, el furor es mal consejero. Sauk, que no carecía de inteligencia ni de astucia, acabó por comprenderlo. Se calmó lo que le fue posible, y reflexionó sobre la proposición, muy sensata por otra parte, que acababa de hacer Ben-Omar.

Era cierto que, dado el carácter del maluín, no se obtendría de él nada, a no ser por la astucia, siendo preciso proceder de una manera muy hábil.

He aquí el plan combinado entre su Excelencia y su humilde servidor, el que no podía rehusar el papel de cómplice: ir al día siguiente a casa de Antifer, comunicarle la longitud del islote tal como indicaba el testamento, y saber cuál era la latitud. Después de esto, Sauk procuraría adelantarse al legatario; y si esto era imposible, él encontraría medio de acompañar a Antifer durante sus rebuscas, procurando apoderarse del tesoro.

Dado caso —hipótesis bastante admisible— de que el islote estuviese situado en algún lejano paraje, el plan tenía trazas probabilidades, y el negocio podría terminarse con provecho de Sauk.

Adoptada definitivamente esta resolución, Sauk añadió:

—Cuento contigo, Ben-Omar, y anda derecho, porque si no…

—Puede estar seguro de ello, Excelencia. Pero prométame que mi parte me será entregada.

—Sí, puesto que, según el testamento, esa prima te es debida… con la condición expresa de que no abandonarás un solo instante a Antifer durante su viaje.

—No le abandonaré.

—Ni yo… Yo te acompañaré.

—¿Y en calidad de qué? ¿Con qué nombre?

—En calidad de primer pasante de Ben-Omar y con el nombre de Nazim.

—¡Usted!

Y este «usted», arrojado con voz desesperada, indicaba cuántas violencias y miserias proveía Ben-Omar para el porvenir.

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