XI

EN EL QUE GILDAS TREGOMAIN DECLARA QUE SU AMIGO ANTIFER PODRÍA MUY BIEN ACABAR POR VOLVERSE LOCO

¿De modo que el ejecutor testamentario, el notario Ben-Omar y su pasante habían acudido a la cita? Sí. Desde algunos días antes estaban en Suez, y júzguese de la impaciencia con que esperaban al maulín.

A una señal de Antifer, ni Juhel, ni Gildas Tregomain se movieron. Los tres fingieron entregarse a una conversación de la que nada podía distraerles. Ben-Omar avanzó, tomando la actitud obsequiosa que le era habitual. No parecieron notar su presencia.

—En fin, caballero —se atrevió a decir, dando a su acento las más amables inflexiones.

Antifer volvió la cabeza, le miró y no pareció conocerle.

—Caballero… soy yo… soy yo… —repetía el notario inclinándose.

—¿Quién?…

Y pareció indicar: ¿qué diablo me quiere esta momia?

—Soy yo… Ben-Omar. El notario de Alejandría… ¿No recuerda?

—¿Es que conocemos a este caballero? —preguntó Antifer.

E interrogaba a sus compañeros guiñándoles el ojo, mientas removía su piedra en la boca.

—Yo creo que sí —dijo Gildas Tregomain compadecido del notario—. Es el señor Ben-Omar, a quien tenemos el gusto de ver otra vez.

—En efecto… en efecto —respondió Antifer como si recordase algo muy lejano—. Ben-Omar… Ben-Omar.

—Yo mismo.

—Y bien, ¿qué hace aquí?

—¿Cómo que qué hago? Le esperaba, señor Antifer.

—¡Ah! ¿Me esperaba?

—Sin duda… ¿Ha olvidado que estábamos citados en Suez?

—¡Citados! ¿Para qué? —respondió el maluín fingiendo tan diestramente que el notario se engañó.

—¿Para qué? Para el testamento de Kamylk-Bajá… Los millones legados… El islote…

—Me parece que podría decir mi islote.

—Sí, su islote. Veo que le vuelve la memoria… Y como el testamento me ha impuesto la obligación…

—Comprendido, señor Ben-Omar… Buenos días… buenos días…

Y sin decirle hasta la vista, hizo un movimiento para indicar a Juhel y a Tregomain que le siguieran.

Pero en el momento en que iban a alejarse de la estación, el notario les detuvo.

—¿Dónde piensan alojarse en Suez? —preguntó.

—En una fonda cualquiera —respondió Antifer.

—¿Les convendría la fonda en que estamos mi pasante y yo?

—¡Lo mismo nos da una que otra! Para las cuarenta y ocho horas que hemos de pasar aquí…

—¿Cuarenta y ocho horas? —respondió Ben-Omar con un tono que anunciaba evidente inquietud—. ¿No ha llegado al término de su viaje?

—No —respondió Antifer—. Falta todavía una travesía.

—¿Una travesía? —exclamó el notario, que palideció como si se encontrase ya en el puente de un barco.

—Una travesía que haremos a bordo del paquebote Oxus, que hace el servicio de Bombay…

—¡Bombay!…

—Y que debe partir pasado mañana de Suez… Le invito, pues, a tomar su pasaje, toda vez que su compañía es necesaria.

—¿Dónde está, pues, ese islote? —preguntó el notario con un gesto de desesperación.

—Está… donde está, señor Ben-Omar.

Y Antifer, seguido de Juhel y de Tregomain, se dirigió a la fonda más cercana, a la que su equipaje fue transportado enseguida.

Un instante después, Ben-Omar se reunió con Nazim, y un observador hubiera notado cláramente que este último le acogía de una manera poco respetuosa. ¡Ah! ¡Sin aquel uno por ciento sobre los millones y sin el miedo que Sauk le inspiraba, con qué alegría hubiese enviado a paseo al legatario, al testamento de Kamylk-Bajá y a aquel desconocido islote, en busca del cual iba a correr a través de los continentes y los mares!

Si a nuestro maluín se le hubiese dicho que Suez se llamó en otra época Soueys por los árabes, y Cleopatris por los egipcios, se hubiera apresurado a responder:

—Para lo que yo vengo a hacer aquí, eso me es completamente igual.

En visitar algunas mezquitas, viejas construcciones sin carácter, dos o tres plazas, de las que la más curiosa es la del mercado de granos, la casa frente al mar, en la que se alojó Bonaparte, no pensó en absoluto nuestro impaciente personaje. Pero Juhel se dijo que en nada podía ocupar mejor las cuarenta y ocho horas de espera que en dar un vistazo a aquella ciudad de quince mil habitantes, y cuya irregular muralla la defiende pobremente.

Síguese de aquí que él y Gildas Tregomain emplearon el tiempo en recorrer las calles y callejuelas, en explorar la rada, capaz para contener cómodamente quinientos barcos, abrigados contra los vientos del noroeste que domina en toda estación.

Suez se dedicaba a un comercio marítimo de relativa importancia, aun antes de que el canal hubiera sido proyectado, gracias al ferrocarril de El Cairo y Alejandría. Por su situación en el fondo del golfo, cuyo nombre tiene —golfo abierto entre el litoral egipcio y el istmo en una extensión de ciento ochenta y seis kilómetros—, esta ciudad domina el mar Rojo, y, aunque lento, su desarrollo no es menos seguro en el porvenir.

Esto le importaba poco a Antifer. Mientras sus dos compañeros recorrían las calles, no abandonó él la soberbia playa transformada en paseo. Sentíase vigilado, es cierto, tan pronto por Nazim como por Ben-Omar, que no le perdían de vista sin abordarle nunca. Él fingía no reparar en el espionaje. Sentado en un banco, absorto, meditabundo, inspeccionaba los horizontes del mar Rojo, pretendiendo transponerlos con la mirada. Y alguna vez —tan llena estaba su imaginación de su idea fija— creía ver el islote —su islote— saliendo allá bajo de las brumas del S., por un efecto del espejismo que se produce frecuentemente en los límites de esas playas arenosas, maravilloso fenómeno de óptica que engaña siempre los ojos.

Al fin, el 11 de marzo, por la mañana, el paquebote Oxus terminó sus preparativos de marcha y embarcó el carbón necesario para la travesía del Océano índico con las paradas reglamentarias.

No causará asombro que Antifer, Gildas Tregomain y Juhel estuvieran a bordo desde el alba, ni que Ben-Omar y Sauk tomasen también pasaje.

Aquel gran paquebote, aunque destinado especialmente a mercancías, estaba también adaptado para el transporte de viajeros, la mayor parte con destino a Bombay, y algunos solamente para Adén y Máscate.

El Oxus aparejó a las once de la mañana, y salió de los largos pasos de Suez. Reinaba una fresca brisa noroeste, con tendencia a caer en el oeste. Como el viaje debía durar unos quince días a causa de las escalas sucesivas, Juhel había tomado un camarote dispuesto para habitarlo de día y descansar de noche; y claro está que Sauk y Ben-Omar ocupaban otro, fuera del cual el notario no haría, sin duda, más que raras y cortas apariciones. Antifer, decidido a reducir a lo más indispensable las relaciones que entre ellos habían de existir, comenzó por declarárselo así al infortunado notario con aquella delicadeza de oso marino que le caracterizaba:

—Señor Ben-Omar —le dijo—, viajemos juntos, pero aparte. Bastará que estén allá para hacer constar mi toma de posesión, y terminado el asunto espero que tendremos el placer de no encontrarnos más ni en este mundo ni el otro.

Mientras el Oxus descendió por al golfo abrigado por las alturas del istmo, la navegación fue tan tranquila como hubiera podido serlo por la superficie de un lago. Pero cuando entró en el mar Rojo, las fuertes brisas que se desarrollan en Arabia le acogieron rudamente. Resultó de aquí un violento balanceo, y muchos pasajeros se encontraron mal. Nazim no pareció alterado, como tampoco Antifer y su sobrino, ni Gildas Tregomain, que rehabilitaba en su persona a los marineros de agua dulce. En cuanto al notario, preciso es renunciar a pintar el estado en que se encontraba. No apareció ni en el puente, ni en el salón, ni en el dining-room. Oíanle gemir en el fondo de su camarote, y no se le vio en toda la travesía. El excelente Gildas, movido a compasión, le hizo algunas visitas, cosa que no sorprenderá si se tiene en cuenta su buen natural. Antifer que no perdonaba a Ben-Omar el que éste hubiera querido robarle su latitud, se encogía de hombros cuando Gildas Tregomain procuraba que tuviera compasión del desdichado compañero.

—Y bien, Gildas —le decía—, ¿tu Ornar está ya vacío?

—Casi… casi.

—Me alegro.

—Amigo mío, ¿no irás a verle ni una vez siquiera?

—Sí, Gildas, sí iré… ¡Cuando no le quede más que el caparazón!

¡Id a hacer oír razones a un hombre que responde así, riendo a carcajadas!

Si el notario no molestó en el curso de esta travesía, su pasante Nazim no dejó varias veces de excitar en Antifer una furia casi justificada.

No es que Nazim le impusiera su presencia No. ¿Por qué había de hacerlo si no hubieran podido hablar por desconocer sus respectivas lenguas?

Pero el pasante estaba siempre allí, espiando con la mirada cuanto hacía el maluín, como si desempeñase una función impuesta por su principal. Así, ¡qué placer hubiera experimentado Antifer enviándole por encima de la borda, admitiendo que el egipcio hubiese sido hombre que sufriera semejante tratamiento!

La bajada por el mar Rojo fue bastante penosa, bien que no se hiciera en medio de los intolerables calores del verano. En esta época el cuidado de las calderas no puede ser confiado más que a los fogoneros árabes, únicos que no se cuecen donde se cocerían los huevos en algunos minutos.

El 15 de marzo, el Oxus tocaba la parte más áspera del estrecho de Bab-el-Mandeb. Después de haber dejado a babor la isla inglesa de Perim, los tres franceses pudieron saludar el pabellón de Francia desplegado en el fuerte de Obock, encima de la costa africana. Después el steamer entró en el golfo de Adén y puso el cabo en dirección al puerto de este nombre, donde debían desembarcar algunos pasajeros.

Adén era todavía una llave de ese manojo del mar Rojo que pende de la cintura de Gran Bretaña, esa buena ama de casa siempre en la tarea. Con la isla de Perim, de la que ha hecho otro Gibraltar, tiene la entrada de ese corredor de seiscientas leguas que desemboca en los parajes del océano índico. Si el puerto de Adén es en parte arenoso, posee al menos una vasta y cómoda rada al este, y al oeste una dársena donde toda una flota encontraría abrigo. Los ingleses se han instalado allí desde 1823.

La ciudad actual, muy floreciente en los siglos XI y XII, estaba indicada para llegar a ser una factoría con Extremo Oriente.

Adén, que posee treinta mil habitantes, contaba tres más —y de nacionalidad francesa— aquella misma noche. Francia estuvo representada, durante veinticuatro horas, por aquellos aventureros maluines y no de los menos importantes de la antigua Armórica.

Antifer no juzgó oportuno abandonar el barco. Pasó el tiempo en maldecir contra aquella parada, uno de cuyos mayores inconvenientes fue el de permitir al notario aparecer sobre el puente del Oxus. ¡En qué estado, gran Dios! Apenas pudo arrastrarse hasta la toldilla.

—¡Ah! ¿Es usted, señor Ben-Omar? —dijo Pierre-Servan-Malo con una seriedad irónica—. Verdaderamente no le hubiera reconocido. No llegaréis al término del viaje. En su lugar yo me quedaría en Adén.

—Sí que lo desearía —respondió el desdichado, cuya voz se había reducido a un soplo, y cuyo rostro estaba desconocido—. Algunos días de descanso podrían restablecerme, y si usted quisiera esperar el próximo paquebote…

—Lo siento mucho, señor Ben-Omar. Tengo prisa por verter en sus manos la bonita participación que debe percibir, y no puedo detenerme.

—¿Está muy lejos aún?

—¡Más que lejos! —respondió Antifer describiendo con la mano una curva de un diámetro inverosímil.

Volvió Ben-Omar a su camarote, arrastrándose como un cangrejo, y se comprende que poco consolado por aquella conversación.

Juhel y Tregomain volvieron a bordo a la hora de comer, y no creyeron deber contar su visita a Adén. Antifer no les hubiera escuchado.

Al día siguiente por la tarde el Oxus siguió su camino, y nada hubo que agradecer a la Anfitrite india. Gildas decía Anfitruita. La diosa se mostró caprichosa, irascible, y esto se sintió a bordo. Más vale no saber lo que pasaba en el camarote de Ben-Omar. Pero si se le hubiese subido al puente envuelto en una sábana y se le hubiese enviado a la dulce diosa con una bala a los pies, no hubiera tenido fuerzas para protestar contra la inoportunidad de aquella fúnebre ceremonia.

Hasta el tercer día no se modificó el mal tiempo, cuando el viento cambió al noreste, lo que dio al paquebote el abrigo de la costa Hadramaut. Inútil es añadir que si Sauk soportaba las eventualidades de aquella navegación sin incomodidad, si no sufría en lo físico, no sucedió lo mismo en lo moral. Estar a merced de aquel maldito francés, no haber podido arrancarle el secreto del islote y verse obligado a seguirle hasta… hasta el sitio que fuera ¿Sería Máscate, Surate, Bombay, donde el Oxus debía hacer escala? ¿No iban a seguir a través del estrecho de Ormuz, después dé haber llegado a Máscate? ¿Era en uno de esos cien islotes del golfo Pérsico donde Kamylk-Bajá había ido a esconder su tesoro?

Esta ignorancia, esta incertidumbre, tenían a Sauk en un estado de perpetua exasperación. Hubiera querido arrancar el secreto de las mismas entrañas de Antifer. ¡Cuantas veces intentó sorprender algunas palabras cambiadas entre él y sus compañeros! Puesto que él pasaba por no entender el francés, no se podía desconfiar de su presencia. Todo esto no había conducido a nada; y si no se desconfiaba del supuesto pasante, inspiraba hasta repulsión, sentimiento instintivo irracional que Antifer y sus compañeros experimentaban por igual. Cuando Sauk se aproximaba, alejábanse ellos, cosa que él notaba demasiado.

El Oxus se detuvo unas doce horas en Birbat, en la costa árabe, el 12 de marzo. Después comenzó a subir por Omán hacia Máscate.

Seis días más, y habría doblado el cabo Raz-el-Had.

Veinticuatro horas más tarde llegarían a la capital del Imanato, y Antifer estaría en el término de su viaje.

Era tiempo.

A medida que se aproximaba a su objeto, el maluín estaba más nervioso, más insociable que nunca, aunque la cosa parezca difícil dada su condición habitual. Toda su vida se concentraba en aquel islote tan deseado, en aquella mina de oro y de diamantes que le pertenecía.

Entreveía una caverna de Alí-Baba, cuya propiedad le había sido transferida por acto legítimo, y precisamente en aquel país de Las mil y una noches, donde la fantasía de Kamylk-Bajá le conducía.

—¿Sabéis —dijo un día a sus compañeros— que si la fortuna del bueno del egipcio?…

Hablaba de él con familiaridad, como un sobrino de un tío americano a quien fuese a heredar.

—¿Sabéis que si su fortuna hubiese consistido en lingotes de oro, me hubiera dado qué pensar el modo de llevarla a Saint-Malo?

—Le creo, tío —respondió Juhel.

—Sin embargo —dijo Gildas Tregomain—, llenando nuestras maletas, nuestros bolsillos, la caja de nuestros sombreros…

—¡Bah! Ésas son ideas de barquero —exclamó Antifer—. ¿Te figuras que un millón en oro puede contenerse en una faltriquera?…

—Yo creía, amigo mío…

—¿Pero no has visto nunca un millón en oro?…

—¡Nunca!… ¡Ni en sueños!

—¿Y no sabes lo que pesa?

—No lo sé.

—Pues bien, yo lo sé, barquero, porque he tenido la curiosidad de calcularlo.

—A ver… di…

—Un lingote de oro que valga un millón, pesa unos trescientos veintidós kilogramos.

—¿Nada más? —respondió inocentemente Gildas Tregomain.

Antifer le miró de través. Sin embargo, la observación había sido formulada de tan buena fe que se sintió desarmado.

Y continuó:

—Si un millón pesa trescientos veintidós kilogramos, cien millones pesan treinta y dos mil doscientos.

—¡Eh! Tanto dirás —dijo Gildas.

—¿Y sabes cuántos hombres cargados con cien kilos cada uno serían precisos para transportar esos cien millones?

—Acaba, amigo mío.

—Pues trescientos veintiocho. Y como no somos más que tres, juzga de nuestra perplejidad una vez llegados al islote.

No vuelvas, pues, a decir más tonterías. Felizmente, mi tesoro se compone, sobre todo, de diamantes y piedras preciosas.

—El hecho es que mi tío tiene razón —respondió Juhel.

—Y añadiré —dijo Gildas Tregomain— que ese excelente Kamylk-Bajá me parece que ha arreglado las cosas de un modo conveniente.

—¡Oh! ¡Esos diamantes —exclamó Antifer—, esos diamantes, de tan fácil salida entre los joyeros de París o de Londres! ¡Qué venta, amigos míos, qué venta!… ¡No los venderé todos!… Eso no…

—¿No venderás más que una parte?

—Sí, Gildas, sí —respondió Antifer, cuyos ojos brillaban—. En primer lugar, guardaré uno para mí… Un diamante de un millón, que llevaré en mi camisa.

—¡En tu camisa, amigo mío! ¡Estarás deslumbrador! ¡No se podrá mirarte!…

—Y habrá otro para Énogate —añadió Antifer—… una piedrecilla que la hará bonita…

—No más de lo que es, tío —se apresuró a responder Juhel.

—Sí, sobrino, sí… Y habrá un tercer diamante para mi hermana.

—¡Ah! ¡La buena Nanón! —exclamó Gildas Tregomain—. Estará tan engalanada como la Virgen de la calle de Porcon de la Barbinais… ¿Es que quieres volverla a casar?…

Antifer se encogió de hombros, y continuó diciendo:

—Y un cuarto diamante para ti, Juhel, que llevarás en un alfiler de corbata.

—Gracias, tío.

—¡Y un quinto para ti, patrón!

—¿Para mí?… Si fuese para el mascarón de proa de la Encantadora Amelia

—No, para tu dedo… para una sortija.

—Un diamante en mis gruesas garras… me vendrá como unos calcetines a un franciscano —respondió el barquero, mostrando una mano enorme, más hecha para las faenas del mar que para llevar sortijas.

—¡No importa, Gildas! Y no es difícil que encuentres una mujer que quiera…

—¡A quién se lo dices!… Hay precisamente una hermosa viuda, tendera en Saint-Servan…

—¡Tendera!… ¡Tendera! —exclamó Antifer—. ¡Buen papel hará en nuestra familia cuando Énogate se haya casado con un príncipe, y Juhel con una princesa!

La conversación terminó aquí, y el joven capitán no pudo impedir un suspiro al pensamiento de que su tío acariciaba aún aquellos sueños absurdos. ¿Cómo se le llevaría a ideas más sanas si la mala suerte quería que llegase a ser poseedor de los millones del islote?

—Positivamente perderá la razón a poco que esto continúe —dijo Gildas Tregomain a Juhel cuando estuvieron solos.

—¡Es de temer! —respondió Juhel, mirando a su tío que hablaba consigo mismo.

Seis días después, el 22 dé marzo, el Oxus llegaba al puerto de Máscate, y tres marineros sacaban a Ben-Omar de las profundidades de su camarote.

¡En qué estado!

No era más que un esqueleto, o más bien una momia, porque la piel estaba aún pegada a los huesos del infortunado notario.

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