XII

EN EL QUE SAUK SE DECIDE A SACRIFICAR LA MITAD DEL TESORO DE KAMYLK-BAJÁ A FIN DE ASEGURAR LA OTRA MITAD

Cuando Gildas Tregomain suplicó a Juhel que le indicase en el mapa el lugar exacto en que se encontraba Máscate, no pudo creer lo que veía.

¡El ex patrón de la Encantadora Amelia, el marinero del Ranee, transportado a aquel sitio… tan lejos… hasta los mares del continente asiático!

—Dime, Juhel, y ¿estamos al fin de Arabia? —preguntó ajustándose sus anteojos.

—Sí, Tregomain, en el extremo sureste.

—¿Y ese golfo que acaba en embudo?

—Es el golfo de Omán.

—¿Y ese otro golfo que parece una pierna de carnero?

—Es el golfo Pérsico.

—¿Y ese estrecho que les reúne?

—Es el estrecho de Ormuz.

—¿Y el islote de nuestro amigo?

—Debe de estar en algún sitio del golfo de Omán.

—¡Si es que está! —respondió Tregomain después de asegurarse de que Antifer no podía oírle.

El imanato de Máscate, comprendido entre los meridianos cincuenta y tres y cincuenta y siete, y entre los paralelos veintidós y veintisiete, se desarrolla en una extensión de quinientos cuarenta y siete kilómetros de largo por doscientos ochenta de ancho. Hay que añadir una primera zona de la costa persa de Laristan a Moghistan, una segunda zona en el litoral de Ormuz y de Kistrim, y, además, en África, toda la parte que se extiende desde el Ecuador hasta el cabo Delgado, con Zanzíbar, Juba, Molinde, Sofala… Todo hace de él un Estado de quinientos mil kilómetros cuadrados, casi la superficie de Francia, con diez millones de habitantes, árabes, persas, indios, judíos y gran número de negros. El imán es, pues, un soberano que merece cierta consideración.

Subiendo el golfo de Omán, después de haber tomado la dirección de Máscate, el Oxus había marchado por un litoral desolado, estéril, rodeado de altos despeñaderos perpendiculares que semejaban ruinas de construcciones feudales. Un poco más atrás se veían algunas colinas de quinientos metros de elevación, primeros anillos de la cadena de Gebel-Achdar, que se perfilan a tres mil pies de altura.

No hay que extrañar que este país sea árido, puesto que no existe en él ningún curso de agua de verdadera importancia. Sin embargo, los alrededores de la capital bastan para alimentar una población de sesenta mil habitantes. No faltan frutos, uvas, manguey, melocotones, higos, sandías, limones agrios y dulces, y sobre todo dátiles, de los que hay gran profusión. La palmera datilera es el árbol de preferencia en aquellos terrenos árabes. Por él se estima el valor de las propiedades, y se dice una propiedad de tres o cuatro mil datileros, como en Francia se dice: un terreno de doscientas y trescientas hectáreas. Respecto al Imanato, es muy comercial, y el imán no es solamente el jefe del Estado y el gran sacerdote de la religión, sino también el primer comerciante del país. Su reino no cuenta menos de dos mil navíos, que hacen treinta y siete mil barricas. Su marina militar posee unos cien barcos provistos de varios centenares de cañones. En cuanto a sus rentas, suben a cerca de veintitrés millones de francos. Además, propietario de cinco naves, requisa los navíos de sus súbditos empleándolos en sus negocios, lo que le permite dar a éstos una soberbia extensión.

El imán es el dueño absoluto en el Imanato, el que, conquistado primero por Alburquerque en 1507, ha sacudido la dominación portuguesa. Habiendo recobrado su independencia desde hace un siglo, está sostenido por los ingleses, que esperan, sin duda, después del Gibraltar de España, el Gibraltar de Adén y el Gibraltar de Perim, crear el Gibraltar del golfo Pérsico. Estos tenaces sajones acabarán por gibraltarizar todos los estrechos del globo.

¿Es que Antifer y sus compañeros se habían fijado en Máscate bajo el punto de vista político, industrial y comercial antes de abandonar Francia?

De ningún modo.

¿Es que el país podía interesarles?

No, puesto que su atención estaba fija únicamente en uno de los islotes del golfo.

¿Pero no iba a ofrecérseles la ocasión de estudiar en cierta forma el estado actual de este reino?

Sí, puesto que contaban con ponerse en relaciones con el agente representante de Francia en aquel rincón de la Arabia.

¿Hay, pues, un agente francés en Máscate?

Hay uno desde el tratado de 1841, tratado que fue firmado entre el imán y el Gobierno francés.

¿Para qué sirve ese agente?

Precisamente para dirigir a los de su nación cuando sus negocios les llevan hasta el litoral del océano índico.

Pierre-Servan-Malo creyó oportuno visitar a este agente. En efecto, la policía del país, muy bien organizada, hubiera podido concebir sospechas de la llegada de tres extranjeros a Máscate si éstos no hubieran dado un pretexto aceptable a su viaje. Claro es que se guardarían muy bien de decir la verdad.

El Oxus debía continuar hacia Bombay después de cuarenta y ocho horas de espera. Así es que Antifer, Gildas y Juhel desembarcaron inmediatamente, sin preocuparse en modo alguno de Ben-Omar ni de Nazim. Les tendrían al corriente de sus pasos, y se reunirían con ellos cuando comenzaran las buscas en el golfo.

Antifer a la cabeza, Juhel en medio, y Tregomain a vanguardia, precedidos de un guía, se dirigieron hacia un hotel inglés a través de las plazas y las calles de la moderna Babilonia. Seguían los bagajes. ¡Qué cuidado se tuvo con el sextante y el cronómetro, comprados en Saint-Malo, con el cronómetro sobre todo! Pensad… ¡Un instrumento que permitiría determinar la longitud del famoso islote! ¡Cuántas precauciones se habían tomado para librarle de las sacudidas que hubieran podido influir en su funcionamiento! Un marido no hubiera mostrado más solicitud por su esposa que la que mostró nuestro maluín por aquel instrumento, destinado a conservar la hora de París.

Lo que causaba el más vivo asombro al barquero desembarcado en Máscate, era el verse allí como el dux de Venecia en medio de la corte de Luis XIV.

Después de haber buscado sus habitaciones, nuestros viajeros fueron al despacho del agente, que se sorprendió bastante a la vista de los tres franceses.

Era un provenzal de unos cincuenta años, llamado Joseph Bard. Hacía el comercio de algodones blancos, de chales de la India, de sederías de China, de telas bordadas en plata y oro, artículos muy solicitados por los orientales ricos.

Franceses en casa de un francés, pronto se establecieron las relaciones. Antifer y sus compañeros manifestaron sus nombres; cambiáronse apretones de manos y ofrecimientos, y el agente preguntó a sus visitantes cuál era el objeto de su viaje.

—Rara vez se me presenta ocasión de recibir a mis compatriotas —dijo—. Así es que para mí es un gran placer el verle, y me pongo enteramente a su disposición.

—Se lo agradecemos mucho —respondió Antifer—, pues puede sernos muy útil dándonos algunos detalles acerca del país.

—¿Se trata de un simple viaje de recreo?

—Sí, y no… señor Bard. Los tres somos marinos: mi sobrino, capitán; Gildas Tregomain, un antiguo comandante de la Encantadora Amelia.

Y esta vez, con extrema satisfacción de su amigo, declarado comandante, Antifer hablaba de la barca como si se tratase de una fragata o un buque de guerra.

—Y yo, contramaestre de cabotaje —añadió—. Hemos sido encargados por una importante casa de Saint-Malo de fundar un establecimiento en Máscate, o en alguno de los puertos del golfo de Omán o del golfo Pérsico.

—Caballero —respondió Joseph Bard, muy dispuesto a intervenir en un negocio del que podía obtener algunos beneficios—, apruebo sus proyectos y les ofrezco mis servicios para conducirles a buen fin.

—En ese caso —dijo entonces Juhel— le preguntaremos si es en el mismo Máscate donde convendría crear un establecimiento de comercio o en otra ciudad del litoral.

—En Máscate con preferencia —respondió el agente—. La importancia de este puerto se acrecienta de día en día por sus relaciones con Persia, India, isla Mauricio, Reunión, Zanzíbar y la costa de África.

—¿Y cuáles son los artículos de exportación? —preguntó Gildas de Tregomain.

—Dátiles, pasas, azufre, pescados, copal, goma arábiga, cuernos de rinoceronte, aceite, coco, arroz, café y dulces.

—¿Dulces? —repitió el barquero, que dejó sensualmente aparecer la punta de la lengua entre los labios.

—Sí, señor —respondió Joseph Bard—, de esos dulces llamados hulwah en el país, y que se componen de miel, azúcar, gluten y almendras.

—Los probaremos, amigos míos.

—Todo cuanto quieras —prosiguió Antifer—, pero volvamos a la cuestión. No es para comer dulces para lo que hemos venido a Máscate. El señor Bard nos ha citado los principales artículos de comercio…

—A los que conviene añadir la pesca de perlas en el golfo Pérsico —respondió el agente—, pesca cuyo valor se eleva anualmente a ocho millones de francos.

En los labios de Antifer dibujóse una mueca desdeñosa. ¡Perlas por valor de ocho millones de francos! ¡Valiente cosa a los ojos de un hombre que poseía por cientos millones de piedras preciosas!

—Verdad es —añadió Joseph Bard— que el comercio de perlas está en manos de mercaderes indios, que se opondrán a la competencia.

—¿Hasta fuera de Máscate? —dijo Juhel.

—Hasta fuera de Máscate, donde los comerciantes, debo confesarlo, no verían con buenos ojos que se instalasen extranjeros.

Juhel aprovechó esta respuesta para llevar la conversación a otro terreno.

En efecto: la capital del imanato está exactamente situada a los 50° 20' de longitud este, y 28° 38' de latitud norte.

Resulta de aquí que más allá de los acordonamientos del islote era preciso buscar el yacimiento.

Lo esencial era, pues, abandonar Máscate bajo el pretexto de descubrir un lugar favorable a la fundación del supuesto establecimiento maluín. Así es que Juhel, después de haber observado que antes de fijarse en Máscate sería conveniente visitar las otras ciudades del imanato, preguntó cuáles eran las que se encontraban en el litoral.

—Está Omán —respondió Joseph Bard.

—¿Al norte de Máscate?

—No, al sureste.

—¿Y en el norte o en el noroeste?

—La ciudad más importante es Rostak.

—¿En el golfo?…

—No, en el interior.

¿Y en el litoral?

—Sohar.

—¿A qué distancia de aquí?

—A unos doscientos kilómetros.

Una mirada de Juhel hizo comprender a su tío la importancia de esta respuesta.

—¿Y Sohar es una ciudad comercial?

—Muy comercial. El imán reside alguna vez en ella, cuando tal es el capricho de Su Alteza.

—¡Su Alteza! —dijo Gildas Tregomain.

Verdaderamente este título sonó de modo agradable al oído del barquero. Tal vez debía ser reservado únicamente al Gran Turco; pero Joseph Bard creyó de buen gusto aplicárselo al imán.

—Su Alteza está en Máscate —añadió—, y cuando hayan ustedes escogido una ciudad para establecer su negocio, convendrá solicitar su autorización.

—Que supongo no nos rehusará —dijo el maluín.

—Al contrario —dijo el agente—, él se apresurará a concedérsela mediante fianza.

El gesto de Antifer indicó que estaba dispuesto a pagar realmente.

—¿Cómo se va a Sohar? —preguntó Juhel.

—En caravana.

—¡En caravana! —exclamó el barquero algo inquieto.

—¡Eh! —hizo observar Joseph Bard— aún no tenemos ferrocarriles ni tranvías en el imanato, ni diligencias. El camino se hace por carreta o en mulo, a menos que se prefiera ir a pie.

—¿Esas caravanas no parten, sin duda, más que de tarde en tarde? —preguntó Juhel.

—Perdón, caballero —respondió el agente—. Entre Mascate y Sohar el comercio es muy activo, y precisamente mañana…

—¿Mañana? —dijo Antifer—. Perfectamente: pues mañana nos encaravanaremos.

¿La perspectiva de encaravanarse, como decía su amigo, era para regocijar a Gildas Tregomain? No, a juzgar por el gesto que puso.

Pero no había ido a Máscate para poner resistencia, y se resignó a viajar en aquellas condiciones algo penosas.

Sin embargo, preguntó si le era permitido hacer una observación.

—Di —respondió Antifer.

—Pues bien, los tres somos marinos; ¿no es así?

—Sí, los tres —respondió su amigo guiñando burlonamente un ojo mientras miraba a Tregomain.

—Entonces no veo la razón de que no vayamos por mar a Sohar… Seiscientos kilómetros… con una embarcación sólida…

—¿Por qué no? —respondió Antifer—. Gildas tiene razón. Esto sería ganar tiempo.

—Sin duda —respondió Joseph Bard—, y yo sería el primero en aconsejarles que fueran por mar si no ofreciese ciertos peligros…

—¿Cuáles? —preguntó Juhel.

—El golfo de Omán no es muy seguro, caballeros… Tal vez a bordo de un barco mercante provisto de tripulación numerosa no habría nada que temer.

—¿Temer? —exclamó Antifer—. ¿Temer golpes de viento, borrascas?…

—No… piratas, que no son raros en las cercanías del estrecho de Ormuz…

—¡Diablo! —dijo el maluín…

Y preciso es confesar que sólo le asustaban los piratas para cuando regresase en posesión de su tesoro.

En fin, con la observación del agente, nuestros viajeros, decididos a no escoger la vía marítima para volver, juzgaron que era inútil tomarla para ir.

Se partiría con una caravana y se volvería con otra, puesto que esta combinación ofrecía toda seguridad.

Gildas Tregomain tuvo que aceptar el caminar por tierra, pero in petto sentía alguna inquietud por la manera con que él lo haría.

La conversación se limitó a esto. Los tres franceses salieron muy satisfechos del agente de Francia.

A la vuelta le visitarían, teniéndole al corriente de sus pasos, y no obrarían sin consultarle.

Antifer hasta dio a entender que la fundación del establecimiento podría producir importantes comisiones, de las que se aprovecharía el agente.

Antes de separarse, Joseph Bard renovó la recomendación de presentarse ante Su Alteza, ofreciéndoles obtener una audiencia para aquellos extranjeros distinguidos. Éstos volvieron enseguida al hotel.

Durante este tiempo, en un cuarto del mismo hotel conferenciaban Ben-Omar y Nazim, conferencia, como se supondrá, borrascosa y ruda por parte de Sauk.

El falso pasante y el notario habían llegado a Máscate.

Bien.

Pero ignoraban todavía si Máscate era el término del viaje.

¿No iría más allá Antifer?

Aquel imbécil de Omar debía saberlo, puesto que tenía derecho para ello, y no sabía más que el falso Nazim.

He aquí las consecuencias de haber estado enfermo durante la travesía, repetía Nazim. ¿No hubieras hecho mejor en estar bueno?

Ésta era también la opinión del notario. Pero ¿cómo poder en semejante estado hablar con aquel francés, penetrar sus secretos y saber dónde estaba oculto el tesoro?

—Cálmese su Excelencia —respondió Ben-Omar—. Hoy mismo veré al señor Antifer… y sabré… ¡Con tal de que no se trate de embarcarme de nuevo!…

Por lo demás, no podía dudarse de que conocerían el lugar en que el legatario de Kamylk-Bajá haría las pesquisas necesarias para entrar en posesión del legado. Puesto que el testamento imponía la presencia del ejecutor testamentario, que no era otro sino Ben-Omar, Antifer no rehusaría responderle categóricamente. Pero una vez en el islote y desenterrados los tres preciosos barriles, ¿qué haría Sauk para despojar de ellos a su poseedor?

A esta pregunta, que el notario le había dirigido más de una vez, nada había respondido el otro por la razón de que no hubiera sabido cómo.

Pero lo cierto era que no repugnaría ningún medio para apoderarse de una fortuna que como suya consideraba, y de la que Kamylk-Bajá le había despojado en provecho de un extranjero.

No, no era Sauk hombre que se aviniese a aquello.

Y esto asustaba a Ben-Omar, sencillo notario, dulce y conciliador, al que disgustaban los golpes de fuerza, y que sabía que a su Excelencia le importaba un higo seco la vida de un hombre.

En todo caso, lo esencial era seguir a los tres maluines paso a paso, no perderlos de vista en el curso de sus investigaciones, asistir a la exhumación del tesoro, y cuando este último estuviera entre sus manos, proceder conforme las circunstancias lo exigieran.

Establecido este punto, y después de haber proferido amenazas terribles contra Ben-Omar, después de haberle repetido que le hacía responsable de lo que sucediera, su Excelencia salió, recomendándole que espiara el regreso a Antifer al hotel.

Hasta la noche, y bastante tarde, no se efectuó este regreso.

Gildas Tregomain y Juhel se habían dado el placer de vagar por las calles de Máscate, mientras Antifer, en la imaginación, se paseaba a algunos centenares de kilómetros más allá, al E de Sohar, del lado de su islote.

Inútil hubiera sido preguntarle sobre la impresión que le producía la capital del imanato, si las calles estaban animadas, si las tiendas estaban surtidas, si aquella población de árabes, indios y persas presentaba algún tipo original.

No había querido mirar nada, mientras que Juhel y el barquero se interesaban en todo lo que veían de aquella ciudad que permanecía tan oriental.

Así es que se habían detenido delante de las tiendas, donde se amontonaban mercancías de todas clases, turbantes, cintos, mantas de lana, telas de algodón y esas jarras que se llaman tuertaban, cuyo color brilla bajo el esmalte.

Ante estas cosas Juhel pensaba en el placer que en poseerlas tendría su querida Énogate, a la que le parecía amar más cuanto más lejos de ella se encontraba.

¿No sería más dichosa recibiendo de su prometido aquellas alhajas, aquellas nonadas de un valor artístico, que adornándose con los diamantes de su tío?

Ésta era también la idea de Gildas Tregomain, y decía a su joven amigo:

—Compraremos este collar para la niña, y se lo darás a la vuelta.

—¡A la vuelta! —respondió Juhel suspirando.

—Y también esta sortija, que es tan bonita… ¿Qué digo una sortija?… Diez: una para cada dedo.

—¿En qué pensará mi pobre Énogate? —murmuraba Juhel.

—En ti, hijo mío… Seguramente en ti siempre.

—¡Y estamos separados por cientos y cientos de leguas!…

—¡Ah! —interrumpió el barquero—. No hay que olvidarse de comprar un tarro de esos famosos dulces que Joseph Bard nos ha alabado.

—Pero —replicó Juhel— sería mejor probarlo antes de comprarlo.

—No, hijo, no —respondió Gildas Tregomain—. Quiero que Énogate sea la primera en probarlo.

—¿Y si los encuentra mal?

—Los encontrará deliciosos por ser tú quien se los lleva desde tan lejos.

¡Qué bien conocía el excelente marinero el corazón de las jóvenes, aunque ninguna de ellas, ni de Saint-Malo, ni de Saint-Servan, ni de Dunard, hubiese tenido nunca la idea de convertirse en la señora de Tregomain!

En fin, a ninguno de los dos les disgustó su paseo a través de la capital del imanato, cuya limpieza y aspecto podía envidiar más de una gran ciudad europea, a excepción de su ciudad natal, que Pierre-Servan-Malo consideraba como una de las primeras del mundo.

Juhel pudo advertir que la policía era severamente ejercida por numerosos agentes, que observaban las idas y venidas de los extranjeros desembarcados en Máscate, que nada habían dicho de lo que allí los llevaba; pero al revés de las policías quisquillosas de ciertos países europeos, que exigen la presentación de pasaportes y someten a interrogatorios intempestivos, éstos se limitaban a seguir a los tres maluines tan lejos como fueran, absteniéndose de preguntas indirectas. Esto era, en efecto, lo que había de ocurrir, y desde que pusieron el pie en el territorio del imanato, los agentes no les abandonarían, sin que el imán fuese puesto al corriente de sus proyectos.

Felizmente no lo sospechaba Antifer, pues hubiese sentido justos temores por el desenlace de su aventura. Su Alteza, muy cuidadoso de sus intereses, no permitiría que se retirasen cien millones de un islote del golfo de Omán. Si en Europa el Estado recibe la mitad del tesoro encontrado, en Asia, el soberano, que es el Estado, no duda en tomarlo entero.

Ben-Omar creyó deber dirigir a Antifer, cuando éste volvió al hotel, una pregunta bastante imprudente. Entreabrió la puerta de su cuarto discretamente, y dijo con voz insinuante:

—¿Podría saber?

—¿Qué?

—Saber, señor Antifer, qué dirección vamos a seguir.

—La primera calle a la derecha, segunda a la izquierda, y siempre derecho…

Y Antifer volvió a cerrar bruscamente la puerta.

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