XIII

EN EL QUE EL PATRÓN TREGOMAIN NAVEGA FELIZMENTE EN UN BARCO DEL DESIERTO

Al día siguiente, 28 de marzo, al alba, una caravana abandonaba la capital del imanato siguiendo el camino próximo al litoral.

Era una verdadera caravana, y tal como Tregomain no había visto nunca desfilar a través de los eriales de Ile-et-Vilaine. Así se lo confesó a Juhel, que no se asombró de ello. Componíase de un centenar de árabes e indios, más un número igual casi de animales. Con esta fuerza los peligros del viaje estaban conjurados. No había por qué inquietarse de un golpe de mano de los piratas de tierra, menos peligrosos, por otra parte, que los piratas del mar.

Entre los indígenas se veían dos o tres de esos negociantes de los que el agente francés había hablado. Viajaban sin aparato, y únicamente preocupados de los negocios que les llamaban a Sohar.

En cuanto al elemento extranjero, estaba representado por los tres franceses, Antifer, Juhel y Gildas Tregomain, y los dos egipcios, Nazim y Ben-Omar.

Estos últimos no habían faltado a la hora de la marcha. Habiendo sabido, puesto que Antifer no lo ocultaba, que éste debía partir al día siguiente, se habían preparado. Claro es que el maluín no se inquietaba por Ben-Omar y por su pasante. Su intención era aparentar que no los conocía. Cuando los vio en medio de la caravana no les honró con su saludo, y bajo su amenazadora mirada, el barquero no se atrevió a volver la cabeza al lugar donde estaban.

Los animales que servían como medio de transporte a los viajeros y a las mercancías eran de tres clases: camellos, mulas y asnos. En vano se hubiera pretendido utilizar un vehículo cualquiera, aunque fuese una carreta rudimentaria. ¿Cómo hubiese podido rodar por un suelo desigual, sin caminos, pantanoso a veces, como lo son aquellas praderas, humedad a la que se da el nombre de mauves? Cada uno se había montado a su gusto.

Dos mulas de regular alzada, vigorosas y ardientes, llevaban al tío y al sobrino. Los alquiladores de Máscate, judíos muy expertos en los negocios, les habían proporcionado las monturas propias para aquellas caravanas a buen precio, claro está. ¿Pero debía Antifer reparar en algunas pistolas de más o de menos? Evidentemente no. Sin embargo, no se pudo encontrar ni a peso de oro una mula cuya solidez estuviese en relación con el peso de Gildas Tregomain. Bajo aquella masa humana, durante un trayecto de cincuenta leguas, ningún representante de la raza mular hubiese podido resistir. De aquí la necesidad de buscar un animal más robusto para el servicio del ex patrón de la Encantadora Amelia.

—¿Sabes que eres molesto? —le había dicho cortésmente Antifer, después de haber devuelto las mulas que fueron sucesivamente probadas.

—¿Qué quieres, amigo mío? No me obligues a acompañarte. Déjame en Máscate, donde te esperaré.

—¡Nunca!

—Sin embargo, no puedo hacerme transportar en pedazos.

—Señor Tregomain —había preguntado Juhel—, ¿le importaría emplear un camello?

—No, hijo mío, si el camello accede a servirme de montura.

—¡Es una idea! —exclamó Antifer—. Irá bien seguro sobre uno de esos camellos.

—¡Tan justamente llamados «naves del desierto»! —había añadido Juhel.

—Vaya por la nave del desierto —se había contentado con responder el barquero.

Y he aquí cómo aquel día, sobre una colosal muestra de esos rumiantes, entre las dos gibas del robusto animal, se había acomodado Gildas Tregomain. No le disgustaba esto. Tal vez en su lugar, otro se hubiera mostrado orgulloso. Si él sintió este legítimo sentimiento no lo demostró, pensando sólo en dirigir su nave del mejor modo, manteniéndola en buena dirección.

Sin duda, cuando la caravana apretaba el paso, el movimiento de la bestia no dejaba de ser rudo; pero las asentaderas del barquero bastaban para amortiguar el balanceo.

Detrás de la caravana, Sauk montaba un mulo algo vivo, como hombre acostumbrado a este ejercicio. Cerca de él, o por lo menos procurando estarlo, Ben-Omar cabalgaba en un borriquillo con los pies rozando el suelo, lo que quitaría gravedad a las caídas eventuales. ¿Montar un mulo? Jamás el notario se había podido decidir a ello. Por otra parte, esos mulos árabes son fogosos, caprichosos, y es preciso un puño enérgico para dirigirlos.

La caravana andaría unas diez leguas por jornada, con un alto de dos horas. En cuatro días llegaría a Sohar si no había retraso.

¡Cuatro días! Debían de parecerle interminables a Antifer, siempre preocupado por la obsesión de su islote. Y, sin embargo, tocaba al término de su aventurado viaje. ¿Por qué, pues, se sentía más nervioso a medida que se aproximaba el instante decisivo? Sus compañeros no le arrancaban una palabra.

Se veían reducidos a hablar entre ellos.

Y desde lo alto de su rumiante, balanceándose de una giba a otra, el barquero hizo esta reflexión:

—Juhel… de ti para mí… ¿crees en el tesoro de Kamylk-Bajá?

—¡Hum! —respondió Juhel—. El asunto tiene cara de ser muy fantástico.

—Juhel… ¿y si no hubiese tal islote?

—Y admitiendo que hubiese islote, señor Tregomain; ¿y si no hubiese tesoro? Mi tío se vería en la necesidad de imitar a aquel famoso capitán marsellés partido para Bourbon, y que por no encontrar Bourbon volvió a Marsella.

—Eso sería un golpe terrible, Juhel…, y no sé si su cabeza le resistiría.

Se comprenderá que el barquero y su joven amigo se guardaban de discutir estas hipótesis en presencia de Antifer. ¿Para qué? Nada hubiese podido quebrantar las convicciones de aquel terco. Dudar de que los diamantes y las demás piedras de un valor enorme estuviesen en el lugar en que Kamylk-Bajá las había enterrado, no hubiera jamás entrado en su pensamiento. No, él se inquietaba únicamente por ciertas dificultades de ejecución para llevar a buen fin su aventura.

En efecto, el viaje de ida era relativamente fácil, y era probable que se efectuase sin obstáculos. Una vez en Sohar, se trataría de procurarse una embarcación, se iría en busca del islote, se desenterrarían los tres barriles. No había en ello nada que fuese de naturaleza para atormentar un espíritu tan resuelto como el de nuestro maluín. Transportar su persona, acompañado del barquero y de Juhel, en medio de una caravana ¿qué cosa más fácil? Era de suponer igualmente que el traslado del tesoro desde el islote a Sohar no ofrecería ningún obstáculo. Pero para llevar a Máscate aquellos barriles llenos de oro y de piedras preciosas sería menester cargarlos sobre camellos, al modo de los mercaderes, cuyo tránsito se opera a lo largo del litoral. ¿Y cómo embarcarlos sin despertar la atención de los agentes de la aduana, sin verse obligado a algún enorme pago de derechos? ¿Quién sabe si el imán no sentiría la tentación de apoderarse de ellos, declarándose propietario absoluto de un tesoro descubierto en su territorio? Pues aunque Antifer decía mi islote, no le pertenecía.

Kamylk-Bajá no se lo había podido legar, e incontestablemente aquel islote formaba parte del imanato de Máscate.

Éstas eran, sin hablar de las dificultades del transporte al regreso, del reembarco a bordo del próximo paquebote para Suez, varias razones capitales para que se sintiera muy perplejo. ¿Qué idea absurda e intempestiva había tenido el rico egipcio al confiar sus riquezas a un islote del golfo de Omán? ¿No existían otros a cientos o a miles, diseminados por la superficie de los mares, en medio de los innumerables grupos del Pacífico, que escapan a toda vigilancia, cuya propiedad no es reivindicada por nadie, donde el heredero hubiera podido recoger su herencia sin despertar sospecha alguna?

En fin, las cosas estaban así. Imposible cambiarlas. El islote ocupaba un punto del golfo de Omán desde la formación geológica de nuestro esferoide y allí quedaría hasta el fin del mundo. ¡Qué desgracia no poder remolcarlo para conducirlo a la vista de Saint-Malo! Esto hubiese simplificado el trabajo.

Se comprenderá, pues, que Antifer fuese presa de los más vivos cuidados, que se traducían en paroxismos de rabia interior. ¡Ah! Era un deplorable compañero de viaje, siempre gruñendo, no contestando a pregunta alguna, cabalgando aparte, gratificando a su mula con algún golpe, algunas veces poco merecido. Y, francamente, si el paciente animal hubiese enviado de un movimiento de ijares su caballero a cuatro pasos, no habría habido razón para quejarse.

Juhel, sin decir nada, comprendía el estado de ánimo de su tío.

Gildas Tregomain, en lo alto de su montura, adivinaba también lo que pasaba en la cabeza de su amigo. Los dos habían renunciado a combatir tal quebrantamiento moral, y se miraban, moviendo la cabeza de una manera significativa.

Esta primera jornada no ocasionó grandes fatigas. Sin embargo, la temperatura era ya alta en aquella latitud. El clima de la Arabia meridional es riguroso en el límite del trópico de Cáncer y muy contrario al temperamento de los europeos. Un viento abrasador, a través de un cielo ardiente, sopla generalmente del lado de las montañas. La brisa del mar es impotente para refrescar la atmósfera. La pantalla que forman las alturas de Gebel se endereza hacia el oeste, y parece que esta cadena reverbera los rayos del sol como lo haría un inmenso reflector. En la estación cálida, las noches son sofocantes y el sueño imposible.

A pesar de esto, los tres franceses no sufrieron mucho en las tres primeras etapas, porque la caravana caminó por las planicies cubiertas vecinas del litoral. Los alrededores de Mascate no presentan la aridez del desierto. La vegetación se desarrolla con cierta exuberancia. Hay campos sembrados de maíz cuando el suelo está seco; de arroz cuando los arroyos ramifican sus venas líquidas por su superficie. No falta sombra bajo los bosques de banianos, entre esas mimosas que producen la goma arábiga, cuya exportación en gran escala constituye una de las principales riquezas del país.

Por la noche, el campamento fue establecido a la orilla de un riachuelo alimentado por las aguas que descienden de las montañas del oeste, y que lleva sus lentas aguas al golfo. Se despojó a las bestias de las bridas y se las dejó pacer a su gusto, sin tomarse el cuidado de atarlas, tan habituadas están a estas paradas regulares.

Para no hablar más que de los personajes de esta historia, diremos que el tío y el sobrino abandonaron sus mulos al pasto común, lo mismo que Sauk. El camello del barquero se arrodilló como un fiel del Corán a la hora de la oración de la tarde, y Gildas Tregomain, apeándose, honró al animal con una caricia en el hocico. En cuanto al asno que Ben-Omar montaba, se paró bruscamente; y como el jinete no se apeara pronto, le echó por tierra de un par de coces inesperadas. Cayó el notario cuan largo era, vuelto hacia La Meca en la actitud de un musulmán que reza, aunque es probable que pensara en maldecir a su borrico más que en celebrar a Alá y su Profeta.

Noche exenta de incidentes, que transcurrió en el campamento situado a unos cuarenta kilómetros de Máscate, lugar acostumbrado para las paradas de las caravanas.

Al día siguiente, a las primeras luces del alba, volvióse a marchar con dirección a Sohar.

El país está más descubierto. Hasta el horizonte extiéndense inmensas planicies, en las que la arena comienza a reemplazar a la hierba. Una especie de Sahara con todos sus inconvenientes: escasez de agua, falta de sombra y fatigas del camino. Para los árabes, acostumbrados a estas marchas en caravana, aquel viaje nada tenía de extraordinario, y lo efectuaban en pleno verano, bajo las más enervantes temperaturas. Mas ¿cómo soportarían los europeos aquella prueba?

Apresurémonos a decir que la soportaron sin gran quebranto, incluso el barquero, cuyo cuerpo algunas semanas más tarde se hubiera liquidado bajo los rayos de aquel sol tropical. Mecido por el paso regular y elástico de su camello, se adormecía beatíficamente entre las dos gibas, pareciendo formar parte integrante del animal. Por otra parte, no había tardado en comprender que su montura conocía mejor que él las dificultades del camino, y no se ocupaba de dirigirla. La Encantadora Amelia no marchaba con más seguridad cuando una yunta la remolcaba a lo largo del camino de sirga del Ranee.

En cuanto a Juhel, joven y vigoroso, mientras recorría los territorios del imanato entre Máscate y Sohar, su imaginación le llevaba a su querida ciudad bretona, a la calle de las Hautes-Salles, ante la casa donde Énogate le esperaba. De la famosa princesa, con la que su tío quería casarle, no se preocupaba nada. ¡Jamás tendría otra mujer que su linda prima!

¿Es que existía en el mundo alguna duquesa, aunque fuese de sangre real, que pudiera compararse con ella? No. Y ni los millones de Kamylk-Bajá, ni nada, cambiarían las cosas, admitiendo que aquella aventura no fuese un sueño de Las mil y una noches completamente irrealizable. Huelga decir que Juhel había escrito a su novia desde su llegada a Máscate. ¿Pero cuándo recibiría aquella carta?

Aquel día Antifer pareció más preocupado que el anterior, y sin duda al día siguiente lo estaría aún más. El transporte de los tres barriles era lo que de momento en momento le producía alarma más viva.

¿Y cuánto mayor no hubiera sido su aprensión de saber que en la misma caravana era objeto de una vigilancia particular? Sí… Había en ella un indígena, de unos cuarenta años de edad, de astuta fisonomía, que sin haber despertado nunca sus sospechas se había unido a su persona.

En efecto: la escala bimensual del paquebote de Suez a Máscate no se efectuaba sin que la policía del imán la inspeccionase; aparte de la tasa impuesta a todo extranjero que pone pie en suelo del imanato, el soberano siente una curiosidad muy oriental a la vista de los europeos que le visitaban. Saber el objeto de su presencia en el país, si tienen la intención de permanecer en éste… nada más natural. Así es que cuando los tres maluines desembarcaron en el muelle, y después que se alojaron en el hotel inglés, el jefe de la policía no dudó en rodearles de una prudente protección.

Como hemos hecho observar, la policía de Máscate, admirablemente organizada en lo que concierne a la seguridad de las calles, no lo está menos en lo que se refiere a la seguridad de los viajeros que llegan por tierra o por mar. Guárdase de exigir documentos en regla, de que los picaros están siempre provistos, ni de someterles a interrogatorios para los que de antemano están preparados. Pero no les pierde vista, les espía, les fila con una discreción, una reserva, un tacto que hacen honor a la inteligencia de los orientales.

Síguese de aquí que Antifer estaba vigilado por un agente, encargado de seguirle hasta donde fuera. Sin preguntarle nunca nada, el policía acabaría por saber la razón por la que los europeos habían ido al imanato. Y hasta si se encontrasen perdidos en medio de una población cuya lengua desconocieran, él se apresuraría a ofrecerles sus servicios con una complacencia sin límites. Después, gracias a esta información, el imán no les dejaría partir de nuevo si tenía algún interés en detenerlos por cualquier causa.

Se comprenderá que esta vigilancia podía ser un obstáculo a las operaciones de Antifer. Desenterrar un tesoro de un valor inverosímil, llevarlo a Máscate, embarcado en un paquebote con destino a Suez, ya era cosa difícil; pero la dificultad crecería aún más cuando Su Alteza supiese de lo que se trataba.

Afortunadamente, Pierre-Servan-Malo ignoraba este aumento de complicaciones futuras. El peso de los cuidados presentes era bastante para aniquilarle. Ignoraba que viajaba bajo la mirada inquisitorial de un agente del imanato. Tampoco sus dos compañeros habían fijado su atención en aquel árabe tan reservado, tan discreto, que les espiaba sin entrar en comunicación con ellos.

Sin embargo, si esta maniobra había escapado a su atención tal vez, no había sucedido lo mismo respecto a Sauk. Éste, que conocía la lengua árabe, había podido conversar con algunos comerciantes que iban a Sohar, que no desconocían la calidad del agente ni la habían ocultado.

Sospechó Sauk que el tal agente espiaba a Antifer, lo que le produjo serias inquietudes; porque, si no quería que la herencia de Kamylk-Bajá cayese en manos de un francés, tampoco querría que cayese en las del imán. Advirtamos que el policía no sospechaba nada de los dos egipcios, no pudiendo imaginar que se dirigían al mismo objetivo que los dos europeos. Viajeros de su nacionalidad se veían a menudo en Máscate. No se desconfiaba de éstos, lo que prueba que la policía no es perfecta ni aun en el imanato de Su Alteza.

Después de una jornada fatigosa, con una parada al mediodía, la caravana acampó poco antes de la caída del sol.

En aquel lugar, y cerca de una especie de lago medio seco, veíase una de las curiosidades naturales de la región. Era un árbol bajo el cual toda la caravana podía buscar abrigo, y abrigo muy digno de aprecio en pleno mediodía. Los rayos del sol no hubieran podido traspasar su inmenso follaje, extendido como un velum a unos quince pies sobre el suelo.

—¡Jamás he visto un árbol como éste! —exclamó Juhel cuando su mulo se detuvo espontáneamente ante las primeras ramas.

—¡Y como yo no lo volveré a ver probablemente nunca! —respondió el barquero, alzándose entre las dos gibas del camello, que acababa de arrodillarse.

—¿Qué dices de esto, tío? —preguntó Juhel.

El tío no dijo nada por la razón de que nada había visto de lo que excitaba la sorpresa de su amigo y de su sobrino.

—Me parece —dijo Gildas Tregomain— que tenemos en Saint-Pol de León, en un rincón de nuestra Bretaña, una vid fenomenal que tiene alguna celebridad.

—Ciertamente, señor Tregomain, pero no puede ser comparada con este árbol.

¡No! Y por extraordinaria que sea la vid de Saint-Pol de León, hubiese producido el efecto de un sencillo arbolillo junto a aquel gigante vegetal.

Era un baniano —higuera si se quiere— de un grueso de tronco inverosímil —cien pies de circunferencia por lo menos. De aquel tronco, como de una torre, salía una enorme horquilla que se ramificaba en diez partes, cuyas ramas se entrecruzaban y multiplicaban, cubriendo con su sombra la superficie de una media hectárea. Inmensa sombrilla contra los rayos solares, inmenso paraguas contra los chaparrones, tan impenetrable al fuego del sol como al agua del cielo.

De tener tiempo, pues paciencia sí hubiera tenido, el barquero se hubiera proporcionado la satisfacción de contar las ramas de aquel baniano. ¿Cuántas tenía? No dejó de excitar su curiosidad.

La casualidad hizo que fuera satisfecha. He aquí en qué circunstancias. Como examinase las ramas del baniano, volviéndose con la mano extendida y los dedos estirados, oyó estas palabras pronunciadas tras él:

Ten tbousand.

Eran dos palabras inglesas que subrayaba un acento extranjero, y que él no comprendió; tan absoluta era su ignorancia de aquella lengua.

Pero Juhel sabía inglés, y después de dirigir algunas palabras al indígena que acababa de dar aquellos detalles.

—Parece que hay allí diez mil ramas —dijo dirigiéndose a Tregomain.

—¿Diez mil?

—Eso es por lo menos lo que este árabe acaba de decir.

El árabe no era otro que el agente que seguía a los extranjeros durante su estancia en el imanato. Encontrando la ocasión buena para entrar en relaciones con ellos, la había aprovechado.

Algunas preguntas y respuestas fueron aún cambiadas en lengua anglosajona entre Juhel y el árabe, el cual, presentándose como intérprete agregado a la legación británica de Mascate, se ofreció a los tres europeos. Agradecióle Juhel el ofrecimiento, advirtiéndole a su tío de esta circunstancia, muy feliz en su opinión para los pasos que seguirían a su llegada a Sohar.

—¡Bien! ¡Bien! —se contentó con responder Antifer—. Entiéndete lo mejor posible con ese hombre, y dile que se le pagará generosamente.

—¡A condición de que se encuentre con qué pagar! —murmuró el incrédulo Tregomain.

Si Juhel creyó deber felicitarse por este encuentro, es probable que Sauk se mostrase menos satisfecho. Ver al policía en relaciones con los maluines era motivo bastante para inspirarle nuevas inquietudes, y se prometió vigilar de cerca los manejos de aquel indígena. ¡Y si por lo menos hubiese Ben-Omar podido saber dónde se iba, si el viaje tocaba a su término o si debía prolongarse! ¿Estaba el islote en los parajes del golfo de Omán, en el estrecho de Ormuz, en el golfo Pérsico? ¿Sería preciso buscarlo a lo largo de las costas de Arabia o cerca del litoral de Persia, hasta el limite donde el reino del Sah confina con los Estados del Sultán? ¿Cómo se harían entonces las rebuscas, cuánto durarían? ¿Contaba Antifer con embarcarse de nuevo en Sohar? Puesto que no lo había hecho en Máscate, ¿no parecía esto indicar que el islote estaba más allá del estrecho de Ormuz? A menos que en caravana se continuase el viaje hacia Chardja, hacia El Kalif, tal vez hasta Korenc, al fondo del golfo Pérsico.

Estas incertidumbres, estas hipótesis, no cesaban de sobreexcitar el temperamento de Sauk, y el pobre diablo del notario sufría las consecuencias.

—¿Es culpa mía —repetía— si el señor Antifer se empeña en tratarme como a un extraño?

¡Como a un extraño! ¡No! Peor. ¡Como a un intruso cuya presencia le era impuesta por el testador! ¡Ah!… ¡A no ser por el uno por ciento! Pero este uno bien valía algunas pruebas… Pero ¿cuándo terminarían?

Al día siguiente, la caravana atravesó llanuras sin fin. Una especie de desierto desprovisto de oasis. Las fatigas fueron muchas durante aquellas jornadas y las que siguieron, fatigas debidas sobre todo al calor. El barquero llegó a creer que iba a disolverse como uno de esos bloques de hielo de los mares boreales que derivan hacia las bajas latitudes. Y seguramente perdió una quinta parte de su peso específico, con evidente satisfacción del camello, que se hundía bajo su masa.

Ningún incidente digno de llamar la atención durante estas últimas etapas. Pero es preciso hacer notar que al árabe —se llamaba Selik— hizo más amplio su conocimiento con Juhel gracias a su común práctica de la lengua inglesa. Pero el joven capitán se mantuvo siempre en una prudente reserva, y nada dijo de los secretos de su tío. La busca de una ciudad del litoral favorable al establecimiento de una factoría, es decir, la fábula ya imaginada para el agente francés de Máscate, fue repetida al pretendido intérprete.

¿La creyó éste? Juhel debió suponerlo así. Verdad es que el perillán sólo representaba aquel juego para saber más.

En fin, en la tarde del 27 de marzo, después de cuatro días de camino, la caravana franqueó la muralla de Sohar.

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