XIV

EN EL QUE ANTIFER, GILDAS TREGOMAIN Y JUHEL PASAN UN DÍA FASTIDIOSO EN SOHAR

Era una suerte que los tres europeos hubieran ido a Sohar, no por diversión, sino por motivo de sus negocios. La ciudad no merece llamar la atención de los turistas, y la visita no vale el viaje. Calles limpias, eso sí, y plazas soleadas; un río que apenas basta a las necesidades de algunos miles de habitantes cuando los gaznates están secos por los ardores de la canícula; casas diseminadas al azar, y que no reciben luz más que por un patio interior a la moda oriental; una construcción más importante pero sin estilo, y desprovista de esas delicadezas de escultura de la arquitectura árabe, pero con la que el imán tiene que contentarse cuando se decide a ir a veranear durante dos o tres semanas al norte de su reino.

Por poca que sea su importancia, Sohar existe en el litoral del golfo de Omán, y la mejor prueba que de ello se puede dar es que su posición ha sido determinada geográficamente con toda la precisión deseable.

La ciudad está situada a los 54° 25' de longitud este y 24° 37' de latitud norte. Así pues, en razón del yacimiento indicado por la carta de Kamylk-Bajá, era preciso buscar el islote a 21 minutos de arco en el este de Sohar, y 22 en el norte, o sea, una distancia comprendida entre cuarenta y cincuenta kilómetros del litoral.

No son las fondas numerosas en Sohar. Encuéntrase una especie de posada, en la que algunas habitaciones, celdas más bien, dispuestas circularmente, están amuebladas con un solo catre. El servicial intérprete Selik condujo allí a Antifer, a su sobrino y a su amigo.

—¡Qué suerte —dijo Gildas Tregomain— habernos encontrado con ese complaciente árabe! Es un fastidio que no hable francés, o por lo menos el bretón.

Sin embargo, Juhel y Selik se comprendían lo bastante para lo que se tenían que decir.

Claro es que aquel día, muy fatigados por su viaje, Juhel y el barquero no quisieron ocuparse de otra cosa sino de una buena cena, que sería seguida de doce horas de sueño.

Pero no fue fácil hacer que Pierre-Servan-Malo aceptase tan razonable proyecto. Cada vez más aguijoneado en sus deseos por la proximidad del islote, no quería contemporizar. Quería fletar un barco hic et nunc. ¡Descansar cuando sólo restaba un paso que dar —un paso de unas doce leguas, cierto— para poner el pie en aquel rincón del globo donde Kamylk-Bajá había enterrado sus preciosos barriles!

Hubo una escena violenta que probó a qué grado de impaciencia, de nerviosidad —de eretismo debería decirse— había llegado el tío de Juhel. Este consiguió al fin apaciguarle. Convenía tomar ciertas precauciones. Tanto apresuramiento podría parecer sospechoso a la policía de Sohar. El tesoro no había de volar por esperar veinticuatro horas.

—¡Con tal que exista! —se decía Gildas Tregomain—. ¡Mi pobre amigo se volvería loco… si no lo está ya!

Y los temores del barquero parecían deber justificarse en cierto modo.

Hagamos notar además que si Antifer arriesgaba llegar a la locura, esta misma decepción amenazaba producir en Sauk un efecto, aunque no idéntico, de consecuencias no menos terribles. El falso Nazim llegaría a un grado tal de violencia que dejaría mal parado a Ben-Omar. La fiebre de la impaciencia le enardecía como al maluín, y se puede afirmar que aquella noche hubo por lo menos dos viajeros que no durmieron en la celda del parador ¿No iban al mismo objeto por caminos diferentes? Si el uno no aguardaba más que el día para fletar una embarcación, el otro no pensaba más que en procurarse una veintena de miserables resueltos, que él reuniría dándoles una fuerte suma a fin de intentar el robo del tesoro, durante su vuelta a Sohar. Por fin amaneció aquel memorable día del 28 de marzo. Aprovechar los ofrecimientos de Selik era lo indicado. A Juhel correspondía la tarea de hablar del caso a aquel árabe para conducir la operación a buen término. Este último, sospechando más cada vez, había pasado la noche en el patio del parador.

No sin alguna confusión abordó Juhel a Selik. En efecto, se trataba de tres extranjeros, tres europeos, llegados a Sohar el día antes, que se apresuraban a tomar una embarcación. Un paseo… ¿podría darse otro pretexto? Un paseo a través del golfo de Omán, y que por lo menos duraría cuarenta y ocho horas. ¿No parecería muy singular este proyecto? Fuere lo que fuere, preciso era concluir el asunto, y desde que vio al árabe Juhel le rogó le procurase una embarcación capaz de estar en la mar durante un par de días.

—¿Es su intención atravesar el golfo y desembarcar en la costa de Persia? —preguntó Selik.

—No… Se trata de una exploración geográfica —respondió—. Tiene por objeto determinar la situación de los principales islotes del golfo. ¿No los hay a lo largo de Sohar?

—Hay algunos —respondió Selik—, pero sin importancia.

—Cualquiera que ésta sea, tenemos esa misión.

—Como quiera.

Selik no insistió. La respuesta del joven capitán le había parecido muy sospechosa. Si Juhel hubiese sabido que el policía estaba al corriente de los proyectos anunciados al francés, es decir, de la fundación de una factoría en una de las ciudades litorales del imanato, no hubiera hablado como lo hizo, pues realmente aquella fundación nada tenía que ver con una exploración hidrográfica de los parajes del golfo de Omán.

Resultó de aquí que el maluín y sus dos compañeros, ya formalmente sospechosos, iban a ser objeto de una vigilancia aún más estricta. Fastidiosa complicación que debía hacer muy problemático el resultado de la aventura, pues cuando el tesoro fuese descubierto en el islote no había duda de que la policía de Su Alteza se informaría de ello. Y Su Alteza, tan poco escrupuloso como todo poderoso, haría desaparecer al legatario de Kamylk-Bajá a fin de evitar toda ulterior reclamación.

Encargóse Selik de encontrar la embarcación necesaria para la exploración geográfica, y prometió que la tripulación sería buena. Respecto a los víveres, se tomarían para tres o cuatro días, pues con el tiempo incierto del equinoccio convenía prepararse contra los retrasos, si no probables, posibles, por lo memos.

Dio Juhel las gracias al intérprete, y le aseguró que sus servicios serían generosamente recompensados, a lo que Selik se manifestó muy sensible. Después añadió:

—¿No será mejor que les acompañe durante este reconocimiento? La ignorancia en que están de la lengua árabe podría ser un obstáculo para entenderse con el patrón del barco y sus hombres.

—Tiene razón —respondió Juhel—. Continúe a nuestro servicio todo el tiempo que permanezcamos en Sohar, y, se lo repito, no habrá perdido su trabajo.

Separáronse, y Juhel fue a reunirse con su tío, que se paseaba por la playa en compañía del amigo Tregomain. Le dio noticias de sus pasos. Al barquero le encantó tener por guía e intérprete a aquel joven árabe, en el que encontraba, no sin razón, una fisonomía de las más inteligentes.

Pierre-Servan-Malo aprobó con un simple movimiento de cabeza. Su impaciencia tocaba en los últimos límites. Y después de haber reemplazado la piedrecilla usada por el frotamiento de sus dientes, dijo:

—¿Y esa embarcación?

—Nuestro intérprete se ocupa de procurárnosla, tío, y de abastecerla con los víveres necesarios.

—Me parece que en una o dos horas uno de los barcos del puerto puede estar dispuesto. Creo que no se trata de dar la vuelta al mundo.

—No, amigo mío —dijo Tregomain—, pero es preciso dar a las gentes el tiempo necesario. Te suplico que no seas impaciente.

—¿Y si me da la gana de serlo? —respondió Antifer, clavando sus ojos en Gildas Tregomain.

—Entonces… sélo —respondió éste inclinándose por deferencia.

Entretanto el día avanzaba, y Juhel no tenía noticia alguna de Selik. Se comprenderá a qué grado subió la cólera de Antifer. Hablaba de enviar al fondo del golfo a aquel árabe que tan lindamente se había burlado de su sobrino. En vano Juhel procuró defenderle, pues fue muy mal acogido. En cuanto a Gildas Tregomain, recibió la orden de callarse cuando quiso insistir sobre la inteligencia de Selik.

—¡Un mendigo disfrazado —exclamó Antifer—, un bribón que no me inspira confianza alguna, y que no ha tenido más que una idea, robarnos el dinero!

—¡Si no le he dado nada, tío!

—¡Eh! Eso es una torpeza. ¡Si le hubieras dado algo a cuenta!…

—¿Pero no dices que quiere robamos?

—¡No importa!

Arreglar aquellas ideas contradictorias, ni Juhel ni Tregomain lo intentaron. Lo que importaba era contener al maluín; impedirle que cometiese algún desatino, o por lo menos alguna imprudencia, y aconsejarle que adoptara una actitud que no inspirase sospechas. ¿Conseguirían algo de un hombre que nada quería escuchar? ¿Es que no había barcos de pesca amarrados en el puerto? ¿Es qué no bastaba tomar uno, hablar con la tripulación, embarcarse, aparejar y poner el cabo al noreste?

—¿Pero cómo hemos de entender a esas gentes —repetía Juhel—, si no sabemos una palabra de árabe?

—¡Ni ellos una palabra de francés! —añadió Tregomain insistiendo.

—¿Y por qué no lo saben? —respondió Antifer en el colmo del furor.

—Es una falta… absolutamente una falta suya —dijo Gildas Tregomain deseoso de apaciguar a su amigo con tal concesión.

—¡Todo esto por culpa tuya, Juhel!

—¡No, tío! Lo he hecho del mejor modo posible, y nuestro intérprete no tardará en reunirse con nosotros. Después de todo, si no te inspira confianza utiliza a Ben-Omar y a su pasante, que hablan el árabe… Y heles allí, en el muelle.

—¡Ellos nunca! Bastante es traerles a remolque.

—Ben-Omar tiene aspecto de querer abordarnos —hizo observar Gildas Tregomain.

—Pues bien, que lo haga y le prometo una bordada.

En efecto, Sauk y el notario maniobraban en las aguas del maluín. Cuando este último abandonó la posada ellos se habían apresurado a seguirle. ¿No era su deber no perderle de vista, y su derecho asistir al desenlace de aquella empresa financiera que amenazaba trocarse en drama?

Sauk excitaba a Ben-Omar para que interpelase al terrible legatario; pero viendo el furor de éste, resistíase el notario a afrontarle. Sauk lo hubiera hecho con gusto, y tal vez sentía haber dicho que ignoraba la lengua francesa puesto que esto le prohibía intervenir directamente en su causa.

Por su parte, Juhel comprendía que la actitud tomada por su tío respecto a Ben-Omar sólo podía empeorar las cosas. Por última vez intentó hacérselo comprender. Como el notario sólo había ido para hablar con él, la ocasión le pareció favorable.

—Veamos, tío —dijo Juhel—. Es preciso que me escuches sin cólera. Razonemos una vez siquiera, puesto que somos seres razonables.

—Resta saber; Juhel, qué es lo que tú entiendes por razonar y no razonar… En fin, ¿qué quieres?

—Preguntarte si en el momento de tocar al fin te obstinarás en no querer oír a Ben-Omar.

—¡Me obstinaré tenazmente! Ese miserable ha intentado robarme mi secreto, cuando su deber era entregarme el suyo… ¡Es un caribe!

—Lo sé, tío, y no pretendo defenderle… Pero, sí o no: ¿su presencia no ha sido impuesta por una cláusula del testamento de Kamylk-Bajá?

—Sí.

—¿Ha de estar en el islote en el momento en que desentierres los tres barriles?

—Sí.

—¿No tiene el derecho de comprobar su valor por el hecho mismo de tener una comisión de un tanto por ciento?

—Sí.

—Pues bien, para que esté presente en la operación, ¿no es menester que sepa dónde y cuándo debes proceder?

—Sí.

—Y si por culpa tuya, o por cualquier otra circunstancia, no pudiese asistir en calidad de ejecutor testamentario, ¿no podría haber lugar a un pleito, que seguramente perderías?

—Sí.

—En fin, tío, ¿estás obligado a aguantar la compañía de Ben-Omar durante tu excursión en el golfo?

—Sí.

—¿Consientes, pues, en decirle que se disponga a embarcarse con nosotros?

—¡No!

Y este «no» fue lanzado con una voz tan formidable, que llegó como una bala al pecho del notario.

—Veamos —dijo Gildas Tregomain—. No quieres oír la razón, y haces mal. ¿Por qué obstinarte contra viento y marea? Nada más sensato que escuchar a Juhel, nada más razonable que seguir su consejo. Ciertamente, ese Ben-Omar no me agrada más que a ti; pero, puesto que es preciso aceptarle, mostremos buen semblante.

Era raro que Gildas Tregomain se permitiese un párrafo tan largo, y más raro todavía que su amigo le dejase acabar. ¡Con qué crispaciones de manos, con qué apretamiento de mandíbulas, con qué gestos convulsivos acogió la perorata del barquero! Este último se mostró muy satisfecho de su elocuencia, suponiendo que había convencido a aquel testarudo bretón.

—¿Has concluido? —le preguntó éste.

—Sí —respondió Gildas Tregomain, lanzando una mirada de triunfo a Juhel.

—¿Y tú también, Juhel?

—Sí, tío.

—Pues bien: ¡id al diablo los dos! ¡Conferenciad con ese notario si queréis! ¡En cuanto a mí, no le dirigiré la palabra más que para tratarle de miserable!… Buenos días…

Y Pierre-Servan-Malo lanzó un juramento tal que la piedrecita salió disparada de su boca como de una cerbatana. Después desapareció sin coger otra.

Juhel había logrado en parte lo que deseaba. Su tío no se oponía a que pusiera al notario al corriente de sus proyectos, y como este último, empujado por Sauk, se aproximaba con menos temor desde la partida del maluín, el asunto se trató en pocas palabras.

—Caballero —dijo Ben-Omar inclinándose para contrarrestar con la humildad de su actitud la audacia del paso que daba—. Caballero, me perdonará si me permito…

—Excusemos preámbulos —dijo Juhel—. ¿Qué quiere?

—¿Sabe si estamos al término de nuestro viaje?

—Muy cerca.

—¿Dónde esta el islote que buscamos?

—A unas doce leguas de Sohar.

—¿Será, pues, preciso volver a embarcarse?

—Claro es.

—Lo que no parece agradarle —dijo Gildas Tregomain, compadecido de aquel hombre, que estuvo a punto de caer.

Sauk le miraba afectando la más completa indiferencia, la indiferencia del que no comprende una palabra de la lengua que se emplea ante él.

—Vamos, ¡ánimo! —dijo Gildas Tregomain—. Dos o tres días de navegación es cosa que pasa pronto. Creo que acabará por ser un marino perfecto a fuerza de costumbre… Cuando uno se llama Ornar…

El notario sacudió su cabeza después de limpiarse el sudor que bañaba su frente. Luego, con voz suplicante, dijo dirigiéndose a Juhel:

—¿Y dónde piensan embarcarse?

—Aquí mismo.

—¿Cuándo?

—Cuando nuestra embarcación esté preparada.

—¿Y lo estará?

—Tal vez esta tarde, y seguramente mañana por la mañana. Así pues, esté preparado para partir con su pasante Nazim si le es indispensable.

—Lo estaré… lo estaré —respondió Ben-Omar.

—Y que Alá le proteja —añadió Gildas Tregomain, que no pudo menos de dar libre curso a su bondad natural en ausencia de su amigo.

Ben-Omar y Sauk no tenían nada más que saber si no era la situación del famoso islote. Pero como el joven capitán nada les dijese de esto, se retiraron.

Cuando Juhel dijo que la embarcación estaría dispuesta para la noche, o para el día siguiente lo más tarde, ¿no había ido demasiado lejos? Esto es lo que hizo observar Gildas Tregomain.

En efecto, eran las tres de la tarde y el intérprete no aparecía. Esto no dejaba de inquietarles. Si tenían que renunciar a sus servicios, ¡qué dificultad para entenderse con los pescadores de Sohar, no empleando más lenguaje que el de los gestos! En estas tan fastidiosas circunstancias, ¿cómo habrían de resultar las gestiones que pensaban hacer a través del golfo? En rigor, Ben-Omar y Nazim sabían el árabe; pero dirigirse a ellos…

Felizmente, Selik no faltó a su promesa, y se hubiera guardado mucho de faltar. Hacia las cinco de la tarde, cuando Gildas Tregomain y Juhel se disponían a regresar a la posada, el intérprete se reunió a ellos en la estacada del puerto.

—¡Al fin! —exclamó Juhel.

Excusóse Selik de su retardo. No sin gran trabajo había podido encontrar una embarcación, y sólo a un precio elevado consiguió que la fletasen.

—Eso importa poco —respondió Juhel—. ¿Podremos hacernos esta noche a la mar?

—No —respondió Selik—. La tripulación no estará completa hasta mañana.

—¿Así es que partiremos?…

—Al amanecer.

—Conformes.

—Yo les iré a buscar a la posada —añadió Selik—, y nos embarcaremos a la hora de la marea descendente.

—Y si la brisa ayuda —añadió Tregomain— haremos buen camino.

Buen camino, en efecto, puesto que el viento soplaba del oeste, y al este era donde Antifer iba en busca de su precioso islote.

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