XV

EN EL QUE JUHEL TOMA LA ALTURA POR ORDEN DE SU TÍO Y CON EL MÁS HERMOSO TIEMPO DEL MUNDO

Al día siguiente, antes de que el sol hubiera dorado con sus primeros rayos la superficie del golfo, Selik llamaba a la puerta de los cuartos de la posada. Antifer, que no había dormido una hora, estuvo al instante en pie. Juhel se le reunió casi enseguida.

—La embarcación está lista —anunció Selik.

—Le seguimos —respondió Juhel.

—¿Y Tregomain? —exclamó Antifer—. ¡Veréis cómo duerme como un marsuino entre dos aguas! Voy a despertarle de un modo conveniente.

Y entró en la habitación del citado marsuino, que roncaba como un bendito. Sacudido por el vigoroso brazo de su amigo, abrió los ojos.

Entretanto Juhel, como estaba convenido, fue a avisar a Ben-Omar y Nazim. Estos estaban prontos a partir. Nazim no podía contener su impaciencia. El notario estaba ya pálido, y su paso era inseguro.

Cuando Selik vio llegar a los dos egipcios, no pudo contener un movimiento de sorpresa que no escapó al joven capitán. ¿No estaba justificado este asombro? ¿Cómo aquellos personajes de nacionalidad diferente se conocían, se embarcarían juntos, y debían proceder de concierto a las operaciones hidrográficas? Esto era suficiente para despertar las sospechas del policía.

—¿Tienen esos dos extranjeros la intención de venir con nosotros? —preguntó a Juhel.

—Sí —respondió éste, no sin alguna confusión—. Son compañeros de viaje. Hemos venido en el mismo paquebote de Suez a Máscate.

—¿Formaban parte de la caravana?

—Sin duda… Se han mantenido aparte… porque mi tío tiene tan mal genio…

Evidentemente, Juhel se confundía dando estas explicaciones. Después de todo, nada le obligaba a dárselas a Selik. Aquellos egipcios iban con ellos porque convenía que fuesen.

Selik no insistió, aunque aquel punto le pareció oscuro, y se prometió vigilar a los dos egipcios con el mismo rigor que a los tres franceses.

Antifer volvió a aparecer en aquel momento trayendo a remolque al barquero; un remolcador que arrastra un gran barco de comercio. Puédese añadir para terminar la metáfora que el barco apenas había concluido de aparejarse. Estaba medio dormido, con los ojos hinchados por el sueño, del que tan bruscamente acababa de ser despertado. Inútil es decir que Pierre-Servan-Malo no pareció notar la presencia de Ben-Omar ni de Nazim. Marchó delante de todos con Selik a su lado, y tomaron juntos la dirección del puerto.

Al extremo de un muellecillo se balanceaba un perno, especie de embarcación de dos mástiles amarrada por delante y por detrás. Tenía la vela mayor sobre los cabos, y no había más que dejarla caer, y largar el foque y la maricangalla, para hacerse a la mar.

Esta embarcación, llamada Berbera, estaba tripulada por unos veinte hombres, tripulación más numerosa que la que exigían las maniobras de un barco de unas cincuenta toneladas. No dejó de observarlo Juhel, pero se guardó su observación. Pronto debía hacer otra, y es que, de aquellos veinte hombres, la mitad no parecían ser marinos. Y en efecto, eran agentes de la policía de Sohar, embarcados a las órdenes de Selik. Ningún hombre sensato, al corriente de esta situación, hubiese dado dos pistolas por los cien millones del legatario de Kamylk-Bajá si se encontraban en el islote.

Los pasajeros saltaron a bordo del Berbera con la agilidad de marineros acostumbrados a este ejercicio. La verdad obliga a decir que bajo el peso de Gildas Tregomain, el ligero barco se inclinó notablemente sobre la banda de babop El embarque del notario hubiera ofrecido algunas dificultades, pues el mareo le volvió, si Nazim, empujándole, no le hubiera enviado por encima del pavés. Como el balanceo ejerciera ya su influjo sobre Ben-Omar, se lanzó a la cámara de popa, donde resonaron sus prolongados y dolorosos gemidos. En cuanto a los instrumentos, se los rodeó de mil precauciones. Al cronómetro sobre todo, que Gildas Tregomain llevaba en un pañuelo, del que sujetaba las cuatro puntas.

El patrón del barco, un viejo árabe de rudo aspecto, hizo largar las amarras, amurar las velas, y a la indicación de Juhel, puso proa al noreste.

Estábase, pues, en camino del islote. Con el viento del oeste, veinticuatro horas hubieran bastado para arribar al yacimiento. Pero la adversa naturaleza no sabe qué inventar para molestar a las gentes. Si la brisa soplaba en dirección favorable, las nubes encapotaban el cielo, y no se trataba únicamente de marchar hacia el E; era menester, además, llegar a un lugar conveniente, y para esto hacer una doble observación de longitud y latitud; la primera antes del mediodía, y la segunda en el momento en que el sol pasase por el meridiano. Y para tomar la altura es preciso que el disco solar se digne mostrarse, y aquel día parecía que el caprichoso astro se obstinaría en no aparecer.

Así es que Antifer, paseándose por el puente presa de una extraordinaria agitación, miraba más bien el cielo que el mar. No era un islote lo que buscaba en el horizonte: era el sol en medio de las brumas del levante.

El barquero movía la cabeza en señal de descorazonamiento. Juhel, de codos a su derecha, indicaba su disgusto con una mueca significativa. Retrasos… Todavía retrasos…

¿Es que aquel viaje no se acabaría? Y a cientos y cientos de leguas de allí, en su casita de Saint-Malo, creía ver a su querida Énogate esperando una carta que no recibiría.

—En fin, ¿no aparece ese sol? —preguntó Tregomain.

—¡Y sin él me será imposible hacer nada! —respondió Juhel.

—En defecto del sol, ¿no se puede hacer el cálculo por la luna o las estrellas?

—Sin duda, señor Tregomain; pero la luna es nueva, y en cuanto a las estrellas, temo que la noche sea tan nublada como el día. Además, estas observaciones son muy complicadas y muy difíciles a bordo de una embarcación como este perno.

En efecto: el viento aumentaba. Gruesas volutas se acumulaban hacia el oeste, como si estos vapores brotaran de un volcán.

El barquero estaba fastidiado. Apretaba contra sus rodillas la caja del cronómetro confiado a sus cuidados, mientras que Juhel, con su sextante en la mano, buscaba inútilmente la ocasión de hacer uso de él.

Entonces se oyeron gritos inarticulados y exclamaciones de rabia en la parte de proa. Era Antifer, que amenazaba con el puño al sol, menos obediente que para Josué, de bíblica memoria.

Aparecía no obstante. De vez en cuando un rayo se filtraba desgarrando las nubes; pero la desgarradura cerrábase rápidamente, como si algún genio la cosiese en lo alto de un punto de aguja. Ningún medio de detener al astro el tiempo preciso para obtener la altura. Después de haberlo intentado varias veces, Juhel vio que el sextante caía sin haber servido.

Los árabes están poco familiarizados con el empleo de estos instrumentos. La gente del perno no comprendía lo que el capitán pretendía. El mismo Selik, tal vez algo más instruido, no se daba cuenta completa de la importancia que para Juhel tenía aquella observación del sol. Sin embargo, todos comprendían que los pasajeros estaban muy contrariados. En cuanto al maluín iba y venía lanzando invectivas y juramentos, agitándose como un loco. Y aunque no lo estaba, corría este riesgo con gran temor de su sobrino y de su amigo.

Antifer envió a paseo a Gildas Tregomain y a Juhel cuando éstos le invitaron a almorzar. Contentóse con mordisquear un pedazo de pan, y después fue a tenderse al pie del palo mayor, prohibiendo que se le hablase.

Por la tarde no se efectuó cambio alguno en el estado atmosférico. Siempre nubes espesas. La mar agitada sentía algo, como dicen los marinos. Lo que en verdad sentía era un golpe de viento, una de esas tempestades del suroeste muy frecuentes en el golfo de Omán. Algunas veces, esos terribles khamsins que el desierto arroja sobre Egipto vienen bruscamente, y sus últimas ráfagas, después de barrer el litoral arábigo, chocan contra las olas del océano índico.

El Berbera fue violentamente sacudido. Con sus velas a rizos bajos no pudo mantenerse a la capa, es decir, resistir aquellos golpes de mar, que lo hubiesen despedazado estando muy raso en el agua.

Juhel observó, como lo hubiera podido observar Antifer de prestar atención, que el patrón maniobró con prudencia y habilidad. Su tripulación desplegó un ánimo y una sangre fría de verdaderos marinos. No era la primera vez que luchaban contra las borrascas del golfo. Pero si una parte de la tripulación parecía habituada a estas tempestades, la otra, diseminada por el puente, mostróse muy disgustada por las sacudidas del barco.

Evidentemente aquellos hombres no habían navegado jamás; y al advertirlo, pensó Juhel que debían de ser agentes que les seguían; que tal vez Selik… ¡Decididamente, el negocio se presentaba mal para el heredero de Kamylk-Bajá!

Sauk estaba furioso contra el mal tiempo. Si la tempestad se prolongaba durante algunos días, ninguna observación sería posible… ¿Y cómo determinar la situación del islote? Viendo que era inútil permanecer en el puente, se fue a refugiar al camarote donde Ben-Omar era empujado de babor a estribor como un tonel.

Después de haber recibido una negativa de Antifer, al que invitaron a bajar, Juhel y Gildas Tregomain se resolvieron a dejarle al pie del mástil, al abrigo de un pedazo de lona embreado, y fueron a sentarse en los bancos de la tripulación.

—Nuestra expedición parece ir por mal camino —murmuró Gildas Tregomain.

—Eso creo también —respondió Juhel.

—Esperemos que mañana mejore el tiempo, y podrás tomar la altura.

—Esperémoslo, señor Tregomain.

Y no añadió que no era el estado atmosférico lo que más le preocupaba. ¡Qué diablo! El sol acabaría por mostrarse en los parajes del golfo Omán… Se llegaría a encontrar el islote si existía. Pero la intervención de aquellas gentes sospechosas embarcadas a bordo del Berbera

La noche muy oscura, llena de vapores, hizo correr al barco serios peligros, que no provenían de su ligero peso, puesto que éste le permitía elevarse en las olas; pero hubo saltos de viento tan bruscos que se hubiera ido a pique sin la habilidad náutica del viejo patrón. Después de medianoche el viento tendió a aminorar gracias a una lluvia persistente. ¿Tal vez se preparaba un cambio de tiempo para el día siguiente? No. Y cuando éste llegó, si bien las nubes no tenían el aspecto tempestuoso de la víspera, si no había violentos huracanes, el cielo no estaba menos cubierto de espesos vapores. A los abundantes chaparrones de la noche sucedía una lluvia fina de las nubes bajas, que no teniendo tiempo de formar gruesas gotas cae como agua pulverizada.

Cuando Juhel subió al puente, no pudo contener un movimiento de despecho. Imposible practicar la operación deseada con semejante tiempo. ¿Dónde se encontraba en aquel momento el barco, después de los cambios de rumbo y las incertidumbres de dirección a que había estado sujeto durante la noche? A pesar de su gran costumbre de navegar en el golfo de Omán, el patrón no hubiera podido decirlo. Ninguna tierra a la vista. ¿Se había pasado de los parajes del islote? Era probable, y podía creerse que, a impulsos de los vientos del oeste, el Berbera se había ensacado hacia el E más de lo conveniente. Por lo demás no podía asegurarse, pues toda observación era imposible.

Pierre-Servan-Malo fue a la parte de proa. ¡Qué nuevos gritos! ¡Qué nuevos gestos de furor cuando abrazó con su mirada el horizonte! Pero no fue a decir una sola palabra a su sobrino, y se quedó inmóvil junto a la serviola de estribor.

Si bien Juhel guardóse de romper este silencio en que su tío se obstinaba desde la víspera, tuvo que sufrir diversas preguntas de Selik, a las que no contestó más que de un modo evasivo.

—Este día se anuncia mal —dijo el intérprete acerándose a él.

—Muy malo.

—¿No podrá emplear aún sus aparatos para mirar el sol?

—Es de temer.

—¿Qué hará entonces?

—Esperaré.

—Recuerde que el barco sólo lleva víveres para tres días, y si se prolonga el mal tiempo será preciso volver a Sohar.

—Será preciso, en efecto.

—¿Renunciará, pues, a sus proyectos de explorar los islotes del golfo?

—Es probable, o por lo menos dejaremos nuestra campaña para una época mejor.

—¿Esperará en Sohar?

—En Sohar o en Máscate, poco importa.

Mostraba el capitán una reserva muy justificada por las sospechas que le inspiraba Selik, y este último no consiguió tener los detalles que esperaba.

Gildas Tregomain apareció en el puente casi al mismo tiempo que Sauk. Él uno hizo un gesto de desánimo; el otro tuvo un movimiento de cólera al ver aquellas brumas que cerraban el horizonte a dos o tres cables del Berbera.

—Esto no va bien —dijo Gildas apretando la mano de Juhel.

—No —respondió éste.

—¿Y nuestro amigo?

—Allá abajo… en la proa.

—¡Con tal que no se arroje de cabeza! —murmuró el barquero, que temía siempre que el maluín concluyera por un golpe de desesperación.

La mañana transcurrió en estas condiciones. El sextante quedó en el fondo de su caja tan inútil como lo hubiera estado un collar de mujer en el fondo de su estuche. Ni un rayo de sol había horadado el opaco cortinaje de brumas. Al mediodía el cronómetro que Gildas Tregomain había llevado para tranquilidad de conciencia, no pudo establecer la longitud por la diferencia de horas entre París y el punto del golfo donde el barco se encontraba. La tarde no se mostró más favorable, y sólo de un modo aproximado se sabía dónde estaba el Berbera.

El patrón manifestó a Selik que, si el tiempo no se modificaba, al siguiente día pondría proa al oeste a fin de acercarse a tierra. ¿Dónde la encontraría? ¿En la altura de Sohar, de Máscate o más al norte, hacia la entrada del estrecho de Ormuz, o más al sur, por la parte del océano índico, a la altura de Raz-el-Had?

Selik creyó deber advertir a Juhel las intenciones del patrón del Berbera.

—¡Sea! —dijo el capitán por toda respuesta.

Ningún incidente hasta la noche; en el momento en que se ocultaba tras las brumas del oeste, el sol no las traspasó. La lluvia no era más que una bruma fina como el rocío de las olas. ¿Era esto indicio de una modificación en el estado atmosférico? Además, el viento se había calmado hasta el punto de no manifestarse más que por algunos soplos intermitentes, durante los que el barquero, mojando su mano y exponiéndola al aire, creía sentir una ligera brisa que venía del este.

—¡Ah! ¡Si estuviera en la Encantadora Amelia —se dijo—, entre las deliciosas riberas del Ranee, yo sabría a qué atenerme!

Pero desde hacia mucho tiempo la Encantadora Amelia había sido vendida como leña, y el perno no navegaba entre las deliciosas riberas del Ranee.

Por su parte, Juhel hizo el mismo ensayo que Tregomain.

Por otra parte, parecía que el sol en el momento de desaparecer había mirado por un agujero de las nubes como un curioso por las rendijas de una puerta. Y sin duda Pierre-Servan-Malo había sorprendido aquel rayo, pues su mirada se inflamó respondiendo al rayo del astro del día con un rayo de furor.

Llegada la noche, todo el mundo comió, viéndose que apenas quedaban víveres para veinticuatro horas. De aquí la necesidad de dirigirse a tierra al día siguiente, a menos de reconocerse que el Berbera no estaba alejado de ella.

La noche fue de calma. El oleaje cayó rápidamente, como sucede en los golfos muy estrechos. Poco a poco, el viento obligó a coger las amarras a estribor. En la incertidumbre de su posición, y por consejo que Juhel dio por boca de Selik, el patrón se puso al pairo esperando el día.

Hacia las tres de la mañana, el cielo, completamente libre de altas brumas, dejó aparecer sus últimas constelaciones. Todo hacía esperar una buena observación.

Al nacer el alba, en efecto, el disco solar remontó la línea del horizonte en todo su esplendor. Alargado por la refracción, empurpurado por las bajas capas del aire, su esplendorosa luz irradió por la superficie del golfo.

Gildas Tregomain creyó deberle saludar quitándose cortésmente su sombrero de hule. Un guebre, un parsi no hubiesen acogido más devotamente la aparición del astro del día.

Se comprenderá qué entusiasmo despertó en todos. ¡Con qué impaciencia, marineros y pasajeros, esperaron la hora en que se haría la observación! Estos árabes no ignoran que los europeos poseen medios precisos para determinar la posición de un navío, hasta cuando no hay tierra a la vista.

Y les interesaba mucho saber si el Berbera se encontraba aún en el golfo, o si había sido arrojado a través del cabo Raz-el-Had.

Entretanto el sol se elevaba sobre un cielo de una admirable pureza.

Ningún temor de que las nubes lo ocultaran cuando el joven capitán juzgase llegado el momento de obtener la altura meridiana.

Un poco antes del medio día Juhel hizo sus preparativos.

Antifer fue a colocarse junto a él con los labios apretados, los ojos ardientes, sin pronunciar palabra. Gildas Tregomain estaba a la derecha, moviendo su gruesa cabeza roja. Sauk detrás, Selik a babor. Todos se disponían a seguir la operación.

Juhel, con aplomo, las piernas separadas, cogió su sextante con la mano izquierda y dirigió el anteojo hacia el horizonte. El barco se movía lentamente a las ondulaciones de las olas poco agitadas.

Cuando la altura estuvo tomada, dijo Juhel:

—Ya está.

Después de haber leído las cifras indicadas en el disco graduado, bajó al camarote para hacer sus cálculos.

Veinte minutos después subía al puente y daba el resultado de su operación.

La situación del pernio era en latitud 25° 2' norte.

Encontrábase, pues, a tres minutos más al norte que lo que indicaba la latitud del islote.

Para el complemento de la operación era preciso medir el ángulo horario. Jamás parecieron más largas las horas a Antifer, a Juhel, a Tregomain y a Sauk. ¡Parecía que el instante deseado no debía llegar nunca!

Llegó, mientras el Barbera, convenientemente orientado, se había llevado un poco más al sur a la indicación de Juhel.

A las dos y media el joven marino tomó una serie de alturas, mientras Tregomain marcaba la hora en el cronómetro. Hechos los círculos, dieron por longitud 54° 58'.

El barco se encontraba, pues, un minuto más al este con relación al islote que se buscaba.

Casi en seguida se oyó un grito. Uno de los árabes mostraba una tumescencia negruzca a dos millas hacia el oeste.

—¡Mi islote! —exclamó Antifer.

No podía ser otra cosa, pues no había ninguna otra tierra a la vista.

Y he aquí al maluín que va, viene, gesticula, se pasea, como presa del baile de San Vito. Preciso fue que Gildas Tregomain interviniese para contenerle entre sus poderosos brazos.

El barco había puesto la proa al punto señalado, y merced a la brisa que hinchaba las velas, bastó media hora para llegar allí. El barco tocó en efecto. Aseguró Juhel que la situación del islote estaba conforme con las señas indicadas por Kamylk-Bajá, o sea, la latitud legada por Thomas Antifer a su hijo, 24° 55' norte, la longitud aportada por Ben-Omar, 54° 57' al este del meridiano de París.

Y tan lejos como podía extenderse, la mirada sólo alcanzaba la inmensidad desierta del golfo de Omán.

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