XIX

EN EL QUE ANTIFER SE ENCUENTRA FRENTE A UNA PROPOSICIÓN TAL QUE HUYÓ A FIN DE NO RESPONDER A ELLA

—¿Se puede ver al banquero Zambuco?

—Sí… si es para tratar de negocios.

—Justamente.

—¿Su nombre?

—Anuncie a un extranjero; esto basta.

Antifer era quien hacía estas preguntas, a las que respondía en mal francés un indígena viejo y gruñón sentado ante una mesa en el fondo de un estrecho cuarto dividido en dos partes por un enrejado con ventanilla. El maluín no había juzgado preciso declarar su nombre, deseoso de ver el efecto que este nombre producía sobre el banquero cuando lo dijera.

—Soy Antifer, el hijo de Thomas Antifer, de Saint-Malo.

Un instante después era introducido en un gabinete sin colgaduras, con las paredes blanqueadas de cal y el techo negro del humo de las lámparas, amueblado únicamente por un arca colocada en un rincón, un secreter de cilindro en otro, una mesa y dos sillas.

Ante aquella mesa estaba sentado el banquero. Los dos herederos de Kamylk-Bajá encontrábanse, pues, frente a frente.

Sin levantarse, Zambuco ajustóse las gafas sobre su nariz de papagayo y, alzando un poco la cabeza, preguntó:

—¿A quién tengo el honor de hablar?

—Al capitán Antifer —respondió el maluín, persuadido de que esas palabras iban a provocar un grito de Zambuco, un lanzamiento fuera del sillón, y esta breve respuesta:

—¡Usted al fin!

No fue así. El banquero no pareció impresionarse; ningún grito se escapó de su delgada boca; pero un observador sagaz hubiera podido notar el repentino brillo de sus ojos tras las gafas, brillo que apagó bajando los párpados.

—Ya le he dicho que soy Antifer.

—Lo he oído.

—Antifer Pierre-Servan-Malo, hijo de Thomas Antifer, de Saint-Malo, Bretaña. Francia.

—¿Tiene una letra contra mí? —preguntó el banquero, sin que su voz denunciase la más ligera alteración.

—¡Una letra! —respondió Antifer, desconcertado por tan fría acogida—. ¡Una letra de cien millones!

—¡Démela! —respondió simplemente el banquero Zambuco, como si se tratase de algunas piastras.

El maluín se sintió más desconcertado. ¿Cómo? Desde hacía veinte años, aquel flemático banquero estaba prevenido de que tendría su participación en un tesoro de un valor inverosímil, que un día cierto Antifer iría para llevárselo, y no se alteraba ante el enviado de Kamylk-Bajá.

Ni un signo de sorpresa, ni un resplandor de satisfacción.

¿Habría que dirigirse a otro?

¿No era el banquero Zambuco el poseedor de la latitud?

Un estremecimiento le movió de pies a cabeza.

La sangre le refluyó al corazón, y no tuvo más que el tiempo preciso para sentarse en una de las sillas.

El banquero, sin hacer un ademán para prestarle auxilio, le miraba a través de sus gafas, mientras que una ligera sonrisa se dibujaba en las comisuras de sus labios.

Pensaba que aquel marinero era poco fuerte y que no sería difícil hacerle suyo. Entretanto Pierre-Servan-Malo se repuso. Pasóse el pañuelo por la frente, hizo moverse su piedra en la boca, y levantándose de su asiento.

—¿Es usted el banquero Zambuco? —preguntó golpeando la mesa con su robusta mano.

—Sí… El único de este nombre en Túnez.

—¿Y no me esperaba?

—No.

—¿No le ha sido anunciada mi venida?

—¿Y cómo había de serlo?

—Por la carta de cierto bajá.

—¿Un bajá? —respondió el banquero—. Recibo a centenares cartas de bajás…

—Kamylk-Bajá… de El Cairo.

—No recuerdo.

Todo el juego de Zambuco tendía, en suma, a que Antifer se explayara ante él, y que le ofreciese su mercancía, es decir, su longitud, sin que el otro le hubiese ofrecido su latitud.

Sin embargo, al oír el nombre de Kamylk-Bajá tuvo el aire de un hombre a quien aquél no le era desconocido.

Buscaba en el fondo de su memoria.

—Espere —dijo, sujetando sus gafas—. ¿Kamylk-Bajá… de El Cairo?

—Sí —respondió Antifer—, una especie de Rothschild egipcio que poseía una enorme fortuna en oro, diamantes y piedras preciosas.

—Sí… recuerdo… en efecto.

—Y que ha debido prevenirle que la mitad de esta fortuna le pertenecería algún día…

—Tiene razón, señor Antifer, y yo debo tener esa carta en alguna parte…

—¿Cómo en alguna parte? ¿No sabe con seguridad dónde está?

—¡Oh! ¡Aquí no se pierde nada!… ¡Yo la encontraré!…

Y ante esta respuesta, la actitud de Antifer, el aspecto de sus dos manos, dispuestas como garras, indicaban visiblemente que saltaría al cuello del banquero si aquella carta no aparecía.

—Veamos, señor Zambuco —añadió procurando dominarse—. Su calma es extraña. Habla de este asunto con una indiferencia…

—¡Pchs! —dijo el banquero.

—¿Cómo «pchs» cuando se trata de cien millones de francos?

Los labios de Zambuco dibujaron una mueca desdeñosa.

En verdad, a aquel hombre parecía importarle lo mismo un millón que una corteza de naranja.

—¡Ah! ¡El pobrete! ¡Es cien veces millonario! —pensó Antifer.

En aquel momento el banquero cambió de conversación con el objeto de saber lo que ignoraba, es decir, en virtud de qué encadenamiento de hechos recibía la visita del maluín.

Así es que dijo con tono de duda, limpiando sus gafas con la punta del pañuelo.

—Además, ¿es que cree seriamente en esa historia del tesoro?

—¡Si creo en ella! ¡Como en la Santísima Trinidad!

Y lo afirmaba con toda la fe de un bretón. Contó entonces cuanto había acaecido. En qué circunstancias, en 1799 su padre había salvado la vida del Bajá; cómo en 1843 había llegado a Saint-Malo una carta misteriosa anunciando estar depositado el tesoro en un islote que era preciso buscar; cómo él, Antifer, había recibido de su padre moribundo aquel secreto, conocido solamente del último; cómo durante veinte años había esperado al mensajero encargado de completar la fórmula para establecer el lugar en que el islote se encontraba; cómo Ben-Omar, un notario de Alejandría, depositario de la última voluntad de Kamylk-Bajá, le había llevado el testamento que contenía la tan deseada longitud, que sirvió para establecer sobre el mapa un islote del golfo de Omán, a lo largo de Máscate; cómo Antifer, acompañado de su sobrino Juhel, de su amigo Tregomain, de Ben-Omar, cuya presencia le fue impuesta en su calidad de ejecutor testamentario, y del pasante de Ben-Omar, habían hecho el viaje desde Saint-Malo a Máscate; cómo habían encontrado el islote en los parajes del golfo, a lo largo dé Sphar; cómo, en fin, en vez del tesoro en el mismo sitio indicado por la doble K no había más que una caja, y en ésta un documento indicando la longitud de un segundo islote, documento que Antifer debía comunicar al banquero Zambuco, de Túnez, el cual poseía la latitud que permitiría determinar la situación de aquel nuevo islote.

Por indiferente que quisiera aparecer el banquero, había escuchado aquella narración con atención extrema.

Un ligero temblor de sus manos indicaba una viva emoción.

Cuando Antifer, que sudaba copiosamente, hubo acabado, el banquero Zambuco se limitó a decir:

—Sí… En efecto… La existencia del tesoro parece no ser dudosa… Ahora, ¿qué interés ha podido tener Kamylk-Bajá para proceder de esta suerte?

Y efectivamente, este interés no aparecía muy claro.

—Se puede pensar —respondió Antifer— que… Pero, en primer lugar, señor Zambuco, ¿ha prestado al bajá en alguna ocasión algún servicio, cualquiera que éste sea?…

—Ciertamente… Uno muy grande.

—¿Y en qué ocasión?

—Cuando tuvo el pensamiento de realizar su fortuna, cuando vivía en El Cairo, donde yo vivía en aquella época también.

—Pues bien, la cosa es clara. Él ha querido que al descubrimiento del tesoro concurran las dos personas, a las que deseaba testimoniar su gratitud… Usted y yo, a falta de mi padre.

—¿Y por qué no ha de haber otros? —preguntó el banquero.

—¡Ah! ¡No diga eso! —exclamó Antifer, que golpeó sobre la mesa—. Ya somos bastantes.

—Es verdad —respondió Zambuco—. Pero todavía otra cosa. ¿Por qué le acompaña ese notario de Alejandría?

—Una cláusula del testamento le asegura una comisión con la condición expresa de que asista en persona al acto de desenterrar el tesoro.

—¿Y qué comisión es ésa?

—Un uno por ciento.

—¡Ah, bribón!

—Bribón. ¡Ése es el nombre que merece! —exclamó Antifer.

He ahí un calificativo en el que los dos estaban conformes, y por indiferente que quisiera aparecer en aquel negocio no causará extrañeza que tal grito del corazón se hubiera escapado a Zambuco.

—Ahora —dijo el maluín— ya está al corriente de la situación, y creo que no hay motivo alguno para que no tratemos del asunto con toda franqueza.

El banquero permaneció impasible.

—Yo tengo la nueva longitud encontrada en el islote número 1 —continuó Antifer—, y usted debe tener la latitud del islote número 2.

—Sí —respondió Zambuco con marcada duda.

—Entonces, ¿por qué, cuando he llegado aquí, cuando le he dicho mi nombre, ha fingido no conocer esta historia?

—Sencillamente porque no quería entregarme al primero que llegara. Podía ser un intruso, señor Antifer, no se incomode, y yo deseaba asegurarme. Pero puesto que posee el documento que ha de ponerle en relaciones conmigo…

—Lo tengo.

—Muéstrelo.

—Un instante, señor Zambuco. ¿Tiene la carta de Kamylk-Bajá?

—Sí.

—Pues bien, carta por documento. Es preciso que el cambio se haga de una manera regular y recíproca.

—¡Sea! —respondió el banquero.

Y levantándose, se dirigió hacia la caja e hizo jugar sus resortes con una lentitud que exasperó a Antifer.

¿Por qué esta inexplicable manera de obrar? ¿Quería, pues, Zambuco imitar los procedimientos empleados por Ben-Omar en Saint-Malo, buscando robar al maluín el secreto que el notario no había podido arrancarle?

No. Puesto que esto no hubiera sido posible frente a un hombre tan resuelto a no entregar su mercancía sino a cambio de dinero contante. Pero el banquero tenía un proyecto largo y maduramente meditado; un proyecto que, de resultar, haría que los millones de Kamylk-Bajá fuesen a su familia, es decir a él; proyecto que exigía como condición indispensable que su coheredero fuese viudo o soltero.

Así, mientras hacía sonar los resortes de su caja, volvióse, y con voz un poco temblorosa preguntó:

—¿Es usted casado?

—No, señor Zambuco, y me felicito de ello continuamente.

La última parte de esta respuesta hizo fruncir el ceño al banquero, que volvió a su tarea.

¿Tenía, pues, una familia este Zambuco? Sí, y nadie lo sospechaba en Túnez. Su familia, realmente, no se componía más que de una hermana, como se ha dicho. La señorita Talisma Zambuco vivía muy modestamente en Malta de una pensión que su hermano le remitía. Contaba cerca de medio siglo, y no había tenido ocasión de casarse; en primer lugar porque dejaba bastante que desear por su belleza, inteligencia y fortuna; y después, porque su hermano no le había encontrado aún marido, y los pretendientes no parecían pensar en presentarse por sí mismos.

Y sin embargo, Zambuco esperaba que su hermana se casaría. ¿Con quién, Dios mío? Con aquel Antifer cuya visita esperaba desde hacía veinte años, y que colmaría los deseos de la vieja solterona si era viudo o soltero. Celebrado el matrimonio, los millones quedarían en la familia, y la señorita Zambuco no perdería nada por haber aguardado. Y claro es que ella dependía de su hermano en todo, y que un marido ofrecido por él sería aceptado a ojos cerrados.

¿Pero consentiría el maluín en cerrar los suyos para casarse con la vieja? No lo dudaba el banquero, pues se veía dueño de imponer las condiciones que quisiera. Por otra parte, los marinos no tienen derecho a ser muy exigentes. Zambuco por lo menos lo pensaba así.

¡Ah! ¡Desdichado Pierre-Servan-Malo! ¡En qué galera te has embarcado! ¡Preferible hubiera sido un paseo por el Ranee hasta a bordo de la Encantadora Amelia cuando existía!

Ya se sabe a qué atenerse sobre el juego del banquero. Nada más sencillo y mejor combinado a la vez. Sólo entregaría su latitud a cambio de la vida de Antifer; entendámonos, de su vida encadenada por nudo eterno a la señorita Talisma Zambuco.

Antes de sacar del arca la carta de Kamylk-Bajá, y en el instante en que introducía la llave en la cerradura, pareció mudar de opinión y volvió a sentarse.

Los ojos de Antifer lanzaron un resplandor tremendo, como se produce con ciertas corrientes eléctricas cuando el espacio está saturado de electricidad.

—¿Qué espera? —preguntó.

—Reflexiono en una cosa.

—¿En cuál?

—¿Cree que en este negocio nuestros derechos son absolutamente iguales?

—Ciertamente que lo son.

—Yo… no lo pienso así.

—¿Y por que?

—Porque su padre fue quien prestó el servicio al bajá, y no usted…, mientras que yo… se lo presté en persona.

Antifer le interrumpió, y el rayo anunciado por el resplandor estalló.

—¡Ah, señor Zambuco! ¿Tendrá la pretensión de burlarse de un capitán de cabotaje? ¿Es que los derechos de mi padre no son los míos siendo yo su único heredero? Sí o no: ¿quiere cumplir la voluntad del testador?

—Yo quiero hacer lo que me convenga —respondió secamente el banquero.

Antifer se sujetó a la mesa para no saltar, después de haber lanzado lejos la silla de un puntapié.

—¿Sabe que nada puede hacer sin mí? —exclamó el maltés.

—¡Ni usted sin mí! —respondió el maluín.

La discusión subía de punto. El uno estaba rojo de furor, el otro más pálido que de costumbre pero muy dueño de sí.

—¿Quiere darme su latitud? —exclamó Antifer en el colmo de la exasperación.

—Comience por darme usted su longitud —respondió el banquero.

—¡Jamás!

—¡Sea!

—He aquí mi documento —dijo Antifer sacando su cartera.

—Guárdelo. No me interesa.

—¿Que no? Olvida que se trata de cien millones.

—De cien millones, en efecto.

—Y que se perderán si no llegamos a conocer la situación del islote donde están.

—¡Pchs! —dijo el banquero.

E hizo una mueca tan desdeñosa que su interlocutor se puso en actitud de saltarle al cuello… ¡Un miserable que rehusaba tomar su parte de los cien millones sin beneficio para nadie!

Nunca quizás el banquero Zambuco, que en su larga carrera de usurero había estrangulado moralmente a tantos pobres diablos, estuvo más cerca de serlo físicamente. Comprendiólo, sin duda, pues, dulcificándose, dijo:

—Creo que habrá un medio de arreglar el asunto.

Antifer apretó sus manos y las escondió en sus bolsillos para resistir mejor la tentación.

—Caballero —dijo el banquero—. Yo soy rico; tengo gustos muy sencillos, y ni cincuenta millones, ni aun cien, me harían cambiar de vida. Pero tengo una pasión: la de acumular sacos de oro sobre sacos de oro, y confieso que me gustaría ver el tesoro de Kamylk-Bajá en mis arcas. Pues bien: desde que yo conocía la existencia de ese tesoro no he tenido más pensamiento que el de poseerlo todo entero.

—Vea lo que dice, señor Zambuco.

—Espere.

—¿Y la parte que me corresponde?

—¿Su parte? ¿No podría ser que sin que la perdiera quedase en mi familia?

—Entonces no estaría en la mía.

—Pues es asunto para tomarlo o dejarlo.

—Vamos, menos preámbulos y explíquese.

—Yo tengo una hermana. La señorita Talisma.

—Cuyos pies beso.

—Vive en Malta.

—Mejor para ella si el clima le sienta bien.

—Tiene cuarenta y siete años, y es aún muy bella para su edad.

—No me asombra si se parece a usted.

—Pues bien; puesto que es usted soltero, podría casarse con ella.

—¡Yo!… —exclamó Pierre-Servan-Malo, cuya congestionada faz se puso roja.

—Sí —respondió el banquero en tono decidido y que no admitía réplica—. Gracias a esta unión, sus cincuenta millones y los cincuenta míos quedarían en mi familia.

—Señor Zambuco —respondió Antifer, que hacía mover su piedra entre los dientes como la resaca los guijarros de la playa—. ¡Señor Zambuco!

—¡Señor Antifer!

—¿Es seria su proposición?

—Todo lo más seria posible; y si rehúsa casarse con mi hermana, le juro que todo habrá terminado entre nosotros y puede usted volver a embarcarse con dirección a Francia.

Se oyó un sordo rugido. Antifer se asfixiaba. Se arrancó la corbata, cogió su sombrero y abrió la puerta del gabinete. Después, lanzóse a través del patio, bajó a la calle gesticulando y agitándose como un loco.

Sauk, que le esperaba, le siguió muy inquieto por verle en semejante estado. Llegado al hotel, el maluín se precipitó en el vestíbulo. Desde allí, viendo a su amigo y a su sobrino sentados en el saloncillo próximo al comedor, fue a ellos y les dijo:

—¡Ah!… ¿Sabéis lo que quiere ese miserable?

—¿Matarte? —preguntó Gildas Tregomain.

—¡Peor que eso!… ¡Quiere que me case con su hermana!

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