XVIII

EN EL QUE EL COLEGATARIO DE ANTIFER ES PRESENTADO AL LECTOR EN LAS FORMAS EXIGIDAS POR LA COSTUMBRE

Cuando se llega a la rada de Túnez, no se está en Túnez. Hay que recurrir a las embarcaciones de bordo o a los mahonnes del país para desembarcar en la Goleta.

En efecto: este puerto no es tal en el sentido de que ni los barcos de un mediano tonelaje pueden penetrar en los muelles donde sólo amarran los pequeños barcos de cabotaje y los de pesca. Los demás navíos tienen que permanecer sobre sus anclas. Las montañas les prestan abrigo cuando el viento sopla del este; quedan a merced de las terribles borrascas cuando aquél viene del oeste o del norte. Se comprenderá, pues, que es indispensable crear un puerto accesible a todos los barcos, hasta a los de guerra, sea agrandando el de Bizerta, en el litoral de la corte septentrional de la Regencia, sea abriendo un canal de diez kilómetros a través del lago Bahira, después de hendido ese lado que lo separa del mar.

Conviene añadir que Antifer y sus compañeros, una vez en la Goleta, no estaban todavía en Túnez. Tuvieron que tomar el ferrocarril de Rubattino, establecido por una compañía italiana, que rodea el lago Bahira, pasando al pie de la colina de Cartago, sobre la que se alza la capilla de San Luis de Francia.

Cuando nuestros viajeros hubieron franqueado el muelle, halláronse con una especie de ciudad con una ancha calle, con palacio para el gobernador, iglesia católica, café, casas particulares y en realidad aspecto lo más moderno que imaginarse puede. Preciso es llegar hasta el palacio del litoral, que el Bey ocupa alguna vez, durante la época de los baños de mar, para entrever un primer indicio de color oriental.

Pero he aquí una cosa de la que no se preocupaba Pierre-Servan-Malo, como tampoco de las leyendas que han dejado los Régulos, los Escipiones, los Césares, los Catones, los Marios, ni los Aníbales. ¿Conocía siquiera los nombres de estos importantes personajes? Quizá lo mismo que el bueno de Tregomain, que se atenía a las glorias de su ciudad natal, lo que bastaba para satisfacción de su amor propio. Solamente Juhel hubiera podido abandonarse al encanto de aquellos recuerdos históricos, si no hubiese estado demasiado inquieto por los cuidados del presente. Estaba en el caso en que se podía decir de él lo que se dice en el Levante de un hombre distraído. Busca a su hijo, que lleva sobre los hombros. Lo que él buscaba era a su novia con el disgusto de alejarse de ella.

Después de haber atravesado la Goleta, Antifer, el barquero y Juhel, con sus maletas en la mano —cuyo contenido contaban con renovar en Túnez—, fueron a la estación a esperar el primer tren. A alguna distancia les seguían Ben-Omar y Nazim. Como Antifer no había dicho palabra del asunto, nada sabían de aquel banquero Zambuco, al que estaban unidos por la voluntad de Kamylk-Bajá. Gran disgusto, si no para el notario, que alcanzaría su prima a condición de no abandonar la partida, para Sauk al menos, que tendría que luchar con dos herederos en lugar de uno. ¿Y quién sería el nuevo?

Después de una media hora de espera, los viajeros se instalaban en el tren y se detenían algunos minutos en la estación, desde la que se podía ver la colina de Cartago y el convento de los Padres Blancos, cuyo museo arqueológico goza de gran fama. Poco después llegaban a Túnez, y siguiendo el paseo de la Marina, desembocaron ante el hotel de Francia, en pleno barrio europeo. A su disposición se pusieron tres habitaciones algo desnudas, altas de techo, a las que se llegaba por una amplia escalera, y cuyos techos estaban cubiertos con mosquiteros. En la fonda de la planta baja encontrarían el almuerzo y comida a las horas que más convenientes les fueran, y en un comedor cómodo. Parecía un buen hotel de París; cosa que, después de todo, importaba poco, puesto que los maluines no pensaban permanecer allí mucho tiempo. Antifer no subió siquiera a su habitación.

—Volveré a buscaros aquí —dijo a sus compañeros.

—Bien, amigo —dijo Tregomain—, y lleva tu asunto al abordaje.

El abordaje era precisamente lo que inquietaba al tío de Juhel.

No tenía, ciertamente, la intención de engañar a su colegatario, como Ben-Omar había intentado engañarle a él. Hombre honrado y de una gran lealtad, no obstante su originalidad había decidido tratar sin ambages el negocio. Iría al banquero y le diría:

—He aquí lo que le traigo. Veamos lo que me ofrece en cambio, y… ¡andando!

Además, a juzgar por el contenido del documento encontrado en el islote, el dicho Zambuco debía de estar prevenido de que un tal Antifer, de origen francés, le traería la longitud necesaria para establecer la ubicación del islote que encerraba el tesoro. El banquero no había, pues, de sorprenderse de aquella visita.

Un temor sentía Antifer: el de que su colegatario no hablase francés. Si Zambuco comprendía la lengua inglesa, todavía podría orillarse la dificultad con ayuda de Juhel. Pero si no sabía ninguna de las dos lenguas, preciso sería recurrir a la intervención de un intérprete. ¡Y entonces se estaría a merced de un tercero en un secreto de un valor de cien millones! Al abandonar el hotel sin decir dónde iba, Antifer había pedido un guía… Después, este último y aquél habían desaparecido a la vuelta de las calles que desembocan en la plaza de la Marina.

—No necesita de nosotros —había hecho observar Tregomain.

—Vamos, pues, a pasear, y empezaremos dejando esta carta en el correo —había respondido Juhel.

Y helos allí. Después de haber depositado la carta en el buzón contiguo al hotel se dirigieron hacia el Babel Bahar, la Puerta del Mar, a fin de rodear exteriormente el perímetro de la muralla que forma a Túnez la Blanca un cinturón de dos leguas largas.

Entretanto, a cien pasos del hotel, Antifer había dicho al guía:

—¿Conoce al banquero Zambuco?

—Todo el mundo le conoce aquí.

—¿Donde vive?

—En la ciudad baja…, barrio de los malteses.

—Allí es donde quiero ir.

—A su orden, excelencia.

En estos países de Oriente, excelencia significa señor.

Antifer se dirigió a la ciudad baja. Estad seguros de que no prestó atención alguna a las curiosidades del camino; aquí, una de esas mezquitas que en Túnez se encuentran por centenares, y que dominan con sus elegantes minaretes; allá, restos de origen romano o sarraceno; después una plaza pintoresca, bajo el verdor de las higueras y palmeras; más allá, calles estrechas, con las casas juntas, llenas de tiendas sombrías, donde se agolpan los géneros, las telas y bibelots.

No, Pierre-Servan-Malo sólo pensaba en aquella visita impuesta por Kamylk-Bajá y en la acogida que le dispensarían. En fin, cuando se llevan a un particular cincuenta millones hay motivo para presumir que uno será bien recibido.

Después de una media hora de marcha, llegaron al barrio de los malteses.

No era el más limpio de aquella ciudad de cincuenta mil almas.

Además, en aquella época el protectorado francés no había impuesto el pabellón de Francia.

Al extremo de una calle, o más bien de una callejuela de aquel barrio comerciante, el guía se detuvo ante una casa de mediana apariencia. Construida por el modelo general para las casas tunecinas, presentaba un enorme bloque con terraza, sin ventanas exteriores, y un patio por el que recibían luz las habitaciones.

El aspecto de aquella casa no indicó a Antifer que su propietario nadase en la abundancia, lo que creyó de buen augurio para el resultado de sus proyectos.

—¿Es aquí donde vive el banquero Zambuco? —preguntó al guía.

—Aquí, excelencia.

—¿Es ésta su casa de banca?

—Sí.

—¿No tiene otra vivienda?

—No, excelencia.

—Pasa por rico, ¿verdad?

—Su fortuna se cuenta por millones.

—¡Diablo! —dijo Antifer.

—¡Pero es tan avaro como rico! —añadió el guía.

—¡Diablo! —repitió Antifer.

Y despidió al guía, que volvió a tomar el camino del hotel.

Sépase que Sauk les había seguido, evitando ser visto. Ahora, él sabía dónde vivía Zambuco. ¿Podría tratar con ese banquero en provecho propio? ¿Se presentaría la ocasión de despojar a Antifer? Si sobrevenía un desacuerdo entre los dos colegatarios de Kamylk-Bajá, ¿no habría motivo para explotar el caso? Realmente había sido una desgracia que Antifer no hubiera dejado escapar con el nombre de Zambuco la cifra de la nueva longitud. Si Sauk la hubiese conocido, tal vez hubiese podido llegar el primero a Túnez, engolosinar al banquero prometiéndole una suma considerable, y hasta arrancarle el secreto, sin aflojar la bolsa. Pero pensó en que era Antifer, no otro, quien el documento designaba. Pues bien; Sauk se sujetaría a su programa, lo ejecutaría sin piedad, y cuando el maltés o el maluín estuvieran en posesión de los legados, sabría despojarlos a ambos.

Pierre-Servan-Malo entró en casa del banquero, y Sauk esperó fuera. La parte de la izquierda servía de despacho. Nadie había en el patio. Parecía estar tan abandonado como si la casa de banca estuviera cerrada aquella misma mañana por suspensión de pagos. Pero el banquero Zambuco no había quebrado.

Era el banquero tunecino hombre de mediana estatura, de unos sesenta años de edad, delgado, nervioso, ojos vivos y duros, de mirada cobarde, la cara sin pelo de barba, la tez apergaminada, y los cabellos canosos y como de pelote, los hombros encorvados, y los dedos largos y en forma de garras. Poseía todos sus dientes, dientes acostumbrados a morder, que descubrían sus delgados labios. Por poco observador que Antifer fuera, comprendió que la persona de aquel Zambuco no tenía nada de simpático, y se dijo que entrar en relaciones con semejante hombre no podía ofrecerle satisfacción alguna.

En realidad, el banquero era una especie de usurero que debiera ser de origen judío, aunque era maltés. De estos malteses hay cinco o seis mil en Túnez.

Zambuco pasaba por haber reunido una gran fortuna en todas las oscuras operaciones de banca. Era, en efecto, rico. Pero en su opinión, nunca se es rico cuando se puede serlo más. Se le creía varias veces millonario, y no se engañaban a pesar de la apariencia humilde y miserable de su casa, lo que había hecho caer en un error a Antifer. Esto denotaba en Zambuco una parsimonia prodigiosa en lo que a las necesidades de su existencia se refería. ¿Es, pues, que él no tenía necesidades? Muy pocas, sin duda, y evitaba creárselas gracias a sus instintos de avaro. Amontonar sacos de escudos sobre sacos de escudos, acaparar la plata, negociar con todo lo que representa un valor cualquiera; a embrollos de esta clase había consagrado su vida entera. De aquí, muchos millones guardados por él, sin inquietarse mucho por hacerlos productivos. Contradictorio, inverosímil casi, hubiera parecido que un hombre de esta especie no fuera soltero. Si el celibato está indicado en alguna ocasión, ¿no es respecto a tipos de este género? Así es que Zambuco jamás había tenido el pensamiento de casarse, lo cual fue una suerte para la que hubiera sido su mujer, como se repetía en el barrio maltés. Ni hermanos, ni sobrinos, ni parientes de ninguna clase se le conocían, excepción de su hermana. Las generaciones anteriores a Zambuco se resumían en él. Vivía solitario en el fondo de su casa, mejor dicho en su oficina, mejor aún en su caja, sin tener más servidumbre que una vieja de Túnez, que no costaba cara ni en alimentos ni en sueldo. De lo que entraba en aquella caverna nada salía. Ya se ve quién era el rival de Antifer, y es legítimo preguntar qué clase de servicio había podido prestar a Kamylk-Bajá, aquel poco simpático personaje, hasta el punto de haberse hecho acreedor a su reconocimiento, cosa que interesa para perfecto conocimiento de este relato.

He aquí la historia en pocas palabras. Cuando no contaba más que veintisiete años, huérfano de padre y madre, Zambuco vivía en Alejandría, donde ejercía, con una sagacidad y una perseverancia infatigables, las diversas industrias del corredor, embolsándose las comisiones del comprador y vendedor, siendo intermediario antes de llegar a ser comerciante de dinero, lo que es el más fructífero de los oficios puestos a la disposición de la humana inteligencia.

Fue esto en 1839, y no se habrá olvidado que entonces Kamylk-Bajá tuvo la idea, muy inquieto por su fortuna, codiciada por su sobrino Murad, y a instigación de este último por Mehemet-Alí, de realizar sus riquezas, transportándolas después a Siria, donde debían estar más seguras que en ninguna ciudad de Egipto.

Para aquella operación fueron precisos algunos agentes. Él no quiso recurrir más que a extranjeros dignos de su confianza. Estos agentes, por otra parte, corrían grandes riesgos, por lo menos el de su libertad, apoyando al rico egipcio contra el virrey. El joven Zambuco fue uno de ellos. Y llevó a cabo la operación con un celo largamente recompensado entonces; realizó muchos viajes a Alepo, y, en fin, contribuyó notablemente a la realización de la fortuna de su cliente y a su transporte a lugar seguro. No se hizo esto sin dificultades y peligros, y después de la partida de Kamylk-Bajá, algunos de los agentes que él había empleado, entre otros Zambuco, descubiertos por la vigilante policía de Mehemet-Alí, fueron aprisionados. Dejóseles en libertad por falta de pruebas, cierto; pero habían, sin embargo, sido castigados por su fidelidad y sacrificio.

Así pues, de igual modo que el padre de Antifer había prestado sus servicios a Kamylk-Bajá en 1799, recogiéndole medio muerto en las rocas de Jaffa, treinta años más tarde Zambuco adquiriría derechos a su gratitud.

Kamylk-Bajá no debía olvidarlo.

Esta sencilla exposición de hechos explica por qué en 1843 Thomas Antifer, de una parte, y el banquero Zambuco, de otra, el uno en Saint-Malo y en Túnez el otro, habían recibido cada uno una carta informándoles de que un día tendría que recoger su parte de un tesoro por valor de cien millones, depositado en un islote, del que a uno le daba la longitud y al otro la latitud, para que recíprocamente se la comunicaran en tiempo oportuno.

Si esto había producido el efecto que se sabe en Thomas Antifer, y en su hijo después, no lo produjo menos en una persona de las condiciones de Zambuco. Claro está que a nadie dijo palabra del asunto. Encerró las cifras de su latitud en uno de los cajones de su arca, y desde aquella época no transcurrió un minuto de su vida sin que esperase ver aparecer al Antifer anunciado por la carta de Kamylk-Bajá. En vano pretendió conocer la suerte de aquel egipcio. Nada había trascendido de su captura a bordo del brig-goleta en 1834; nada de su traslado a El Cairo; nada de su prisión en un castillo durante dieciocho años; nada de su muerte, acaecida en 1852.

Corría el año 1867. Más de veinte años habían transcurrido desde 1843, y el maluín no había aparecido, y la longitud no se había reunido a la latitud. El sitio del islote estaba aún por determinar. Sin embargo, Zambuco no había perdido la confianza. No había que dudar que las intenciones de Kamylk-Bajá eran que el suceso se realizase más pronto o más tarde. El referido Antifer aparecería al fin en la calle de los malteses como un cometa anunciado por los observatorios de ambos mundos.

El único disgusto del banquero, natural en hombre de su condición, era el de tener que partir el legado con otro, al que mentalmente enviaba a todos los demonios. Pero no podía cambiar las disposiciones del reconocido egipcio. ¡Y sin embargo, partir los cien millones de parecía monstruoso! Así es que desde hacía muchos años había amontonado reflexiones sobre reflexiones, imaginado mil y mil combinaciones para que la herencia quedase entera entre sus manos. ¿Lo conseguiría? Todo lo que podemos afirmar es que estaba bien preparado para recibir a Antifer cuando fuese, que iría a llevarle la prometida longitud.

Inútil es añadir que el banquero Zambuco, poco al corriente de los asuntos de navegación, se había hecho explicar cómo por medio de una longitud y una latitud, es decir, por el cruzamiento de dos líneas imaginarias, podía establecerse la posición de un punto en el globo. Y lo que sobre todo había comprendido era que la reunión de dos colegatarios era indispensable, y que si él nada podía sin Antifer, Antifer no podía nada sin él.

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