XX

EN EL QUE EL TERRIBLE COMBATE ENTRE OCCIDENTE Y ORIENTE SE DECIDE A FAVOR DE ESTE ÚLTIMO

Por acostumbrados que desde algún tiempo estuvieran a complicaciones de mil clases, ni el barquero ni Juhel esperaban aquélla. ¡Antifer, el soltero empedernido, puesto así al pie del muro! ¡Y de qué muro! ¡El muro del matrimonio, que tenía que franquear so pena de perder su parte en la enorme herencia!

Rogó Juhel a su tío que contase lo sucedido más explícitamente. Y así lo hizo el segundo entre los más explosivos juramentos, que estallaban como proyectiles, aunque, por desgracia, no podían alcanzar a Zambuco, al abrigo de ellos en su casa del barrio de los malteses.

¡Ved a aquel solterón de cuarenta y seis años casado con una señorita de cuarenta y siete, convertido en una especie de Antifer-Bajá!

Gildas y Juhel se miraban en silencio; el primero pensaba:

—Se han perdido los millones.

Y el segundo:

—¡Aún más obstáculos a mi matrimonio con Énogate!

Que Antifer pasase por las exigencias de Zambuco, que consintiese en llegar a ser cuñado del banquero, era de todo punto inadmisible. No se sometería a esta exigencia ni por mil millones.

Entretanto, el maluín iba y venía de un extremo a otro de la habitación. Se paraba, se sentaba, se aproximaba a su sobrino y a su amigo, y volvía en seguida los ojos. Daba pena verle, y nunca como entonces pudo temer Tregomain por la razón del desdichado. Así es que Juhel y él pensaron que lo mejor era no contrariarle. Con el tiempo, aquel espíritu desequilibrado volvería a un conocimiento sano de la situación. Tomó al fin la palabra, lanzando sus frases entre furibundos juramentos.

—¡Cien millones perdidos por ese miserable! ¿No merece ser guillotinado, ahorcado, fusilado, envenenado, empalado a la vez? Rehúsa darme su latitud si no me caso… ¡Casarme con una tarasca maltesa! ¿Me figuráis marido de esa señorita Talisma?

¡No, ciertamente! Sus amigos no se lo figuraban así; y la introducción de semejante cuñada y tía en el seno de la honrada familia de los Antifer hubiese sido una de esas inverosímiles eventualidades en la que nadie hubiera podido creer.

—Oye, Gildas.

—Amigo.

—¿Es que tiene alguien el derecho de dejar cien millones enterrados cuando no hay más que dar un paso para apoderarse de ellos?

—No estoy preparado para responder a esa pregunta —dijo evasivamente Gildas Tregomain.

—¡Ah! ¿No estás preparado? —exclamó Antifer, arrojando su sombrero en un rincón—. Pues bien, ¿estás preparado pare responder a esta otra?

—¿Cuál?

—Si un individuo cargase un barco… vamos, una gabarra, una Encantadora Amelia, si quieres.

Gildas Tregomain comprendió que la Encantadora Amelia iba a pasar un mal rato.

—Si cargase ese viejo armatoste con cien millones de oro, y anunciase públicamente que lo iba a barrenar en alta mar, a fin de que a éste cayesen esos millones, ¿crees tú que el gobierno lo permitiría? Vamos, habla.

—No lo creo, amigo mío.

—¡Pues eso es lo que intenta ese monstruo de Zambuco! No tiene más que pronunciar una palabra y entraríamos en posesión de esos millones. ¡Y se obstina en callar!

—¡No conozco ser más abominable! —dijo Tregomain, que consiguió hacer colérico su acento.

—Veamos, Juhel.

—Tío…

—¡Si le denunciáramos a las autoridades!

—Sin duda… y en último extremo.

—Sí; las autoridades pueden hacer lo que a un particular está prohibido. Pueden aplicarle el tormento, atenazarle el pecho, asarle las patas a fuego lento.

—La idea no es mala, tío.

—Excelente Juhel, y sacrificaría la parte que me corresponde; la abandonaría.

—¡Ah! Eso sería noble, generoso —exclamó Tregomain—. ¡Digno de un francés, de un maluín, de un verdadero Antifer!

Sin duda, al emitir aquella proposición el tío de Juhel, iba más allá de lo que quería, pues lanzó una mirada tan terrible a Gildas Tregomain que el digno hombre detuvo su arranque de admiración.

—¡Cien millones! ¡Cien millones! —repetía Antifer—. ¡Yo mataré a ese Zambuco de los demonios!

—¡Tío!

—¡Amigo mío!

Verdaderamente, en el estado de exasperación en que se hallaba, podía temerse que el maluín cometiera algún disparate, del que, por otra parte, no sería responsable, porque hubiera obrado en un acceso de enajenación mental. Cuando Gildas Tregomain y Juhel pretendieron calmarle, él les rechazó violentamente, y tal era el estado de irascibilidad en que se hallaba, que hasta les acusó de pactar con sus enemigos, de defender al banquero, de no querer ayudarle a aplastar a aquel bicho venenoso.

—¡Dejadme! ¡Dejadme! —exclamó al fin.

Y recogiendo su sombrero, dando portazos, salió del salón.

Los otros, imaginándose que Antifer iba a volver a casa del banquero, resolvieron seguirle a fin de evitar una desgracia. Felizmente vieron que tomaba la escalera principal y subía a su cuarto, donde se encerró con doble llave.

—¡Es lo mejor que podía hacer! —dijo Tregomain moviendo la cabeza.

—Sí… ¡Pobre tío! —respondió Juhel.

Después de semejante escena, no teniendo apetito, comieron muy poco. Y al terminar, los dos amigos abandonaron el hotel a fin de respirar el aire libre sobre el Bahira. Al salir encontraron a Ben-Omar acompañado de Nazim. ¿Había inconveniente en instruir al notario de lo que había sucedido? Sin duda, no. Y cuando el último lo supo, exclamó:

—Es preciso que se case con la señorita Zambuco. ¡No tiene derecho a rehusar! ¡No, no tiene derecho!

Ésta era también la opinión de Sauk, que no hubiese dudado en contraer un matrimonio cualquiera con tal de que la novia le aportase una dote de tal estima.

Gildas Tregomain y Juhel les volvieron las espaldas, y siguieron muy pensativos por el paseo de la Marina.

La noche, hermosa y fresca por la brisa del mar, invitaba a pasear a la población de Túnez. El capitán y el barquero dirigiéronse hacia la muralla, franquearon la puerta y anduvieron unos cien pasos a orillas del lago, yendo a sentarse ante una mesa del café Wina, donde, mientras apuraban una botella de Manuba, hablaron de la situación. Para ellos la cosa era sencilla. Antifer no consentiría jamás en someterse a las exigencias de Zambuco. De aquí la necesidad de renunciar a descubrir el islote número 2, así como la de abandonar Túnez en el próximo paquebote. Y en fin, la inmensa satisfacción de volver a Francia tan pronto.

Evidentemente, ésta era la única solución posible, y no sería una gran desgracia volver a Saint-Malo sin los millones de Kamylk-Bajá. A eso de las nueve Gildas Tregomain y Juhel tomaron el camino del hotel. Entraron en su habitación después de haberse detenido un instante ante la de su tío y amigo. Éste no dormía. Ni se había acostado siquiera. Andaba precipitadamente, y hablaba con voz alterada, diciendo:

—¡Millones, millones, millones!

Gildas Tregomain hizo un ademán que significaba su temor por la razón de su amigo. Después de darse las buenas noches, los dos hombres se separaron muy inquietos. Al día siguiente Gildas Tregomain y Juhel se levantaron al rayar el alba. ¿No les mandaba el deber ir en busca de Antifer, y, después de examinar la situación creada por Zambuco, tomar una determinación? ¿Y ésta no debía ser la de hacer el equipaje y abandonar Túnez? Según los informes obtenidos por el capitán, el paquebote que había hecho escala en la Goleta, debía zarpar aquella misma noche para Marsella. ¿Qué no hubiera dado Juhel por que su tío estuviera ya a bordo, encerrado en su camarote y a alguna veintena de leguas del litoral africano? El barquero y él siguieron el corredor que conducía a la habitación de Antifer.

Llamaron. Nadie respondió. Juhel llamó por segunda vez más fuerte. El mismo silencio.

¿Dormía su tío con ese sueño del marino que resiste a las detonaciones de las piezas de veinticuatro? ¿O más bien en un momento de fiebre, de desesperación, había podido?…

En un momento bajó la escalera Juhel, saltando de cuatro en cuatro los escalones. Llegó a la habitación del portero. Entretanto, Gildas Tregomain, sintiendo que sus piernas desfallecían, se agarró al pasamanos para no rodar hasta abajo.

—¿El señor Antifer?

—Ha salido muy de mañana —respondió el portero.

—¿Y no ha dicho dónde iba?

—No.

—¿Habrá vuelto a casa de ese miserable de Zambuco? —exclamó Juhel arrastrando vivamente a Gildas Tregomain a la plaza de la Marina.

—¡Pero… entonces… es que consiente! —murmuró el otro levantando los brazos al cielo.

—¡Eso no es posible! —exclamó Juhel.

—No, no es posible. ¿Le concibes tú volviendo a Saint-Malo, a su casa, junto a la señorita Talisma Zambuco?

—¡Una tarasca! Lo ha dicho él.

Y en el último grado de inquietud fueron a instalarse ante una mesa del café que está frente al hotel de Francia. Desde allí podían espiar el regreso de Antifer.

Se dice que la noche es buena consejera, pero no se dice que este consejo sea siempre el mejor.

Lo cierto es que desde el amanecer nuestro maluín había vuelto a tomar el camino del barrio maltés, y llegado a casa del banquero en algunos minutos, como perseguido por rabiosa jauría.

Tenía Zambuco la costumbre de levantarse y acostarse con el sol, y hallábase, pues, instalado en su sillón, ante la mesa, cuando Antifer fue introducido a su presencia.

—Buenos días —dijo ajustándose sus gafas para ver mejor a su visitante.

—¿Lo que me dijo es su última palabra? —dijo éste inmediatamente.

—Sí.

—¿Rehúsa entregarme la carta de Kamylk-Bajá si no acepto casarme con su hermana?

—Rehúso.

—¡Bien! Pues me casaré.

—¡Ya lo sabía yo! ¡Una mujer que le lleva cincuenta millones de dote! ¡El hijo de Rothschild sería muy feliz en ser el esposo de Talisma!

—Sea, ¡yo seré muy feliz también! —respondió Antifer con un gesto que no trató de disimular.

—¡Venga, pues, cuñado! —dijo Zambuco. Y se levantó, como si se dispusiera a subir al piso alto de la casa.

—¿Es que ella está aquí? —exclamo Antifer.

Y su fisonomía era la de un condenado en el momento en que se le despierta, y a quien el guardián viene a decir: Vamos… hoy es… ¡ánimo!

—¡Calme su impaciencia de enamorado! —respondió el banquero—. ¿Olvida que Talisma está en Malta?

—¿Dónde vamos entonces? —dijo Antifer lanzando un suspiro de alivio.

—Al telégrafo.

—¿A fin de anunciarle la noticia?

—Sí, y a decirle que venga.

—Anúnciele la noticia si quiere, señor Zambuco; pero le prevengo que no tengo la intención de esperar a… mi futura en Túnez.

—¿Y por qué?

—¡Porque usted y yo no tenemos tiempo que perder! ¿Es que lo primero no es ir en busca de ese islote desde que sepamos dónde está?

—¡Ah, querido cuñado! ¿Que importan ocho días más o menos?

—Importan mucho, y debe usted tener tanta prisa como yo en estar en posesión de la herencia de Kamylk-Bajá.

Sí… tanto por lo menos, pues el banquero, avaro y rapaz, aunque procurase ocultar su impaciencia bajo una gran indiferencia, ardía en deseos de tomar su parte. Así es que se decidió a dar la razón a su interlocutor.

—Sea —dijo—. No le contrariaré. No haré venir a mi hermana hasta nuestro regreso. Pero es conveniente que la prevenga de la dicha que le espera.

—¡Sí… que la espera! —respondió Pierre-Servan-Malo sin precisar qué género de dicha reservaba a la que aguardaba desde hacía tantos años al esposo de sus sueños.

—Solamente que es preciso que hagamos un compromiso formal —dijo Zambuco.

—Escríbalo. Yo lo firmaré.

—¿Con una cláusula penal?

—Conformes… ¿Y qué pena?

—Los cincuenta millones que le corresponden.

—¡Bien… pues concluyamos! —respondió Antifer resignado a llegar a ser el marido de la señorita Talisma Zambuco, puesto que le era imposible escapar a esta dicha.

Tomó el banquero una hoja de papel blanco, y con su letra gruesa extendió en buena y debida forma un contrato, cuyos términos todos fueron pesados minuciosamente. Estipulaban que la parte recibida por Antifer como legatario de Kamylk-Bajá iría toda a la señorita Talisma Zambuco en el caso de que su prometido rehusara casarse con ella, quince días después de ser descubierto el tesoro.

Firmó Antifer el documento, que el banquero encerró en uno de los cajones secretos de su arca.

Al mismo tiempo, y del mismo sitio, sacó un papel amarillo. Era la carta de Kamylk-Bajá, recibida veinte años antes.

Por su parte, Antifer, después de sacar de su bolsillo una cartera, tomó de ella un papel no menos amarillo por la pátina de los años. Era el documento encontrado con el islote número 1.

¿Veis a los dos herederos mirándose como dos duelistas que van a cruzar los aceros, tendiendo los brazos lentamente, y cuyos dedos tiemblan al contacto de esos papeles, que parecen entregar a disgusto? ¡Qué escena para un observador! ¡Cien millones que un ademán iba a reunir con una sola familia!

—¿Su carta? —dijo Antifer.

—¿Su documento? —respondió el banquero.

Efectuóse el cambio. El corazón de aquellos dos hombres latía con tal fuerza que parecía que iba a estallar.

El documento, que indicaba que debía ser entregado por un tal Antifer de Saint-Malo a un tal Zambuco, de Túnez, contenía esta longitud: 7o, 23' al este del meridiano de París. La carta que indicaba que el dicho Zambuco de Túnez recibiría algún día la visita del dicho Antifer de Saint-Malo, contenía esta latitud: 3 o, 17' sur.

Bastaba ahora cruzar las dos líneas sobre el mapa, y se comprende lo sencillo de la operación, para encontrar el sitio del islote número 2.

—¿Tiene, sin duda, un atlas? —preguntó el banquero.

—Un atlas y un sobrino —respondió Antifer.

—¿Un sobrino?

—Sí. Un joven capitán de marina que se encargará de esa operación.

—¿Dónde está ese sobrino?

—En el Hotel de Francia.

—Vamos allí, querido cuñado —dijo el banquero poniéndose un viejo sombrero de grandes alas.

—Vamos —respondió Antifer.

Ambos se dirigieron hacia la plaza de la Marina. Al llegar ante el correo, Zambuco quiso entrar a fin de expedir un telegrama a Malta.

No hizo Antifer objeción alguna. Lo de menos era que la señorita Talisma Zambuco fuese prevenida de que su mano había sido solicitada por un oficial de la marina francesa, y concedida por su hermano en las más aceptables condiciones de fortuna y familia.

Puesto el telegrama, nuestros dos hombres volvieron a la plaza. Viéronles Gildas y Juhel, y se apresuraron a reunirse a ellos.

Al advertir su presencia, el primer movimiento de Antifer fue volver la cabeza. Pero dominó aquella inoportuna debilidad, y presentando a su compañero con voz imperiosa.

—El banquero Zambuco —dijo.

Éste lanzó a los compañeros de su futuro cuñado una mirada poco simpática. Después Antifer añadió dirigiéndose a Zambuco:

—Mi sobrino Juhel… Mi amigo Gildas Tregomain.

Y a una señal, todos le siguieron al hotel. Y evitando el encuentro de Ben-Omar y Nazim, a quienes no parecieron conocer, subieron la escalera y entraron en la habitación del maluín, cuya puerta fue cuidadosamente cerrada.

Tomó Antifer el mapa de su maleta y lo abrió. Después, volviéndose a Juhel, dijo:

—Siete grados veintitrés minutos de longitud este, y tres grados diecisiete minutos de latitud sur.

Juhel no pudo contener un movimiento de despecho. ¿Una latitud sur? Kamylk-Bajá les enviaba, pues, más allá del ecuador… ¡Ah, pobre Énogate! ¡Apenas si Gildas Tregomain osaba mirarle!

—Y bien, ¿qué esperas? —le pregunto su tío con tal tono que el capitán tuvo que obedecer.

Tomó el compás, y siguiendo con la punta el séptimo meridiano, al que añadió los 23 minutos, bajó hasta el círculo ecuatorial. Recorriendo entonces el paralelo 3o, 17', lo siguió hasta su punto de unión con el meridiano.

—¿Y bien? —preguntó de nuevo Antifer—. ¿Dónde estamos?

—En el golfo de Guinea.

—¿Y más exactamente?

—A la altura del Estado de Loango.

—¿Y más exactamente aún?

—En los parajes de la bahía de Ma-Yumba.

—Mañana por la mañana —dijo Antifer— tomaremos la diligencia para Bone, y en Bone el ferrocarril hasta Orán.

Esto fue dicho en el tono de un capitán de buque de guerra, que ordena que se coloquen los cois en los parapetos cuando el enemigo está a la vista.

Después, volviéndose hacia el banquero:

—¿Nos acompañaréis, sin duda? —le dijo.

—Sin duda.

—¿Hasta el golfo de Guinea?

—¡Hasta el fin del mundo si es preciso!

—Bien… Estad preparado para la partida.

—Lo estaré, querido cuñado.

Gildas Tregomain dejó escapar un involuntario «¡oh!» ante aquel calificativo tan nuevo a sus oídos; quedó tan confundido, que no pudo responder al saludo irónico, con que el banquero le honró al retirarse.

Y, en fin, cuando los tres maluines se encontraron solos, dijo Tregomain:

—¿De modo… que has consentido?

—Sí…, Tregomain. ¿Qué más?

¿Qué más? No había nada que objetar, y por eso Tregomain y Juhel juzgaron oportuno callar.

Dos horas más tarde, el banquero recibía un telegrama expedido desde Malta.

La señorita Talisma Zambuco se consideraba la más dichosa de las solteras, esperando ser la más dichosa de las mujeres.

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