XVI

QUE PRUEBA DE UN MODO CATEGÓRICO QUE KAMYLK-BAJÁ LLEVÓ REALMENTE SUS EXCURSIONES MARÍTIMAS HASTA LOS PARAJES DEL GOLFO DE OMÁN

Allí estaba, pues, aquel islote que en su pensamiento estimaba Antifer en cien millones por lo menos. ¡No! No hubiera rebajado setenta y cinco céntimos, ni aun en el caso en que los Rothschild le hubiesen propuesto la venta por lo que en él hubiera. Considerado en su aspecto exterior, no era aquello más que un macizo desnudo, árido, sin vegetación, sin cultivo; un amontonamiento de rocas de forma oblonga sobre una circunferencia de dos mil a dos mil quinientos metros. Sus bordes se cortaban caprichosamente. Aquí pendientes, allí ensenadas de poco fondo. El barco encontró refugio en una de éstas que se abría al oeste, al abrigo del viento. El agua era allí muy clara. El fondo dejaba ver a unos veinte pies su tapiz de arena sembrada de plantas marinas. Cuando el Berbera fue amarrado, apenas si las ondulaciones de la resaca le imprimían un ligero balanceo.

Era éste bastante, sin embargo, para que el notario no quisiera permanecer a bordo un momento más. Después de haberse arrastrado hasta la escala de la chupeta, había llegado al puente y se preparaba a saltar a tierra cuando Antifer le detuvo poniéndole una mano sobre el hombro y diciéndole:

—¡Alto, señor Ben-Omar! ¡Yo primero!

Y le agradase o no, el notario tuvo que aguardar a que el intratable maluín tomase posesión de su islote, lo que hizo imprimiendo fuertemente en la arena la huella de sus botas marinas.

Ben-Omar pudo entonces reunírsele, ¡y qué suspiro de satisfacción lanzó al encontrarse en suelo firme!

Muy pronto se hallaron a su lado Juhel, Gildas Tregomain y Sauk.

Durante este tiempo Selik había explorado el islote con la mirada, preguntándose qué era lo que aquellos extranjeros iban a hacer allí. ¿Para qué un viaje tan largo, y tantos gastos y fatigas? Levantar aquellas rocas no se explicaba por ningún motivo razonable. Era inverosímil, al menos que aquellas gentes estuvieran locas; y aunque Antifer presentaba algunos síntomas de locura, Juhel y el barquero tenían indudablemente su juicio cabal. ¡Y sin embargo, prestaban su concurso a aquella exploración! ¡Después, aquellos dos egipcios mezclados a tan singular aventura!…

Selik tenía, pues, más que nunca el derecho a sospechar de los pasos de aquellos extranjeros, y se preparaba a abandonar el barco para seguirles en el islote cuando Pierre-Servan-Malo hizo un gesto que comprendió Juhel, y éste, dirigiéndose a Selik, le dijo:

—Es inútil que nos acompañe… Aquí no tenemos necesidad de intérprete… Ben-Omar habla francés como si hubiera nacido en Francia.

—Está bien —se contentó con responder Selik.

Bastante despechado el agente, no quiso entablar una discusión por aquel motivo. Estaba al servicio de Antifer, y desde el momento en que éste le daba una orden, no tenía más que obedecer. Resignóse, pues, reservándose intervenir con sus hombres si a la vuelta de la exploración los extranjeros llevaban algún objeto al barco, cualquiera que aquél fuese.

Eran las tres y media de la tarde. No faltaría tiempo para tomar posesión de los tres barriles si se encontraban en el sitio indicado, y el maluín no dudaba de ello.

Se convino en que el Berbera permanecería en la ensenada. Por conducto de Selik, el patrón hizo saber a Juhel que no prolongaría su estancia allí más que hasta las seis.

Los víveres estaban casi consumidos. Era preciso aprovechar aquel favorable viento del este para volver a Sohar, donde se llegaría al alba. Antifer no hizo objeción alguna. Con algunas horas le bastaba para practicar el trabajo que deseaba hacer. ¿De qué se trataba en efecto? No de recorrer aquel islote, ni de investigarlo metro por metro. Según la carta, el lugar exacto donde había sido depositado el tesoro se encontraba en uno de los puntos meridionales en la base de una roca, fácil de reconocer por el monograma de la doble K. El pico pondría en seguida al descubierto los tres barriles, que Antifer embarcaría sin gran trabajo.

Se comprende que hubiese querido actuar sin testigos, excepción hecha del indispensable Ben-Omar y de el pasante Nazim. Como la tripulación no tenía por qué preocuparse de lo que los tres barriles contenían, solamente la vuelta a Máscate en caravana podría presentar algunas dificultades… Ya se pensaría en ellas después.

Antifer, Gildas Tregomain y Juhel, de una parte, Ben-Omán y Nazim, de otra, comenzaron a subir las pendientes litorales del islote, cuya altura media era de ciento cincuenta pies sobre el nivel del mar. Algunas bandadas de cercetas volaron al aproximarse aquéllos, lanzando graznidos como si protestasen contra los intrusos que violaban su domicilio. Y realmente, lo probable era que ningún ser humano hubiese puesto el pie en aquel islote desde la visita de Kamylk-Bajá.

El maluín llevaba el pico a su espalda, pico que no hubiera cedido a nadie. Gildas Tregomain iba cargado con la azada. Juhel se orientaba con la brújula en la mano.

Trabajo le costaba al notario que Sauk no le adelantase. Todavía temblaban sus piernas, aunque no estaba en el barco. No se extrañarán los lectores, sin embargo, de que, ante el pensamiento de la prima que aquel islote representaba para él, hubiera recobrado sus sentidos y olvidado las fatigas del viaje. Seguramente, y aunque sólo fuera para asegurar su discreción, Sauk no le rehusaría el tanto por ciento que le correspondía si llegaba a apoderarse del tesoro.

El suelo era bastante rocoso, y no se caminaba bien. Era preciso ganar el centro rodeando ciertos accidentes difíciles de franquear. Cuando el grupo llegó a aquel punto culminante, se vio el barco, cuyo pabellón ondeaba al viento.

Desde aquel lugar se descubría el perímetro del islote. Aquí y allá se proyectaban los picachos, y entre ellos el que ocultaba los millones. No había error posible, puesto que el testamento indicaba que se destacaba al sur.

Con la ayuda de la brújula, Juhel lo reconoció muy pronto. Y una vez más el joven capitán tuvo el pensamiento de que tal vez las riquezas allí escondidas iban a ser un obstáculo entre su prometida y él. ¡Jamás vencería la terquedad de su tío! Y se apoderó de él el deseo de seguir una falsa pista; pero se dominó en seguida.

El barquero sentíase víctima de dos sentimientos encontrados: el temor de que Juhel y Énogate no fuesen nunca el uno para el otro, y el de que su amigo Antifer enloqueciese si no se apoderaba de la herencia de Kamylk-Bajá. Así es que, presa de una cólera inopinada, golpeó tan violentamente el suelo con su azadón que los pedazos de roca saltaron en torno de él.

—Eh… barquero, ¿qué mosca te ha picado? —exclamó Antifer.

—¡Ninguna, ninguna! —respondió Gildas Tregomain.

—Guarda, pues, tus golpes para donde hagan falta.

—Los guardaré, amigo mío.

El grupo, siguiendo entonces la dirección sur, descendió hacia la punta meridional, de la que apenas les separaban seiscientos pasos.

Antifer, Ben-Omar y Sauk —ahora a la cabeza— apresuraron el paso como atraídos por un imán —el imán de oro, tan poderoso sobre los seres humanos. Hubiérase dicho que aspiraban el tesoro, que una atmósfera de millones les rodeaba, que caerían asfixiados si esta atmósfera se disipaba.

En diez minutos llegaron al picacho, cuya extremidad final se perdía en el mar. Aquél debía de ser el lugar que Kamylk-Bajá había marcado con la doble K.

Una vez allí, la exaltación de Antifer fue tal que se sintió desfallecer. Si Gildas Tregomain no le hubiese recibido en sus brazos, hubiera caído como una mole; la vida no se traducía en él más que por movimientos espasmódicos.

—¡Tú, tío! —exclamó Juhel.

—¡Amigo!… —gritó Gildas Tregomain.

La fisonomía de Sauk no podía engañar. Parecía indicar:

—¡Que reviente ese perro cristiano, y quedaré yo como único heredero de Kamylk-Bajá!

La fisonomía de Ben-Omar parecía expresar todo lo contrario.

—Si este hombre muere, como es al único que sabe el lugar donde está el tesoro, perderé mi prima.

El accidente no tuvo consecuencias deplorables. Gracias a las vigorosas fricciones de Gildas Tregomain, Antifer recobró el sentido y recogió el pico que se le había caído. La exploración continuó.

A lo lejos se dibujaba una punta, lo bastante alta para que el mar no pudiese cubrirla. En vano se hubiera buscado un sitio más a propósito para depositar los tesoros. Reconocer aquel sitio no debía de ofrecer grandes dificultades, a menos que los huracanes del golfo de Omán no hubiesen, en el transcurso de un cuarto de siglo, borrado poco a poco el monograma.

Pues bien, Pierre-Servan-Malo registraría todo aquel picacho si era preciso. Haría saltar las rocas, aunque este trabajo durase algunas semanas. Dejaría que el barco regresase a Sohar. ¡No! No abandonaría el islote mientras no hubiera arrancado aquellas inmensas riquezas de que era legítimo propietario.

Absolutamente todos trabajaban, escudriñando bajo las algas, entre los intersticios de las rocas. Antifer hundía su pico entre las piedras separadas. El barquero las atacaba con el azadón. Ben-Omar, a cuatro pies, se arrastraba como un cangrejo entre los guijarrales. Juhel y Sauk eran, sin embargo, los que menos ocupados estaban. No se oía una sola palabra. La operación se llevaba a efecto en el mayor silencio. No hubiera sido mayor si se tratase de una ceremonia fúnebre. Y realmente, ¿aquel islote perdido en el golfo no era un cementerio, una tumba de la que se pretendía exhumar los millones del egipcio?

Después de media hora de trabajo, nada se había encontrado. No se desanimaban, sin embargo. Ninguna duda de que aquel fuera el lugar donde Kamylk-Bajá había enterrado los barriles.

Un sol abrasador lanzaba sus rayos de fuego. El sudor cubría los rostros. Aquellas gentes no demostraban fatigas. Trabajaban con el afán de la hormiga que abre su hormiguero. Hasta Gildas Tregomain se dedicaba a aquella faena con el ardor de la avaricia. Juhel sonreía de vez en cuando desdeñosamente.

Al fin resonó un grito de alegría. Antifer lo había lanzado.

De pie, con la mano extendida, mostraba una roca enderezada como una estela.

—Allí, allí —repitió.

Y se prosternó ante aquella estela como un transtiberino ante la hornacina de una Madonna. Juhel, el barquero, Sauk y Ben-Omar se aproximaron a Antifer, que acababa de arrodillarse. Y se arrodillaron también junto a él.

¿Qué había, pues, en aquella roca?

Había lo que los ojos podían ver. Lo que las manos podían tocar. El famoso monograma de Kamylk-Bajá. La doble K medio carcomida, pero visible aún.

—Ahí, ahí —repetía Antifer.

Y señalaba en la base de la roca el lugar que se debía atacar, el lugar donde el tesoro, depositado desde hacía treinta y dos años, dormía en su lecho de piedra.

Se atacó la roca con el pico. El azadón de Tregomain arrojó lejos los fragmentos mezclados con pedazos de argamasa. El agujero crecía. Los pechos palpitaban, los corazones parecían prontos a estallar en espera del último golpe, que haría brotar del suelo una fuente de millones.

El agujero era cada vez mayor, y los barriles no aparecían.

Sin duda Kamylk-Bajá los había enterrado a gran profundidad. ¿Qué importaba un poco más de trabajo y de fatiga?

De repente se oyó un ruido metálico. Sin duda el pico acababa de chocar con algún objeto que lo producía. Antifer se inclinó sobre el agujero. La cabeza desapareció en el orificio mientras sus manos registraban ávidamente.

Se levantó con los ojos inyectados en sangre. Sacaba en la mano una caja de metal que no tenía más que el volumen de un decímetro cúbico.

Todos lo miraban sin poder disimular un sentimiento de decepción. Y sin duda Gildas Tregomain respondió al sentimiento general cuando dijo:

—Si allí dentro hay cien millones, será por obra del diablo.

—¡Calla! —vociferó Antifer.

Y de nuevo registró la excavación retirando de ella los últimos pedazos de roca, buscando los barriles. Trabajo inútil. En aquel lugar no había nada más que la caja de hierro, sobre la cual aparecía grabada en relieve la doble K del egipcio.

¿Habían, pues, sido inútiles los trabajos y fatigas de Antifer y sus compañeros? ¿Habían venido desde tan lejos para chocar con las fantasías de un mixtificador?

Juhel hubiese dejado escapar una sonrisa si la fisonomía de su tío no le hubiese espantado, con sus ojos de loco, su boca contraída, los sonidos inarticulados que se escapaban de su garganta. Gildas Tregomain ha manifestado más tarde que en aquel instante esperó verle caer muerto.

De repente Antifer se levantó, cogió su pico, lo blandió, y en espantoso acceso de rabia, de un golpe violento rompió la caja. Un papel se escapó de ésta.

Era un pergamino amarilleado por el tiempo, en el que había algunas líneas escritas en francés, y aún muy legibles.

Antifer cogió el papel. Olvidando que Ben-Omar y Sauk podían oírle, y que tal vez iba a ponerles al corriente de un secreto que le interesaba guardar, comenzó a leer con voz temblorosa las primeras líneas, que decían así:

«Este documento contiene la longitud de un segundo islote que Thomas Antifer, o en defecto suyo su heredero directo, deberá poner en conocimiento del banquero Zambuco, que vive en…».

Detúvose Antifer y se puso la mano en la imprudente boca que iba a decir más de lo conveniente.

Sauk tuvo bastante dominio sobre sí para no dejar comprender la decepción que con aquel chasco experimentaba. Algunas palabras más y hubiera sabido cuál era la longitud de aquel segundo islote, del que el referido Zambuco debía tener la latitud, y al mismo tiempo el país en que el banquero vivía. En cuanto al notario, quedó no menos descorazonado, con la boca abierta, la lengua pendiente como un perro que agoniza de sed y al que se retira la cazuela con al agua.

Pero entonces Ben-Omar, que tenía el derecho de conocer las intenciones de Kamylk-Bajá, se levantó y dijo:

—¿Y bien? ¿Dónde vive el banquero Zambuco?

—En su casa —respondió Antifer.

Y doblando el papel, que guardó en su bolsillo, dejó a Ben-Omar que tendiese las manos al cielo con desesperación. ¿De modo que el tesoro no estaba en aquel islote del golfo de Omán? ¡El viaje no había tenido más objeto que el de invitar a Antifer a que se pusiera en relaciones con un nuevo personaje, con el banquero Zambuco! ¿Este era, pues, un segundo legatario que Kamylk-Bajá había querido recompensar por los servicios que en otra época le prestara? ¿Era llamado a partir con el maluín el tesoro legado a este último? Así debía de ser, y era lógico deducir esta consecuencia; en vez de cien millones, Antifer sólo tomaría cincuenta.

Juhel bajó la cabeza ante el pensamiento de que esta cantidad era aún muy considerable para modificar las opiniones de su tío respecto a su matrimonio con su querida Énogate.

La sonrisa de Gildas Tregomain pareció indicar que cincuenta millones son siempre un lindo caudal. La verdad es que Juhel había adivinado lo que pasaba en el espíritu de Antifer, el cual acabaría por decirse una vez tomada su resolución en aquel asunto:

—Vamos… Énogate se casará con un duque en lugar de casarse con un príncipe. Y Juhel con una duquesa en vez de con una princesa.

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