XVII

QUE CONTIENE UNA CARTA DE JUHEL A ÉNOGATE, EN LA QUE SE RELATAN LAS AVENTURAS DE QUE FUE HÉROE ANTIFER

¡Cuán triste estaba la casa de las Hautes-Salles de Saint-Malo, y hasta qué punto parecía desierta desde que Antifer la había abandonado! ¡En qué inquietud transcurrían los días y las noches para las dos mujeres, la madre y la hija! Vacía la casa de Juhel, parecía vacía de todo. Añádase que el tío tampoco estaba allí y que el amigo Tregomain no iba.

Era el 29 de abril. Dos meses, dos meses ya desde que el Steersman se había hecho al mar llevando a bordo a los tres maluines a aquella aventurada campaña de conquistar un tesoro. ¿Cómo se había realizado el viaje? ¿Dónde se encontraban entonces? ¿Habían conseguido su objeto?

—Madre, madre —decía la joven—, ¡no volverán!

—Sí, hija mía, ten confianza, volverán —respondía invariablemente la vieja bretona—. Sin embargo, mejor hubieran hecho en no abandonarnos.

—Sí —murmuraba Énogate…— ¡y en el momento en que iba a casarme con Juhel!

Hagamos notar que la partida de Antifer no había dejado de producir un prodigioso efecto en la ciudad. ¡Había tanta costumbre de verle vagar, con la pipa en la boca, por las calles, a lo largo del Sillón, sobre las murallas! ¡Y a Gildas Tregomain caminando a su lado, un poco detrás, con las piernas siempre arqueadas, la nariz aguileña, la barba surcada de arrugas, y con su fisonomía siempre plácida y respirando bondad!

Y Juhel, el joven capitán de que la ciudad se enorgullecía, y que le amaba tanto como a Énogate —como una madre a su hijo—, se había marchado también cuando iba a ser nombrado segundo de un hermoso barco de la casa Le Baillif y Compañía.

¿Dónde se encontraban? No se tenía idea alguna sobre este punto.

Nadie dudaba de que el Steersman les conducía a Port-Said.

Énogate y Nanón eran las únicas que sabían que debían bajar por el mar Rojo, y aventurarse hasta los límites septentrionales del océano índico. Antifer había obrado muy sabiamente al ocultar su secreto puesto que no quería que Ben-Omar supiese nada respecto al lugar en que el famoso islote se encontraba.

Sin embargo, si de su itinerario no se conocía nada, no sucedía lo mismo de sus proyectos, pues Antifer había sido demasiado locuaz y comunicativo respecto a este punto. En Saint-Malo, como en Saint-Servan, como en Dinard, se repetía la historia de Kamylk-Bajá, la carta recibida por Thomas Antifer, la llegada del mandatario anunciando en aquella carta el establecimiento de la longitud y de la latitud de un islote, el inverosímil tesoro de cien millones. ¡Así es que con qué impaciencia se esperaba la noticia del descubrimiento, y el regreso de aquel capitán de cabotaje, convertido en nabab, trayendo su cargamento de diamantes y de piedras preciosas!

No pedía Énogate tanto. Que su novio, su tío y su amigo volviesen, aunque fuera con los bolsillos vacíos, y estaría satisfecha, daría gracias a Dios, y su profunda tristeza se cambiaría en alegría sin límites.

La joven había recibido cartas de Juhel. La primera, fechada en Suez, relatándole los detalles del viaje desde su separación, indicaba el estado moral de su tío, cuyo nerviosismo iba en aumento; la acogida dispensada a Ben-Omar y a su pasante, puntuales a la cita convenida. Una segunda carta, fechada en Máscate, narraba los incidentes de la navegación a través del océano índico hasta la capital del Imanato; a qué grado de exaltación rayano con la locura había llegado Antifer, y anunciaba el proyecto de ir a Sohar.

Más que leídas, fueron devoradas estas cartas, que no se limitaban a referir impresiones de viaje, ni a mostrar el estado moral de su tío, sino que expresaban a la joven el disgusto de su novio por estar lejos de ella en vísperas de su matrimonio; la esperanza de regresar pronto, y de arrancar el consentimiento a su tío, hasta en el caso de que éste volviera lleno de millones. Énogate y Nanón leían y releían estas cartas, a las que no tenían el consuelo de poder contestar. Entregábanse a toda clase de comentarios; contaban con los dedos los días que estarían aún retenidos en aquellos tan lejanos mares; marcaban de veinticuatro en veinticuatro horas las del calendario sujeto a la pared de la sala; y, en fin, después de la última carta, abandonáronse a la esperanza de que la segunda mitad del viaje sería consagrada al regreso.

El 29 de abril llegó una tercera carta, después de la partida de Juhel. Notando que estaba timbrada en la Regencia de Túnez, sintió Énogate que su corazón palpitaba de alegría.

¡Los viajeros habían, pues, abandonado Máscate! ¡Habían entrado en los mares de Europa! ¡Volvían hacia Francia! ¿Qué era preciso para tocar en Marsella? Tres días a lo más. ¿Y para llegar a Saint-Malo por esos rápidos trenes del París-Lyon-Mediterráneo y del oeste? A lo más veintiséis horas.

La madre y la hija estaban sentadas en una de las habitaciones del cuarto bajo, después de haber cerrado la puerta tras el cartero.

Podían dejar desbordar sus sentimientos. Cuando hubo enjugado sus ojos algo húmedos, Énogate rompió el sobre, sacó la carta, y leyó en voz alta, acentuando las frases:

«Regencia de Túnez, La Goleta,

»22 de abril de 1862.

»Querida Énogate: Ante todo, un abrazo para tu madre, por ti y por mi. ¡Qué lejos estamos el uno del otro, y cuándo acabará este viaje interminable!

»Ya he escrito dos veces, y supongo que habrás recibido mis cartas. Esta tercera es aún más importante, en primer lugar porque por ella verás que el asunto del tesoro se ha modificado de una manera inesperada con gran disgusto de mi tío».

Énogate dejó escapar un ligero grito de alegría, y batiendo palmas dijo:

—No han encontrado nada, madre, y ya no me casaré con un príncipe.

—Continúa, hija —respondió Nanón.

Énogate acabó la frase que había interrumpido:

«Y además, porque tengo el disgusto de manifestarte que nos vemos obligados a seguir nuestras rebuscas… lejos… muy lejos».

La carta tembló entre los dedos de Énogate.

—¡Proseguir las rebuscas aún más lejos! —murmuró—. No volverán, madre, no volverán.

—Ánimo, hija, y sigue —repitió Nanón. Énogate, con los ojos llenos de lágrimas, continuó leyendo.

Juhel contaba sumariamente lo que había pasado en el islote del golfo de Omán, cómo en vez del tesoro se había encontrado un documento depositado en aquel lugar, y en ese documento la indicación de una nueva longitud. Después añadía Juhel:

«Juzga, querida Énogate, del descorazonamiento de mi tío, de la cólera que a él siguió, y de mi decepción también, no por no habernos apoderado del tesoro, sino porque nuestra partida para Saint-Malo, mi regreso a tu lado, se retrasaba. He creído que mi corazón iba a estallar».

No sin gran trabajo contenía Énogate los latidos del suyo. Y por lo que sentía, comprendía lo que Juhel debió de sufrir.

—¡Pobre Juhel! —murmuró.

—¡Y pobre de ti! —dijo la madre—. Continúa, hija mía.

Énogate continuó con voz alterada por la emoción:

«En efecto, Kamylk-Bajá nos ordenaba que llevásemos aquella maldita longitud a un tal Zambuco, banquero de Túnez, el que, por su parte, posee una segunda latitud. Evidentemente el tesoro está oculto en otro islote, y sin duda nuestro bajá había contraído una deuda de agradecimiento hacia este personaje como en otra época con nuestro abuelo Antifer. De aquí, pues, que habría que partir el legado entre los dos legatarios, lo que reducirá la parte de cada uno a la mitad. ¡Juzga la extravagante cólera de quien ya sabes! ¡Ah! Yo desearía que las deudas de ese egipcio subieran tanto, y que nuestro tío recibiese tan poco, que no pudiese poner obstáculo alguno a nuestro matrimonio».

Énogate dijo:

—¿Acaso se tiene necesidad de dinero cuando se ama?…

—No… y hasta incomoda —respondió de buena fe la anciana—. Continúa, hija mía.

Énogate obedeció.

«Cuando nuestro tío ha leído este documento se encontraba tan confundido, que casi han estado a punto de escapársele las cifras de la nueva longitud y la dirección de aquel a quien deben serle comunicadas para establecer la situación del islote. Felizmente se ha detenido a tiempo.

»Nuestro amigo Tregomain, con el que a menudo hablo de ti, querida Énogate, ha hecho un gesto singular al saber que se trataba de ir en busca de un segundo islote.

»Mi pobre Juhel —me ha dicho—, ¿es que se burla de nosotros ese Bají-Bajó-Bajá? ¿Es que tiene deseo de mandarnos al fin del mundo?

»¿Será al fin del mundo? Esto es lo que no sabemos en el momento en que te escribo.

»En efecto; si nuestro tío ha guardado para él las indicaciones contenidas en este documento, es que desconfía de Ben-Omar. Desde que este trapacero intentó arrancarle en secreto en Saint-Malo, se guarda de él. Tal vez esté en lo justo; y, para decirlo todo, el pasante Nazim me parece tan sospechoso como su principal. No me agrada este Nazim, ni tampoco al señor Tregomain, con su fisonomía feroz y sus ojos sombríos. Te aseguro que nuestro notario, el señor Calloch, de la calle del Rey, no le admitiría en su despacho. Tengo la convicción de que si Ben-Omar y él conociesen la dirección de ese Zambuco, procurarían adelantarse. Pero nuestro tío no ha soltado palabra, ni aun con nosotros. Ben-Omar y Nazim no saben, por lo tanto, que vamos a Túnez, y he aquí cómo al abandonar Máscate nos preguntamos dónde nos llevará aún la fantasía del Bajá».

Énogate se detuvo un instante.

—¡Estos diabólicos enredos no me gustan nada! —observó Nanón.

Juhel refería a continuación los incidentes del regreso, la partida del islote, el descorazonamiento marcadísimo del intérprete Selik al ver volver a los extranjeros con las manos vacías, no dudando que no se había tratado de un simple paseo, y, en fin, el penoso camino de la caravana, la llegada a Mascate y la espera durante dos días al paquebote de Bombay.

«Y si no te he escrito otra vez desde Máscate —añadía Juhel—, es porque siempre aguardaba saber algo de nuevo y poderte informar de ello. Pero todo lo que sé es que volvemos a Suez, de donde partiremos para Túnez».

Énogate, interrumpiendo la lectura, miró a Nanón, que movía la cabeza murmurando:

—¡Con tal que no vayan al fin del mundo! ¡Todo se puede temer con los infieles!

La excelente mujer hablaba de los orientales como en el tiempo de las Cruzadas. Y hasta, por sus escrúpulos de piadosa bretona, los millones que vendrían por aquel conducto le parecían de mala calidad. ¡Pero ir a enunciar semejantes ideas ante Antifer! Juhel refería entonces su viaje de Máscate a Suez, la travesía del océano índico y del mar Rojo. Ben-Omar enfermó hasta lo inverosímil.

—Tanto mejor —dijo Nanón.

Después, Pierre-Servan-Malo siguió sin pronunciar palabra durante este viaje.

«No sé, querida Énogate, lo que sucederá si nuestro tío viera defraudadas sus esperanzas; o más bien, demasiado lo sé, se volvería loco. ¡Quién hubiera creído esto en un hombre tan sabio en su conducta y tan modesto en sus gustos! ¡La perspectiva de ser cien veces millonario! Después de todo, ¿habría muchas cabezas que lo resistieran? Sí… Nosotros dos, sin duda… Pero esto depende de que nuestra vida está reconcentrada en nuestro corazón.

»Desde Suez hemos ido a Port-Said, donde nos ha sido preciso esperar la partida de un steamer de comercio para Túnez. Allí es donde vive ese banquero Zambuco, al que nuestro tío debe comunicar ese infernal documento. Mas cuando la longitud del uno y la latitud del otro determinen el lugar en que se encuentra el nuevo islote, ¿hasta dónde será preciso ir a buscarlo? Toda la cuestión es ésta, y en mi opinión es grave, puesto que de ella depende nuestro regreso a Francia y cerca de ti».

Presa de la más dolorosa inquietud por la suerte de los viajeros, dejó Énogate caer la carta, que recogió su madre. No podía seguir leyendo. Veía a los ausentes arrastrados a millares de leguas, expuestos a los mejores peligros, en lugares terribles, sin volver jamás, y exclamó:

—¡Oh, tío, tío, qué daño haces a los que tanto te quieren!

Hubo algunos instantes de silencio, durante los cuales aquellas dos mujeres se unieron en la misma plegaria.

Después Énogate siguió leyendo:

«El 16 de abril hemos abandonado Port-Said. No se debe hacer escala antes de Túnez. Los primeros días hemos navegado bastante cerca del litoral egipcio. ¡Qué mirada arrojó Ben-Omar en el momento en que entrevió el puerto de Alejandría! Pensé que quería desembarcar allí, abandonando su prima. Pero su pasante ha intervenido, y en su lengua, de lo que ni una palabra hemos comprendido, le ha hecho entrar en razón, bastante brutalmente por lo que me ha parecido. Es indudable que Ben-Omar siente miedo por este Nazim, y yo me pregunto si este egipcio es el hombre que dice ser… Su aire es el de un bandido. Sea quien sea, me prometo vigilarle.

»Más allá de Alejandría hemos seguido en dirección al cabo Bon, dejando al S los golfos de Trípoli y de Gabes. Al fin el reverso de los montes tunecinos, de salvaje aspecto, se ha mostrado en el horizonte con los fortines abandonados, que erizan sus crestas. Después, en la noche del 21 de abril, hemos llegado a la rada de Túnez, y nuestro barco ha anclado el 22 de abril ante la Goleta.

»Querida Énogate, si en Túnez estoy más cerca de ti que cuando estaba en el islote del golfo de Omán, siempre estoy lejos. ¡Quién sabe si la mala suerte no nos separará más todavía! Siempre es triste estar separados, por pequeña que la distancia sea; pero, sin embargo, no te desesperes, y piensa en que, cualquiera que sea el viaje, no se prolongará.

»Te escribo esta extensa carta a bordo, a fin de echarla al correo cuando desembarquemos en la Goleta. Llegará a ti dentro de algunos días. Sin duda no te dice lo que ignoras, lo que más te importaba saber, es decir, a qué parajes vamos.

Pero mi tío no lo sabe él mismo, y esto no puede ser determinado más que después de un cambio de comunicaciones con el banquero cuya calma en Túnez hemos venido probablemente a turbar. En fin, cuando él sepa que se trata de una herencia enorme, a la mitad de la cual tiene derecho, este Zambuco querrá ser de la partida, y se unirá a nosotros para las investigaciones ulteriores.

»Por lo demás, tan pronto como yo conozca la situación del islote número 2 —y no tardaré en conocerlo, puesto que yo seré el encargado de indicarlo sobre el mapa— te informaré de ello. Y es probable que a esta carta siga otra con pocos días de intervalo.

»Recibe con tu madre los afectos del señor Tregomain y los míos, y también los de nuestro tío, aunque éste parece haber perdido hasta el recuerdo de Saint-Malo, de su antigua casa y de los queridos seres que la habitan. En cuanto a mí, te envío todo mi cariño, como recibiría el tuyo si te fuere posible escribirme. —Juhel Antifer».

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