XXI

EN EL QUE BEN-OMAR COMPARA LOS DOS GÉNEROS DE LOCOMOCIÓN: EL DEL CAMINO POR TIERRA, Y EL DEL CAMINO POR MAR

En aquella época, la red tunecina que actualmente enlaza con la red argelina no funcionaba aún. Nuestros viajeros contaban con tomar en Bone el ferrocarril que une las provincias de Constantina, Argel y Orán. Antifer y sus compañeros habían abandonado al alba la capital de la Regencia. No hay que decir que el banquero Zambuco iba con ellos, lo mismo que Ben-Omar y Nazim. Una verdadera caravana de seis personas, que sabían esta vez adonde las arrastraba aquel irresistible apetito de millones. No había razón alguna para hacer misterio de ello al notario Ben-Omar, y, por consecuencia, Sauk no ignoraba que la expedición en busca del islote número 2 tendría por teatro el golfo de Guinea, que encierra, en su flanco izquierdo del África, los parajes de Loango.

—¡Una buena jornada! —había dicho Juhel a Ben-Omar—, y es usted libre de abandonar la partida si teme las fatigas de este nuevo viaje.

En efecto, ¡cuántos cientos de millas por mar para ir de Argel a Loango!

Sin embargo, Ben-Omar no había dudado en partir; verdad es que Sauk no le hubiera permitido la duda. Y además, aquel tanto por ciento que tenía ante los ojos…

Así pues, el 24 de abril, Antifer arrastrando a Gildas Tregomain y a Juhel, Sauk arrastrando a Ben-Omar, y Zambuco arrastrándose a sí mismo, ocupaban los asientos de la diligencia que hacía el servicio entre Túnez y Bone. Tal vez no cambiarían una sola palabra; pero, al menos, viajaban juntos.

No olvidemos que la víspera Juhel había dirigido una nueva carta a Énogate; transcurridos algunos días, la joven y su madre sabrían hacia qué punto del globo Antifer corría en busca de su famoso legado, mermado ahora en un cincuenta por ciento. No era mucho pensar que esta segunda parte del viaje duraría cosa de un mes, y que los novios no debían esperar reunirse antes de mediados de mayo. ¡Qué desesperación sentiría Énogate al recibir aquella carta! ¡Y todavía si al regreso de Juhel pudiera pensar en que se allanarían todas las dificultades, y su matrimonio se celebraría sin más retrasos!…

En lo que se refiere a Gildas Tregomain, limitémonos a hacer observar que el destino le reservaba franquear el ecuador. ¡Él, barquero del Ranee, navegando por el hemisferio meridional!… ¿Qué queréis? La vida ofrece cosas tan inverosímiles, que el buen hombre creía no asombrarse ya de nada, ni aun de si se encontraban en el lugar indicado, y en las entradas del islote número 2, los tres famosos barriles de Kamylk-Bajá.

Esta preocupación no le impidió dirigir una curiosa mirada sobre aquel país que atravesaba la diligencia, país que en nada se asemeja a los parajes bretones, ni aun a los que son accidentados. Pero tal vez fue el único de los seis viajeros que pensó en guardar el recuerdo de los diversos puntos de vista de aquella campiña tunecina.

El vehículo, poco cómodo, no iba muy deprisa. De una parada a otra, sus tres caballos se fatigaban trotando por un camino de un perfil caprichoso con pendientes alpinas, cuestas bruscas, sobre todo en el fantástico valle de la Medjerdah, arroyos torrenciales sin puentes, cuya agua llegaba al cubo de las ruedas.

El tiempo era hermoso, el cielo, de un azul crudo, y los rayos solares, de gran intensidad.

El Bardo, palacio del Bey, que se entreveía a la izquierda, resplandecía de blancura, y hubiese sido prudente no mirarlo más que a través de anteojos ahumados. Lo mismo que a otros palacios que aparecían entre espesos pinos y pimenteros, semejantes a sauces llorones, y cuyas ramas caían hasta el suelo. Aquí y allá se agrupaban gourbis de telas de rayas amarillas, entre las que aparecían las cabezas de las mujeres árabes, de rostro serio, y las de los niños, no menos graves que sus madres. A lo lejos, en los campos, sobre los taludes, entre las rocas, pacían ganados de carneros, y cabriolaban bandadas de cabras negras como cuervos.

Los pájaros volaban al paso de la diligencia cuando el látigo restallaba. Entre estos pájaros, las cotorras, muy numerosas, se distinguían por sus vivos colores. Se contaban por miles, y si la Naturaleza las había enseñado a cantar, el hombre no las había aún enseñado a hablar. Se viajaba, pues, en medio de un concierto, no de una charla.

Las paradas fueron frecuentes. Gildas Tregomain y Juhel bajaban en todas para desentumecer sus piernas. El banquero Zambuco les imitaba alguna vez, pero nunca hablaba con sus compañeros de viaje.

—He aquí un hombre —dijo Gildas Tregomain— que me parece tan ávido de los millones del bajá como nuestro amigo Antifer.

—En efecto —señor Tregomain—, y estos dos colegatarios son dignos el uno del otro.

Cuando Sauk se apeaba, procuraba sorprender alguna palabra de las conversaciones. En cuanto a Ben-Omar, permanecía inmóvil en su rincón, pensando siempre en que muy pronto se vería obligado a navegar, y que después de las tranquilas olas del Mediterráneo sería preciso desafiar las alborotadas del océano Atlántico.

Pierre-Servan-Malo no abandonaba su sitio, reconcentrando su pensamiento en aquel islote número 2, aquella roca perdida en medio de las aguas africanas.

Aquel día, antes de la puesta del sol, apareció un conjunto de mezquitas, de casas blancas, de minaretes agudos: era el pueblo de Tabourka, cercado de un cuadro de verdor y que conserva intacto el aspecto de ciudad tunecina.

Detúvose allí la diligencia, y la parada duró algunas horas. Los viajeros encontraron un hotel, o más bien una posada, donde se les sirvió una comida regular. Inútil pensar en visitar la ciudad. De los seis sólo el barquero, y quizá Juhel, lo hubieran hecho. Pero Antifer les intimó de una vez por todas la orden de no alejarse por temor de provocar retrasos.

A las nueve de la noche, hermosa y resplandeciente, prosiguióse el viaje. No sin peligro se aventuran las diligencias a través de aquellos parajes desiertos durante la noche, peligros que provienen del mal estado del camino, del posible encuentro con salteadores, y de la probabilidad de ser atacados por las fieras, lo que algunas veces sucede. Más distintamente, en medio de aquella sombra tranquila y a la orilla de los espesos bosques por los que la diligencia pasaba, se oían rugidos de leones y panteras. Los caballos se encabritaban, y era precisa toda la destreza del conductor para dirigirlos. En cuanto a los maullidos de las hienas, esos gatos pretenciosos, no se inquietaban por ellos. Al fin el cenit blanqueó a las cuatro de la mañana, y el camino se iluminó con luz difusa para que se pudiesen apreciar poco a poco los detalles.

Siempre un horizonte estrecho, colinas grises, onduladas, arrojadas al suelo como un manto árabe. El valle de la Medjerdah al pie, con su río de amarilla corriente, tan pronto en calma como convertido en torrente, entre laureles y eucaliptos en flor.

La comarca es de un trazado más accidentado en esta porción de la Regencia que confina con Krumirie. De haber viajado el barquero por el Tirol, hubiera podido creerse en medio de los más salvajes lugares de un territorio alpino. Pero no estaba en el Tirol; cada vez se alejaba más de Europa. Y las comisuras de su boca se levantaban, lo que hacía más pensativa su expresión, y sus cejas bajaban, signo de inquietud.

Algunas veces el capitán y él se miraban fijamente, y estas miradas eran toda una conversación muda.

Aquella mañana Antifer preguntó a su sobrino:

—¿Dónde llegaremos antes de la noche?

—A la parada de Gardimau, tío.

—¿Y cuándo estaremos en Bone?

—Mañana por la tarde.

El sombrío maluín cayó en su habitual silencio, y pronto su pensamiento se lanzó a través de aquel sueño no interrumpido, que le paseaba de los parajes del golfo de Omán a los parajes del golfo de Guinea. Después se fijó en el único punto del mundo que podía interesarle. Y entonces se decía que otros ojos que los suyos se fijaban en aquel punto: los del banquero Zambuco. En realidad, aquellos dos seres de tan diferente raza, de costumbres tan contrarias, que jamás debieron encontrarse en el mundo, parecían no tener más que un alma, estar sujeto el uno al otro como dos forzados a una misma cadena, con la particularidad de que la suya era de oro.

Entretanto los bosques de ficos eran cada vez más espesos. Aquí y allá, menos próximas, ciudades árabes aparecían entre aquella vegetación azulada de la que las higueras tiñen sus flores y sus hojas. Alguna vez se desarrollaba una de esas superficies, que se llaman drecbes cuando ocupan los flancos de una montaña. Aquí gourbis, allí pacían los carneros al borde de un torrente en cuyo lecho se precipitaban las aguas ribereñas. Después un parador, lo más frecuentemente una miserable cuadra, donde se alojaban en completa promiscuidad personas y animales.

Por la tarde se llegó a Gardimau, o más bien a la cabaña de madera que, rodeada de algunas otras, debía formar, veinte años después, una de las estaciones del ferrocarril de Bone a Túnez. Después de una parada de dos horas, la diligencia se puso en marcha siguiendo los laberintos del valle, tan pronto costeando Medjerdah, como atravesando ríos cuya agua inundaba la caja donde descansaban los pies de los viajeros, entre baches y bajando pendientes con una rapidez que los frenos no moderaban sin trabajo.

El país era magnífico, sobre todo en los alrededores de Mughtars. Sin embargo, nadie pudo ver nada por la oscuridad de la noche, muy brumosa. Además, después de cuarenta y tres horas de un viaje como aquel, todos tenían sueño.

Apuntaba el día cuando Antifer y sus acompañantes llegaron a Sukharas. Un confortable hotel, el Hotel Thagaste, cerca de la plaza de este nombre, ofreció una buena acogida a los viajeros. Esta vez, las tres horas que pasaron allí no les parecieron demasiado largas, y seguramente las hubieran encontrado cortas si hubieran querido visitar aquella pintoresca Sukharas. Inútil es añadir que Antifer y el banquero Zambuco tronaron contra el tiempo perdido en aquella parada. Pero el carruaje no podía partir antes de las seis de la mañana.

—Ten calma —repetía Gildas Tregomain a su irascible compañero—. Estaremos en Bone a tiempo de coger el tren mañana por la mañana.

—¿Y por qué, con un poco más deprisa, no hemos cogido el de esta noche? —respondió Antifer.

—No lo hay, tío —observó Juhel.

—¿Eso qué importa? ¿Es una razón para esperar en este agujero?

—Vaya, amigo mío, he aquí una piedra que he recogido para ti —dijo el barquero—. Ea tuya debe de estar desgastada desde que la machacas tanto.

Y Tregomain entregó a Antifer una piedra de Medjerdah del tamaño de un guisante, que no tardó en estar entre los dientes del maluín.

Propúsole el barquero que les acompañase solamente hasta la plaza Mayor. Rehusó Antifer, y sacando el atlas abriólo por el mapa de África y se abismó en las aguas del golfo de Guinea a riesgo de ahogar en ellas su razón.

Gildas Tregomain y Juhel fueron a dar una vuelta por la plaza de Thagaste, vasto cuadrilátero plantado de algunos árboles, rodeado de casas de un aspecto muy oriental, de cafés, abiertos ya a pesar de lo temprano que era, a los que afluían indígenas. A los primeros rayos del sol las brumas se habían disipado, y se anunciaba un hermoso día templado y luminoso.

Mientras paseaban, el barquero era todo oídos. Procuraba escuchar todas las conversaciones, aunque nada pudiese comprender de atlas, y ver lo que sucedía en el interior de los cafés, en el fondo de las tiendas, aunque nada había de comprar en unas ni de consumir en otros.

Puesto que la fortuna le había lanzado a aquel inverosímil viaje, por lo menos que le reportase algunas impresiones duraderas, y dijo:

—No, Juhel: no está bien caminar como nosotros lo hacemos. No nos detenemos en ninguna parte… Tres horas en Sukharas; una noche en Bone… Después dos días de ferrocarril con breves paradas en las estaciones… ¿Qué habré visto de Túnez, y qué veré de Argel?

—¡Estoy conforme, señor Tregomain! Todo esto no tiene sentido común. Pero no tenemos más remedio que obedecer. Interpele sobre ello a mi tío, y verá cómo le recibe. No se trata de un viaje de recreo, sino de un viaje de negocios. ¿Y quién sabe cómo terminará?

—En una mixtificación, lo temo mucho.

—Sí. Tal vez el islote número 2 contenga un nuevo documento que nos envíe a un islote número 3.

—¡Y a un islote número 4, y a un islote número 5, y a todos los islotes de las cinco partes del mundo! —respondió Gildas Tregomain sacudiendo su gruesa cabeza.

—¿Y será capaz de seguir a mi tío, señor Tregomain?

—¿Yo?

—Usted, sí. Usted que no sabe negarle nada.

—Es verdad. ¡El pobre hombre me da mucha pena, y temo por su razón!

—Pues bien, yo, señor Tregomain, estoy decidido a no pasar del islote número 2… ¿Es que Énogate tiene necesidad de casarse con un príncipe y yo con una princesa?

—No, ciertamente. Además, ahora que es preciso partir el tesoro con ese cocodrilo de Zambuco, sólo se trata de un duque para ella y de una duquesa para ti.

—No se ría, señor Tregomain.

—Cierto que no tengo razón, pues no son éstas cosas para risas, y si se prolongan estas rebuscas…

—¡Prolongar! —exclamó Juhel—. ¡No! Vamos al golfo de Loango… ¡Sea! ¡Más allá, jamás! Yo sabré obligar a mi tío a volver a Saint-Malo.

—¿Y si rehúsa?

—¿Si rehúsa? Le abandonaré. Volveré junto a Énogate; y como dentro de algunos meses seré mayor de edad, me casaré con ella contra viento y marea.

—Vamos, no pierdas la cabeza, hijo mío, y ten paciencia. Yo confío en que todo se arreglará. Esto terminará en tu matrimonio con Énogate. Y yo bailaré en vuestra boda el rigodón nupcial. Pero no faltemos al carruaje y volvamos al hotel. Si no fuera demasiada exigencia, yo querría llegar a Bone antes de que fuese de noche para ver algo de esa ciudad, pues de las demás situadas en el ferrocarril, Constantina-Philippe-ville, ¿qué es lo que se verá al paso? En fin, si esto no es posible, me contentaré con Algerre.

No se ha sabido jamás por qué Gildas Tregomain decía Algerre.

—Sí, Algerre, donde supongo que permaneceremos algunos días.

—Si —respondió Juhel—, no se encontrará un barco dispuesto a partir inmediatamente para la costa occidental de África, y será menester esperar.

—Esperaremos, esperaremos —respondió Tregomain, que sonrió a la idea de visitar las maravillas de la capital argelina—. ¿Tú conoces Algerre, Juhel?

—Sí, señor Tregomain.

—He oído decir a los marinos que es muy hermosa; que tiene la forma de un anfiteatro, y muelles, plazas, arsenal, jardín de aclimatación, su mustafá, su Casbah, su Casbah sobre todo.

—Muy hermosa, señor Tregomain. Sin embargo, conozco algo mejor aún, y es Saint-Malo.

—Y la casa de la calle de las Hautes-Salles, y el lindo cuarto del primer piso y la encantadora joven que lo habita. Soy de tu opinión, hijo. En fin, puesto que hemos de pasar por Algerre, déjame esperar que la podré visitar.

Y abandonándose a esta esperanza, el barquero, seguido de su joven amigo, se dirigió hacia el Hotel Thagaste. Era tiempo. Estaban enganchando los caballos. Antifer iba y venía frenéticamente, maldiciendo contra los retrasados, aunque Tregomain y Juhel no habían incurrido en esa falta.

Gildas Tregomain se apresuró a bajar la cabeza ante la fulminante mirada que le dirigió su amigo; algunos minutos después cada cual ocupaba su sitio, y la diligencia bajaba las rudas pendientes de Sukharas.

Realmente, era de lamentar que no le fuese permitido a Gildas Tregomain explorar el país tunecino. Nada más pintoresco, colinas que son casi montañas, quebradas cubiertas de árboles que debían obligar al futuro ferrocarril a dar numerosos rodeos. A través de la exuberante vegetación; inmensas rocas; aquí y allá aduares llenos de indígenas, y de los que por la noche se distinguían las grandes hogueras destinadas a defenderse contra el ataque de las fieras.

Gildas Tregomain refería lo que había oído al conductor, pues hablaba con él siempre que la ocasión se presentaba.

En un año se mataban menos de cuarenta leones; y en cuanto a panteras, subía a muchos centenares, sin hablar de las bandadas de chacales. Como se supone, Sauk, que tenía que afectar no entender lo que oía, quedaba indiferente a estas terribles noticias, y a Antifer se le daba un ardite de los leones y panteras tunecinas. Aunque los hubiera por millones en el islote número 2, él no retrocedería un paso.

Pero el banquero, de un lado, y el notario, de otro, prestaban oído a las historias de Gildas Tregomain. Si Zambuco fruncía alguna vez el entrecejo; lanzando miradas oblicuas por la portezuela, Ben-Omar, volviendo los suyos, se encogía en su rincón, tembloroso y pálido, cuando algún ronco rugido sonaba bajo los espesos bosques del camino.

—Y a fe mía —dijo el barquero—. Sé por el conductor, que no hace mucho la diligencia ha sido atacada. Ha sido preciso disparar contra las fieras. Y la noche precedente se había tenido que quemar el carruaje a fin de ahuyentar un ejército de panteras con el resplandor de las llamas.

—¿Y los viajeros? —preguntó Ben-Omar.

—Tuvieron que ir a pie hasta la parada siguiente.

—¡A pie! —exclamó el notario con voz temblorosa—. Yo no podría.

—Pues bien, se quedaría atrás, señor Ornar, y no le esperaríamos, esté seguro.

Se adivina que esta poco caritativa respuesta venía de Antifer.

No intervino más en la conversación, y Ben-Omar tuvo que reconocer que decididamente él no había nacido para hacer viajes ni por tierra ni por mar.

Transcurrió el día sin que las fieras, que tanto espantaban a Ben-Omar y a Zambuco, hubieran señalado su presencia más que por lejanos aullidos. Pero con gran disgusto, Gildas Tregomain tuvo que comprender que sería ya de noche cuando la diligencia llegase a Bone.

En efecto, eran las siete cuando pasó a tres o cuatro kilómetros de la ciudad, cerca de Hippona, una localidad célebre, gracias al nombre imperecedero de San Agustín, y curiosa por sus profundos aljibes, donde los viejos árabes se entregan a sus encantamientos y sortilegios. Veinte años más tarde se hubiera visto aparecer la basílica, el hospital que la poderosa mano del cardenal Lavigerie debía hacer brotar de las entrañas del suelo.

Una profunda oscuridad envolvía a Bone, a su paseo de las murallas, a su puerto oblongo que termina en punta arenosa al oeste, a los macizos de vegetación que dan sombra al muelle, a la parte moderna de la ciudad con su extensa plaza, donde ahora se eleva la estatua de Thiers, y, en fin, a su Casbah, que hubiera servido de aperitivo al barquero para la Casbah de Algerre.

Confesemos que la mala suerte perseguía al excelente hombre, que se consoló pensando en tomar el desquite en la capital de «la otra Francia».

Buscóse un hotel situado en la plaza.

Comieron, y se acostaron a las diez, a fin de estar dispuestos para el tren de la mañana siguiente.

Parece que aquella noche, quebrantados por sesenta horas de viaje en coche, todos durmieron profundamente.

¡Hasta el terrible Antifer!

Share on Twitter Share on Facebook