XXII

EN EL QUE SE NARRAN LOS SUCESOS OCURRIDOS EN EL VIAJE EN FERROCARRIL DE BONE A ARGEL, Y EN PAQUEBOTE DE ARGEL A DAKAR

Creía Antifer que entre Bone y Argel había ferrocarril; pero había llegado veinte años demasiado pronto.

Así, al día siguiente quedó extático ante la respuesta que le dio el hostelero.

—¡Cómo!… ¿No hay ferrocarril entre Bone y Argel? —exclamó dando un salto.

—No, señor; pero dentro de algunos años lo habrá; y si quiere esperar —dijo el socarrón fondista.

Sin duda, Ben-Omar no hubiera deseado cosa mejor, puesto que probablemente habría que volver a embarcarse para evitar retrasos.

Sin embargo, Pierre-Servan-Malo no pensaba del mismo modo.

—¿Hay algún barco que vaya a zarpar? —preguntó con voz imperiosa.

—Sí… Esta mañana.

—¡Embarquémonos!

Y he aquí por qué a las seis abandonaba Bone a bordo de un paquebote con sus acompañantes. No hay para qué relatar los incidentes de esta travesía de algunos kilómetros.

Ciertamente que Gildas Tregomain hubiera preferido hacer el viaje en ferrocarril, lo que le hubiera permitido ver a través de las ventanillas los territorios que el ferrocarril iba a unir algunos años más tarde.

Pero contaba con desquitarse en Argel. Si Antifer pensaba que en el momento de llegar se encontraría un barco dispuesto a partir para la costa occidental de África, se engañaba, y tendría ocasión de ejercitar su paciencia.

¡Durante la espera, qué deliciosos paseos por los alrededores, quizás hasta Blidah, al arroyo de las Singes!

Bueno que el barquero no ganase nada con el descubrimiento del tesoro, pero al menos llevaría una rica colección de recuerdos de su paso por la capital argelina.

Eran las ocho de la noche cuando el paquebote, cuya marcha era muy rápida, fue a anclar al puerto de Argel.

La noche era aún sombría en aquella latitud hasta en la última semana de marzo, aunque brillaban muchas estrellas.

La masa confusa de la ciudad se dibujaba en la sombra hacia el norte, redondeada por la giba de la Casbah, aquella Casbah tan deseada.

Todo lo que pudo observar Gildas Tregomain al salir de la estación fue que era menester subir unas escaleras que terminaban en el muelle, soportado por arcadas monumentales; que siguió este muelle, dejando a la izquierda un square iluminado, donde no le hubiera disgustado detenerse, y después un conjunto de altas casas, entre ellas el Hotel de Europa, en el que Antifer y sus compañeros fueron hospitalariamente acogidos.

Pusieron a su disposición varias habitaciones.

La de Gildas Tregomain estaba contigua a la de Juhel.

En ellas depositaron los viajeros su equipaje y bajaron a comer.

En esto invirtieron hasta las nueve, y a fe mía que lo más conveniente en aquellas circunstancias era acostarse y descansar sus fatigados miembros, a fin de estar al día siguiente en disposición de comenzar la serie de pasos que proyectaban.

Sin embargo, antes de reposar quiso Juhel escribir a su novia, y así lo hizo.

La carta saldría al día siguiente, y tres después la recibiría su destinataria.

Esta carta no diría nada interesante a Énogate, sino que Juhel la quería con toda su alma, lo que no era nuevo.

Conviene advertir que si Ben-Omar y Sauk se fueron a su habitación mientras Gildas y Juhel iban a la suya, Antifer y Zambuco, los dos cuñados —¿no es lícito aplicarles este calificativo, sellado por un convenio en regla?— desaparecieron después de comer, sin decir por qué motivo abandonaba» el hotel.

No dejó esto de asombrar al barquero y al capitán, y tal vez de inquietar a Sauk y a Ben-Omar.

Pero probablemente, si le hubieran preguntado algo sobre el asunto, el maluín no hubiera respondido.

¿Dónde iban los dos herederos?

¿Obedecían al deseo de recorrer los pintorescos barrios de Argel?

¿Les llevaba la curiosidad de viajeros a vagar por las calles Bab-Azum y otras, y por los muelles, aún animados por el ir y venir de los paseantes?

Hipótesis inverosímil, y que sus compañeros no hubieran podido admitir.

—Entonces ¿a qué? —dijo Gildas Tregomain.

El joven capitán y los otros habían además notado —y la cosa no dejó de extrañarles— que durante el trayecto en ferrocarril Antifer había salido varias veces de su mutismo para hablar en voz baja con el banquero, y que éste parecía aprobar lo que su interlocutor le comunicaba.

¿Qué habían convenido?

¿Aquella salida no denotaba un plan concertado?

¿No podía referirse a las más extrañas combinaciones, tratándose de dos hombres de su condición?

Entretanto, después de haber estrechado la mano de Juhel, Gildas Tregomain se dirigió a su habitación.

Allí, antes de desnudarse, abrió de par en par las ventanas, deseoso de respirar un poco de aquel hermoso aire argelino.

A la pálida claridad de las estrellas entrevió un vasto espacio, toda la rada hasta el cabo Matifú, y sobre la que brillaban las luces de las naves ancladas.

En el puerto se distinguían los sombríos paquebotes dispuestos a zarpar, cuyas altas chimeneas se empenachaban de resplandores.

Más allá del mencionado cabo, la plenamar, limitada por un horizonte lleno de constelaciones que semejaban un fuego artificial.

El próximo día sería magnífico a juzgar por la noche.

El sol se levantaría radiante, extinguiendo las últimas estrellas de la mañana.

—¡Qué placer! —pensaba Gildas Tregomain—. Visitar esta noble ciudad de Algerre, y darse algunos días de descanso, después de ese diabólico viaje desde Máscate y antes de llegar islote número 2. He oído hablar de la fonda Moise, en la punta Pescade. ¿Por qué no hemos de ir mañana a comer a casa de ese Moise?

En aquel instante un violento choque retumbó en la puerta de la habitación.

Las diez acababan de dar.

—¿Eres tú, Juhel? —preguntó Gildas Tregomain.

—No, soy yo… Antifer.

—Voy a abrir, amigo.

—Es inútil. Vístete y arregla tu equipaje.

—¿Mi equipaje?

—Partimos dentro de cuarenta minutos.

—¡Dentro de cuarenta minutos!

—Y no te retrases, pues los paquebotes no tienen costumbre de esperar. Voy a avisar a Juhel.

Aturdido por aquel golpe, Gildas Tregomain se preguntó si aquello que oía no era un sueño.

¡No!

Oyó que Antifer llamaba a la puerta de la habitación de Juhel, y la voz de su tío que le ordenaba que se levantase.

Después crujieron los escalones al paso de Antifer, que volvía a bajar la escalera. Juhel, que estaba escribiendo, añadió una línea a su carta, notificando a Énogate que todos iban a abandonar Argel aquella misma noche.

He ahí, pues, a qué habían salido Antifer y Zambuco.

Había sido con el objeto de informarse de si algún barco se preparaba a zarpar para la costa de África, y por una fortuna inesperada habían encontrado uno que hacía sus preparativos, y se apresuraron a tomar sus pasajes.

Entonces Antifer, sin preocuparse para nada de las conveniencias de los demás, había subido a prevenir a Gildas Tregomain y a Juhel, mientras el banquero advertía a Ben-Omar y a Nazim.

El barquero sintió un inexplicable descorazonamiento mientras preparaba su equipaje. Pero la discusión sería inútil: el jefe había hablado, preciso era obedecer.

Casi en seguida Juhel se reunió con Gildas Tregomain en su habitación, y le dijo:

—¿No esperaba esto?

—No, hijo mío —respondió Tregomain—, aunque todo se debe esperar de tu tío. ¡Y yo que me prometía por lo menos cuarenta y ocho horas de paseo por Algerre, el puerto, el Jardín y la Casbah!

—¡Qué quiere, señor Tregomain! Es una verdadera desgracia que mi tío haya encontrado un barco dispuesto a hacerse a la mar.

—Sí… ¡y yo me sublevaré al fin! —exclamó Tregomain dejándose llevar de un movimiento de cólera contra su amigo.

—No, señor Tregomain. No se sublevará; y si lo hace, bastará que mi tío le mire de cierta manera, moviendo la piedra en su boca.

—Tienes razón, Juhel —respondió Tregomain bajando la cabeza—. Obedeceré… Tú me conoces bien. Sin embargo, es una lástima. ¡Y esa comida que yo contaba que hiciéramos en casa de Moise, en la punta Pescade!

¡Inútil afán! El pobre hombre, exhalando un suspiro, acabó sus preparativos. Diez minutos después se reunieron con Antifer, Zambuco, Ben-Omar y Nazim en el vestíbulo del hotel.

Se les despidió con mala cara. El precio de las habitaciones fue el mismo que si las hubieran ocupado un día entero. Juhel echó su carta en el buzón del hotel. Después, siguiendo los muelles, bajaron la escalera que conducía al puerto, mientras Gildas Tregomain entreveía por última vez, aún iluminada, la plaza del Gobierno.

A medio cable estaba anclado un steamer, cuya caldera se oía rugir bajo la presión del vapor. Una espesa humareda ennegrecía el cielo estrellado. Violentos silbidos anunciaban que el paquebote no tardaría en largar amarras.

Una embarcación, balanceándose junto a los escalones del muelle, esperaba a los pasajeros para conducirlos a bordo. En ella se instalaron Antifer y sus compañeros, llegando al barco en algunos golpes de remos. Antes de que Tregomain hubiera podido observar nada, fue conducido al departamento que había de ocupar con Juhel. Otro lo ocuparían Antifer y Zambuco, y un tercero el notario y Sauk.

Aquel paquebote, El Catalán, pertenecía a la Compañía de Cargadores de Marsella. Empleado en un servicio regular en la costa occidental de África para San Luis y para Dakar, hacía escalas intermedias cuando era preciso, ya para embarcar o desembarcar mercancías. Bien dispuesto, marchaba a una velocidad de diez a once nudos, muy suficiente para este género de navegación.

Un cuarto de hora después de la llegada de Antifer, un último silbido desgarró el viento. Después, largadas sus amarras, El Catalán movióse, su hélice se agitó vivamente levantando espuma; rodeó a los navíos anclados y a los grandes paquebotes mediterráneos, siguió el canal entre el arsenal y el muelle, y tomó rumbo oeste.

Un vago amontonamiento de casas blancas apareció entonces a los ojos de Tregomain: era la Casbah, de la que no debía ver más que la indecisa silueta. Apareció la punta Pescade; la punta del restaurante Moise. Esto fue todo lo que Gildas Tregomain llevó como recuerdo de su paso por Algerre.

Inútil es decir que desde la salida del puerto, Ben-Omar, tendido sobre la colchoneta de su camarote, comenzó de nuevo a experimentar las dulzuras del mareo. ¡Y cuando pensaba que, después de ir, sería preciso volver! ¡Felizmente sería la ultima travesía! ¡Estaba seguro de encontrar su tanto por ciento en aquel islote número 2! ¡Y si alguno de sus compañeros se marease al menos! Pero ninguno experimentaba la menor náusea.

Él era el único en sufrir. No tenía ni ese consuelo tan humano de ver a uno de sus semejantes participando de sus sufrimientos.

Los pasajeros de El Catalán eran en su mayoría marinos que regresaban a los puertos de la costa, algunos del Senegal, y cierto número de soldados de infantería de marina, habituados a las eventualidades de la navegación. Todos volvían a Dakar, donde el steamer debía descargar sus mercancías. No había, pues, que hacer escala en el camino. Así es que Antifer podía darse la enhorabuena por estar a bordo de El Catalán. Verdad es que, una vez llegado a Dakar, aún no había conseguido su objeto, y así se lo hizo observar Zambuco.

—Conformes —respondió—. No he esperado encontrar un paquebote de Argel a Loango, y cuando estemos en Dakar lo resolveremos.

Y realmente hubiera sido difícil proceder de otro modo. Esta última parte del viaje presentaría, sin duda, graves dificultades, lo que era una expectativa de serias preocupaciones por los dos cuñados.

Durante la noche, El Catalán siguió el litoral a distancia de dos o tres millas. Aparecieron las luces de Túnez, y después apenas si se pudo distinguir la masa sombría del cabo Blanco. Al día siguiente por la mañana se vieron las alturas de Orán, y una hora después el paquebote dobló el promontorio tras el cual está la rada de Mers-el-Kebir.

Más lejos está la costa marroquí, que se extiende a babor con su lejano perfil de montañas que dominan la comarca del Rif. Apareció Tetuán, todo resplandeciente bajo los rayos solares, y a algunas millas mas allá, al norte, Ceuta, sobre un montón de rocas como un fuerte que dirige ese pasador de la puerta del Mediterráneo, cuyo otro pasador está bajo el poder de Inglaterra. En fin, a lo largo del estrecho apareció el inmenso Atlántico.

Dibujáronse los grupos llenos de árboles del litoral marroquí.

Mas allá de Tánger, oculto tras una curva de su golfo, ciudades en medio de árboles verdes. La mar estaba animada por numerosos barcos de vela, en espera de viento favorable para embocar el estrecho de Gibraltar.

El Catalán no tenía que temer retrasos. Ni la brisa ni la corriente podían luchar contra su poderosa máquina, y hacia las nueve de la noche batía con su hélice el océano Atlántico.

Gildas Tregomain y Juhel hablaban en la toldilla antes de conceder algunas horas al reposo. Naturalmente, el mismo pensamiento vino a su imaginación en el momento en que El Catalán, poniendo rumbo al suroeste, rodeaba la punta extrema de África.

—Sí, hijo mío —dijo Gildas Tregomain—, hubiera sido preferible, al salir del estrecho, ir a estribor en vez de babor. Al menos no volveríamos la espalda a Francia.

—¿Y para ir dónde? —respondió Juhel.

—¡Al diablo; tengo miedo de ello! —dijo Tregomain—. ¡Qué quieres, Juhel! ¡Vale más llevar el mal con paciencia! ¡Se vuelve de todas partes, hasta del infierno! En algunos días llegaremos a Dakar, y de aquí al fondo del golfo de Guinea…

—¿Quién sabe si encontraremos inmediatamente en Dakar un medio de transporte? Allí no hay servicio regular. Podemos permanecer algunas semanas, y si mi tío piensa…

—Lo piensa. Créelo.

—¿Qué le será fácil llegar a su islote número 2? Se engaña… ¿Sabe lo que pienso, señor Tregomain?

—No, pero si quieres decírmelo…

—Pues pienso que mi abuelo Thomas Antifer hubiera debido dejar a ese maldito Kamylk sobre las rocas de Jaffa.

—¡Oh! Juhel… ¡pobre hombre!

—Si le hubiese dejado, ese egipcio no hubiera podido legar sus millones a su salvador, y mi tío no haría lo que hace, y Énogate sería mi mujer.

—Es verdad —respondió Gildas Tregomain—. Pero si tú hubieras estado allí, habrías salvado la vida a ese desdichado Bajá como tu abuelo. Oye —añadió señalando un punto brillante a babor, y para desviar la conversación—, ¿qué luz es ésa?

—La del cabo Espartel —respondió el joven.

Era, en efecto, ese faro que, situado en el extremo oeste del continente africano, está sostenido por diversos países de Europa, siendo el más avanzado de los que proyectan sus resplandores en la superficie de los mares africanos.

No hay para qué referir en detalle la travesía de El Catalán. El paquebote fue favorecido por la suerte. Encontró viento favorable, y pudo seguir el litoral a corta distancia. El oleaje no era muy fuerte, y era preciso ser tan delicado como Ben-Omar para estar malo con tan hermoso tiempo.

La costa quedó a la vista; las alturas de Mequinez, de Mogador, el monte Thesat, que domina aquella región en una altura de mil metros, Tarudant, y el promontorio Dschuby, límite de la frontera marroquí.

Gildas Tregomain no tuvo la satisfacción de ver las islas Canarias, pues El Catalán pasó a unas cincuenta millas de Fuerteventura, la mas próxima del grupo; pero pudo saludar el cabo Bojador antes de franquear el trópico de Cáncer.

En la tarde del 2 de mayo apareció el cabo Blanco; viose después, a la mañana siguiente, Portendik, y, en fin, las riberas del Senegal.

Como se ha dicho, todos los pasajeros iban a Dakar, y El Catalán no tuvo que detenerse en San Luis, que es la capital de esta colonia francesa.

Parece además que Dakar tiene importancia marítima más considerable que San Luis. La mayor parte de los trasatlánticos que sirven las líneas de Río de Janeiro al Brasil y de Buenos Aires a la República Argentina, atracan allí antes de ir a lanzarse al océano. Probablemente Antifer encontraría en Dakar, con más facilidad, medios de transporte para llegar a Loango.

En fin, el día 5, a eso de las cuatro de la mañana, El Catalán dobló el famoso cabo Verde, situado en la misma latitud que las islas de este nombre. Volvió la península triangular, que pende como un pabellón en la punta extrema del continente africano sobre el Atlántico, y el puerto de Dakar apareció en el ángulo inferior de la península después de una travesía de ochocientas leguas desde la triste Algerre de Gildas Tregomain.

Dakar es tierra francesa, puesto que el Senegal pertenece a Francia. ¡Mas qué lejos está Francia!

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