XXIII

QUE CUENTA LOS DIVERSOS INCIDENTES ACAECIDOS DESDE LA LLEGADA A DAKAR HASTA LA LLEGADA A LOANGO

Jamás hubiera podido imaginar Gildas Tregomain que llegara un día en que se pasearía con Juhel por los muelles de Dakar. Y sin embargo, esto es lo que hacía ahora visitando el puerto protegido por su doble muelle de rocas graníticas, mientras Antifer y el banquero, tan inseparables como Ben-Omar y Sauk, se dirigían hacia la agencia marítima francesa.

Un día basta para ver la ciudad. No ofrece ésta grandes curiosidades: un hermoso jardín público, una fortaleza que sirve de alojamiento a la guarnición, la punta del Buen Aire, sobre la que se eleva un edificio en el que la Administración aísla a los enfermos de fiebre amarilla. Si nuestros viajeros iban a verse obligados a permanecer mucho tiempo en aquellos sitios, que tienen a Goree por capital y a Dakar por ciudad principal, el tiempo les parecería interminable.

En fin, es preciso hacer contra fortuna buen corazón, y esto es lo que se repetían Gildas Tregomain y Juhel. Esperando, vagaban por los muelles, subían por las calles convenientemente cuidadas por los presos, bajo la vigilancia de algunos disciplinarios.

En realidad, lo que más debía interesarles eran los barcos, aquellos pedazos de ella misma que Francia enviaba de Burdeos a Río de Janeiro, esos paquebotes de las mensajerías imperiales, como se llamaban en 1862. No era entonces Dakar la importante estación en que se ha convertido desde aquella época, aunque el comercio del Senegal se cifrase ya en veinticinco millones de francos, veinte de ellos con nuestros nacionales. No poseía más que nueve mil habitantes, población que tiende a acrecentarse después de los trabajos emprendidos para la mejora del puerto.

Si Gildas Tregomain no había trabado nunca conocimiento con los negros bambaras, nada le sería más fácil ahora. En efecto, estos indígenas pululan por las calles de Dakar. Gracias a su temperamento seco y nervioso, su cráneo abultado, su pelo recio, pueden soportar impunemente los ardores del sol del Senegal. En cuanto a Gildas Tregomain, verdaderamente aniquilado por el calor, había extendido sobre su cabeza su amplio pañuelo de cuadros, que, bien o mal, hacía el servicio de una sombrilla.

—¡Dios mío! ¡Qué calor hace! —exclamó—. Verdaderamente no he nacido yo para vivir en los trópicos.

—Esto no es nada todavía, señor Tregomain —respondió Juhel—, y cuando estemos en el fondo del golfo de Guinea, a algunos grados más bajo el ecuador…

—Seguramente me derretiré —respondió Gildas Tregomain—, y no llevaré a mi país más que la piel y los huesos. Por lo demás —añadió sonriendo bondadosamente enjugándose su faz sudorosa—, sería difícil llevar menos, ¿no es verdad?

—¡Eh! Ya ha adelgazado, señor Tregomain —hizo observar el joven capitán.

—¿Tú lo crees? ¡Bah!… Aún tengo bastante carne antes de ser reducido al estado de esqueleto… En mi opinión, vale más ser delgado cuando se aventura uno por lugares donde las gentes se alimentan de carne humana. ¿Hay caníbales por la parte de Guinea?

—No… así lo espero al menos —respondió Juhel.

—Pues bien, procuremos no tentar a los naturales con nuestra buena presencia —respondió Gildas Tregomain burlonamente, añadiendo luego—: ¿Quién sabe si después del islote número 2 será preciso ir a buscar un islote número 3 en países donde se coma en familia?

—Como Australia o las islas del Pacífico, señor Tregomain.

—Sí… allí los habitantes son antropófagos.

Hubiera podido decir filantropófagos el digno barquero, si hubiera sido capaz de pronunciar esa palabra, pues en aquellos países se devora a los semejantes por pura glotonería.

Pero no era admisible que la locura de los millones condujera hasta allí a Antifer. Seguramente ni su sobrino ni su amigo le seguirían, y le impedirían ir a él mismo, aunque tuviesen que encerrarle en una casa de locos.

Cuando Gildas Tregomain y Juhel regresaron al hotel, encontraron en él a Antifer y al banquero.

El agente francés había acogido del mejor modo a su compatriota. Pero cuando éste preguntó si había en Dakar algún navío en disposición de zarpar para alguno de los puntos de Loango, la respuesta fue descorazonadora. Los paquebotes que hacían este servicio son muy irregulares, y en todo caso no tocan en Dakar más que una vez al mes. Verdad es que existe un servicio semanal entre Sierra-Leona y el Gran Bassam; pero desde aquí a Loango hay distancia todavía. Así pues, el primer paquebote no debía llegar a Dakar antes de ocho días. ¡Qué mala suerte! Una semana que pasar en aquella aldea tascando el freno. Preciso era que este freno fuese de acero bien templado para resistir los dientes de Pierre-Servan-Malo, que pulverizaban ahora una piedrecilla por día. Cierto que no son piedrecillas lo que falta en las playas del litoral africano, y Antifer podía renovar su provisión.

La verdad nos obliga a decir que una semana en Dakar es larga, muy larga. Los paseos por el puerto, las excursiones hasta el canal que corre al E de la ciudad, no ofrecen al turista distracciones suficientes para ocuparle más de un día. Así es que conviene armarse de la paciencia que sólo puede dar una feliz filosofía. Pero, a excepción de Gildas Tregomain, no eran pacientes ni filósofos el irascible maluín y los demás personajes que tras sí arrastraba. Si bendecían a Kamylk-Bajá por haberles nombrado herederos, le maldecían por la idea de haber ido a enterrar su herencia tan lejos. Ya era mucho en el golfo de Omán. Y he aquí que era preciso descender hasta el de Guinea. ¿No hubiera podido encontrar un islote discreto en los parajes de los mares europeos? ¿Es que no se encontraban en el Mediterráneo, en el Báltico, en el mar Negro, en el del norte, en medio de las aguas del océano Atlántico, lugares muy convenientes para servir de cajas de caudales? Verdaderamente el bajá se había rodeado de un lujo exagerado de precauciones. En fin, lo hecho hecho estaba, a menos de abandonar cada uno la parte que le correspondía. ¡Abandonarla! ¡Bien recibido hubiera sido el que se llegara con una proposición semejante a Antifer, al banquero Zambuco, al mismo notario, sujeto al violento Sauk! Además, el lazo de sociabilidad que unía los unos a los otros se relajaba visiblemente. Había tres grupos distintos: el grupo Antifer-Zambuco, el grupo Omar-Sauk y el grupo Juhel-Tregomain. Vivían separados; no se veían más que a las horas de las comidas; se evitaban durante los paseos; no hablaban entre ellos del gran negocio. Limitábanse a estos dúos, que parecía que no habían jamás de fundirse en un sexteto final, el que, por otra parte, hubiera sido una abominable discordancia.

Primer grupo: Juhel-Tregomain. Se sabe el tema habitual de sus conversaciones; prolongación indeterminada del viaje, alejamiento progresivo de los novios; temor de que tantas buscas y fatigas concluyesen en una mixtificación, estado de ánimo de su tío y amigo, cuya exaltación crecía de día en día y amenazaba su razón. Todos motivos de disgusto para Gildas Tregomain y para el capitán, resignados a no contrariarle y seguirle basta el fin.

Segundo grupo: Antifer-Zambuco. ¡Qué curioso estudio para un moralista! El uno, hasta entonces de gustos sencillos, de existencia tranquila en su tranquila provincia, con esa filosofía natural al marino que se ha retirado del oficio, ¡y ahora presa de la sacra fames del oro, con el espíritu atormentado ante aquella nube de los millones que cegaba sus ojos! ¡El otro, rico ya, pero sin más cuidado que amontonar riquezas sobre riquezas, exponiéndose a tantas fatigas, a tantos peligros sólo con el objeto de aumentar su tesoro!

—¡Ocho días enmoheciéndose en este agujero! —repitió Antifer—. ¡Y quién sabe si ese maldito paquebote vendrá retrasado!

—Y todavía —respondió el banquero— la mala fortuna quiere que nos deje en Loango, y desde allí será preciso subir unas cincuenta leguas para llegar a la bahía Ma-Yumba.

—¡Eh! A mí me importa poco esa segunda parte —exclamaba el irascible maluín.

—Habrá lugar de preocuparse de ello, no obstante —hacía observar Zambuco.

—¡Bien!… ¡Más tarde!… ¡Qué diablo! No se envía el ancla al fondo antes de estar en el sitio que conviene. Lleguemos a Loango y pensaremos en lo que resta.

—Tal vez podríamos decidir al capitán del paquebote a que se detuviera en el Puerto de Ma-Yumba. Esto no le alejaría mucho de su camino.

—Dudo que consienta en ello, porque les está prohibido.

—Ofreciéndole una indemnización conveniente —sugirió el banquero.

—Veremos, Zambuco; pero siempre se preocupa por lo que a mí no me preocupa nada. Lo esencial es llegar a Loango, y desde aquí sabremos ganar Ma-Yumba. ¡Mil bombardas! Todos tenemos piernas; y si fuera preciso y no hubiera otro medio de abandonar Dakar, no hubiera dudado en tomar el camino del litoral.

—¿A pie?

—A pie.

Pierre-Servan-Malo hablaba a su modo. ¡Y los peligros, los obstáculos, las imposibilidades de un camino semejante! ¡Ochocientas leguas a través de los territorios de Liberia, de Costa de Marfil, de los achantis de Dahomey, del Gran Bassam! ¡No… y debía considerarse muy feliz de que, tomando pasaje a bordo de un paquebote, se pudiera evitar los peligros del viaje! Ni uno de los que le hubieran acompañado en tal expedición hubiera vuelto. ¡Y la señorita Talisma Zambuco en vano hubiera esperado en su casa de Malta el regreso de su audaz prometido!

Debían, pues, resignarse al paquebote, aunque éste no llegase antes de ocho días. ¡Pero qué largas les parecían las horas pasadas en Dakar!

Otra era la conversación del grupo Sauk-Omar. ¡No porque el hijo de Murad tuviera menos impaciencia por llegar al islote y apoderarse del tesoro de Kamylk-Bajá, no! Con profundo espanto de Ben-Omar, no pensaba Sauk sino en la manera como despojar, en provecho suyo, a los dos colegatarios. Después de haber pensado dar el golpe al regreso de Sohar a Máscate con la ayuda de algunos miserables, trataría de hacerlo ahora, al regreso de Ma-Yumba a Loango por medios idénticos. Ciertamente, sus riesgos serían más serios. Entre los indígenas de la provincia o entre los agentes de las factorías sabría reclutar gentes capaces de todo, hasta de verter sangre, y que se asociarían a su criminal empresa.

Esta perspectiva espantaba al pusilánime Ben-Omar; si no por un exceso de delicadeza, al menos por el temor de verse mezclado en aquel mal negocio, lo que no le dejaba un instante de reposo.

Y entonces intentaba tímidas observaciones. Afirmaba que Antifer y su gente venderían caras sus vidas. Insistía sobre el punto de que, aun pagándoles bien, no se podría contar con los miserables que en su hazaña empleara Sauk, que hablarían más pronto o más tarde; que el atentado se extendería por el país, y que al cabo se sabría la verdad de lo ocurrido hasta en esas comarcas salvajes, cuando se trata de los exploradores sacrificados en los más abrasados territorios del África; que jamás se puede estar seguro del secreto. Verdad es que en toda esta argumentación no aparecía más que el miedo de que el caso fuera descubierto, únicas razones que hubieran podido detener a un hombre como Sauk. Pero éste no se arredraba. ¡Había cometido tantas hazañas de la misma clase! Y lanzando al notario una de aquellas miradas que le helaban hasta la médula de los huesos, respondía:

—No conozco más que un imbécil, uno solo, capaz de hacerme traición.

—Y ¿quién es, excelencia?

—Tú, Ben-Omar.

—¡Yo!

—Sí. Y ten cuidado, pues yo sé el medio de obligar a callar a la gente.

Ben-Omar, tembloroso, bajaba la cabeza. Sabía de sobra que un cadáver más en el camino de Ma-Yumba a Loango no era cosa para detener a Sauk.

El paquebote esperado ancló en la mañana del 12 de mayo en el puerto de Dakar. Era el Cintra, un navío portugués dedicado al transporte de viajeros y de mercancías con destino a San Pablo de Loango, la importante colonia lusitana de África tropical. Regularmente hacía escala en Loango; y como partía al día siguiente, nuestros viajeros se apresuraron a tomar pasaje. Con su velocidad media de nueve a diez millas, la travesía debía durar una semana, durante la cual esperábanle a Ben-Omar todos los sinsabores del mareo.

Al día siguiente, habiendo dejado en Dakar cierto número de pasajeros, el Cintra salió del puerto con un tiempo hermoso, pues la brisa venía de tierra. Antifer y el banquero lanzaron un inmenso suspiro de satisfacción, como si sus pulmones no hubieran funcionado desde una semana antes. Ésta era la última etapa antes de poner pie en el islote número 2, y la mano sobre el tesoro que aquél guardaba fielmente en sus entrañas. La atracción que el islote ejercía sobre ellos parecía más poderosa cuanto más se aproximaban, conforme a las leyes naturales y en razón inversa a la distancia. ¡Y a cada vuelta de la hélice del Cintra esta distancia disminuía… disminuía!…

Por el contrario, para Juhel aumentaba. Alejábase más cada vez de aquella Francia, de aquella Bretaña donde sufría Énogate. Le había escrito desde Dakar, a su llegada; habíale escrito la víspera de su partida, y la pobre joven no tardaría en saber que su prometido se iba aún más lejos de ella. ¡Apenas si se podía fijar una fecha probable para su regreso!

Sauk, antes de nada, había procurado enterarse de si el Cintra desembarcaría pasajeros en Loango. Entre estos aventureros cuya conciencia es refractaria a los escrúpulos y a los remordimientos, que van en busca de fortuna a estas regiones lejanas, tal vez encontraría hombres conocedores del país y que no rechazarían ser sus cómplices. Su excelencia se engañó. En Loango, pues, tendría que buscar lo que necesitaba. Desgraciadamente no hablaba la lengua portuguesa, como tampoco Ben-Omar, circunstancia muy enfadosa cuando es preciso tratar negocios delicados, para los que es indispensable expresarse con perfecta claridad. Por lo demás, Antifer, Zambuco, Gildas Tregomain y Juhel veíanse precisados a hablar entre ellos el francés a bordo.

En quien la sorpresa igualó a la satisfacción fue en el notario Ben-Omar. Pretender que no experimentó molestia alguna durante aquella travesía del Cintra, sería exagerar. Sin embargo, no pasó aquellos grandes sufrimientos que había experimentado anteriormente. La navegación se efectuó en condiciones excelentes, favorecida por un ligero viento de tierra. El mar permanecía en calma a lo largo del litoral que el Cintra seguía a dos o tres millas, y apenas si se resentía del empuje de las olas.

Y estas condiciones no se modificaron cuando el paquebote hubo doblado el cabo de las Palmas, a la punta extrema del golfo de Guinea. Como sucede a menudo, la brisa seguía el contorno de las costas, y el golfo fue tan propicio como lo había sido el océano. Y entretanto el Cintra perdía de vista las alturas del continente, tomando la dirección de Loango. Nada se vio de los territorios de los achantis, ni de Dahomey, como tampoco de la cima del monte Camerún que se alza a una altura de tres mil novecientos sesenta metros sobre la isla de Fernando Poo, en los confines de la alta Guinea.

En la tarde del 19 de mayo, Gildas Tregomain fue presa de cierta emoción. Juhel acababa de decirle que iban a pasar el ecuador. Al fin, por primera vez, y por última sin duda, el ex patrón de la Encantadora Amelia tenía la ocasión de penetrar en el hemisferio austral. ¡Qué aventura para él, un marinero del Ranee! Así es que, sin gran pesar, entregó a los marineros del Cintra, a ejemplo de los demás pasajeros, su piastra de propina en honor del paso de la Línea.

Al amanecer del día siguiente se encontraba el Cintra en la latitud de la bahía Ma-Yumba, a unas cien millas de distancia. Si el capitán del paquebote hubiese consentido en ir en aquella dirección y detenerse en aquel puerto, que pertenecía al Estado de Loango, ¡cuántas fatigas, cuántos peligros hubiera evitado tal vez a Antifer y a los suyos! Esta parada les hubiera ahorrado un camino sumamente difícil por la orilla del litoral.

Así es que, obligado por su tío, Juhel procuró inclinar al capitán del Cintra en este sentido. Conocía este portugués algunas palabras de la lengua inglesa, y por otra parte, ¿qué marino no está algo familiarizado con el idioma británico? Como se ha dicho, Juhel hablaba correctamente esta lengua y se había servido de ella en sus relaciones con el supuesto intérprete de Máscate. Comunicó, pues, al capitán la proposición de detenerse en Ma-Yumba. Esta visita no alargaría la travesía más que unas cuarenta y ocho horas. Se pagarían el retraso y los gastos que éste ocasionara, consumo de combustible, manutención de la gente, indemnización a los armadores del Cintra, etc.

¿Entendió el capitán la proposición que le hizo Juhel? Sin duda, sobre todo cuando fue apoyada con una demostración sobre el mapa del golfo de Guinea. Entre marinos se comprende todo con una palabra. Y en verdad, nada más sencillo que dirigirse hacia el este a fin de dejar aquella media docena de pasajeros en Ma-Yumba, puesto que por tal servicio ofrecían aquéllos una suma conveniente.

El capitán se negó. Esclavo de los reglamentos de a bordo, había sido fletado para Loango, e iría a Loango. De Loango debía ir a San Pablo de Loanda, e iría a San Pablo de Loanda, aunque se quisiera comprarle su navío a peso de oro. Tales fueron las palabras de que se sirvió, que Juhel comprendió perfectamente y tradujo a su tío.

Cólera terrible de éste, acompañada de una bordada de expresiones malsonantes dirigidas al capitán. Sin la intervención de Gildas Tregomain y de Juhel, es probable que Antifer hubiera sido encerrado en la cueva para el resto de la travesía.

Y he aquí por qué dos días después, en la noche del 21 de mayo, el Cintra atracó ante los bancos de arena que defienden la costa de Loango, desembarcó con su chalupa a los pasajeros en cuestión, y partió algunas horas después con dirección a San Pablo, la capital de la colonia portuguesa.

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