XXIV

DONDE SE DEMUESTRA QUE CIERTOS PASAJEROS NO SON A PROPÓSITO PARA EMBARCARSE EN UN BARCO AFRICANO

Al día siguiente, al abrigo de un baobab que les defendía contra los torrentes de fuego del sol, dos hombres conversaban con animación. Subiendo por la principal calle de Loango, donde acababan de encontrarse por la más grande de las casualidades, habíanse mirado, haciendo mil gestos de sorpresa.

El uno había dicho:

—¿Tú aquí?

—¡Sí, yo! —había respondido el otro.

Y a un ademán del primero, que era Sauk, el segundo, un portugués cuyo nombre era Barroso, le había seguido fuera de la ciudad.

Si Sauk no hablaba la lengua de Barroso, éste hablaba la de su excelencia por haber vivido largo tiempo en Egipto. Eran, como se ha visto, dos antiguos conocidos. Barroso formaba parte de la banda de aventureros que Sauk mandaba en la época en que el último se entregaba a toda clase de tropelías, sin dársele un ardite de los agentes del virrey, gracias a la influencia de Murad, su padre, el primo de Kamylk-Bajá. Dispersa la banda después de algunos hechos a los que fue imposible asegurar la impunidad, Barroso había desaparecido. De regreso a Portugal, donde sus aptitudes naturales no encontraron en qué ejercitarse, había abandonado Lisboa para ir a trabajar en una factoría de Loango. En aquella época, el comercio de la colonia se reducía al transporte de marfil, aceite de palmas, sacos de aráquidos y madera de acajú.

Actualmente aquel portugués, que había navegado en otro tiempo —de unos cincuenta años de edad—, mandaba un barco de gran tonelaje, el Portalegre, que hacía el servicio de la costa por cuenta de los negociantes del país.

Este Barroso, de un pasado como el suyo, una conciencia desprovista de toda clase de escrúpulos y una audacia adquirida en el curso de sus antiguos oficios, era precisamente el hombre que Sauk necesitaba para llevar a buen fin sus criminales maquinaciones. Parados al pie de aquel baobab, cuyo tronco no hubieran podido rodear los brazos de veinte hombres —¿qué era esto junto al famoso baniano de Máscate?—, ambos pudieron hablar, sin temor de ser oídos, de cosas amenazadoras para la seguridad de Antifer y de sus compañeros.

Después de que Sauk y Barroso se hubieron contado recíprocamente su existencia desde la época en que el portugués había abandonado Egipto, su excelencia fue a su objeto sin ambage alguno. Por prudencia, si Sauk se guardó de hacer conocer la importancia del tesoro que pretendía apropiarse, por lo menos excitó la codicia de Barroso con la perspectiva de una suma considerable que ganar.

—Pero —añadió— tengo necesidad de la ayuda de un hombre resuelto… animoso…

—Me conoce, excelencia —respondió el portugués— y sabe que no retrocedo ante ninguna hazaña.

—Si no has cambiado, Barroso…

—No…

—Sabe, pues, que habrá que hacer desaparecer a cuatro hombres, y tal vez un quinto, si juzgo conveniente desembarazarme de un cierto Ben-Omar, con el que trabajo como pasante con el nombre de Nazim.

—Uno más poco importa —respondió Barroso.

—Pues oye mi plan —respondió Sauk, después de asegurarse de que nadie podía oírle—. Las personas de que se trata, tres franceses, el maluín Antifer, su amigo y su sobrino, y un banquero tunecino llamado Zambuco, acaban de desembarcar en Loango, a fin de tomar posesión de un tesoro depositado en uno de los islotes del golfo de Guinea.

—¿En qué lugar? —preguntó vivamente Barroso.

—En la bahía Ma-Yumba —respondió el egipcio—. Su intención es subir por tierra hasta esa aldea, y yo he pensado que sería conveniente atacarles cuando volvieran a Loando con su tesoro para esperar el paso del paquebote de San Pablo, que debe llevarles a Dakar.

—¡Nada más fácil, excelencia! —afirmó Barroso—. Prometo encontrar una docena de honrados aventureros, siempre a la husma de un buen negocio, y que sólo servirte desearán mediante un precio convenido y conveniente.

—No lo dudo, Barroso, y en esos territorios desiertos el golpe ha de resultar.

—Sin duda, excelencia, pero le voy a proponer una combinación más ventajosa.

—Habla, pues.

—Yo mando aquí un barco de ciento cincuenta toneladas, El Portalegre, que transporta mercancías de un puerto a otro de la costa. Precisamente debe partir dentro de dos días para Baracka del Gabón, un poco al norte de Ma-Yumba.

—¡Eh! —exclamó Sauk—. Es una circunstancia que es preciso aprovechar. Antifer se apresurará a tomar pasaje a bordo de tu barco a fin de evitar las fatigas y los peligros de un viaje a pie por el litoral. Tú nos embarcarás en Ma-Yumba, irás a entregar tus mercancías al Gabón y volverás a buscarnos. Y durante la travesía de regreso a Loango…

—Comprendido, excelencia.

—¿Cuántos hombres tienes a bordo?

—Doce.

—¿Estás seguro de ellos?

—Como de mí mismo.

—¿Qué llevas al Gabón?

—Un cargamento de aráquidos y seis elefantes comprados por una casa de Baracka, que debe expedirlos a una casa de fieras de Holanda.

—¿No hablas francés, Barroso?

—No, excelencia.

—No olvides que a mí me está prohibido hablarlo y hasta entenderlo. Así encargaré a Ben-Omar que te haga la proposición, y el maluín no dudará en aceptarla.

No era esto dudoso, en efecto, dada la facilidad para un golpe de mano; había motivo para temer que los dos colegatarios, despojados de sus riquezas, desaparecieran con sus compañeros durante el viaje de vuelta a través del golfo de Guinea.

¿Quién hubiera podido impedir el crimen?

¿Quién podría encontrar a sus autores?

Loango no está bajo la dominación portuguesa como lo están Angola y Benguela.

Es uno de los reinos independientes de ese Congo —comprendido entre el río Gabón, al norte, el río Zaire, al sur— que debía bien pronto pertenecer a Francia.

Mas en aquella época desde el cabo López al de Zaire, los reyes indígenas reconocían al soberano de Loango y le pagaban su tributo, generalmente en esclavos.

La sociedad está regularmente constituida: primero el rey y su familia; después los príncipes, nacidos de una princesa, quien sólo puede transmitir la nobleza; después los maridos de estas princesas; los sacerdotes, los yangas, cuyo jefe Chitomé es de carácter divino, y después el pueblo.

Esclavos hay muchos.

No se les vende al extranjero, es cierto, y ésta es una de las consecuencias de la intervención europea para la abolición de la trata.

¿Es el cuidado de la dignidad, de la libertad humana lo que ha provocado esta abolición?

No era ésta la opinión de Gildas Tregomain, que se mostró perfecto conocedor de los hombres y de las cosas, cuando dijo a Juhel:

—Si no se hubiera inventado el azúcar de remolacha, y si no se emplease más que la de caña para endulzar el café, la trata seguiría ahora y probablemente seguiría siempre.

Pero de que el rey de Loango sea el rey de un país que goza de toda su independencia, no se deduce que sus caminos estén suficientemente vigilados y los viajeros al abrigo de todo peligro.

Difícil hubiera sido encontrar un territorio más favorable o un mar más propicio a un mal golpe.

Esto era lo que preocupaba a Juhel, en lo que concernía al territorio al menos.

Si su tío no se inquietaba, el capitán no pensaba sin serio temor en aquel camino de doscientos kilómetros a lo largo del litoral hasta la bahía Ma-Yumba.

Creyó deber prevenir a Gildas Tregomain.

—¿Qué quieres, hijo? —le respondió éste—. El vino está fuera, es preciso beberlo.

—Realmente, no es más que un paseo esta excursión que hemos hecho de Máscate a Sohar, y la compañía no era mala.

—Veamos, Juhel, ¿no se podría formar una caravana de indígenas para ir a Loango?…

—No me fiaría yo de ellos más que de las hienas, panteras, leopardos y leones de su país.

—¡Ah! ¿Hay de esas alimañas?

—Sin contar víboras venenosas, cabras que lanzan su espuma a la cara, y boas de diez metros.

—Un lindo sitio, muchacho. ¡Ese excelente bajá no hubiera podido escoger otro más conveniente! ¿Y tú afirmas que esos indígenas?…

—Son de mediana inteligencia, sin duda, como todos los congoleños, pero tienen la suficiente para robar y hacer una carnicería en los locos que se aventuran por esta abominable región.

Este diálogo da una exactísima idea de las preocupaciones de Juhel participadas por Gildas Tregomain, preocupaciones muy fundadas, como claramente se comprende. Así es que experimentaron un verdadero alivio cuando Sauk, por mediación de Ben-Omar, presentó al portugués Barroso a Antifer y al banquero tunecino.

¡Más largas jornadas a través de aquellas peligrosas comarcas!

¡Más fatigas bajo aquel clima excesivo!

Como Sauk no había dicho nada de sus relaciones anteriores con Barroso; como Juhel no podía sospechar que aquellos dos miserables se habían conocido en otra época, su desconfianza no fue despertada.

Lo esencial era que el trayecto se efectuase por mar hasta la bahía de Ma-Yumba. El tiempo era bueno… Sería cuestión de cuarenta y ocho horas… La embarcación dejaría a los pasajeros en el puerto… seguiría hasta Baracka… y a la vuelta los recogería con el tesoro… y todos volverían a Loango, desde donde en el primer paquebote retornarían a Marsella… ¡En verdad que jamás se mostró la suerte tan propicia a Pierre-Servan-Malo! ¡Bien podría pagar el precio del transporte en el barco, por exorbitante que fuese! ¡Qué importaba semejante cosa!…

Pasarían dos días en Loango en tanto que llegaban los seis elefantes, expedidos del interior, a bordo del Portalegre. Gildas Tregomain y Juhel —el primero por su afán de instruirse— holgáronse mucho de recorrer la aldea, la «banza» como se dice en la lengua del Congo.

Loango o Buala, la antigua ciudad, que mide cuatro mil seiscientos metros, está edificada en medio de un espeso bosque de palmeras. Hállase formada por una agrupación de factorías, rodeadas de «chirubeques» especie de cabañas hechas con troncos de rafias y cubiertas de hojas de papiro. Los comercios son portugueses, españoles, franceses, ingleses, holandeses y alemanes. Como se ve, hay gran cosmopolitismo. Lo más digno de observar es la gente marinera. Los bretones de las márgenes del Ranee no se parecen en nada a estos indígenas medio desnudos, armados de arcos, de sables de madera y de hachas redondas. El rey de Loango, disfrazado con un viejo y ridículo uniforme, recuerda en algo al prefecto de Ile-et-Vilaine. Las poblaciones comprendidas entre Saint-Malo y Dinan no tienen viviendas como éstas, guarecidas bajo gigantescos cocoteros. Los maluines no son polígamos como los indolentes habitantes del Congo, que abandonan las más ásperas faenas a sus mujeres, y guardan cama cuando ellas enferman. No valen las tierras de Bretaña lo que éstas. Aquí basta remover el suelo para coger pingües cosechas. Sobre terrenos incultos crecen a maravilla el manfrigo o mijo, cuyas espigas pesan un kilogramo; el bolcus, el luco con que se fabrica pan, especie de maíz que da tres cosechas al año; arroz, patatas, tamba —variedad de nabo—, insanguis o lentejas, tabaco, caña de azúcar en los sitios pantanosos; junto a Zaire, viñas cuyas cepas han sido importadas de Canarias y de Madeira; higueras, bananos, naranjas llamadas mambrochas, limones, granadas, coudes —frutos en forma de piña que contienen una sustancia espesa y harinosa—; neubanzams —especie de avellanas muy apreciadas por los negros—; ananás y otras plantas.

Hay árboles enormes, como sándalos, cedros, palmeras y, sobre todo, baobabs, de los que se extrae un jabón vegetal y que produce además un fruto muy apetecido por los indígenas.

En la fauna existen ejemplares innumerables de jabalíes, cerdos, cebras, búfalos, ciervos, gacelas, antílopes en manadas, elefantes, martas cibelinas, chacales, onces, puerco espines, ardillas voladoras —especie de murciélagos—, gatos casi como tigres, sin contar las innumerables variedades de monos, chimpancés y moues pequeños de larga cola y cara violácea, avestruces, pavos reales, tordos, perdices, saltamontes comestibles, abejas, mosquitos, canzos, moscas y moscardones hasta lo infinito. ¡Asombroso país! ¡Cuánto partido hubiera podido sacar de él Gildas Tregomain de tener tiempo para dedicarse a sus científicas aficiones!

Puede asegurarse que ni Antifer ni el banquero Zambuco sabían si los habitantes de Loango pertenecían a la raza negra o a la caucásica. En eso no se fijaban. Dirigían sus investigaciones mucho más lejos, hacia el norte, a un punto imperceptible, único en el mundo, un diamante rarísimo de deslumbradores destellos, de miles de quilates de peso y valor de millones de francos… ¡Lástima no haber puesto ya sus plantas en el islote número 2, término definitivo de su aventurada campaña!

Al amanecer del 22 de mayo hallábase el barco listo para el viaje. Los seis elefantes llegados la víspera habían sido embarcados con las precauciones que su respetable corpulencia exigía. ¡Eran magníficos en verdad, y hubieran hecho un gran papel en la compañía de un circo Sam Lockhart! No hay que decir que fueron encerrados en lo más profundo de la bodega.

Acaso no era muy prudente depositar semejante carga en una embarcación de ciento cincuenta toneladas. Tal lastre podía comprometer el equilibrio del navío. Ya se lo hizo observar Juhel al patrón, aunque el barco tenía suficiente anchura para salvar los bajos. Era su arboladura de dos palos muy separados con velas cuadras, porque un barco de este género sólo marcha viento en popa, y si bien no es grande su andar, hállase bien dispuesto para navegar sin temor a escollos.

Para mayor fortuna, el tiempo era favorable. En Loango, así como en toda Guinea, la estación de las lluvias, que comienza en septiembre, termina en mayo bajo la influencia de los vientos del noroeste. En cambio, desde mayo se siente un calor insoportable, apenas mitigado por el abundante rocío de las noches. Desde que nuestros viajeros desembarcaron adelgazaban a ojos vistas. ¡Más de 34° a la sombra! A creer lo que cuentan algunos exploradores de este país, que acaso sean de las Bocas del Ródano o de Gascuña, es tanto el calor que los perros se ven obligados a saltar continuamente para no quemarse las patas en el calcinado suelo. ¡También aseguran haber visto jabalíes asados en su propia grasa! Gildas Tregomain casi estaba a punto de creerlo…

El Portalegre se hizo a la vela hacia las ocho de la noche. Todo el pasaje estaba completo, personas y elefantes. Antifer, como es sabido, con Zambuco, siempre obsesionados por el islote número 2; ¡oh, y qué peso se les quitaría de encima cuando el vigía les señalase allá en el horizonte!… Gildas Tregomain y Jul, formando otra pareja, el uno olvidando los mares africanos para pensar en su Mancha y en su puerto de Saint-Malo; el otro pensando únicamente en aspirar la fresca brisa… Sauk y Barroso en animado coloquio, y, ¿quién se había de asombrar, si hablaban la misma lengua, y gracias a su encuentro pudo Antifer disponer de aquella embarcación?

La tripulación se componía de una docena de mozos más o menos portugueses, de mal aspecto, cosa que si bien el tío, absorto en sus propias ideas, no observó, no pasó inadvertida para el sobrino, que se apresuró a comunicárselo al patrón. Respondióle éste que en aquellas alturas no podía juzgarse a la gente por su cara. Después de todo, ¿qué se puede pedir en una nave africana?

De seguir el viento reinante podía esperarse una travesía feliz. ¡Portentosa África! hubiera dicho Gildas de haber conocido el epíteto que los romanos aplicaron a este continente. En verdad que, a poco que se hubieran fijado en ello Antifer y sus compañeros al pasar ante la factoría Chillo, hubiéranse admirado del bello panorama que la costa les ofrecía. El único que parecía prestar atención al espectáculo era el barquero, como si quisiera conservar en su memoria algún recuerdo del viaje. No puede concebirse espectáculo más espléndido que aquella interminable sucesión de bosques espesos, escalonados tierra adentro, dominados, como presididos, por las sublimes montañas Strauch, medio veladas por las brumas. De trecho en trecho deja paso la costa a algún río o arroyo que mana entre los espesos matorrales, y al que los grandes calores no pueden secar, por más que toda aquella agua no afluye al mar; gran parte de ella consumen los muchos seres vivientes que por allí pululan: los pajarillos gota a gota, y en mayores cantidades los pavos reales, los avestruces, los pelícanos y los cuervos, que con su canto y su vuelo animan aquel maravilloso paisaje. Vense por las márgenes manadas de esbeltos antílopes y de empolangas o búfalos del Cabo. Allí se revuelcan mamíferos enormes capaces de beberse un tonel de aquella agua límpida como el patrón pudiera beberse una copa; allí se bañan los tremendos hipopótamos, que parecen animales mixtos de jumento y cerdo; alguien afirma que la carne de aquellas atroces bestias no es desdeñada por los indígenas.

—¡Vamos, ya te gustarían unas patitas de hipopótamo al estilo de Santa Menebould! —dijo Gildas a Antifer, que se hallaba junto a él en la proa.

Pierre-Servan-Malo se encogió de hombros, dirigiendo al barquero una mirada sin expresión… una de esas miradas que no miran.

—¡No me ha entendido! —murmuró Gildas Tregomain, cuyo pañuelo le servía de abanico.

A lo largo del litoral veíanse ejércitos de monos saltando de árbol en árbol, gritando y gesticulando cuando veían acercarse al Portalegre.

Hay que advertir que ni las aves, ni los mamíferos y cuadrumanos citados inquietan a los viajeros que tierra adentro caminen de Loango a Ma-Yumba. Lo que constituye un verdadero peligro, una sorpresa tremenda, es ver aparecer de un salto formidable una pantera o un león entre los altos matorrales. Cuando la noche envuelve aquello en sus sombras, óyense terribles aullidos, potentes rugidos que interrumpen el nocturno silencio. Desde el barco percibíanse aquellos ruidos como rumor de tempestad. Debajo, en la bodega, los elefantes, excitados por tales llamadas, contestaban con gruñidos tremendos que hacían vibrar el piso, y agitábanse tanto que parecía que iban a desencuadernar la nave. Decididamente, aquello era un cargamento peligroso para los pasajeros.

Cuatro días transcurrieron. Ningún incidente vino a romper la monotonía del viaje. El tiempo continuaba apacible, el mar, tan en calma que Ben-Omar no sentía molestia alguna. No obstante el pesado lastre que en los fondos llevaba, el Portalegre apenas tenía balanceo, y mostrábase casi insensible a las olas que con leve resaca iban a morir y a borrarse en la costa.

Gildas Tregomain nunca pensó que pudiera hacerse tan feliz pasaje.

—Parece que estamos a bordo de la Encantadora Amelia, a las orillas del Ranee —dijo a su joven amigo.

—Sí —respondió Juhel—; pero con la diferencia de que allí no había un capitán como Barroso y un pasajero como Nazim, cuya intimidad con el portugués me resulta cada día más sospechosa.

—¡Bah! ¿Qué crees que meditan? —preguntó Gildas Tregomain—. No tienen tiempo de preparar su plan, porque ya estamos muy cerca del fin.

Y así era, en efecto. Al amanecer del 27, después de haber doblado el cabo Banda, hallábase la embarcación a menos de veinte millas de Ma-Yumba, cuya noticia supo Juhel por medio de Ben-Omar, que a su vez la tomó de Sauk, quien, por encargo de Ben-Omar, interrogó a Barroso.

Aquella misma noche llegarían al pequeño puerto del Estado de Loango. Ya se distinguía en la costa la depresión que tras la punta Matooti forma la bahía, en cuyo fondo se oculta la población. Si el islote número 2 existía y ocupaba el lugar indicado por el último documento, allí en aquella bahía era donde debía buscarse fondeadero.

Antifer y Zambuco no cesaban de mirar con el catalejo, cuyo objetivo frotaban continuamente… El viento era muy ligero, la brisa casi tenue; el barco apenas andaba dos nudos.

Hacia la una dobló la punta Matooti. Un grito de alegría resonó a bordo. Los dos futuros cuñados acababan de ver, a un mismo tiempo, una serie de islotes en el fondo de la bahía; seguramente, uno de aquéllos sería el que buscaban… Pero ¿cuál?… Al día siguiente se observaría con la luz solar.

A cinco o seis millas al este aparecía Ma-Yumba sobre un arenoso promontorio, entre el mar y el lago de Banya, con sus factorías y sus casitas medio ocultas entre los árboles. En la orilla movíanse algunos barcos de pesca, semejantes a enormes pájaros blancos.

La calma de la bahía era absoluta. Un bote no hubiera estado más tranquilo en un lago… ¿qué decimos en un lago?, en un estanque, y casi en una balsa de aceite. Los rayos del sol caían perpendiculares en aquellos parajes abrasando el espacio. Gildas Tregomain parecía, más que persona, fuente de sitio real en día de fiesta.

El Portalegre iba poco a poco avanzando merced a algunas ráfagas intermitentes del oeste. Ya se distinguían más claramente los islotes de la bahía. Podían contarse hasta siete, a manera de grandes cestas llenas de verdura.

A las seis de la tarde daba vista el Portalegre al pequeño archipiélago. Antifer y Zambuco estaban de pie en la proa; Sauk no podía dominar su impaciencia, justificando con su actitud las sospechas de Juhel. Los tres parecían quererse comer con los ojos el primer islote. ¿Acaso esperaban ver surgir de allí un volcán vomitando dinero, una erupción de millones?… ¿Un cráter de oro?…

Si hubiesen sabido que el islote en cuyas entrañas enterrara su tesoro Kamylk-Bajá sólo se componía de rocas estériles y piedras desnudas, sin un arbusto, sin un árbol, hubiesen dicho desesperados:

—No, ¡tampoco es ése!…

Bien es cierto que desde 1831, es decir, en un período de treinta y un años, la Naturaleza había tenido tiempo de cubrir de verdor y vegetación el estéril islote…

El Portalegre avanzaba tranquilamente, con las velas apenas hinchadas por las últimas brisas de la tarde. Iba a doblar la punta norte; pero si el viento cesaba, forzoso sería esperar hasta el amanecer.

De repente, un lastimero quejido dejóse oír junto al patrón, que iba de codos sobre la borda de estribor.

Gildas Tregomain se volvió…

El que acababa de lanzar tan sentida queja era Ben-Omar.

El notario estaba lívido y tenía el semblante descompuesto. Sufría los efectos del mareo…

Y ¿cómo podía ser con tal bonanza y en aquella bahía inmóvil, sin la más leve arruga en la líquida superficie?…

Pues sí; estaba mareado, y de ello no hay que asombrarse; en efecto, el navío empezaba a tener un balanceo inexplicable, absurdo; sucesivamente daba bandazos tremendos de babor a estribor.

La tripulación corrió do proa a popa… El capitán Barroso acudía a todas partes…

—¿Qué pasa? —preguntó Juhel.

—¿Qué es? —dijo el patrón.

—¡Acaso una erupción submarina amenaza echar a pique al Portalegre…!

Antifer, Zambuco y Sauk no parecen haberse dado cuenta de lo que ocurre.

—¡Ah! —grita Juhel—. ¡Los elefantes!

Efectivamente, los elefantes son la causa de aquel insólito balanceo. Les ha venido en gana a los animales hacer un ejercicio acrobático, y han comenzado a ponerse alternativamente ya sobre las patas traseras, ya sobre las delanteras, imprimiendo al barco un formidable cabeceo, lo cual parece agradar a los paquidermos, a la manera que agrada a la ardilla dar vueltas vertiginosas en su jaula giratoria; ¡pero buenas ardillas están hechas semejantes moles!…

Y el balanceo aumenta; las bordas casi llegan a ras del agua; el barco corre peligro de anegarse por babor o estribor…

Barroso, seguido de algunos marineros, se precipitó en la bodega, tratando de calmar a los excitados animales. Inútiles fueron gritos y golpes. Los elefantes agitaban sus trompas, movían como aventadores las orejas y agitaban los raquíticos rabos, excitándose más cada vez y haciendo aumentar el atroz movimiento de la embarcación. Ya empezaba a entrar agua por encima de las bordas.

Esto no podía durar mucho.

En diez segundos el agua invadió la bodega y el navío empezó a hundirse, apagándose en el abismo los atroces rugidos de las bestias.

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