XXV

EN EL QUE ANTIFER Y ZAMBUCO DECLARAN QUE ELLOS NO ABANDONARÁN EL ISLOTE EN QUE SE HAN REFUGIADO

—¡Vaya!… ¡Hemos tenido naufragio!… —pudo decir al día siguiente el ex patrón de la Encantadora Amelia.

En efecto, la víspera por la noche, después de desaparecer el barco bajo treinta o cuarenta metros de agua, los náufragos del Portalegre tuvieron que refugiarse en el islote de la bahía Ma-Yumba. Nadie pereció en aquella estupenda y original catástrofe; no faltó tripulante ni pasajero. Todos se ayudaron lo mejor que pudieron; Antifer acudió en auxilio del banquero Zambuco, Sauk sostuvo a Ben-Omar, en pocas brazadas pudieron llegar a las rocas del islote. Tan sólo los elefantes desaparecieron en un elemento para el que la Naturaleza no los creó ciertamente. Bien ahogados estaban: justo castigo por haber querido convertir el Portalegre en columpio o mecedora.

—¿Y nuestros mapas y los aparatos? —fue lo primero que gritó Antifer al llegar al islote.

Aquello era una pérdida irreparable; ni el cuadrante, ni el cronómetro, ni el libro Conocimiento del tiempo pudo ser salvado del siniestro.

Afortunadamente, el banquero y el notario, por una parte, y el capitán, por otra, llevaban en sus cintos el dinero del viaje; por aquí los náufragos podían estar tranquilos.

Hay que hacer constar que Gildas no tuvo que emplear grandes esfuerzos para sostenerse en el agua, cosa que fácilmente se comprende en virtud de una ley de física, puesto que, siendo el peso del líquido desalojado por un volumen superior al de su cuerpo, con dejarse llevar por las olas se vio tranquilamente a salvo, como un cetáceo, en una playa de arena amarilla.

En cuanto a secarse, fue tarea fácil; después de exponer las ropas al sol un rato, pudieron ponérselas perfectamente secas.

Sin embargo, pasaron muy mala noche bajo los árboles; cada uno se entregó a sus particulares reflexiones. Parecía indudable, según los datos del último documento, que en aquellos parajes se hallaba el islote número 2. ¿Pero cómo determinar el punto exacto en que se cruzaban el paralelo 3o 17' S y el meridiano 7o 23' E, el primero determinado por la noticia del islote del golfo de Omán, y el otro guardado en la caja del banquero tunecino? ¿Cómo precisarlo ahora que Juhel, sin cuadrante y sin cronómetro, no podía tomar alturas?…

—Hemos naufragado a la vista del puerto —dijo Zambuco.

—¡Yo no me voy de aquí sin registrar hasta los últimos rincones de los islotes de la bahía de Ma-Yumba, así tarde dieciséis años! —exclamó Antifer.

—¡Lástima! Todo tan bien preparado, y al final se ha desbaratado con ese maldito naufragio —agregó Sauk.

—¡Y mis elefantes, que no estaban asegurados! —añadió Barroso.

—¡Alá nos proteja! He aquí una prima que me va a costar cara, en el supuesto de que la cobre —dijo Ben-Omar.

—¡Ahora nada me impedirá volver a Europa junto a mi querida Énogate!… —dijo Juhel.

—No se embarque llevando a bordo elefantes payasos —exclamó en tono sentencioso Gildas Tregomain.

No pudieron dormir aquella noche. El frío no les molestaría, pero ¿y el hambre? ¿Con qué iban a acallar los enfurecidos estómagos? Si aquellos árboles eran cocoteros y tenían fruto, menos mal; se contentarían con ellos hasta llegar a Ma-Yumba. ¿Pero acaso era fácil llegar, hallándose aún dicho punto allá, en el interior de la bahía, distante cinco o seis millas? ¿Hacían señales? ¿Y quién las veía?… ¿Iban a irse nadando las seis millas?… ¿Habría alguien, aun entre la tripulación, que pudiese lanzarse a semejante empresa?… En fin, al amanecer se deliberaría.

Nada indicaba en aquel islote la presencia de habitantes de la especie humana, porque de las otras no faltaban huéspedes molestos y aun peligrosos. Gildas Tregomain llegó a pensar que aquel islote debía de ser punto de cita de todos los monos del mundo. ¡Un congreso de monos! Seguramente estaban en la capital del reino de Jocko…, en Jockolia…

Por más que el tiempo continuaba siendo apacible y la resaca batía apenas las rocas, los náufragos no pudieron gozar de una hora de tranquilidad en aquel islote. El ruido incesante les impidió dormir.

Un extraño y confuso rumor dejábase oír alrededor de los árboles, algo como resonar de tambores de tropa del país y de ir y venir por entre el ramaje y la hojarasca, todo acompañado de gritos guturales y enérgicos, como alertas de infinitos centinelas. La profunda oscuridad de la noche impedía ver absolutamente nada.

Al amanecer pudieron darse cuenta de aquello.

El islote servía de refugio a una tribu de cuadrumanos, grandes chimpancés, de cuyas proezas fue cronista el francés Chaillu, que se dedicó a cazarlos en el interior de Guinea.

Aunque les debió el pasar la noche en vela, Gildas Tregomain no pudo menos de admirar aquellos magníficos ejemplares de antropoides. Eran precisamente aquellos jockos de Buffon capaces de ejecutar ciertos trabajos inteligentes reservados a la mano del hombre, con el ángulo facial casi correcto y los arcos superciliares poco salientes.

El ruido semejante al del tambor lo producían golpeándose el vientre muy inflado.

Lo que no se comprendía era por qué aquella partida de monos (lo menos había cincuenta) había elegido semejante domicilio, cómo habían ido allí desde tierra firme y cómo habían hallado alimentos suficientes. No tardó Juhel en averiguar que el islote tendría unas dos millas de longitud por una de anchura, y que se hallaba todo cubierto de árboles tropicales y era evidente que daban frutos comestibles, pues que de ellos subsistían los cuadrumanos; no menos cierto es que lo que comen los monos pueden comerlo los hombres: frutos, raíces, legumbres. Que fue precisamente lo que pensaron Juhel, el ex patrón y los marineros del Portalegre. Después de un naufragio y de una noche sin comer, la única idea que subyuga es la que queda apuntada: buscar algo para satisfacer el hambre.

No era frutas y raíces lo que faltaba allí, aunque éstas fueran silvestres; pero comerlas crudas no era fácil, a no poseer el estómago de un mono. Grandes dificultades no habría para cocerlas, puesto que contaban con un elemento muy principal: cerillas francesas auténticas. Quiso la buena estrella de los viajeros que Nazim tuviese el excelente acuerdo de proveerse de dicho artículo en Loango y que se preservasen del naufragio, resguardadas en la cajita de cobre en que aquél las llevaba. Al despuntar el alba viose el titilar de una hoguera bajo los árboles del improvisado campamento. Los náufragos se agruparon en torno a ella. Antifer y Zambuco no probaron bocado de aquel extraño desayuno, en que entraron como componentes algunos puñados de avellanas, a las que tan aficionados se muestran los habitantes de Guinea. Antifer y Zambuco se alimentaron, sin duda, con la cólera que sentían.

Pero los chimpancés, que probablemente comerían de aquellos manjares, acaso no verían con buenos ojos el banquete que iban a darse sus invasores, aquellos extranjeros que les saqueaban la despensa. Pronto se vio a algunos saltar muy impacientes; otros, inmóviles, contemplaban aquel cuadro, completamente nuevo para ellos, y después todos, haciendo grandes muecas y visajes, formaron extenso círculo en torno a Antifer y sus colegas.

—¡Mucho cuidado! —observó Juhel, dirigiéndose a su tío—. Estos monos son muy respetables y diez veces más que nosotros, y además no tenemos armas…

La verdad era que al de Saint-Malo inquietábale mucho la presencia de los cuadrumanos.

—Tienes razón, hijo —dijo Tregomain—. Y que estos caballeritos me parece que no han de entender mucho de las leyes de la hospitalidad… Su actitud es un poco amenazadora…

—¿Acaso habrá peligro? —preguntó Ben-Omar.

—De ser degollados, sencillamente —respondió Juhel con mucha seriedad.

Ante semejante respuesta, el notario estuvo a punto de escapar… pero ¿a dónde?… Imposible…

Entretanto Barroso dispuso sus hombres de modo que estuviesen apercibidos para repeler cualquier agresión de los monos. Después se puso a conferenciar con Sauk; mientras Juhel no los perdía de vista.

Ya puede comprenderse cuál sería el tema del diálogo.

Sauk apenas podía disimular el disgusto que le causaba aquel imprevisto naufragio, que venía a echar por tierra su plan convenido. Había que preparar otro. Puesto que se encontraban en los parajes del islote número 2, no había duda de que el tesoro de Kamylk-Bajá se encontraba en alguno de los islotes de la bahía Ma-Yumba. Pues bien, lo que contaba hacer después de desembarazarse del francés y de sus compañeros, lo haría ulteriormente con la ayuda de Barroso y su gente… Por el momento nada podía intentarse… Si bien el joven capitán carecía de instrumentos náuticos, no obstante, las indicaciones suministradas por la última noticia debían permitirle dedicarse a sus investigaciones, de las que Sauk nada hubiera podido sacar.

Todo se concertó por aquellos dos picaros tan dignos de entenderse. No hay que decir que Barroso sería largamente indemnizado por su cómplice de la pérdida que acababa de sufrir, y que el valor del barco, del cargamento y de los paquidermos le sería íntegramente reembolsado.

Lo esencial era llegar lo más pronto posible a Ma-Yumba. Precisamente algunas barcas de pesca habían zarpado. Se las distinguió fácilmente. La más próxima no estaría a más de tres millas del islote. Como el viento era muy suave, no llegaría antes de tres o cuatro horas a dar vista al campamento, desde donde le harían señales… No terminaría la jornada sin que los náufragos del Portalegre se hallasen instalados en una de las factorías de Ma-Yumba, en donde encontrarían franca y cordial hospitalidad.

—¡Juhel!… ¡Juhel!…

Esta llamada interrumpió la conversación de Sauk y el portugués. El que llamaba era Antifer.

—¡Gildas!… ¡Gildas!… —gritó después.

Juhel y el barquero, que seguían observando las barcas de pesca, fueron en seguida a reunirse con Antifer.

El banquero Zambuco también estaba allí. A poco se acercó Ben-Omar a una seña que le hicieron.

Dejando a Barroso que se reuniera con sus hombres, Sauk fue a incorporarse poco a poco al grupo, de modo que pudiera, disimuladamente, enterarse de lo que hablaban. Como a todo el mundo le constaba que aquél no conocía palabra del idioma francés, a nadie inquietó su presencia.

—Juhel —dijo Antifer—, escucha y pon atención, porque ha llegado el momento da adoptar una medida…

Y hablaba con voz entrecortada, como en el paroxismo de la irritabilidad.

—El último documento indica que el islote número 2 está situado en la bahía de Ma-Yumba… Ahora bien… estamos en esa bahía… ¡Es indudable!…

—Indudable, tío.

—Pero no tenemos cuadrante ni cronómetro… Ese estúpido de Tregomain, a quien en mal hora se los confié, los ha perdido…

—Yo primero me ahogo que dejarlos perder —exclamó Pierre-Servan-Malo.

—Y yo —añadió el banquero.

—Verdaderamente… señor Zambuco, tiene razón —afirmó Gildas Tregomain haciendo un gesto de indignación.

—En fin, se han perdido… —repuso Antifer—, y ahora, como se han perdido, Juhel, no puedes determinar la situación del islote número 2…

—Imposible, tío; y en mi opinión, lo que deberíamos hacer es marchar a Ma-Yumba en una de esas chalupas, volvernos por tierra a Loango y embarcarnos en el primer paquebote que haga escala.

—¡Eso jamás! —exclamó Antifer.

Y el banquero, como un eco fiel, repitió:

—¡Jamás!

Ben-Omar miraba alternativamente a uno y a otro, moviendo la cabeza como un idiota; Sauk escuchaba, aparentando no comprender.

—Sí… Juhel… iremos a Ma-Yumba… pero nos quedaremos allí, en lugar de partir para Loango… y estaremos todo el tiempo que sea necesario… para visitar todos los islotes de la bahía… todos los islotes… ¿comprendes?…

—¿Todos, tío?

—No son muchos… cinco o seis…; aunque fuesen cien, aunque fuesen mil, los visitaría yo todos, uno por uno.

—Pero, tío, eso no es razonable…

—¡Vaya si lo es! En uno de ellos está el tesoro… El documento indica hasta la orientación de la punta de tierra en donde lo ocultó Kamylk Bajá…

—¡A quien los demonios se lleven! —murmuró Tregomain.

—Con voluntad y paciencia acabaremos por descubrir el sitio que se halla marcado con la doble K…

—¿Y si no lo encontramos? —preguntó Juhel.

—¡Eso ni lo digas, Juhel! —exclamó Antifer—. ¡Por Dios te pido que no lo digas!

Y en un acceso de indescriptible furor, deshizo con los dientes el guijarro que rodaba entre sus mandíbulas. Nunca estuvo tan a punto de una congestión cerebral. Juhel no juzgó prudente insistir ante semejante tenacidad. En las pesquisas que, según su opinión, no darían resultado alguno, se emplearían lo menos quince días. Cuando Antifer se convenciera de que nada podía esperarse, tendría que volverse a Europa, quisiera o no quisiera.

—Pues entonces preparémonos para embarcar en esa chalupa de pesca que viene hacia acá…

—No; antes tenemos que visitar este islote… ¿Quién sabe si será éste?…

Después de todo, la observación era lógica. ¿Quién podía asegurar que los buscadores del tesoro no habían alcanzado su objetivo? ¿Acaso la casualidad no podía suplir el cuadrante y el cronómetro? ¿Que esto no era probable ni verosímil? ¡Sea! Pero al cabo de tantas contrariedades, fatigas y peligros, ¿por qué la fortuna no se había de mostrar propicia con sus fervientes adoradores?

Juhel no aventuró objeción alguna. Lo mejor era perder el menor tiempo posible. Era necesario reconocer el islote antes de que la chalupa tocase en tierra. Lo que había que temer era que, como la tripulación del Portalegre tenía gran prisa por arribar a Ma-Yumba para aprovisionarse en una de las factorías, no quisiera sufrir semejante retraso, tanto más cuanto que no se les explicaba la causa de semejante tardanza, porque decírselo era revelar el secreto de Kamylk-Bajá.

También podía suceder que en el momento en que Antifer y Zambuco, acompañados por Juhel y Gildas Tregomain, el notario y Nazim, se dispusieron a abandonar el campamento, Barroso y sus hombres se asombraran y la curiosidad les hiciera seguirlos…

Esto constituía una grave dificultad. Y en caso de que se descubriese el tesoro, ¿en qué actitud se colocaría la tripulación, ante el espectáculo de la exhumación de tres barriles llenos de oro, diamantes y otras piedras preciosas? ¿No era muy lógico pensar en escenas de violencia, en un asalto de aquellos aventureros que no valían lo que costase la cuerda para colgarlos? Eran en doble número que los otros y poco trabajo les costaría dominarlos, y quién sabe si hasta asesinarlos. ¡Y el capitán no sería el que pusiera a raya a su gente! ¡Antes al contrario los excitaría, cuidando de quedarse con la mejor parte del botín!

Pero era inútil empeño querer vencer la obstinación de Antifer, haciéndole las consideraciones del caso, o sea que era más razonable perder algunos días y llegar a Ma-Yumba juntamente con la tripulación del Portalegre; instalarse allí de cualquier modo, y al día siguiente volver al islote en una barca fletada ad hoc, desembarazándose así de aquella gente sospechosa… El tío de Juhel no atendería a razones…

No había fuerzas humanas que le obligasen a partir sin registrar antes el islote… Así que cuando Gildas Tregomain hizo las objeciones del caso a su intransigente amigo, éste le envió bonitamente a paseo, terminando el diálogo con estas palabras:

—¡En marcha!

—Te suplico que…

—Quédate si quieres… No te necesito…

—¡Calma, hombre, calma!…

—¡Vente, Juhel!…

No había otro remedio que obedecer. Antifer y Zambuco abandonaron el campamento. Gildas Tregomain y Juhel se dispusieron a seguirlos. La gente del Portalegre nada hizo para impedirles el paso. El mismo Barroso no pareció inquietarse ante aquella brusca determinación.

¿A qué obedecería tal reserva?

He aquí la explicación: Sauk lo había oído todo, y no queriendo impedir ni retardar las pesquisas, con una sola palabra púsose en inteligencia con el capitán portugués.

Barroso entonces se dirigió hacia su gente, a la que ordenó que esperase allí mismo la llegada de las chalupas, con prohibición de abandonar el campamento.

Después, a una seña que Sauk le hiciera, Ben-Omar se puso en marcha para unirse con Antifer, que no tenía por qué extrañarse de ver al notario acompañado de su acólito Nazim.

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