XXIX

A CUYO FINAL SE VERÁ DESAPARECER AL PERSONAJE QUE REPRESENTA EL PAPEL DE TRAIDOR EN ESTA TRAGICÓMICA NARRACIÓN

Tantas emociones, tantos disgustos y penalidades, tantas alternativas de esperanza y desencanto, eran, sin duda, más fuertes que Antifer. Las fuerzas morales y físicas, así sean éstas las de un capitán de la marina de cabotaje, tienen un límite. Así fue que el tío de Juhel tuvo que meterse en cama no bien llegaron al alojamiento. Apoderóse de él una violenta fiebre acompañada de terrible delirio, cuyas consecuencias podían ser funestas. Veíase obsesionado por horribles imágenes. Desfilaban ante su cerebro todas las peripecias de aquella campaña, interrumpida precisamente cuando parecía próximo el fin; la inutilidad de las nuevas pesquisas; el enorme tesoro cuyo paradero se ignoraba, el tercer islote, perdido en desconocidos parajes; destruido el único documento que podía darles la solución, quemado por aquel maldito clergyman, que ni aun en el suplicio hubiera indicado la ansiada latitud, criminal y voluntariamente olvidada… Sí, era de temer por la razón del de Saint-Malo; el médico, a quien llamaron a toda prisa, no vio muy lejana la enajenación mental.

Cuidados solícitos no habían de faltarle. Su amigo Gildas Tregomain y su sobrino Juhel no le abandonarían un solo instante. Si Antifer se restablecía, bien podría estarles altamente reconocido.

Al llegar al hotel, Juhel puso a Ben-Omar al corriente de lo sucedido, y por él supo Sauk la negativa del reverendo Tyrcomel. Fácil es imaginar hasta qué grado llegaría la cólera del falso Nazim. Pero aquella vez no se reveló su ira al exterior en aquellos actos de violencia que iban a dar sobre el infortunado notario. Toda aquella ira la guardó en lo más íntimo. Acaso pensó que el secreto escapado a Antifer podría él obtenerlo y utilizarlo en su exclusivo provecho. A este resultado tendieron sus esfuerzos. Pudo observarse su ausencia del hotel durante aquel día y los siguientes.

En cuanto el barquero, después de oír el relato de Juhel, dijo:

—Yo creo que ahora ese negocio está concluido para siempre… ¿No te parece?

—En efecto, señor Tregomain, me parece imposible hacer hablar a un hombre tan testarudo…

—¡Y tan original! ¡Mira que despreciar treinta millones!

—¡Millones!… ¡Millones! —replicó el joven capitán moviendo la cabeza.

—¡Qué! ¿Tú no lo crees?… ¡Pues te engañas!

—¡Cómo ha cambiado, señor Tregomain!…

—¡Caramba! ¡Después del hallazgo de los diamantes!… Evidentemente, yo no digo que los millones estén en el tercer islote; pero… ¿quién sabe?… Por desgracia, como ese cura no quiera hablar…, nunca se sabrá el paradero…

—Pues bien, a pesar de los diamantes de Ma-Yumba, nadie me quita de la cabeza la idea de que ese bajá nos quería gastar una broma pesada.

—De todas maneras, esto le va a costar caro a tu pobre tío. ¡Ahora lo que urge es ponerle a salvo! ¡Mientras su cabeza resista! Cuidémosle como hermanas de la caridad, y, cuando se restablezca y pueda ponerse en camino, no creo que piense en otra cosa que en volver a Francia… y a su vida tranquila de otro tiempo…

—¡Ah, señor Tregomain! ¡Quién le viera en su casa de la calle de Hautes-Salles!…

—¡Y a ti junto a tu Énoganita, buen mozo!… Y a propósito, ¿piensas escribirle?…

—Hoy mismo; acaso pueda anunciarle nuestro regreso definitivo.

Así transcurrieron varios días. El estado del enfermo no sufrió agravación. La fiebre, que tan alta se presentara, fue disminuyendo notablemente. El médico, sin embargo, se preocupaba mucho por la razón del buen Antifer. Positivamente su cerebro desvariaba, por más que reconocía a su amigo Tregomain, a su sobrino Juhel y a su futuro cuñado… Aunque aquí, internos, diremos que si una persona del bello sexo hubiera de correr el riesgo de permanecer soltera indefinidamente, sería seguramente la señorita Talisma Zambuco, rayana en los confines de los cincuenta, y esperando, no sin gran impaciencia, en su gineceo de Malta, la aparición del prometido esposo… ¡Perdido el tesoro, adiós marido! ¡Uno era el complemento del otro!…

Ahora bien: ni el banquero ni el sobrino podían dejar el hotel en donde el enfermo reclamaba constantemente los cuidados de ambos día y noche, en la alcoba, escuchando sus ayes y recriminaciones y, sobre todo, las amenazas que profería contra el clergyman. Hablaba de perseguirle judicialmente, llevándole a todos los tribunales, desde el juzgado de paz hasta el Tribunal Supremo de Edimburgo… Y hablaría ante los jueces… Pues qué, ¿puede nadie permanecer callado cuando pronunciando una sola palabra se pone en circulación una suma de cien millones?… Debía haber penalidad para ese delito, penas muy severas, las más terribles; si la horca de Tyburn no se destinaba a estos malhechores, ¿quién podía ser colgado con más justicia?…

Y así estaba Antifer desde la mañana a la noche. Gildas y Juhel se relevaban de tiempo en tiempo, a menos que una violenta crisis exigiera la presencia de entrambos. A veces el enfermo quería arrojarse de la cama y marcharse corriendo a casa del pastor Tyrcomel a saltarle la tapa de los sesos. El barquero, no obstante sus férreos puños, se veía apurado para contenerle.

El buen Gildas, que tenía vivos deseos de visitar Edimburgo, la hermosa ciudad de mármol, viose obligado a renunciar a sus propósitos. Después, cuando su amigo entrase en vías de curación, o por lo menos se hallase algo más tranquilo, podría Gildas indemnizarse del aplazamiento… Iría al palacio de Holyrood, antigua residencia de los soberanos de Escocia; vería las habitaciones reales, la alcoba de María Estuardo, tal como se hallaba en tiempo de la infortunada reina… Subiría por toda la Canongate hasta el castillo, orgullosamente erguido sobre su basáltica roca; vería la alcobita en donde vino al mundo el niño que, andando el tiempo, había de ser Jacobo VI de Escocia, I de Inglaterra. Subiría al Arthur Seat, que semeja un león echado, visto desde la parte norte. Desde la altura de doscientos cuarenta y siete metros sobre el nivel del mar se domina la ciudad toda, emplazada sobre colinas a la manera que se hallaba la ciudad de los Césares; alcanza la vista hasta Leith, que es el verdadero puerto de Edimburgo en la bahía de Forth, y aun más allá hasta la costa de Fife y los picos de Ben-Lomond, Ben-Ledi y Lammermuir-Hills, perdiéndose la perspectiva en las inmensas lejanías del mar…

¡Cuánta belleza ofrece la naturaleza, y cuánta maravilla ha realizado allí el trabajo humano! ¡Y pensaba el buen barquero que por causa de aquel empecatado tesoro, perdido ya por la obstinación del cura, se veía él privado de admirar aquellos esplendores, clavado, en cumplimiento del deber, a la cabecera del enfermo!

Por lo cual se contentaba contemplando por la entreabierta ventana el célebre monumento de Walter Scott, cuyas pilastras góticas se elevan a una altura de doscientos pies, esperando que sus cúspides sean coronadas por los cincuenta y seis protagonistas nacidos en la prodigiosa mente del famoso novelista escocés.

Después, Gildas Tregomain dirigía su mirada allá abajo, hacia Prince’s-Street, hacia Calton-Hill, esperaba poco antes de mediodía a ver descender la esfera dorada izada sobre el observatorio, que caía en el instante de pasar el sol por el meridiano de la ciudad.

¡Y así pasaba el tiempo!

Empezó a circular un rumor que aumentaría sin duda la popularidad, ya muy notoria, del reverendo Tyrcomel.

Susurróse por el barrio de la Canongate, y después por toda la población, que el célebre predicador, consecuente con sus doctrinas y fiel a sus principios de conducta, acababa de rehusar un legado de importancia extraordinaria. Hablábase de mucho dinero, centenares de millones, que el pastor quería sustraer a la humana avidez. Acaso el clergyman se prestaba a la propagación de tales rumores que le enaltecían, y cuyo secreto no tuvo valor para guardar. Los periódicos se apoderaron de aquel suceso, y bien pronto no se habló de otra cosa que del tesoro de Kamylk-Bajá, enterrado bajo las rocas de un misterioso islote. En cuanto a la indicación del punto del yacimiento, a creer lo que la prensa decía, dependía únicamente de la voluntad del pastor Tyrcomel, por más que, en realidad, fuera necesaria la instrucción de los otros dos coherederos. Por lo demás, todo el mundo ignoraba los detalles del asunto, y nadie pronunciaba el nombre de Antifer. No hay que decir que, entre los periódicos, unos aprobaban la actitud enérgica de uno de los doctores de la Iglesia libre de Escocia, y otros la vituperaban, porque, después de todo, aquellos millones puestos a disposición de los indigentes de Edimburgo (y hay algunos) hubiesen aliviado muchos infortunios, en vez de dormir en el escondite, sin provecho para nadie. De ambas opiniones dábale un ardite al reverendo Tyrcomel.

Fácil es comprender cuál sería el éxito del primer sermón que pronunció en Tron-Church al día siguiente de las revelaciones. Fue la noche del 30 de junio. Los fieles se apiñaban en el templo, insuficiente para contener a tal número de personas; aun siendo tres veces mayor la nave, y aun casi tan grande como la plaza de la entrada, no hubiera dado cabida para tal muchedumbre. En cuanto apareció en el púlpito el predicador, resonó una tempestad de aplausos.

Hubierais creído estar en un teatro, en el momento en que vuelve a alzarse el telón para que aparezca el artista llamado a escena por los bravos entusiastas de los espectadores. Cien millones, doscientos, trescientos, mil, según algunos, representaba para la multitud aquel hombre. Empezó su habitual plática con esta frase de prodigioso efecto:

«Hay un hombre que con una sola palabra podría hacer brotar de las entrañas de la tierra centenares de millones; pero esa palabra no saldrá de sus labios».

Aquella vez, por desgracia, no lo estaban escuchando Antifer y sus compañeros. Pero detrás de uno de los pilares de la nave hubiera podido observarse a un oyente de extraño aspecto, a quien nadie conocía; representaba unos treinta o treinta y cinco años, pelo y barba negros, facciones duras, fisonomía, en fin, poco tranquilizadora. ¿Comprendía la lengua en que se expresaba el predicador? No podríamos afirmarlo. Quien quiera que fuese, de pie, medio oculto en la penumbra, no perdía un momento de vista a Tyrcomel, a quien parecía quererse comer con los ojos.

Aquel hombre conservó la misma actitud hasta el fin del sermón; cuando resonaron los aplausos que las últimas palabras del predicador promovieron, abrióse paso el desconocido por entre la concurrencia para aproximarse al clergyman. ¿Acaso quería unirse a él? ¿Acompañarle hasta su casa? Sin duda, puesto que, a fuerza de codazos, se colocó en la escalera del pórtico.

Aquella noche no volvió solo a su domicilio el reverendo Tyrcomel. Mil personas le escoltaban, dispuestas a llevarle en triunfo. El personaje antedicho iba detrás del pastor sin mezclar sus exclamaciones con las de aquellos entusiastas.

Cuando el popular orador llegó ante la puerta de su casa, dirigió a sus fieles algunas palabras que provocaron una nueva salva de aplausos y ¡hurras! Después se internó por la oscura escalera, sin advertir que un intruso le seguía.

La multitud fue dispersándose lentamente, llenando la calle de tumultuosos rumores.

El desconocido subió la estrecha escalera siguiendo al clergyman, mas tan silenciosamente que un gato no hubiera producido menos ruido.

Cuando llegó el reverendo Tyrcomel junto a la puerta de su cuarto, abrióla y penetró, volviendo a cerrar.

El otro se detuvo en el descansillo, se pegó a un oscuro rincón y esperó.

¿Qué pasó después?…

Al día siguiente, los inquilinos de la casa sorprendiéronse mucho al no ver al clergyman salir a su hora habitual, que era la del amanecer. Tampoco le vieron en toda la mañana. Muchas personas que fueron a visitarlo estuvieron llamando inútilmente a su puerta.

Tan extraño parecía todo aquello, que, por la tarde, uno de los vecinos creyóse en el caso de dar parte a la comisaría de policía. Presentóse el comisario con los agentes en la casa del reverendo Tyrcomel, subieron la escalera, llamaron a la puerta, y como nadie les respondió, la abrieron de un espaldarazo, con ese movimiento tan peculiar a los agentes de la fuerza pública.

¡Oh! ¡Qué espectáculo! Habían abierto la puerta con ganzúa… habían entrado… habían desvalijado todo… El armario estaba abierto, y arrojada por el suelo toda la ropa que contenía… La mesa caída… la lámpara en un rincón… libros y papeles hallábanse diseminados por doquier… Y… más allá… junto al lecho desmantelado, con la colcha arrancada, veíase al reverendo Tyrcomel fuertemente amarrado y con mordaza…

Se apresuraron a auxiliarle. Apenas respiraba… Había perdido el conocimiento… ¿quién sabe desde cuándo?… Ya lo diría él, si es que podía…

Hubo que friccionarle enérgicamente, sin necesidad de desnudarlo, porque se hallaba casi en cueros, con la camisa desgarrada, el cuerpo al aire.

Iba un agente a darle friegas cuando el comisario, no pudiendo contenerse, lanzó un grito de sorpresa. Acababa de ver en la parte izquierda de la espalda del reverendo Tyrcomel letras y números impresos…

Una especie de picadura muy legible podía apreciarse, destacándose su color moreno sobre la blanca piel del presbítero. Aquella inscripción decía así:

77°, 19’N

Es decir; ¡la ansiada latitud!… No había duda; el padre del clergyman, para no perder tan precioso dato, decidió grabarlo sobre las espaldas de su hijo como pudiera haberlo puesto en una cuartilla de papel…; pero una cuartilla se pierde…; una espalda no… He aquí cómo, a pesar de haber quemado Tyrcomel la carta del bajá dirigida a su padre, conservaba la latitud por tan extraña manera, inscripción que jamás tuvo tentación de leer valiéndose de un espejo.

Mas sí debió leerla el malhechor que entró aprovechando el sueño del clergyman… Éste había sorprendido a aquel miserable registrando su armario, consultando sus papeles… En vano intentó luchar… Después de atarle y amordazarle aquel bandido, huyó, dejándole medio asfixiado…

Tal fue el relato que del suceso dio el mismo Tyrcomel cuando, a fuerza de exquisitos cuidados prestados por un médico llamado a toda prisa, pudo volver al sentido de la realidad… En opinión del pastor, aquella agresión no había tenido otro objeto que arrancarle el secreto del islote, que se obstinaba en no facilitar…

Podía dar señales del malhechor, pues tuvo ocasión de fijarse en él durante la lucha que sostuvieron.

Con motivo de esto, habló el clergyman de la visita que tuvo de dos franceses y un maltés, llegados a Edimburgo para interrogarle acerca del legado de Kamylk-Bajá.

Lo cual fue un dato para que el comisario empezase a instruir el oportuno atestado. Dos horas después averiguó la policía que los extranjeros en cuestión se hallaban alojados desde hacía algunos días en el Gibb’s Royal Hotel.

Y a fe que no tuvieron poca suerte los viajeros de demostrar de un modo incontestable una coartada en toda regla. El de Saint-Malo no había podido abandonar el lecho; el joven capitán y el barquero no habían salido de su cuarto, y el banquero Zambuco y el notario no habían abandonado un instante el hotel. Además, y sobre todo, las señas personales de cada uno no correspondían a las dadas por el clergyman.

Así que nuestros exploradores ni siquiera fueron detenidos, y cuenta que las prisiones del Reino Unido son muy hospitalarias para sus huéspedes, a quienes proveen durante largo tiempo de casa y manutención.

Pero ¿y Sauk?…

Sí; Sauk fue el autor del atentado… Él fue quien dio aquel golpe para robar el secreto al cura…

Y ahora, merced a las cifras del dorso, era dueño de la situación… Además, conociendo la longitud indicada en el islote de la bahía Ma-Yumba, poseía los elementos para determinar la situación del tercer islote.

¡Desgraciado Antifer! ¡Sólo te faltaba este golpe para volverte loco de atar!

En efecto, después de los detalles dados por la prensa, los viajeros no pudieron dudar de que el autor de la horrible agresión fue Nazim, el pasante del notario Ben-Omar. Así que, cuando supieron que había desaparecido, dedujeron dos consecuencias: primera, que se había enterado de aquella extraña picadura; segunda, que había partido en dirección al nuevo islote en busca del enorme tesoro.

El menos asombrado de todos fue Juhel, quien, como ya sabemos, sospechaba de Nazim; Gildas Tregomain también participaba de las sospechas de Juhel, por cuya razón tampoco mostróse muy sorprendido de la fuga. La cólera de Antifer y Zambuco, llegada al paroxismo, encontró afortunadamente para ellos en quien desahogarse, y fue en el notario Ben-Omar.

Éste tenía más motivos que nadie para creer en la culpabilidad de Sauk, pues le conocía muy bien y sabía que no era hombre capaz de retroceder ante nada, ni ante el crimen mismo.

Como la escena que vamos a relatar no había sufrido otra el desdichado notario. Antifer ordenó a Juhel que fuese a buscarle y le llevara a su presencia, en su alcoba de enfermo… ¿Enfermo?… Forzosamente tenía que ponerse bueno, sacar fuerzas de flaqueza en semejante situación. ¿Padecía fiebre biliosa según había declarado el médico? ¡Pues allí se le presentaba ocasión para arrojar toda la bilis y quedarse como si nada!

Renunciamos a describir los violentos ataques de que fue víctima el notario. Tuvo que reconocer que aquel horrible atentado, aquel robo era obra de Nazim. ¡Qué pasantes tenía el notario, el miserable Ornar! ¡De qué hombre se valió este infame para auxiliar de las operaciones testamentarias!… ¡Y les había impuesto a semejante hombre, a tal canalla como compañero!… ¡Y ahora había escapado llevándose el secreto del islote número 3, y se apoderaría de los millones de Kamylk-Bajá!… ¡Y que ya no era posible echarle mano!… ¡Cómo correr tras un bandido egipcio que cuenta con grandes medios de fortuna para ponerse a salvo, asegurándose la impunidad!

—¡Ah, Sauk, Sauk!

El aturdido notario dejó escapar este nombre. Juhel vio confirmadas sus sospechas. Nazim no era tal Nazim, sino Sauk, el hijo de Murad, desheredado por Kamylk-Bajá en provecho de los colegatarios.

—¡Cómo!… ¿Era Sauk? —exclamó Juhel.

Ben-Omar quiso evitar el mal efecto que produjera aquel nombre. Pero su mismo temor, su abatimiento, demostraron visiblemente a Juhel que no se engañaba.

—¡Sauk! —repitió Antifer lanzándose de un salto fuera de la cama.

Al esfuerzo que hizo pronunciando aquel aborrecido nombre se le escapó la piedrecita, silbando como una bala, yendo a dar en el pecho a Ben-Omar.

Mas si cayó éste al suelo no fue por efecto de tal proyectil, sino a causa de un soberano puntapié, como no lo pudo recibir jamás notario alguno de Egipto ni del mundo entero. Ben-Omar quedóse inerte, como aplastado.

¿De modo que aquel Nazim era Sauk, el que había jurado apoderarse del tesoro fuese como fuese, el terrible enemigo contra quien debía prevenirse Antifer?

Pasado el aluvión de los juramentos más genuinos que constituyen el repertorio de un capitán de gran cabotaje, Antifer experimentó cierto alivio; y cuando Ben-Omar, muy cariacontecido y maltrecho, salió de allí para su habitación, sintióse el enfermo mucho mejor. Y lo que acabó de ponerle bueno fue una noticia publicada a los pocos días por uno de los periódicos de la ciudad.

Ya se sabe de cuántas cosas son capaces los reporteros e interviewers. En aquella época ya empezaban a intervenir en los asuntos públicos, y aun en los privados, con la perspicacia y actividad que les ha valido hacer de la prensa el cuarto poder.

Uno de ellos fue tan diestro y afortunado que pudo procurarse un facsímil de la picadura hallada en la espalda del hijo de Tyrcomel, facsímil que apareció en un periódico diario cuya tirada aumentó aquel día de diez a cien mil ejemplares. Por cuyo medio se supo en Escocia, en Gran Bretaña, en el Reino Unido, en Europa, en el mundo entero, la famosa latitud 77° 19' N.

En realidad, no era este dato suficiente para que los curiosos se dedicasen a resolver lo que se llamaba «el problema del tesoro», puesto que les faltaba el otro dato preciso: la longitud.

Pero Antifer sí la poseía, como también Sauk. Cuando Juhel le llevó el citado periódico, se tiró de la cama, sintiéndose ya perfectamente curado, tan sano como nadie, como si le hubiese asistido todo el protomedicato de la Real Academia o de la Universidad de Edimburgo.

Vanos fueron todos los esfuerzos que para contenerle hicieron sus fieles compañeros. Se dice que la fe salva; ¿acaso no le habría curado la fe en el dios oro, operando en Antifer tan gran milagro?

—Juhel, ¿has comprado un atlas?

—Sí, tío.

—La longitud del tercer islote de Ma-Yumba, ¿es efectivamente 15° 11' este?

—Sí, tío.

—Y la latitud de la espalda del clergyman, ¿no era de 77° 19' norte?

—Sí, tío.

—Pues bien, busca a ver dónde está situado el islote número 3.

Juhel fue a por el atlas, que abrió por el mapa de los mares septentrionales. Después marcó por medio del compás la intersección del paralelo y del meridiano indicados, una vez hecho esto respondió:

—Spitzberg, extremidad sur de la isla mayor.

¿De modo que tales parajes boreales había ido Kamylk-Bajá a elegir para enterrar en un islote los diamantes, las piedras preciosas y el oro, a menos que aún apareciera otro documento?

—¡En marcha! —exclamó Antifer—. Si encontramos un barco, hoy mismo nos vamos.

—Tío… —objetó Juhel.

—Hay que tomar la delantera a ese infame Sauk.

—Tienes razón —dijo el barquero.

—¡En marcha! —repitió imperiosamente Pierre-Servan-Malo—. Que avisen —añadió— a ese imbécil notario, puesto que Kamylk-Bajá quiso que estuviese presente al descubrimiento del tesoro.

No hubo más remedio que someterse a la voluntad de Antifer, secundada por la de Zambuco.

—Siempre es una fortuna que ese bromista bajá no nos mande a los antípodas —dijo Juhel.

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