XXVIII

EN EL QUE SE VE QUE NO ES FÁCIL OBLIGAR A UN CLERGYMAN A DECIR LO QUE NO QUIERE

La casa del reverendo Tyrcomel estaba situada en el barrio de la Canongate, la más célebre de las calles de la vetusta ciudad, la «Vieja ahumada» como se la denomina en los antiguos pergaminos. Dicha casa lindaba con la de John Knox, cuya ventana tantas veces se abrió en el siglo XVII para que el famoso reformador arengase a la multitud. Esta proximidad no dejaba de agradar al venerable Tyrcomel. También él pretendía imponer sus reformas, aunque no lo hacía desde la ventana, sino desde el púlpito, por la sencilla razón de que su ventana no daba a la calle, sino que dominaba hacia la parte de atrás el antiguo barranco del norte, surcado hoy por líneas férreas y transformado en jardín público.

Y aunque por la calle resultaba el piso tercero, por el lado del barranco tenía la altura de un piso octavo; tal era la diferencia de nivel; y claro es que, desde semejante elevación, no era fácil hacerse oír.

Era una casa triste y modesta, una de tantas casucas viejas, malas y feas designadas bajo el nombre de closes.

De este modo son en la mayor parte las edificaciones de la histórica Canongate, que bajo diversos nombres se extiende desde el castillo de Holyrood, al de Edimburgo, una de las cuatro fortalezas que tiene Escocia a las que el tratado de la Unión impone el deber de hallarse siempre apercibidas a la defensa.

Ante la puerta de la casa antedicha, y en la mañana del 26 de junio, se detenían Antifer, Zambuco y Juhel a tiempo de dar las ocho en el reloj de la iglesia vecina. No rogaron a Ben-Omar que les acompañase, porque era inútil su presencia en aquella primera entrevista. Sauk, por lo tanto, tampoco podía tomar parte en ella, lo que le contrarió bastante. Si por acaso el clergyman revelaba el secreto de la latitud, Sauk no estaría allí presente para tomar nota de ello, y, por consiguiente, veíase imposibilitado de adelantarse al de Saint-Malo en sus pesquisas en el islote número 3.

Gildas Tregomain se había quedado en el Gibb’s Royal Hotel esperándolos, distrayéndose entretanto en contemplar las maravillas de Prince’s-Street, y las pretenciosas elegancias del monumento de Walter Scott.

Juhel no había podido excusarse de seguir a su tío, siquiera en calidad de intérprete. Además, también él experimentaba gran curiosidad por conocer el punto en donde se hallaba el repetido islote, porque aún pudiera suceder que el bromista bajá los enviase a paseo hacia los mares del Nuevo Mundo.

Conviene anotar aquí que, exasperado Sauk al ver desbaratado su plan, volvió sus iras, como de costumbre, contra Ben-Omar, llenando de improperios al infortunado notario así que salieron los coherederos.

—Sí, por culpa tuya… —dijo atropellando los muebles—. ¡Me dan ganas de hacerte pagar tu imprudencia o bastonazos!

—Excelencia, yo he hecho cuanto he podido.

—¡No! ¡No lo has hecho! Debías haberte impuesto a ese estúpido del marinero; decirle que tu presencia era necesaria, obligatoria, y al menos… hubieras ido… y me hubieras podido decir lo del islote… y acaso hubiese podido adelantarme a ellos… ¡Que Mahoma te confunda! ¡Primero en Máscate, luego en Ma-Yumba, y ahora, por tercera vez, van a ser desbaratados mis proyectos! ¡Y todo por ti, que te estás ahí plantado en tu pata como una cigüeña disecada!

—¡Yo le ruego, excelencia!…

—Pues yo te juro que, como me salga mal…, con tu pellejo me voy a cobrar.

Y así continuó desarrollándose aquella escena, con tal violencia que llegó a oídos de Gildas Tregomain, que se acercó hasta la puerta de la habitación. Felizmente para Sauk su cólera manifestábase en lengua egipcia; de haber increpado a Ben-Omar en francés, Gildas Tregomain hubiera descubierto tan abominables proyectos y hubiese desenmascarado a Nazim, dándole su merecido.

Sin embargo, no dejó de llamarle la atención el tono agrio y violento en que era tratado Ben-Omar por su pasante y sin duda esto justificaba algo las sospechas del joven capitán.

Después de haber franqueado los umbrales de la casa del pastor; Antifer, Zambuco y Juhel comenzaron a subir por una estrecha escalera de caracol, sujetándose a una mugrienta cuerda que servía de pasamanos. Seguramente el barquero, aunque algo más delgado ya, no hubiese podido subir por tan angosto y sombrío lugar.

Por fin llegaron los visitantes al tercer rellano, que era el último piso que por aquel lado tenía la casa.

En una puertecita de forma ojival se leía: «Reverendo Tyrcomel».

Antifer lanzó un vigoroso ¡uf! de satisfacción, y llamó.

Pasó un rato, y nadie respondía. ¿Acaso el clergyman no estaba en su casa?… ¿Y por qué no estaba?… ¡Un hombre a quien se le traían millones!…

Segunda llamada un poco más fuerte.

Esta vez oyose leve ruido en el interior de la habitación; y ya que no la puerta, por lo menos se abrió un ventanillo que bajo el letrero había.

Por allí apareció una cabeza, la del clérigo, fácil de conocer bajo el sombrero que le cubría.

—¿Qué quieren? —preguntó con tono de mal humor.

—Deseamos hablarle unos instantes —respondió Juhel en inglés.

—¿Sobre qué?

—Sobre un asunto importante.

—Yo no tengo asuntos… ni importantes ni de ningún género.

—Vamos, ¿abre o no el cura? —exclamó Antifer enfadado con tantos preparativos.

Así que el presbítero le oyó expresarse en una lengua que hablaba como la suya propia, le preguntó:

—¿Son franceses?

—Sí, franceses —respondió Juhel.

E imaginando que con ello facilitaría la entrada, añadió:

—Franceses que asistieron a su sermón de ayer en Tron-Church…

—Y qué, ¿quieren convertirse a mis doctrinas? —replicó seriamente el clergyman.

—Puede que sí, padre.

—Al contrario —murmuró Antifer—; él va a ser el que se va a convertir a las nuestras. A menos que nos abandone su parte…

Abrióse la puerta, y los pretendidos neófitos se encontraron en presencia del reverendo Tyrcomel.

Una sola habitación, iluminada en el fondo por la ventana del barranco; en un ángulo, una cama de hierro con un jergón y una colcha; en el otro, una mesa con varios utensilios de tocador. Por todo asiento, un taburete; por todo mueble, un armario cerrado que, sin duda, servía de guardarropa. Sobre un estante, unos libros, entre los cuales veíase la tradicional Biblia con las tapas muy sobadas; junto a la Biblia, papeles, plumas y una escribanía. Cortinas no había. Papel en las paredes, tampoco. Sobre la mesa de noche, una palmatoria con la pantalla muy caída. Aquella pieza era a la vez alcoba y gabinete, todo en reducido espacio, en lo absolutamente preciso. El clergyman comía en un restaurante no lejos de su casa, y puede asegurarse que no sería un restaurante a la moda.

El reverendo Tyrcomel, vestido de negro, con larga y ceñida levita, y llevando al cuello blanca corbata, se quitó el sombrero cuando entraron Antifer y sus colegas; y si no les ofreció un asiento, fue porque sólo tenía el mencionado taburete.

En verdad que en aquella celda cenobítica, en donde apenas se hallarían treinta chelines, harían buen papel los millones…

Antifer y el banquero Zambuco se miraron. No sabían cómo romper el fuego. Desde el momento en que el nuevo coheredero hablaba el francés, la intervención de Juhel era innecesaria. El joven capitán iba a ser mero espectador, cosa que a la verdad prefirió, limitándose a satisfacer su curiosidad. ¿Quién vencería en aquella lid?… El no apostaría por su tío.

Al principio sentíase éste muy comprometido, más de lo que él mismo se figuró. Dado lo que sabía de las opiniones del intransigente pastor sobre los bienes temporales, juzgó prudente proceder con cautela, tanteando el terreno, ir poco a poco hasta conseguir que el clergyman le mostrase la carta de Kamylk-Bajá que debía tener en su poder, y en cuyo documento, a no dudar, se hallarían las datos deseados: la última latitud.

Tales fueron los consejos que Zambuco dio a su futuro cuñado. Pero ¿sabría éste contenerse? En el estado de excitación en que se hallaba, ¿no era posible que lo echase todo a rodar a la menor resistencia?

De todos modos, él no había de ser el primero que tomase la palabra. En tanto que los tres visitantes formaban un grupo en el fondo de la habitación, el pastor colocose entre ellos en actitud de predicar. Creyendo que aquellos hombres iban efectivamente a someterse a sus doctrinas, estaba buscando la manera de endilgar otro sermón, renovando en él sus ideas y principios.

—Hermanos míos —dijo juntando las manos en actitud de reconocimiento—, yo doy gracias al Autor de todo lo creado por haberme concedido el don de la persuasión, merced al cual ha podido penetrar en vuestras almas el desprecio a la fortuna, el desdén hacia las riquezas terrenas…

¡Había que ver las caras de los dos coherederos al oír aquel exordio!

—Hermanos míos —continuó—, destruyendo los tesoros que poseéis…

—¡Todavía no los poseemos! —estuvo a punto de exclamar el tío de Juhel.

—Daréis un admirable ejemplo, que será imitado por todos aquellos cuyo espíritu sea capaz de elevarse sobre la ruin materia de la vida…

Antifer, por un brusco movimiento de sus mandíbulas, pasó el guijarro de un lado a otro de la boca, mientras Zambuco pareció decirle al oído:

—¿Qué hace que no explica a este charlatán el objeto de nuestra visita?

Una señal afirmativa fue la respuesta del de Saint-Malo, que decía para sus adentros:

—¡Como que voy a dejar a este sacamuelas que nos eche otro sermón como el de ayer!

El reverendo Tyrcomel, abriendo entonces los brazos para recibir en ellos a los pecadores arrepentidos, dijo con una voz llena de unción:

—Decidme vuestros nombres, hermanos míos, a fin de…

—Le diremos cómo nos llamamos y lo que somos —interrumpió Antifer—: yo, Antifer, Pierre-Servan-Malo, capitán retirado de la marina de cabotaje; Juhel Antifer, sobrino mío, capitán de buque, el señor Zambuco, banquero en Túnez…

El clérigo se había adelantado hacia la mesa para ir inscribiendo los nombres, diciendo:

—Traerán seguramente sus fortunas para dejarlas aquí… ¿acaso millones?…

—En efecto, señor Tyrcomel, de millones se trata; cuando reciba su parte puede destruirla del modo que mejor le plazca… Pero en lo tocante a nosotros, ya varía…

¡Vamos! Antifer ya se había disparado. Juhel y Zambuco así lo comprendieron al notar el cambio operado en la fisonomía del pastor, que frunció la frente, volvió los ojos y cruzó los brazos como si cerrase su pecho con ellos.

—¿De qué se trata, señores?… —preguntó retrocediendo un paso.

—¿De qué?… —dijo Antifer—. Oye, Juhel, explica tú la cosa, porque yo no sé si sabré medir las palabras…

Y Juhel «explicó la cosa» sin reticencias. Refirió todo cuanto se sabía de Kamylk-Bajá; los servicios prestados a éste por su tío Thomas Antifer; las obligaciones contraídas para con Zambuco; la visita a Saint-Malo del ejecutor testamentario Ben-Omar, notario de Alejandría; el viaje al golfo de Omán, en donde se hallaba el islote número 1; la expedición a Ma-Yumba, en donde estaba el islote número 2, y el descubrimiento del pergamino en que se ordenaba a los dos coherederos que buscasen al tercer copartícipe, que era precisamente el reverendo Tyrcomel, esquire de Edimburgo, etcétera.

El clergyman escuchó a Juhel sin pestañear, sin mover un músculo de su cara. Una estatua de bronce o mármol no hubiese permanecido más inmóvil. Cuando el joven capitán hubo terminado su relato, y al preguntar a Tyrcomel si había conocido a Kamylk-Bajá, le respondió:

—¡No!

—¿Y su padre?

—Puede ser.

—Eso no es una respuesta —observó Juhel, procurando calmar a su tío, que se movía muy impaciente cual si le picase una tarántula.

—Es la que me parece oportuno dar —replicó secamente Tyrcomel.

—Insista, insista, señor Juhel —dijo el banquero.

—Cuanto sea posible, señor Zambuco —respondió Juhel.

Y dirigiéndose al pastor, cuya actitud indicaba su firme voluntad de encerrarse en una gran reserva, dijo:

—¿Me permitirá que le dirija una pregunta, una sola?

—Sí… ¡como yo me permitiré no responderle a ella!…

—¿Sabe si su padre estuvo alguna vez en Egipto?

—¡No!

—Pero ya que en Egipto no, estuvo en Siria; y precisando más, ¿en Alepo?

No hay que olvidar que en este punto había residido Kamylk-Bajá durante cierto número de años antes de volver a El Cairo.

Después de un momento de vacilación, Tyrcomel convino en que su padre había estado en Alepo, en donde conoció a Kamylk-Bajá. Luego no había duda de que mediaron entre éste y aquél iguales motivos de gratitud que entre Thomas Antifer y el banquero Zambuco con respeto a Kamylk-Bajá.

—Pues ahora me permito preguntarle —añadió Juhel— si su padre recibió una carta del bajá…

—Sí.

—¿Una carta en la que se hablaba de un islote que contenía un tesoro?…

—Sí.

—¿Y en esa carta se halla la latitud de ese islote?

—Sí.

—¿Y dice en ella que un tal Antifer y un tal Zambuco vendrían a visitarle con ese motivo?

—Sí.

Aquellos «sí» del clergyman caían como martillazos, cada vez más fuertes.

—Pues bien —repuso Juhel—, Antifer y el banquero Zambuco se hallan en su presencia; si tiene la bondad de comunicarles la carta del bajá, conocida que sea la voluntad del testador habrá que cumplirla, y usted también, como uno de los tres herederos.

A medida que su sobrino hablaba, Antifer hacía grandes esfuerzos para contenerse; poníase rojo y pálido a intervalos.

El pastor hizo esperar su respuesta. Por fin murmuró entre dientes:

—Y cuando lleguen al sitio donde se halla el tesoro, ¿qué harán?

—¡Desenterrarlo, voto va! —exclamó Antifer.

—¿Y después?…

—Hacerlo tres partes.

—¿Y qué uso harán de esa riqueza?

—El que nos convenga, reverendo.

A punto estuvo de haber un rompimiento entre el pastor y Antifer, pues cada uno conservaba su actitud intransigente.

—Es decir, señores —replicó el pastor, lanzando llamas por los ojos—, ¡que quieren aprovechar esas riquezas para satisfacer sus apetitos, sus pasiones, o, lo que es igual, contribuir a aumentar las iniquidades de esto mundo!

—¡Permita, señor! —interrumpió Zambuco.

—No, señor, no permito; yo voy a hacerle una pregunta: si ese tesoro cae en sus manos, ¿se comprometen a destruirlo?

—Cada uno hará de su legado lo que juzgue conveniente —replicó el banquero de una manera evasiva.

Pierre-Servan-Malo no pudo más.

—No se trata sólo de eso —replicó Antifer—. ¿No sabe, reverendo, el valor de ese tesoro?

—¡Qué me importa!

—Pues es de cien millones de francos… cien millones… cuya tercera parte, consistente en treinta y tres millones, es para usted.

El clergyman se encogió de hombros.

—¿Sabe, reverendo —repuso Antifer—, que no puede dejar de cumplir la voluntad del testador mostrando esa carta?

—¡Verdaderamente!

—¿Y sabe también que no hay derecho para dejar en la improductividad esos cien millones, que de ese modo vendrían a ser como robados a la sociedad?

—No es ésa mi opinión.

—¿Sabe que si persiste en su negativa —aulló Antifer ya en el paroxismo del furor—, no vacilaremos en demandarle ante los tribunales para denunciarle como heredero infiel, como un delincuente?

—¡Cómo un delincuente! —repitió el clergyman, que también sentía sorda ira—. En verdad, señores, que su audacia no puede igualar a su simplicidad. ¿Cree que yo voy a pasar por eso, por repartir esos cien millones sobre la tierra, para que los humanos puedan cometer cien millones de pecados más, que yo voy a desmentir todas mis doctrinas, que voy a ser infiel a ellas y dar a los fieles de la Iglesia libre de Escocia, puritana e intransigente, motivo para que mañana puedan echarme en cara esos cien millones?

Hay que confesar que el reverendo Tyrcomel estaba sublime en aquella explosión de elocuencia. Juhel no pudo menos de maravillarse ante hombre tan estupendo; en tanto su tío estaba ciego de rabia, a punto de arrojarse sobre él.

—¿Quiere o no mostrarnos la carta? —gritó furioso.

—¡No!

—¿No? —repitió, echando espuma por la boca.

—¡No!

—¡Ah! ¡Miserable!… Yo te arrancaré esa carta.

Juhel tuvo que interponerse para evitar que su tío pasase a vías de hecho. Pero su tío lo rechazó violentamente… Quería estrangular al pastor, que permanecía impasible… Quería registrar la habitación, el armario, los papeles; no, no hubiera tardado mucho en registrarlo todo. Se detuvo ante la objeción del pastor, que le dijo:

—¡Sería inútil buscarla!

—¿Por qué? —preguntó el banquero.

—Porque no la tengo.

—¿Y qué ha hecho de ella?

—La he quemado.

—¡La ha quemado!… ¡Quemado! —gritaba Antifer—. ¡Infame!… ¡Una carta que contenía un secreto que valía cien millones!… ¡Un secreto perdido!

Y así era la verdad. Acaso para no caer en la tentación de hacer uso de ella, infringiendo de este modo sus doctrinas y principios sociales, el reverendo Tyrcomel había quemado aquella carta hacía ya muchos años.

—Y ahora… ¡salgan! —dijo a los visitantes mostrándoles la puerta.

Antifer quedóse estupefacto. Destruido el documento, era absolutamente imposible encontrar el tesoro. El banquero lloraba como un niño a quien arrebatan un juguete.

Empujados por Juhel, ambos coherederos encontráronse en la escalera y a poco en la calle, dirigiéndose los tres camino del Gibb’s Royal-Hotel.

¡Así que partieron, el buen pastor alzó los brazos dando gracias al cielo por haberle dado fuerzas para contener y evitar aquella avalancha de pecados que los cien millones hubiesen precipitado sobre la tierra!

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