XXX

EN EL QUE ANTIFER ENCUENTRA OTRO DOCUMENTO FIRMADO CON EL MONOGRAMA DE KAMYLK-BAJÁ

Antifer y sus cuatro compañeros, Ben-Omar entre ellos, tenían que ir a Bergen, uno de los principales puertos de Noruega occidental.

Dicho y hecho. Puesto que Sauk les llevaba cuatro o cinco días de ventaja, no era cosa de perder una hora. Aún no había bajado la bola dorada del observatorio de Edimburgo cuando el tranvía dejaba a nuestros cinco personajes en Leith, en cuyo punto esperaban tomar un steamer hasta Bergen, primera etapa indicada en el itinerario de Spitzberg.

Cuatrocientas millas aproximadamente hay entre dicho punto y Edimburgo. Desde allí sería fácil trasladarse en poco tiempo al puerto más septentrional de Noruega, a Hammerfest, a bordo del steamer que durante el verano transporta turistas hasta el cabo Norte. De Bergen a Hammerfest no habrá más de ochocientas millas, y unas seiscientas desde Hammerfest al extremo meridional de Spitzberg, marcado en la espalda del reverendo Tyrcomel. Para atravesar esta distancia era preciso fletar un barco ad hoc.

El tiempo era aún bastante propicio para efectuar un viaje a aquellos parajes del océano Ártico.

Quedaba por resolver la cuestión del dinero, punto muy importante, pues aquel tercer viaje había de ser muy costoso, sobre todo en el trayecto comprendido entre Hammerfest y Spitzberg, en el que había que fletar un barco. La bolsa de Gildas Tregomain comenzaba a resentirse como consecuencia de tantos gastos como se habían ocasionado desde la salida de Saint-Malo. Afortunadamente, la firma de Zambuco era de oro. Hay gentes tan mimadas por la fortuna que pueden llenarse los bolsillos en las grandes cajas de Europa, sea donde sea. De éstos era Zambuco. Puso su crédito a disposición de su coheredero, ofrecimiento que éste aceptó enseguida. Después de todo, a falta del tesoro, ¿el diamante de uno de ellos no permitiría reembolsar al otro el anticipo?

Antes de dejar Edimburgo, el banquero hizo una visita muy provechosa al Banco de Escocia, en donde halló una excelente acogida. Ya con aquel lastre podían nuestros viajeros llegar al fin del mundo. ¿Y quién sabe si llegarían al paso que iban las cosas?

En Seith, situado a milla y media en el golfo de Forth, hay siempre gran número de embarcaciones. ¿Encontrarían una en disposición de partir para la costa noruega?

Aquella vez la suerte favorecía los planes de Pierre-Servan-Malo. Un barco había que, si no aquel mismo día, zarparía al siguiente.

Era un sencillo buque mercante, llamado Viken, que no tuvo inconveniente en tomar pasajeros hasta Bergen, aunque a buen precio. De modo que tenían que esperar treinta y seis horas, durante las cuales el tío de Juhel no tuvo otro remedio que tascar el freno… No permitió a Gildas Tregomain ni a su sobrino que fuesen a dar un paseo por Edimburgo, lo que contrarió mucho al buen barquero, por más que algo le confortó la esperanza en el tesoro del bajá.

Por fin, en la mañana del 7 de julio el Viken soltó las amarras del muelle de los docks, llevando a su bordo a Antifer y colegas, de los cuales uno sucumbió al primer balanceo que dio el buque al doblar el espigón que se interna una milla en el golfo. No se necesita decir quién fue la víctima del mareo.

Dos días después, y al cabo de una feliz travesía, el steamer dio vista a las elevadas costas de Noruega, y a las tres de la tarde entró en el puerto de Bergen.

Inútil parece decir que Juhel se había provisto en Edimburgo de un cuadrante, un cronómetro y un Tratado del Tiempo, que reemplazarían a los libros e instrumentos perdidos en el naufragio del Portalegre en la bahía Ma-Yumba.

Si hubiesen podido fletar en Leith un barco para Spitzberg, hubiesen ganado muchísimo tiempo; pero no hubo ocasión.

Sin embargo, la paciencia de Antifer, más que nunca hipnotizado por la imagen de Sauk, no pudo ponerse muy a prueba en aquel puerto. El paquebote que hace el servicio del cabo Norte era esperado para el día siguiente. Pero aquellas treinta y seis horas le parecían extraordinariamente largas, así como a Zambuco. Ninguno de los dos quiso salir de su cuarto del Hotel de Escandinavia.

Además llovía sin cesar; de los siete días de la semana llueve otros tantos en Bergen, situado en el fondo de una especie de cubo inmenso formado por altas montañas. Los naturales viven muy contentos y muy frescos.

El tiempo aquél no fue obstáculo para que el barquero y Juhel se dedicasen a recorrer la ciudad. Antifer, ya curado de su fiebre, no les obligó a que permanecieran junto a él. ¿Para qué? Para echar mil maldiciones sobre Sauk, que les precedía camino del tesoro, se bastaban ambos coherederos.

Hay que convenir que, de no haber podido visitar Edimburgo, un paseo por las calles de Bergen no compensaría la falta, por más que dicha ciudad fuese una de las más importantes de la Liga Hanseática. Ofrecía el aspecto de un gran mercado de pescado. La verdad era que jamás Gildas Tregomain había visto tal cantidad de arenques y tal número de bacalaos pescados en las islas Lofoten, ni semejante montón de salmones, cuyo consumo tan considerable se da en Noruega. ¡Y qué olor tan característico se percibía, no sólo en las cercanías del muelle, lleno de chalupas, y junto a las altas casas pintadas de blanco, en las que se lleva a cabo la repugnante manipulación del pescado, sino también en los comercios elegantes de joyería, tapices y pieles de osos blancos y negros; en el Museo mismo se percibía aquel olor que lo envolvía todo, hasta las villas diseminadas a los lados del lugar separado por una punta de tierra de un gran lago de agua dulce, bordeado de pintorescas casas de campo!

Poco tiempo emplearon Gildas y Juhel en recorrer la ciudad y sus cercanías. En las primeras horas del 11 de julio hizo escala el paquebote en Bergen. A las diez zarpó llevándose su cargamento de turistas deseosos de contemplar el sol de media noche desde el horizonte de cabo Norte.

He ahí un fenómeno que pasaría inadvertido para Antifer, Zambuco y Ben-Omar, que iba echado en el fondo de su camarote como un bacalao muerto.

Era en verdad aquélla una encantadora travesía. El Viken iba a lo largo de la costa noruega, junto sus neveras brillantes, que llegan a veces hasta hundir sus bases en las ondas del mar, y ante las montañas escalonadas, cuyas cimas se pierden en la altura entre los vapores de la hiperbórea región.

Lo que exasperaba a Antifer eran las frecuentes paradas del paquebote, combinadas de tiempo en tiempo para satisfacer la curiosidad de los turistas; se hacían aquéllas en los lugares recomendados en los itinerarios. La idea de que Sauk les había ganado muchos días de delantera le tenía muy malhumorado. Las consideraciones de Gildas Tregomain y Juhel no bastaban para tranquilizarle, siendo preciso que el capitán del barco le amenazase con hacerle desembarcar si persistía en su violenta actitud turbando la tranquilidad a bordo.

Muy a su pesar tuvo que detenerse en Drontheim, la antigua ciudad de Saint-Olaf, menos mercantil que Bergen, pero más interesante.

Antifer y Zambuco no quisieron desembarcar. Gildas Tregomain y Juhel se aprovecharon de aquella escala para visitar la población.

En Drontheim sucede que si los ojos del viajero pueden recrearse, no así sus pies. No parece sino que las calles han sido asfaltadas con cascos de botella; tan erizado se halla el suelo de aquellas piedras.

—¡Éste es el gran país para los zapateros! —observó muy oportunamente el barquero, que en vano trataba de salvar las suelas de sus zapatos.

Ambos amigos no encontraron buen suelo hasta que entraron bajo las bóvedas de la catedral, en cuyo templo los soberanos, coronados reyes de Suecia en Estocolmo, se coronan reyes de Noruega en Drontheim. Juhel notó que aquel monumento de estilo romano gótico necesitaba serias reparaciones, teniendo además en cuenta su gran valor histórico.

Visitaron detenidamente el templo y el cementerio que lo rodea; siguieron a lo largo del Nid, contemplando el flujo y reflujo de sus aguas, que riegan la ciudad divididas en dos brazos aprisionados en grandes estacadas que sirven de muelles; respiraron el consabido olor del pescado; luego cruzaron por el mercado de hortalizas, casi únicamente surtido por los envíos de Inglaterra; atravesaron al otro lado del Nid llegando hasta un barrio dominado por una antigua ciudadela. Cuando volvieron a bordo iban en extremo cansados. Aquella misma noche depositaron en el correo una carta para Énogate en Saint-Malo, con una cariñosa posdata escrita con los gruesos caracteres que el barquero usaba.

Al amanecer del día siguiente el Viken soltó amarras, llevando a bordo algunos pasajeros nuevos, y continuando su derrota hacia las altas latitudes. No dejó de hacer aquellas paradas que tanto desesperaban a Antifer.

Cuando llegó el barco al círculo ártico, figurado por un hilo colocado sobre cubierta, no quiso saltar por encima; Gildas Tregomain practicó muy gustoso aquella tradicional ceremonia. El Viken tuvo que evolucionar para evitar el paso por el famoso Maélstrom, cuyas mugientes aguas forman un remolino formidable. Poco después, al oeste, dieron vista al archipiélago de Lofoten, tan frecuentado por los pescadores noruegos, y el 17 ancló el steamer en el puerto de Tromsó.

Huelga decir que las veinticuatro horas del día 16 estuvo lloviendo, aunque el verbo llover no es el más propio para dar idea de semejantes diluvios.

De todos modos, esto no era gran molestia ni contrariedad para nuestros viajeros; era sólo efecto de una temperatura relativamente elevada. El único temor consistía en que, al llegar al paralelo 77, sobrevinieran los fríos árticos, que harían muy difícil, ya que no imposible, aproximarse a Spitzberg. En julio ya es tarde para comenzar una navegación por aquellos elevados parajes. El mar puede solidificarse de pronto a un brusco salto del viento. Y por poco tiempo que se detuviera Antifer en Hammerfest, en cuanto empezaran los primeros hielos era imprudente aventurarse en una barca de pesca.

Ésta era la principal preocupación de Juhel, su mayor temor.

—¿Y si el mar se helase de repente? —le preguntó un día Gildas Tregomain.

—Pues mi tío sería capaz de invernar en cabo Norte hasta el buen tiempo.

—Es que, amiguito, no es cosa de dejar esos millones…

Decididamente el viejo marinero del Ranee persistía en su idea. ¡Los diamantes de la bahía Ma-Yumba se le habían subido a la cabeza!…

¡De modo que, después de asarse bajo el sol de Loango, venían a helarse en las neveras de Noruega!… ¡Ah, Bajá de los demonios!… ¿Por qué tuvo la empecatada idea de esconder el tesoro en regiones tan inaccesibles?…

El Viken sólo se detuvo horas en Tromsó, punto en el que pudieron los pasajeros ponerse en contacto con los indígenas de Laponia.

El día 21 de julio, por la mañana, entró en el estrecho de Hammerfest.

Allí desembarcaron Antifer y sus compañeros. Ben-Omar parecía puesto en conserva. Al siguiente día el Viken conduciría a los turistas al cabo Norte, avanzada extremidad de la Noruega septentrional. A Pierre-Servan-Malo teníale muy sin cuidado este peñón geográficamente célebre. Lo que ocupaba su imaginación por completo era el islote número 3, de la región de Spitzberg.

En Hammerfest había un Hotel del Polo Norte. Era natural. Allí se alojó Antifer con su séquito.

Y helos en la ciudad del límite de aquellos países habitables. Cerca de dos mil almas ocupan las viviendas de madera que forman el caserío. De estos habitantes treinta son católicos, los demás son protestantes. Los noruegos tienen hermoso tipo, sobre todo los marineros y pescadores, desgraciadamente muy aficionados a la bebida. Los laponeses son pequeños de estatura, cosa que no puede echárseles en cara; son además muy feos, con la boca muy grande y la nariz de calmucos; el color de su piel es amarillento, y su pelo parecen crines; por lo demás, son muy trabajadores e industriosos.

Deseosos los exploradores de no perder una hora, se alojaron en el Hotel del Polo Norte y fueron en busca de una embarcación que pudiera transportarlos a Spitzberg. Se dirigieron al puerto, donde afluye un riachuelo muy pintoresco y de agua muy límpida, en el cual álzanse sobre estacas casas y almacenes, todo apestado por el olor de los depósitos de pescado.

Hammerfest es la ciudad pescadora por excelencia. Todos los cuadrúpedos comen allí pescado, y los centenares de barcos que a la industria de la pesca se dedican sacan más que la que se pueda comer en todo el mundo. Ciudad singular siempre envuelta en lluvia, con días larguísimos en estío y noches sin fin en invierno, iluminadas por la aurora boreal, de incomparable sublimidad.

A la entrada del puerto, Antifer y sus colegas se detuvieron al pie de una columna de granito coronada por un capitel de bronce con las armas de Noruega y un globo terráqueo. Aquella columna, erigida bajo el reinado de Óscar I, conmemora los trabajos realizados para la medición del meridiano entre las bocas del Danubio y Hammerfest. Desde allí se dirigieron hacia las estacadas, por debajo de las cuales se amarran los barcos de alto y bajo porte que se dedican a la pesca en el mar del polo. ¿Cómo se harían comprender?, se preguntará. ¿Acaso alguno de ellos sabía noruego?… No; pero Juhel sabía inglés, y gracias a esta lengua cosmopolita hay probabilidades de hacerse comprender en los países escandinavos.

En efecto, aquel mismo día, y mediante un precio seguramente excesivo —no podían reparar en esto—, encontraron un barco de pesca, el Kroon, de unas cien toneladas, mandado por el patrón Olaf y tripulado por once hombres. Lo fletaron para Spitzberg, con obligación de esperarlos mientras realizaban sus pesquisas, y de llevar las mercancías que precisasen los pasajeros, volviéndolos después a Hammerfest.

Parecióle a Antifer que brillaba de nuevo para él su buena estrella eclipsada. Habiendo indagado Juhel si se había visto por allí días antes a algún extranjero que se hubiese embarcado para Spitzberg, le contestaron que no. De suerte que el infame pasante del miserable notario no parecía que se les hubiese anticipado en busca del tesoro de Kamylk-Bajá, a menos que hubiese ido al islote por otro camino, lo cual no era fácil, puesto que el más directo era aquel que iban a tomar.

El resto del día lo emplearon en pasear. Antifer y Zambuco estaban persuadidos de que aquella vez empezaba a vislumbrarse el fin de la campaña.

Cuando fueron a acostarse, a las once de la noche aún era de día, y el crepúsculo no se extinguiría más que para reanimarse casi enseguida a las irradiaciones del alba.

A las ocho de la mañana, el Kroon, ayudado por una brisa del sudeste, salía del puerto con su puntiagudo velamen hinchado, enfilando la proa al norte.

Si el tiempo era favorable, emplearía en aquella travesía de seiscientas millas cinco días aproximadamente.

No eran de temer encuentros con los hielos en desvíos hacia el sur, ni podían hallarse montañas de nieve en las cercanías de Spitzberg. La temperatura se conservaba en la normalidad, y los vientos reinantes hacían difícil un descenso brusco. El cielo, surcado de nubes que a veces se resolvían en abundante lluvia, mas no en nieve, presentaba un aspecto bastante tranquilizador. De trecho en trecho penetraban los rayos del sol. Juhel podía confiar en que el astro rey aparecería cuando, con el cuadrante a la vista, pudiera descubrir la situación del islote número 3.

Decididamente, la buena suerte les acompañaba. ¿Por qué no había de ser aquel viaje el definitivo? ¿O acaso el testador iba a mandar a los herederos desde la punta norte de Europa por cuarta vez a miles de leguas de allí?

El Kroon marchaba aprisa, con las velas hinchadas. El patrón Olaf confesaba no haber hecho nunca tan feliz travesía.

A las cuatro de la mañana del 26 de julio dieron vista a las alturas del norte, limpio de hielo el mar.

Aquéllas eran las avanzadas de Spitzberg. Olaf las conocía muy bien por haber pescado con frecuencia en tales parajes.

Aquel apartado confín, tan poco visitado desde hacía veinte años, tiende poco a poco a entrar en los dominios de los turistas.

Acaso no esté lejano el día en que se expendan billetes de ida y vuelta a Spitzberg, como ahora se dan para el cabo Norte, en espera de que se den para el polo del mismo nombre.

Lo que entonces se sabía era que Spitzberg estaba formado por un archipiélago que se prolonga hasta el paralelo 80. Consta de tres islas: el Spitzberg propiamente dicho, la isla Sudeste y la Nordeste. Ahora bien; ¿pertenecen a Europa o a América? Cuestión es ésta de un orden puramente científico, que no nos es dado resolver. Lo que sí podemos afirmar es que los navíos que se dedican allí a la pesca de la ballena y a la caza de las focas son ingleses, daneses y rusos. Últimamente, poco importaba a los herederos de Kamylk-Bajá que aquel archipiélago perteneciese a esta o la otra nacionalidad; lo importante era los millones que tan bien ganados tenían con su valor y tenacidad.

El nombre Spitzberg indica una isla erizada de rocas puntiagudas y escarpadas, de difícil acceso. El inglés Willouhby la descubrió en 1553, y los holandeses Barents y Cornelius la bautizaron con tal nombre. Además de las tres islas indicadas, comprende numerosos islotes. Después de haber anotado en el mapa la longitud 15° 11' este y la latitud 77° 19' norte del yacimiento indicado, Juhel ordenó a Olaf que se dirigiese hacia la isla Sudeste, la más meridional del archipiélago.

El Kroon marchó rápidamente a favor de una fuerte brisa. Las cuatro o cinco millas que mediaban fueron salvadas en menos de una hora. Ancló a unas trescientas brazas de un islote dominado por un alto y abrupto promontorio hacia la extremidad de la isla.

Eran las doce y cuarto del mediodía. Antifer, Zambuco, Ben-Omar, Gildas Tregomain y Juhel se embarcaron en la chalupa del Kroon, y se dirigieron hacia el islote.

Alzóse una inmensa bandada de gaviotas, urías y otras aves polares, produciendo un horrible concierto de graznidos ensordecedores. Las focas, en gran número, huyeron a la desbandada, cediendo el campo a los intrusos, no sin protestar lanzando lastimeros aullidos. El tesoro estaba bien guardado.

A falta de cañón y bandera, Antifer tomó posesión del islote elegido por el Bajá con un vigoroso pisotón sobre aquel suelo metalizado por los millones.

¡Qué suerte después de tantos sinsabores! ¡Ni siquiera habían tenido que buscar entre todos los islotes! ¡De primera intención habían desembarcado en el preciso punto del globo en donde el egipcio enterró su tesoro!

El islote estaba desierto, no hay que decirlo. No había señales de seres humanos. Ni un esquimal de los que pueden impunemente habitar aquellas regiones árticas. A lo largo, ni un barco, nada. ¡Sólo la inmensidad del mar del polo!

Antifer y Zambuco no podían ocultar su gozo. Hasta el mismo notario dejó traslucir un relámpago de alegría tras la mortecina mirada. Gildas Tregomain, más emocionado que nunca, estaba desconocido. Después de todo, ¿porqué no había de alegrarle la felicidad de su amigo?

Aún era más de celebrar que no se hallasen en el islote huellas humanas. Seguramente nadie había desembarcado allí recientemente. La tierra, esponjada por las lluvias, hubiera conservado los vestigios del paso. Podían estar seguros de que el miserable Sauk no había estado allí. El terrible hijo de Murad no se había anticipado a los legítimos dueños del tesoro. O se había detenido en el camino, o había sufrido algún retraso que haría inútiles sus pesquisas, si por si acaso llegaba después de Antifer.

El documento que les señaló el primer islote indicaba que las pesquisas debían dirigirse hacia el norte, mientras que el pergamino del islote número 2 indicaba la dirección meridional. El grupo se dirigió hacia una de las puntas de tierra, a la que más se internaba en el mar. Los salientes de las rocas se destacaban distintamente; no se veían hielos ni nieves. Las pesquisas no serían difíciles.

Cuando la fortuna quiere llevarnos de la mano, no hay más remedio que dejarse conducir. Esto era lo que a Pierre-Servan-Malo le ocurrió al encontrarse ante una roca, alzada a la manera de una de esas estelas de témpanos de hielo que dejan a su paso los navegantes árticos.

—¡Aquí!… ¡Aquí! —exclamó con voz ahogada por la emoción.

Todos se acercaron y miraron.

En la cara anterior de aquella roca apareció el monograma de Kamylk-Bajá: la doble K, tan profundamente grabada que los ásperos temporales de aquellas regiones no habían podido borrarla.

Todos guardaron silencio, y todos se descubrieron como si se hallasen ante la tumba de un héroe. Pues qué, ¿aquello no era un sepulcro de cien millones? Mas no insistamos, por el honor de la naturaleza humana.

Se pusieron manos a la obra. Aquella vez el pico y el azadón pronto arrancaron pedazos de roca. A cada golpe esperaban tropezar con los aros metálicos o con la madera de las duelas.

De pronto oyose un chirrido. El pico que manejaba Antifer dio en algún cuerpo extraño.

—¡Por fin! —exclamó apartando el pedazo de roca que tapaba el agujero del tesoro.

Pero a aquel grito de alegría sucedió uno de desesperación, y tan fuerte que seguramente se oyó a un kilómetro.

Antifer, pues él fue quien gritó, dejó caer la herramienta.

En el agujero había una caja metálica marcada con una K doble, una caja igual a las otras dos anteriormente encontradas en el golfo de Omán y en la bahía Ma-Yumba.

—¡Todavía! —gritó el barquero alzando los brazos.

¡Sí!… ¡Todavía! Ésa era la palabra. ¿Y quién sabía si aún habría que ir en busca del cuarto islote?…

Antifer, ciego de ira, cogió la herramienta que había dejado, y descargó un golpe tan fuerte que rompió la caja, de la que salió un pergamino muy deteriorado a causa de las filtraciones de la lluvia y la nieve. Aquella vez no hubo diamantes ni para Tyrcomel. ¿Y para qué? ¿Para semejante energúmeno… que se hubiese apresurado a volatilizarlos?

Pero volvamos al pergamino. Juhel, que conservaba su sangre fría, se apoderó de él y lo desplegó, no sin precauciones por temor a desgarrarlo.

Antifer amenazaba al cielo con el puño cerrado. Zambuco inclinó la cabeza, Ben-Omar mostrábase muy cariacontecido, y Gildas Tregomain todo ojos y oídos; los cuatro permanecieron callados.

El pergamino constaba de una sola hoja, cuya parte superior había respetado la humedad. Veíanse varias líneas escritas en francés como las de los documentos antes encontrados; lo escrito era muy legible.

Juhel pudo leerlo casi sin interrupción.

He aquí el contenido del documento:

«Tres personas hay a quienes estoy obligado, y a las cuales quiero dejar un testimonio de mi reconocimiento. La razón de haber depositado estos tres documentos en tres islotes diferentes es el poner en relación a esas tres personas en sus viajes, uniéndolas en indisoluble lazo de amistad…».

¡Y la verdad era que se había salido con la suya el buen Bajá!

«Por muchas fatigas que hayan experimentado para lograr la posesión de esta fortuna, más pasé yo para conservarla.

»Esas tres personas son: el francés Antifer, el maltés Zambuco y el escocés Tyrcomel. A su muerte pasará su derecho a sus herederos legítimos. Ahora bien, una vez abierta esta caja en presencia del notario Ben-Omar, mi ejecutor testamentario, y enterados de este documento, que es el último, los coherederos podrán ir al cuarto islote, en el que han sido enterrados por mí los tres barriles que contienen oro, diamantes y otras piedras preciosas».

No obstante el desencanto que les produjo la idea de un nuevo viaje, Antifer y sus colegas experimentaron un gran consuelo. ¡Al fin aquel cuarto islote sería el último! Lo que restaba averiguar era el lugar en que se hallaba.

«Para encontrar este islote —continuó leyendo Juhel— es preciso llevar…».

Desgraciadamente, la parte inferior del pergamino había sido corroída por la humedad. Las últimas frases eran ilegibles… Faltaba la mayor parte de las palabras…

En vano trató Juhel de descifrarlas…

«Islote… situado… ley… geométrica…».

—¡Voto va…! ¡Voto va! —exclamó Antifer.

Juhel no pudo continuar. Lo restante eran palabras sueltas sin sentido… De los datos de latitud y longitud no existían ni huellas…

«Situado… ley… geométrica» —repetía Juhel.

Por fin encontró otra palabra: «Polo».

—¿Qué? ¿Será el polo Norte?… —exclamó.

—¡O el Sur! —objetó Gildas muy desesperado.

Decididamente, aquello era la mixtificación que Juhel se temía. ¡El polo!… ¡El polo! ¿Pero había ser humano que hubiese pisado el polo?…

Antifer se precipitó sobre Juhel y le quitó el pergamino en cuestión, que trató de leer… Pero nada pudo sacar en limpio… ¡nada que pudiera dar idea de la situación del cuarto islote!… ¿Habría que renunciar a encontrarlo?…

Cuando Antifer pudo darse cuenta de que aquel negocio era cosa perdida, cayó pesadamente al suelo como herido por un rayo.

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