XXVI

EN EL QUE LAS NARICES DE ANTIFER Y DEL BANQUERO ZAMBUCO ACABARON POR ALARGARSE DESMESURADAMENTE

A juzgar por la altura del sol, debían de ser aproximadamente las ocho de la mañana; y se dice aproximadamente, porque los relojes de los náufragos se habían parado con motivo de la inopinada inmersión.

Si la gente de Barroso no siguió a los exploradores, no hizo lo mismo la tribu de cuadrumanos, de la que se destacaron una docena de chimpancés con la evidente intención de escoltar a aquellos invasores que se permitían ir a registrar sus dominios.

Los otros monos quedaron de guardia en el campamento.

Según iban andando, Gildas Tregomain no cesaba de mirar de soslayo a aquellos feroces guardianes de honor, que le respondían con horribles gestos y amenazas, acompañados de roncos gritos.

—Evidentemente —pensó— es que hablan entre ellos… ¡Qué lástima no poderlos comprender! Me gustaría mucho echar un párrafo con ellos…

En verdad que la ocasión era que ni pintada para comprobar las observaciones filológicas del buen americano Garner, o sea que los monos se sirven de ciertas palabras para expresar sus rudimentarios conocimientos, tales como wo-huw para significar la comida, cheny para la bebida, iegk para ponerse en guardia, etc.; afirma también que en el idioma simiano faltan la a y la o; la i es muy rara, la e y la é son de poco uso, y, en fin; la u y la ou sirven de vocales fundamentales y primeras [1] .

El lector no habrá olvidado el contenido del documento hallado en el islote del golfo de Omán, en el que se indicaba la situación del islote de la bahía Ma-Yumba, precisándose el lugar en donde debían practicarse las pesquisas para hallar el consabido monograma de la doble K que marcaba el lugar en que el tesoro estaba oculto.

Según las instrucciones contenidas en la carta de Kamylk-Bajá al padre de Antifer, las investigaciones habían de practicarse en la punta meridional, y así se había hecho con el resultado que se sabe.

En el segundo islote indicaba el documento, por el contrario, que en una de las puntas de tierra al norte y en una roca era donde se encontraría el citado monograma.

Ahora bien, puesto que los náufragos habían arribado a la parte sur, debían dirigirse a la zona norte del islote número 2, lo cual exigía una marcha de dos millas poco más o menos. El grupo tomó, pues, la citada dirección con Antifer y Zambuco a la cabeza; Ben-Omar y Nazim en segunda fila, y Gildas Tregomain y Juhel a retaguardia.

Era muy natural que fuesen en primer término los dos herederos, que caminaban a buen paso sin hablar palabra y cuidando de que los compañeros no les tomasen la delantera.

El notario no perdió de vista a Sauk, pues tenía por cierto que éste se había concertado con el capitán para jugarles alguna mala partida. Su constante preocupación era que si al de Saint-Malo se le escapaba el tesoro, con éste volaba también su tanto por ciento convenido. Una o dos veces trató de abordar a Sauk; pero éste, con mirada torva y cara feroz, adivinando que acaso Juhel le espiaba, no le respondió.

Agravábase la desconfianza de Juhel al observar la actitud de Ben-Omar frente a Nazim. Hasta en los estudios de Alejandría es inadmisible que el primer pasante mande y el notario obedezca, y sin duda alguna esto es lo que pasaba entre los dos personajes.

El ex patrón sólo se ocupaba de los monos. A veces respondía con sus gestos a los de ellos, guiñando los ojos, torciendo la boca y la nariz. Nanón y Énogate no le hubiesen reconocido si le hubieran visto hacer la competencia a los extraños animales.

¡Ah! ¡Énogate, pobrecilla! Seguramente estaría pensando en su novio, como siempre. ¡Y Juhel entretanto convertido en un pobre náufrago, y con semejante escolta de chimpancés! ¡Cómo había de imaginárselo su amada!…

En aquellas latitudes y en aquella época del año, el sol describe un semicírculo de este a oeste, cruzando casi por el cenit; de suerte que sus rayos hieren perpendicularmente, tostando el suelo, que no en vano se llama zona tórrida, porque se abrasa desde el alba al crepúsculo.

—¡Y estos monicacos tan frescos! —pensaba el ex patrón contemplando a la docena de cuadrumanos que se dedicaban a hacer evoluciones alrededor del grupo—. ¡Quién fuera mono!

No tenían los exploradores el recurso de resguardarse a la sombra de los árboles, pues éstos eran tan bajos y tan espesos y unidos que sólo siendo mono (como quería Gildas) podría penetrarse, y mucho menos abrirse paso a través de aquella maraña. Así se hallaba todo el litoral. Antifer y sus compañeros se veían precisados a dar mil rodeos para evitar las charcas, las rocas altísimas como pirámides; tropezaban mil veces en verdaderos laberintos de piedras caídas, cuando no podían seguir por la costa arenosa cubierta ya por la marea. ¡Áspero y penoso era el camino de la fortuna! ¡Sudaban sangre y agua! Pero había que convenir en que todo cuanto sufriesen, por mucho que fuera, habría de tener crecida recompensa. ¡Por cada paso mil francos!…

Una hora después de haber salido del campamento sólo habían recorrido una milla, o sea la mitad del camino. Ya se veían desde allí los extremos septentrionales del islote. Se destacaban tres o cuatro. ¿Cuál sería de aquellas lenguas de tierra la de la suerte? A menos de una casualidad muy inverosímil, no había de ser la primera que visitasen. ¡Qué fatigosa iba a ser la jornada bajo aquel fuego del cielo!

Gildas Tregomain no podía más.

—¡Descansemos un instante! —suplicó.

—¡Nada, ni un minuto! —respondió Antifer, sin dejar de andar y clavando una irascible mirada en el barquero.

—Tío, es que el señor Tregomain está fundiéndose —observó Juhel.

—¡Pues que se funda! —replicó.

—¡Gracias, amigo mío!

Ante semejante respuesta, Gildas Tregomain se puso en marcha, tratando de no ser el último. Pero seguramente al término del viaje llegaría metamorfoseado en arroyuelo que, hirviendo a borbotones, correría por entre las altas rocas del islote.

Aún tardarían media hora en llegar al lugar donde se destacaban las cuatro puntas de tierra. Los obstáculos iban siendo mayores cada vez. Aquello era un laberinto sembrado de guijarros y pedruscos de aristas cortantes como cuchillos; una caída en aquel sitio hubiese producido graves heridas. ¡En verdad que Kamylk-Bajá tuvo acierto para buscar escondite a aquel tesoro, que le hubieran envidiado los reyes de Bassora, Bagdad y Samarkanda!

En aquel punto terminaba la parte de bosque del islote.

Los señores chimpancés no quisieron pasar de allí. Estos animales no dejan por gusto el abrigo de los árboles. El ruido de las olas del mar no tiene atractivos para ellos. Apurado se hubiera visto el americano Garner para hallar en el vocabulario simio la palabra «poesía».

Al detenerse la escolta no lo hizo pacíficamente, sino mostrando aptitudes belicosas y hostiles a los viajeros. ¡Qué aullidos tan feroces! ¡Qué violentamente tocaban el tambor en el abultado vientre! Uno de ellos empezó a coger piedras y a lanzarlas con vigoroso impulso. Si los demás le imitaban, Antifer y sus colegas corrían inminente riesgo de morir apedreados. Y esto hubiera sucedido de haber cometido los viajeros la imprudencia de contestar a la agresión. Los monos eran superiores a ellos en fuerza y en número.

—¡No respondamos!… ¡No respondamos!… —exclamó Juhel al ver a Gildas Tregomain cogiendo proyectiles.

—Sin embargo… —articuló el ex patrón sin acabar la frase, porque una piedra le llevó el sombrero.

—No, señor Tregomain; alejémonos y pongámonos a salvo; ellos no pasan de ahí.

Era lo mejor que los viajeros podrían hacer. Cincuenta pasos más allá estuvieron ya fuera de tiro de los osados chimpancés.

Eran las diez y media aproximadamente. Véase cuánto tiempo emplearon en recorrer dos millas a lo largo del litoral. Al N. las lenguas de tierra se internaban en el mar unos ciento cincuenta o doscientos metros. La más larga del noroeste fue la que decidieron visitar primeramente Antifer y Zambuco.

Nada puede concebirse tan árido como aquel hacinamiento de rocas, unas empotradas en el suelo arenoso, otras esparcidas aquí y allá por la resaca durante la estación del tiempo inclemente y duro. Allí no se observó señal alguna de vegetación, ni aun siquiera los líquenes que tapizan las peñas. Ni una ova, que tan abundantes son en las riberas de las zonas templadas. De modo que no había que temer que la Naturaleza hubiese borrado el monograma que Kamylk-Bajá hiciera grabar en la piedra treinta y un años antes. Seguramente se hallaría intacto.

Y he aquí a nuestros exploradores dedicándose otra vez a las mismas pesquisas que antes hicieron en el islote del golfo de Omán. Parecerá increíble, pero los dos hombres, dominados por su obsesión, no daban grandes muestras de fatiga ni cansancio, no obstante tan penosa marcha bajo aquel sol abrasador. Aun el mismo Sauk, en interés de su amo (¿quién podría sospechar que obraba por el suyo propio?), desplegaba un celo incansable.

El notario, sentado entre dos rocas, ni se movía ni hablaba. Si se llegaba a descubrir el tesoro siempre tendría tiempo de intervenir y mostrarse parte haciendo valer sus derechos, tanto más cuanto que podría ostentar su calidad de ejecutor testamentario, y ¡por Alá! que nunca le pagarían como se debía las infinitas tribulaciones que había sufrido desde hacía tres meses, los peligros que había corrido y de los que pudo librarse a costa de no pocos esfuerzos.

Juhel, que, obediente a Pierre-Servan-Malo, permanecía junto a él, se entregaba al minucioso examen de la situación:

«No es muy probable —se decía— que encontremos los millones enterrados. En primer lugar es preciso saber si el tesoro ha sido enterrado aquí o en algún otro de los islotes de la bahía. En segundo lugar hay que saber si es precisamente en esta punta de tierra; y en tercero, tenemos que descubrir entre este montón de rocas la que tenga la inicial doble ^indicada… Pero, en fin, aun dando por supuesto que todas estas circunstancias se verifiquen, y que todo ello no sea una mixtificación de ese endemoniado Bajá, si llego yo a dar con el monograma, ¿acaso no fuera muy justo callarse?… Mi tío entonces renunciaría a la deplorable idea de casarnos, ¡a Énogate con algún duque disponible, y a mí con alguna duquesa!… ¡Pero no! Mi tío sufriría un desencanto terrible… ¡se volvería loco!… ¡Yo tendría sobre mi conciencia el peso de una mala acción!… ¡No! ¡Es preciso llegar hasta el fin!».

En tanto que Juhel se abismaba en estas cavilaciones, Gildas Tregomain, sentado en un gran peñasco, con los brazos caídos, colgando las piernas y la cara arrebatada, resoplaba como la foca que aparece a flor de agua después de una larga inmersión.

Las investigaciones continuaban, pero sin ofrecer resultado alguno. Antifer, Zambuco, Juhel y Sauk miraban y palpaban todos los bloques de piedra que por su orientación y tamaño podían ser el deseado. En vano se fatigaron con esta tarea por espacio de dos horas, sin dejar de recorrer toda la punta de tierra hasta su extremidad. ¡Nada! ¡Nada!… Y después de todo, ¿a quién se le podía ni se le pudo ocurrir la idea de enterrar el tesoro en un sitio como aquél tan batido por el mar y los temporales?… A nadie seguramente… ¿Y acaso iban a repetir la operación en todas las puntas del islote? ¡Sí! Al día siguiente manos a la obra… Antifer volvería a la carga si le salía mal aquella primera tentativa. Irían a otro islote. ¿Abandonar la empresa? ¡Nunca! ¡Ni por todos los santos del calendario!

Por fin, no hallando indicio alguno, subió el grupo a lo más alto para desde allí terminar el examen dirigiendo una ojeada a todos los peñascos que por la arena se veía esparcidos… ¡Nada!… ¡Nada!…

Ya no les quedaba otro recurso que volverse a bordo de una de las chalupas que debían haber atracado junto al campamento y dirigirse a Ma-Yumba, para después continuar las operaciones en otro islote.

Al descender vieron a Gildas Tregomain y al notario en el mismo lugar en que los dejaron:

Antifer y Zambuco, sin pronunciar palabra, se dirigieron hacia la línea del bosque, donde los chimpancés esperaban el momento de apercibirse a nuevas demostraciones hostiles.

Juhel reunióse con Gildas Tregomain, que le preguntó:

—¿Y qué?…

—Pues que no hay ni señales de semejante letra K.

—Entonces… ¿vuelta a empezar?…

—Exactamente, señor Tregomain; levántese y venga con nosotros al campamento…

—¡Levantarme!… ¡Si pudiera!… ¡Vamos, ayúdame, hijo!…

No obstante su poderoso brazo, Juhel se vio un poco apurado para ayudar a Gildas a ponerse en pie.

Ben-Omar estaba ya junto a Sauk.

Antifer y Zambuco iban delante, a unos veinte pasos. Los cuadrumanos pasaron a vías de hecho, empezando a lanzar gran número de piedras. Preciso era ponerse a la defensiva.

¿Aquellos malditos monos trataban de impedir que los exploradores se reuniesen con Barroso y su gente?

De pronto se oyó un grito. Ben-Omar lo había dado… ¿Acaso le alcanzó alguna pedrada?

¡No!… Aquel grito no era de dolor… sino de sorpresa…, casi de alegría…

Todos se detuvieron. El notario, con la boca abierta y los ojos entornados, señaló con la mano hacia Gildas Tregomain.

—¡Allí!… ¡Allí!… —repetía.

—¿Qué es?… —preguntó Juhel—. ¿Es que se ha vuelto loco, señor Ben-Omar?

—¡No! ¡Allí!… ¡La letra!… ¡La doble K!… —repuso con voz entrecortada por la emoción.

Al oír estas palabras, Antifer y Zambuco se volvieron rápidamente.

—¡La letra!… ¡La letra!… —exclamaron.

—¡Sí!

—¿Dónde?

Y con la vista buscaban la roca sobre la que, según Ben-Omar, estaba grabado el monograma de Kamylk-Bajá. ¡No veían nada!…

—¿Pero dónde… estúpido?… —repetía el de Saint-Malo en tono grosero, inquieto y furioso.

—¡Allí! —dijo otra vez el notario.

Y con la mano extendida señalaba a Gildas Tregomain, que acababa de dar media vuelta encogiéndose de hombros.

—¡Mire… en su espalda!… —exclamó Ben-Omar.

En efecto, en la chaqueta de Gildas Tregomain apareció distintamente el trazado de una K doble. Era indudable que la roca en que se apoyó tenía la inscripción cuya huella llevaba el buen hombre en el dorso.

Antifer dio un salto, y cogiendo a su amigo por un brazo lo obligó a volver hacia el sitio en que estuvo sentado.

Todos le siguieron. Un minuto después se hallaban ante un gran bloque, en cuya superficie podía leerse claramente la ansiada consonante doble.

No sólo Gildas se había apoyado en la roca, sino que había estado tendido precisamente sobre el precioso sepulcro en que el tesoro reposaba…

Todos permanecían callados.

Se pusieron a trabajar. La faena sería muy pesada y difícil, porque carecían de herramientas apropiadas. ¿Bastarían los cuchillitos que llevaban para hender aquella masa rocosa?… ¡Sí…, y mientras tuviese uñas y dedos!…

Por fortuna, las piedras, carcomidas por la acción del tiempo, podían ser hendidas sin gran esfuerzo. Una hora de trabajo, y darían con los tres barriles… Después se los llevarían al campamento, y luego a Ma-Yumba… Pero el transporte no dejaría de ofrecer dificultades, y además había que ponerse a cubierto de las sospechas…

¡Bah! ¿Quién pensaba en eso? Lo principal era exhumar el tesoro, enterrado allí desde tantos años; en lo demás se pensaría después.

Antifer se llenaba las manos de sangre trabajando. Por nada del mundo hubiera dejado a nadie el placer de palpar los aros de los preciosos barriles…

—¡Al fin! —exclamó al sentir que su cuchillo acababa de chocar con una superficie metálica…

¡Dios de Dios! ¡Qué grito lanzó! Pintóse en su semblante, no la alegría, sino la estupefacción más infinita, el desencanto más grande. Quedóse pálido como un muerto. En lugar de los barriles citados en el testamento de Kamylk-Bajá, había una caja de hierro semejante a la que habían encontrado en el islote número 1, que contenía el monograma.

—¡Otra! —dijo Juhel, sin poderse contener.

—¡Esto es una farsa! —murmuró Gildas Tregomain.

Sacaron la caja de la fosa, y Antifer la abrió violentamente.

En el fondo apareció un viejo y amarillento pergamino en el que se hallaba escrito lo siguiente, que Antifer leyó en alta voz:

«Longitud del islote número 3: 15 grados, 11 minutos este. Una vez obtenida esta longitud por los colegatarios Antifer y Zambuco, deberá ser entregada y comunicada, en presencia del notario Ben-Omar, al señor Tyrcomel, esquire [2] , Edimburgo, Escocia, quien posee latitud del tercer islote».

¡De modo que el tesoro no fue enterrado en aquellos parajes de la bahía Ma-Yumba!… Había que ir a buscarlo a otro punto del globo, combinando la nueva longitud con la latitud del supradicho Tyrcomel, de Edimburgo… ¡Y ya no eran dos para participar de la herencia de Kamylk-Bajá, sino tres!

—Y luego —exclamó Juhel—, ¿del tercer islote nos enviarán a otro y a otro… y a cien más?… ¡Vaya, tío, no te empeñes en un imposible… no seas tan tonto como todo eso!… ¿Vas a recorrer todo el mundo?

—Eso sin considerar —añadió Gildas— que si Kamylk-Bajá ha nombrado legatarios a centenares, no va a valer el legado las fatigas que va a costar.

Antifer miró a los dos de alto a bajo, deshizo con los dientes un guijarro y dijo:

—¡Silencio en las filas! ¡Aún no he terminado!

Y cogiendo el documento, leyó las últimas líneas, concebidas en estos términos:

«Desde luego, y como indemnización de los trabajos y penalidades sufridos, los colegatarios tomarán, cada uno, un diamante de los dos depositados en esta caja, y cuyo valor es insignificante comparado con el de las otras piedras preciosas que después han de recoger»…

—¡Diamantes! —gritó Zambuco arrancando la caja de las manos de Antifer.

Efectivamente, allí había dos magníficos solitarios, que podían valer, según el banquero, aproximadamente cien mil francos el par.

—¡Y eso es todo! —dijo cogiendo uno de los diamantes y dejando el otro a su coheredero.

—Esto es lo que una gota de agua en el mar —añadió Antifer, guardándose la piedra en el bolsillo del pantalón y el documento en el de la chaqueta.

—¡Vaya! —dijo Gildas Tregomain moviendo la cabeza—, ¡esto es más serio de lo que yo pensaba!… ¿Quién sabe? ¿Quién sabe? ¡Hay que ver!…

Juhel se limitó a encogerse de hombros: Sauk se consumía de impaciencia pensando que no encontraría ocasión más propicia que aquélla.

En cuando a Ben-Omar, como no había brillante para él, no obstante la intervención que en el asunto se le daba según el citado pergamino, tornóse descompuesto y desmadejado: parecía un saco medio vacío pronto a caer en tierra desinflado.

Ciertamente, Sauk y él habían sido siempre juguete de las circunstancias con aquellos cambios de situación tan inopinados; en primer lugar, cuando dejaron a Saint-Malo ignoraban que iban a Máscate; y en segundo lugar cuando salieron de Máscate no sabían que iban a Loango.

Por efecto de una imprudencia muy lamentable, Antifer había dejado escapar un secreto que debió haber ocultado, pues todos habían oído la noticia de la longitud: 15 grados, 11 minutos este… Todos oyeron pronunciar al nombre de Tyrcomel, esquire, que vivía en Edimburgo, Escocia…

Seguramente que Sauk, ya que Ben-Omar no pudo, había grabado en su memoria aquellas cifras y esta dirección, mientras las anotaba definitivamente en su cartera. Así pues, Antifer y Zambuco cuidaron de no perder de vista al notario y al pasante, y ya se apercibirían para que éstos no les tomasen la delantera en la segunda capital de Gran Bretaña, en Edimburgo.

No era de temer que Sauk hubiese comprendido algo, puesto que no sabía francés, pero era indudable que Ben-Omar le revelaría el secreto.

Juhel, por su parte, no dejó de observar la satisfacción que se pintó en el semblante de Nazim al oír los referidos datos, tan indiscretamente descubiertos por Antifer.

Después de todo, en su opinión, era una insensatez someterse por tercera vez a las póstumas extravagancias de Kamylk-Bajá. Lo que debía hacerse era sencillamente volverse a Loango y aprovechar el primer barco para retornar a su querida ciudad de Saint-Malo.

Tan prudente y lógica proposición fue comunicada por el sobrino al tío, quien le replicó:

—¡Eso nunca! El Bajá nos manda a Escocia, iremos a Escocia. Aunque tenga que dedicar a este asunto lo que me resta de vida.

—¡Mi hermana Talisma le ama lo bastante para esperarle aunque fuese diez años más! —añadió el banquero.

—¡Demonio! —pensó Gildas Tregomain—. ¡Cuando esa señorita tenga cerca de sesenta años!…

Cuantas observaciones se hicieron a Antifer fueron inútiles. Estaba decidido a correr en pos del tesoro, no obstante reducirse el haber a un tercio de la herencia del egipcio gracias a la participación del señor Tyrcomel.

Pero en cambio Énogate se casaría con un conde, y Juhel con una condesa.

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