XXVII

EN EL QUE ANTIFER Y SUS COMPAÑEROS ASISTEN A UN SERMÓN DEL REVERENDO TYRCOMEL, LO QUE NO LES CAUSA EL MAYOR PLACER

«¡Sí, hermanos míos! ¡La posesión de las riquezas conduce fatalmente al crimen por el abuso! ¡La riqueza es la principal, por no decir la única causa, de cuantos males afligen a este mísero mundo! ¡El apetito del oro no puede producir en el alma sino grandes trastornos! ¡Imaginaos una sociedad en la cual no hubiese pobres y ricos!… ¡Oh! ¡Cuántas desgracias, cuántas aflicciones, cuántas penas, cuántos desórdenes, cuántas catástrofes, cuántas ruinas, cuántas tribulaciones, cuántos siniestros, cuántas angustias, cuántas calamidades, cuántos infortunios, cuántos desengaños, cuántas desesperaciones, cuánta desolación se ahorraría el género humano!».

Y aún se dejaba el locuaz sacerdote una porción de sinónimos que agregar a tan interminable lista para expresar las infinitas eventualidades en que se engendran las terrenales miserias. Aún pudo echar desde la cátedra sobre el paciente auditorio mucha más facundia, que, a juzgar por la muestra, no era lo que más le faltaba al predicador.

Tenía efecto dicho sermón en la tarde del 25 de junio, en Tron-Church, cuyo edificio fue, en parte, demolido para el ensanche de la plaza de High-Street. Era el predicador el propio Tyrcomel, de la Iglesia libre de Escocia. Los fieles que soportaban aquel torrente de palabras irían, indudablemente, desde el templo a sus casas a recoger todos sus valores y arrojarlos en las aguas del golfo de Forth, que se halla a dos millas de allí, en la parte septentrional de Mid-Lothian, el célebre condado del que Edimburgo, la Atenas del norte, muéstrase orgullosa ostentando el título de capital de dicha región.

Una hora hacía que el reverendo Tyrcomel se hallaba dirigiendo la palabra al auditorio sobre el mismo tema, y no parecían hallarse muy cansados de la tarea ni el sacerdote ni los feligreses. En tales condiciones un sermón bien puede hacerse interminable. Y lo que es éste no llevaba trazas de concluir. El predicador continuó:

«Hermanos míos, dice el Evangelio: Beati pauperes spiritu, profundo axioma, cuyo sentido han tergiversado los impíos e ignorantes. ¡No! ¡No se refiere el Evangelio a los pobres de espíritu, a los imbéciles, sino a los humildes, a los que desdeñan las abominables riquezas, fuente de todo mal en las modernas sociedades! El Evangelio nos manda que despreciemos la fortuna terrena. ¡Ah! Hermanos míos, si por desgracia os afligen los bienes temporales, si el dinero llena vuestras cajas, si el oro os afluye a manos llenas…».

Al llegar a este punto intercaló una figura retórica, que produjo un estremecimiento en las señoras que le escuchaban, y fue de esta suerte:

«¡Oh, hermanas mías! Esos diamantes, esas piedras preciosas que lucís en vuestros cuellos y en vuestros dedos, no son sino una erupción infernal; aquellas de entre vosotras que pertenezcan a la alta sociedad deben considerarse muy desgraciadas, y yo os digo que vuestra enfermedad debe ser tratada por los medios más enérgicos, por el más atroz cauterio».

El auditorio tembló, como si sintiera penetrar el bisturí en aquellas llagas puestas al desnudo por el orador.

Pero lo más original del tratamiento propuesto para curar a los infelices que padecían la enfermedad del oro era que el predicador les recomendaba desembarazarse de tan pesada carga destruyendo los bienes materiales. No les decía: distribuid vuestra fortuna entre los pobres. ¡Despojaos de vuestros bienes en provecho de los que carecen de ellos! No. Lo que predicaba era la desaparición de todo: oro, diamantes, títulos de propiedades, valores industriales o mercantiles; todo debían entregarlo a las llamas o arrojarlo al fondo del mar.

Para comprender mejor la intransigencia de estas doctrinas, conviene conocer la secta religiosa a la que el fogoso Tyrcomel pertenecía.

Escocia está dividida en mil parroquias; celebra sus juntas o sínodos, y tiene un tribunal supremo para la administración y ejercicio del culto nacional. Dada la tolerancia que en materia religiosa existe en el Reino Unido, se comprenderá que se cuenten hasta el número de mil quinientas las iglesias disidentes, llámense católicas, bautistas, episcopalistas, metodistas, etc. Pues bien; de esas mil quinientas iglesias o confesiones, más de la mitad proceden de la Iglesia libre de Escocia (Free Church of Scotland), la cual veinte años antes rompió abiertamente con la Iglesia presbiteriana de Gran Bretaña. Cabe preguntar: ¿cuál fue el motivo del cisma?… Pues sencillamente porque aquélla juzgó a ésta poco impregnada del verdadero espíritu del calvinismo; no la halló bastante puritana.

El reverendo Tyrcomel predicaba a las gentes en nombre de la más intransigente de las sectas, la que no contemporiza con usos y costumbres. Juzgábase un enviado de Dios, que, sin duda, le había entregado un haz de rayos de su divina cólera para que los fulminase sobre la grey podrida por las riquezas, y que los fulminó, ya queda visto.

En punto a moralidad, aquel iluminado era tan severo para los demás como para consigo mismo. Y en lo tocante a lo físico diremos que era hombre de cincuenta años, alto y delgado, descolorido y huesudo el semblante; sus ojos eran muy brillantes; su voz de sonoro timbre, voz de pulpito; en fin, un apóstol, según él mismo se creía, inspirado por el Altísimo. Pero, a pesar de que los fieles se disputaban entrar en el templo para oír aquella vehemente oratoria, no se supo de ninguno que, poniendo en práctica los consejos de Tyrcomel, se despojase en absoluto de sus bienes temporales. En este punto no hacía prosélitos el buen predicador, que en vano redoblaba sus esfuerzos, acumulando sobre el auditorio espesos nublados, de donde salían los rayos de su elocuencia.

El sermón continuaba salpicado de toda clase de tropos; las metáforas, las metonimias, los epifonemas lo llenaban todo. Pero si ante aquella argumentación se inclinaban las cabezas de los oyentes, los bolsillos no parecían dispuestos a vaciarse en las aguas del Forth.

La inmensa concurrencia que llenaba la nave de Tron-Church no perdía palabra del sermón de aquel energúmeno; y si no corría a ponerlo en práctica, no era seguramente por no haberlo comprendido. Hay que hacer, sin embargo, excepción de cinco oyentes que, ignorando la lengua inglesa, no hubiesen sabido de qué se ocupaba el clergyman a no ser por otro que les tradujo en buen francés las tremendas verdades que, cual lluvia evangélica, caían de aquella cátedra.

No hay que decir quiénes eran aquellos seis individuos, pues el lector habrá visto en ellos a Antifer y al banquero Zambuco; al notario Ben-Omar y a Sauk; al barquero Gildas Tregomain y al joven capitán Juhel.

Los habíamos dejado en el islote de la bahía Ma-Yumba el 28 de mayo, y los encontramos en Edimburgo el 25 de junio.

¿Qué aconteció en ese intervalo?

Helo aquí sumariamente:

Descubierto el segundo documento, no quedaba otro remedio que abandonar el islote de los monos, aprovechando la chalupa que, a las señales de la tripulación, había atracado junto al campamento. Antifer y sus compañeros volvieron a lo largo del litoral escoltados por la guardia chimpancé, que no cesaba en sus hostiles demostraciones de aullidos, muecas y pedradas.

Por fin llegaron al campamento sanos y salvos. En dos palabras puso Sauk a Barroso al corriente de lo sucedido. Imposible era, pues, robar un tesoro que aún no se sabía dónde se hallaba.

La chalupa, amarrada al fondo de una pequeña ensenada, era capaz para conducir a todos los náufragos del Portalegre. Se embarcaron. Iban un poco estrechos, pero como sólo se trataba de una travesía de seis millas, la cosa no ofrecía grandes inconvenientes. Dos horas después atracaba la chalupa en la punta de tierra sobre la que se halla emplazada la población de Ma-Yumba. Nuestros personajes, sin distinción de nacionalidades, fueron hospitalariamente acogidos en una factoría francesa. Ocupáronse enseguida de proporcionarles medios de transporte para volver a Loango, teniendo además la suerte de ir en compañía de una caravana de europeos que se dirigían a la capital, con lo que nada tenían ya que temer ni de las fieras ni de los indígenas. Lo que les molestó extraordinariamente fue el calor de aquel clima insoportable.

Al llegar, sostenía Gildas a Juhel, que se había quedado hecho un esqueleto, lo cual no dejaría de ser una exageración.

Por fortuna para Antifer, no tuvieron que esperar mucho tiempo en Loango. Dos días después tocó en el puerto un vapor español que hacía la travesía de San Pablo de Loanda a Marsella, y que entró de arribada para reparar una avería de la máquina, cuya operación sólo duró veinticuatro horas. Tomaron pasaje en el vapor gracias al dinero salvado del naufragio, y el día 15 de junio Antifer y sus compañeros dejaron aquellos parajes del África occidental, en donde habían encontrado, juntamente con dos diamantes de gran valor, un nuevo documento y una nueva decepción. En cuanto al capitán Barroso, Sauk se había comprometido a indemnizarle más tarde, cuando echase mano a los millones del Bajá, a lo que el portugués se conformó.

Juhel no intentó ya disuadir a su tío de su empeño, por más que él tenía la convicción de que aquella aventura acabaría con algún desenlace de sainete. Gildas Tregomain tan incrédulo antes como se sabe, empezaba a preocuparse por el encuentro de los dos diamantes.

—Puesto que el Bajá —se decía— nos ha donado esas dos piedras, tasadas en cien mil francos, ¿acaso no estarán las otras en el islote número 3?

Y cuando así razonaba ante Juhel, que se encogía de hombros, repetía:

—¡Veremos!… ¡Veremos!…

De cuya opinión participaba Pierre-Servan-Malo. Puesto que el tercer coheredero que poseía la latitud del tercer islote habitaba en Edimburgo, allí había que ir, teniendo cuidado de que Zambuco y Ben-Omar, que conocían los 15° 11' E, no les tomasen la delantera yendo a comunicar sus datos al señor Tyrcomel. De modo que lo que importaba era ir por el camino más corto a Escocia y visitar todos juntos al reverendo predicador. Indudablemente esta resolución no parecería bien a Sauk, que hubiese deseado ir solo y tener una entrevista con el personaje designado en el pergamino, y obtenido el lugar del escondite, irse allá y desenterrar las riquezas de Kamylk-Bajá. Pero no podía partir solo; se sentía espiado por Juhel. Además, que no había otro remedio que ir todos juntos hasta Marsella, y que Antifer estaba resuelto a ir a Edimburgo por el camino más breve, utilizando los ferrocarriles de Francia y de Inglaterra. Sauk tenía que resignarse; no podía ser el primero. ¿Quién sabía si el golpe que falló en Máscate y en Loango resultaría ahora en Edimburgo, cuando se aclarase el asunto con ayuda del señor Tyrcomel?

La travesía fue directa y rápida. El vapor español no tocó en ningún puerto del litoral. Así nadie podrá extrañarse de que Ben-Omar, consecuente consigo mismo, fuera enfermo las veinticuatro horas del día y de que desembarcase en el muelle de Joliette en un estado lamentable.

Juhel llevaba escrita a Énogate una extensa carta, en la que le refería todo cuanto había pasado en Loango. Decíale también en qué nueva campaña los comprometía la obcecación de su tío, y que ignoraban adonde les llevarían los extravagantes caprichos del Bajá. Añadía que, en su opinión, Antifer se hallaba dispuesto a recorrer el mundo como un judío errante, y así andaría hasta volverse loco de atar, lo que no tardaría en suceder, pues a tal estado de excitación mental habíanle llevado los últimos sucesos, que era de temer cualquier desenlace terrible… Luego su casamiento aplazado… su felicidad… su amor…, etc.

Apenas tuvo tiempo para depositar en el correo aquella triste misiva. Tomaron el rápido de Marsella a París, luego el expreso de París a Calais; después tomaron el vapor en Calais hasta Dover; de aquí a Londres en ferrocarril, y de Londres, en tren relámpago, a Edimburgo, y así fueron los seis, como eslabones de una cadena. Así que tomaron alojamiento en el Gibb’s Royal Hotel, se fueron en busca del señor Tyrcomel. ¡Qué sorpresa! ¡Aquel señor era un sacerdote!

En razón de la fama de que gozaba el enemigo de la riqueza, pudieron averiguar sin gran trabajo el domicilio de dicho señor: 17, North-Bridge Street, en donde se presentaron; de allí se dirigieron al templo de Tron-Church, esperando a que terminase su fogosa perorata desde lo alto de la sagrada cátedra.

El plan de los viajeros era abordarle al terminar el sermón, acompañarle hasta su domicilio y ponerle al corriente de la situación, participándole la consabida noticia del documento… ¡Qué diablo! Al saber que se trataba de una millonada ya perdonaría la molestia…

Sin embargo, en todo aquello había algo extraño. Porque, ¿qué clase de relaciones podían haber existido entre Kamylk-Bajá y aquel clergyman escocés? El padre de Antifer había salvado la vida al egipcio… El banquero Zambuco le había ayudado a salvar sus riquezas… Hasta aquí se explicaba el sentimiento de gratitud por parte del bajá, y la herencia… ¿Pero qué circunstancias habían mediado entre el clérigo y el testador para de tal suerte resultar relacionados?… Y no había duda: el pastor protestante era el poseedor de aquel dato precioso de la latitud para descubrir el tercer islote…

—¡Bien!… ¡Bien! —repetía invariablemente Antifer.

Gildas Tregomain no dejaba de participar de aquellas esperanzas y quizá de aquellas ilusiones.

Sin embargo, cuando los buscadores del tesoro vieron en el púlpito a aquel hombre cuya edad no aparentaba ser mayor de cincuenta años, su confusión aumentó por razones muy fáciles de comprender. Era indudable que el reverendo Tyrcomel no podía tener más de veinticinco años cuando Kamylk-Bajá fue encerrado en la prisión de El Cairo por orden de Mehemet-Alí, y desde luego era difícil admitir la hipótesis de que hubiese podido antes de esa edad prestar al egipcio servicio alguno… ¿acaso habría sido el abuelo, el padre o algún tío de Tyrcomel el causante de la gratitud del Bajá?…

Fuese lo que fuese, poco importaba. Lo esencial era que el clergyman tuviese en su poder la preciosa latitud indicada por el documento hallado en la roca; antes de acabar el día sabrían a qué atenerse.

Antifer, Zambuco y Sauk parecían quererse comer con los ojos al predicador; de lo que decía no entendían una palabra. Juhel era el que se asombraba de lo que oía.

El sermón seguía siempre sobre la misma tesis y con la misma furibunda elocuencia. Tyrcomel invitaba a los reyes a que arrojasen al mar sus listas civiles, y a las reinas a que hiciesen volatilizar los diamantes de sus joyas, y a los capitalistas a que destruyesen sus riquezas. Imposible parecía que pudieran decirse tantas atrocidades con tan encarnizada intransigencia.

Juhel en tanto murmuraba estupefacto:

—¡He aquí otra complicación!… ¡Decididamente, a mi tío se le nubla la buena estrella!… ¿Y a este hombre, a semejante energúmeno, pudo dirigirnos nuestro endemoniado Bajá?… ¿Y a tal presbítero va a ir mi tío a pedir los medios de descubrir el tesoro?… ¡Antes lo cogerá y lo aniquilará entre sus manos!… He aquí un obstáculo con el que no contábamos, obstáculo infranqueable que podía poner término a la campaña que hemos emprendido… ¡Y que con ello se le presenta al reverendo Tyrcomel una ocasión que ni pintada para aumentar su popularidad! ¡Buen golpe le espera a mi tío! ¡Acaso su razón no pueda resistirlo!… ¡Zambuco, y quizás también Nazim, serán capaces de todo por arrancarle el secreto… hasta de martirizarle y aun…! ¡Vaya! Yo también me dejo llevar… ¡Bien! ¡Que se guarde su secreto! Yo no sé si será verdad que las riquezas no dan la felicidad; pero lo que sé es que, si seguimos tras el tesoro, se aplaza indefinidamente la mía. Y si no quisiera el buen Tyrcomel darnos su latitud para compararla con la longitud que a costa de tantos trabajos hemos adquirido, nos volveríamos a Francia, y de ese modo…

—¡Obedezcamos a Dios! —decía en aquel momento el predicador.

—¡Así debe ser —pensó Juhel—, mi tío debe someterse a la voluntad de Dios!

El sermón amenazaba prolongarse hasta la eternidad. Antifer y el banquero daban visibles muestras de impaciencia; Sauk se mordía el bigote. El notario estaba muy contento de no hallarse sobre cubierta. Gildas Tregomain, con la boca abierta y moviendo la cabeza, escuchaba atentamente por si encontraba alguna palabra que poder traducir; pero era en vano. De vez en cuando todos miraban al joven capitán, como preguntándole:

—¿Qué dice este demonio de hombre que tanto habla?

Cuando parecía que iba a terminar, reanudaba el discurso.

—Pero ¿qué dice? Tú, Juhel —preguntó muy impaciente Antifer en voz tan alta que provocó los siseos del auditorio.

—Ya te lo diré, tío.

—Si él supiera la noticia que le traigo, pronto cortaba el sermón y se bajaba del pulpito.

—¡Eh!… ¡Eh! —murmuró Juhel en un tono tan singular que Antifer frunció el entrecejo de un modo terrible.

Pero como en el mundo todo es finito, así sea un sermón de la Iglesia libre de Escocia, el reverendo Tyrcomel iba dando a comprender que la perorata tocaba a su término. Su facundia era más trabajosa, sus ademanes más descompuestos, sus metáforas más rebuscadas y sus imprecaciones más tremendas. Aún dio otro toque de rebato contra los detentadores de riquezas, contra los poseedores del vil metal, exhortándolos a que lo fundiesen en el crisol de este mundo si no querían ellos ser abrasados en el otro. En un período de supremo esfuerzo oratorio, haciendo alusión al título de aquel templo que retumbaba a sus sonoras frases, dijo:

«Así como en otro tiempo había en este sitio una balanza donde se clavaban las orejas de los notarios infieles y de los malhechores, así en la balanza del juicio final seréis pesados sin piedad, y al peso de vuestro oro descenderéis en el platillo a los profundos infiernos».

Aquel sermón no podía terminar de otra manera que con una imagen tan tremebunda.

El reverendo Tyrcomel hizo un ademán de despedida; aquello en los templos católicos es la bendición que desde el pulpito desciende hasta los fieles. El predicador desapareció.

Antifer, Zambuco y Sauk se dispusieron a esperarle a la salida de la iglesia, a cogerle poco menos que por sorpresa, interviewarle, bic et nunc. ¿Cómo iban a esperar hasta el día siguiente, aplazando siete u ocho horas el interrogatorio? No podían soportar toda una noche víctimas de horrible curiosidad. Se precipitaron hacia el pórtico, atropellando a los fieles, que protestaban ante una grosería semejante en tan sagrado lugar.

Gildas Tregomain, Juhel y el notario iban detrás, guardando más compostura. Todos se vieron defraudados. Sin duda el buen Tyrcomel, deseoso de esquivar la ovación que se había ganado, único resultado práctico de su sermón, había salido por una puerta lateral del Tron-Church.

En vano le esperaron en las gradas del peristilo, en vano le buscaron entre los fieles, en vano preguntaron… El clergyman no había dejado de su paso por entre la multitud más huella que la que deja el pececillo en el agua y el pájaro en el espacio.

Todos desesperados, se miraban furiosos como si algún genio maléfico les hubiera arrancado su deseada presa.

—¡Bien, 17, North-Bridge-Street! —exclamó Antifer.

—Pero tío…

—Y antes de que se acueste —añadió el banquero— sabremos arrancarle…

—Pero señor Zambuco…

—¡No se admiten observaciones, Juhel!

—Una… una sola… tío…

—¿Sobre qué? —preguntó Antifer ya en el paroxismo de la cólera.

—Sobre lo que acaba de predicar el señor Tyrcomel.

—¿Y a nosotros qué nos puede importar?

—Mucho, tío.

—¿Te burlas, Juhel?

—¡Se trata de algo demasiado serio, y aun añadiré que algo desagradable para ti!…

—¿Para mí?

—¡Sí, escucha!

Y Juhel, en pocas palabras, hízoles conocer la disposición de ánimo del pastor protestante, la tesis sostenida en su interminable sermón, en el que demostró que, si dependiera de él, ¡hundiría en los abismos del océano todas las riquezas del mundo!

El banquero quedóse aterrado y Sauk también, no obstante estarle prohibido entender. Gildas Tregomain hizo un gesto de disgusto. ¡Aquello era una nueva desilusión que les caía encima como una teja en la cabeza!

Sin embargo, Antifer no se daba por vencido, y en tono de profunda ironía dijo a su sobrino:

—¡Tonto!… ¡Más que tonto!… ¡Esas cosas se predican cuando no se tiene un céntimo! ¡Deja que vea en lontananza treinta millones, y entonces el buen Tyrcomel ya no pensará en tirar el dinero al agua!

Evidentemente, aquella réplica indicaba un gran conocimiento del misterioso corazón humano. Fuese lo que fuese, decidieron no ir aquella noche a la casa de North-Bridge-Street, y los seis fuéronse de retirada y en buen orden al Gibb’s Royal Hotel.

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