* * *

Cuando el segundo el año hubo trans- currido, llegó el alma a la orilla del mar y llamó al joven Pescador. Una vez más, éste subió de las profundidades, y pregunto:

—¿Para qué me has llamado?

Y el alma repuso:

—Acércate más, para poder hablar con- tigo, porque he visto cosas maravillosas. Y él se acercó a la orilla, y echado sobre el agua, escuchó con la cabeza apoyada en la mano.

El alma dijo entonces:

—Cuando nos separamos, miré hacia el Mediodía, y caminé hacia allá. Del Mediodía viene todo lo que hace Riqueza. Seis días ca- miné por las sendas que conducen a la ciudad de Aster, y al amanecer del día séptimo divisé a mis pies la ciudad, en el fondo de un valle. "En los muros de la ciudad hay nueve puertas, y en cada una de ellas hay un caballo de bronce que relincha cuando los beduinos bajan de la montaña. Sus murallas están cubier- tas de cobre y en cada una de sus torres hace guardia un arquero. Cuando sale el sol, dispa-ran una flecha contra un gong, y al ponerse el sol tocan una bocina de cuerno. "Quise entrar, y los centinelas me pre- guntaron quién era. Repliqué que era un dervi- che en camino hacia la Meca, donde está la roca Kaaba y sobre ella hay un velo negro con El Corán bordado en letras de oro por mano de los ángeles. Ellos quedaron maravillados y me rogaron que entrara.

"Dentro de esa ciudad, es todo un bazar.

¡Lástima que no estuvieras conmigo! Los mer- caderes se sientan en el umbral de sus tiendas sobre tapices de seda. Tienen barbas negras, y turbantes cubiertos de broches de oro. Algunos venden gálbano y nardo, y extraños perfumes de las Indias, y aceite de rosa, y jugo cristaliza-do de las hojas de un árbol, y florecillas de cla- vero de olor. Otros venden brazaletes de plata incrustados de turquesas azules, y colgantes de perlas, y garras de tigre engarzadas en oro, y arracadas de esmeralda, y anillos de jade. De las casas de té llega el sonido del laúd, y los fumadores de opio, con sus blancos rostros sonrientes, miran pasar a los viandantes. “Es una lástima que no estuvieras con- migo. Los vendedores de vino llevan grandes pellejos negros a la espalda. Casi todos venden vino de Chiraz, que es dulce como la miel. Y lo sirven en tacitas de metal, con pétalos de rosas. Un día, vi pasar por allí un elefante. Llevaba el cuerpo pintado con bermellón y cúrcuma. Se paró frente a una de las tiendas, y se puso a comer naranjas mientras el dueño reía. ¡Qué gente tan extraña! Cuando están contentos, van donde un vendedor de pájaros, compran un centenar de ellos y los dejan libres, para au- mentar su alegría; y cuando están tristes, se azotan con espinos, para que su tristeza sea mayor.

“Es de verdad una pena que no estuvie- ses conmigo. En la fiesta de la Luna Nueva el joven Emperador salió de su palacio para ir a rezar a la mezquita. Llevaba la barba y los cabellos cubiertos con pétalos de rosas, y las mejillas cubiertas con oro pulverizado.

"Salió de su palacio al amanecer con una vestidura de plata; y al atardecer, volvió con otra vestidura de oro. La gente se arrojaba al suelo, ocultando sus rostros; excepto yo, que no quise imitarlos. Me mantuve de pie, junto al mesón de un vendedor de dátiles, esperando. "Al verme, el Emperador se detuvo. Pe- ro yo continué inmóvil, sin rendirle homenaje. La gente se maravilló de mi audacia, y me aconsejaron que huyera de la ciudad. Pero no les hice caso, y fui a sentarme con los vendedo- res de dioses extranjeros, que por su oficio, son abominados. Cuando les dije lo que había hecho, me regalaron dioses, pero me suplicaron que me alejase de ellos.

"Aquella noche, mientras dormía entre almohadones, en una casa de té que hay en la calle de las Granadas, entraron los guardias del Emperador y me llevaron al palacio. Apenas entré cerraron las puertas y las aseguraron con cadenas. Al interior había un vasto patio, los muros eran de alabastro blanco, adornados con azulejos verdes y azules. Las columnas eran de mármol verde, y el pavimento de un mármol color damasco. Nunca había visto nada similar. "Cuando atravesé el patio, dos mujeres veladas me maldijeron desde una galería. Los guardias abrieron una puerta de marfil labrado, y me encontré en un patio dispuesto en siete terrazas. Estaba lleno de maceteros con tulipa- nes, girasoles y áloes. Al centro se abría un sur- tidor de agua rodeado de cipreses que eran como antorchas apagadas, y en cada uno de ellos cantaba un ruiseñor.

"Al acercamos a un pequeño pabellón que se levantaba al extremo del jardín, salieron dos eunucos a encontramos. Sus cuerpos obe- sos se balanceaban al caminar, y me miraban de soslayo, con ojos de párpados amarillentos. "Entonces, el capitán de la guardia me indicó la entrada del pabellón. Entré apartando la cortina.

"El joven Emperador estaba reclinado sobre un lecho cubierto de pieles de león. Detrás de él se erguía un nubio, desnudo hasta la cintura, con turbante de bronce y pesados aretes. Encima de una mesa, al lado del lecho, descansaba un gran alfanje de acero. "Cuando me vio el Emperador frunció el ceño, y me dijo:

"—¿Cuál es tu nombre? ¿Acaso no sabes que soy el Emperador de esta ciudad?

"Pero yo no le contesté.

"Entonces el Emperador señaló la cimi- tarra con el dedo, y el nubio la empuñó y aba- lanzándose sobre mí, me asestó un tajo terrible.

La hoja pasó zumbando a través de mi cuerpo, pero no me hizo daño alguno. El verdugo rodó por tierra, y al levantarse sus dientes castañe- teaban de terror. Corrió a protegerse tras el lecho.

"El joven Emperador se levantó, tomó una lanza, y la arrojó contra mí. Pero yo la cogí al vuelo y la quebré en dos pedazos. Entonces él me disparó una flecha, pero levanté las ma- nos y la detuve en el aire. Luego desenvainó una daga, y apuñaló la garganta del nubio, pa- ra que no pudiese contarle a nadie la afrenta que había recibido. El esclavo se retorció como una serpiente, y la roja espuma roja le salió a borbotones entre los labios.

"Al verlo ya muerto, el Emperador se volvió hacia mí, y después de secarse el sudor con una toalla de seda carmesí, me dijo:

"—¿Eres acaso un profeta, que no puedo herirte, o el hijo de un profeta, que no puedo dañarte? Te ruego que salgas de mi ciudad esta noche, porque mientras estés aquí, yo ya no seré el Señor.

"Y yo le respondí:

"—Quizás acepte marcharme, pero a cambio de la mitad de tus tesoros. Dame la mi- tad de tus tesoros y me iré de tu ciudad. "El Emperador me cogió de la mano y me guió fuera del jardín. Cuando me vio el ca- pitán de la guardia, se maravilló. Cuando los eunucos me vieron, les tiritaron las rodillas y cayeron al suelo.

"Hay en el Palacio una habitación que tiene ocho paredes de pórfido rojo, y un techo artesonado de bronce, del que cuelgan las lámparas. El Emperador tocó una de las pare- des y ésta se abrió. Bajamos entonces por un corredor iluminado por antorchas. En nichos, a uno y otro lado, había grandes cántaros, llenos hasta el borde de monedas de plata. Cuando llegamos al centro del corredor el Emperador dijo la palabra que no puede ser dicha, y giró una puerta de granito. El se cubrió el rostro con las manos, por temor a que sus ojos quedaran deslumbtados.

"No puedes imaginarte qué sitio tan ma- ravilloso. Había grandes conchas de tortuga rebosantes de perlas, y selenitas de gran tama- ño amontonadas con rubíes rojos. El oro estaba almacenado en arcas de piel de elefante, y el oro en polvo en botellas de cuero de bestias marinas. Había ópalos y zafiros; los primeros en copas de cristal, los segundos en copas de jade. Ordenadas en bandejas de marfil había esmeraldas verdes, y en un rincón grandes sa- cos de seda, unos con turquesas y otros con berilos. Y aún no he podido decirte ni la décima parte de lo que allí había. Cuando el Empera- dor apartó las manos de su rostro, me expreso: "—Este es mi tesoro, y tal como te pro- metí, la mitad de él es tuya. Y te daré camellos y camelleros para que lleves tu parte a cual- quier lugar del mundo que se te antoje. Y todo quedará hecho esta misma noche, pues no quiero que el Sol, que es mi padre, vea que en mi ciudad hay un hombre al que no puedo matar.

"Pero yo le respondí:

"—El oro que hay aquí es tuyo, y tam- bién es tuya la plata, y tuyas las piedras precio- sas. No los necesito para nada, ni aceptaré otra cosa tuya que ese anillo que llevas en el dedo.

"Y el Emperador frunció el ceño y ex- clamó:

"—Es una sortija de plomo, sin ningún valor. Toma la mitad del tesoro y vete.

"—No —repliqué—, sólo aceptaré ese anillo de plomo, porque sé muy bien lo que hay escrito por dentro, y con qué fin.

"Y el Emperador tembló, y me imploró, diciendo:

"—Toma el tesoro entero, pero ándate de mi ciudad. La mitad mía también será tuya. "Y entonces hice una cosa muy singu- lar... Pero no importa lo que hice, porque en una gruta, que está sólo a un día de camino, tengo escondido el Anillo de la Riqueza. Un día de marcha nada más. Quién posee ese anillo es más rico que todos los reyes de la tierra. Ven, tómalo, y todas las riquezas del mundo serán tuyas.

Pero el joven Pescador se echó a reír:

—El amor es mejor que la riqueza — exclamó—, y la sirenita me ama.

—No, no hay nada mejor que la riqueza

—insistió el alma.

—El amor es mejor—replicó el joven

Pescador.

Y volvió a hundirse en las profundidades, mientras el alma partía llorando a través de las marismas.

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