El pescador y su alma

Oscar Wilde

A
S.A.R.
ALICIA
PRINCESA DE MONACO

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.

Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo:

—O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.

Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.

Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida.

Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral.

Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.

Tan bella era aquella sirenita que cuando el joven Pescador la vio, se sintió sobrecogido de maravilla, alargó la mano y la atrajo hasta él; luego inclinándose sobre el borde de la barca, la tomó en brazos. Pero apenas la tocó, la sirenita gritó como una gaviota asustada, y despertó, y lo miró con sus ojos de amatista llenos de terror, esforzándose en un vano intento de escapar. Él la sujetó poderosamente abrazada, sin dejarla escapar.

Cuando la sirenita comprendió que no había forma de huir se puso a llorar y dijo:

—Te suplico que me dejes en libertad.

Soy la hija única de un Rey, y mi padre ya es viejo y vive solo.

Pero el joven Pescador respondió:

—No te soltaré hasta que me prometas que cada vez que te llame obedecerás mi lla-

mada, y cantarás para mí. A los peces les fascina el oír las canciones del pueblo del mar, y así mis redes estarán siempre llenas.

—¿Juras que me soltarás si te hago esa promesa? —preguntó la sirena.

—Juro que te soltaré —respondió el joven Pescador.

Ella hizo entonces la promesa pactada, jurando con el juramento de los hijos del Mar.

Él abrió los brazos y la sirenita se sumergió en el agua temblando con un extraño temblor.

Todas las tardes el joven Pescador se internaba mar adentro, y llamaba a la sirena, y

ella acudía invariablemente; salía del agua y cantaba. En torno de ella nadaban los delfines, y las gaviotas le revoloteaban sobre la cabeza.

Cantaba una canción maravillosa.

Cantaba sobre los hijos del Mar que llevan sus rebaños de gruta en gruta, cargando los ternerillos al hombro; cantaba acerca de los tritones, que tienen largas barbas verdes y pe- chos velludos, y hacen sonar sus retorcidas caracolas cuando pasa el Rey; cantaba sobre el palacio del Rey que es todo de ámbar, y su te- cho es de claras esmeraldas, y el pavimento está formado de resplandecientes perlas; y cantaba sobre los jardines del Mar, donde los grandes abanicos de coral se balancean todo el día, y los peces nadan alrededor como pájaros de plata, y las anémonas se cogen a las rocas y en la arena amarilla florecen con grandes corolas rojas.

Cantaba de las vastas ballenas, que bajan de los mares del Norte con sus barbas cuajadas de agudos carámbanos; cantaba también acerca de las sirenas, que cantan tales maravillas, que los mercaderes deben taparse con cera los oídos, por temor, al escucharlas, de saltar al agua y ahogarse; cantaba sobre las naves hundidas, con sus altos mástiles y sus marineros aferrados aún a las jarcias, y de las caballas entrando y saliendo por los huecos abiertos en el casco; cantaba sobre las lapas diminutas, que son grandes viajeras porque adheridas a la quilla de los barcos dan vueltas al mundo una y otra vez; y cantaba de las jibias, que habitan los arrecifes y extienden sus largos brazos negros, y pueden crear la noche cuando se les antoja. Cantaba al Nautilus, que tiene un barquito tallado en ópa- lo y se gobierna con una vela de plata; cantaba a los grandes leones marinos, con sus colmillos curvos, y a los hipocampos, de crines flotantes y graciosos cuerpos de carey rojo y cabriolante.

Mientras la sirenita cantaba, los atunes subían de las profundidades para oíra, y el jo- ven Pescador lanzaba sus redes al mar y los atrapaba, o bien traspasaba con su arpón a los más grandes. Y cuando tenía su barca bien car- gada, la sirena le sonreía y se sumergía nueva- mente hacia el reino de su padre. Sin embargo, ella nunca se le acercó tanto como para que el Pescador pudiese volver a tocarla. Muchas veces él la llamó y le suplicó, pero ella no quería; y cuando trataba de captu- rarla, ella se zambullía en el mar con la grácil rapidez de una foca, y ya no volvía a verla en todo el día. Y cada día el sonido de su voz era más dulce. Tan dulce era la voz de la sirena que a veces el pescador olvidaba sus redes. Esas tardes pasaban en cardumen los atunes con sus aletas purpúreas y sus ojos de oro elástico, sin que el pescador se diera cuenta. Esas tardes el arpón descansaba ocioso a su lado, y los cestos de mimbre quedaban vacíos. El Pescador, con los labios entreabiertos y los ojos llenos de ma- ravilla, se quedaba muy quieto en la barca, es- cuchando, escuchando, hasta que la niebla lle- gaba arrastrándose a envolver la embarcación y la luna tenía de plata su cuerpo de bronce.

Y una tarde llamó a la sirena y le dijo:

—Sirenita, sirenita, yo te quiero. Seamos novios, porque estoy enamorado de ti..

Pero la sirena negó moviendo tristemen- te la cabeza, mientras decía:

—Tienes un alma humana. Sólo podría amarte yo si tú te desprendieses de tu alma.

Entonces el joven pescador se dijo:

—¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco. La des- pediré, y podré ser feliz.

Y de sus labios surgió un grito de alegr- ía, y poniéndose de pie en su barca extendió los brazos hacia la sirena, y le dijo:

—Expulsaré a mi alma, y entonces se- remos novios, y viviremos juntos en lo más profundo del mar, y me mostrarás todo lo que has cantado, y yo haré todo lo que quieras, y ya nunca podrán separarse nuestras vidas.

Y la sirenita rió alegremente, escon-diendo el rostro entre las manos.

—Pero ¿cómo podré desprenderme de mi alma? —preguntó el pescador—. Dime qué debo hacer y lo haré ahora mismo.

—¡Ay! —repuso la sirenita—. ¡Yo no lo sé! Los hijos del Mar no tenemos alma.

Lo miró con sus ojos ardientes y se hundió en lo profundo.

* * *

Al día siguiente, muy temprano, cuando el sol todavía no se alzaba un palmo por sobre la colina, el joven pescador se dirigió a la casa del cura, y llamó tres veces a la puerta.

El novicio se asomó por el postigo y cuando vio de quien se trataba, descorrió el cerrojo y le dijo:

—Entra.

El joven entró, se arrodilló sobre la estera de juncos del suelo, y dijo al cura, que leía el Libro Santo:

—Padre, estoy enamorado de una hija del Mar, y mi alma impide que consiga mi de- seo. Dime por favor, qué es lo que debo hacer para librarme de mi alma, porque no la necesi- to: ¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco.

—¡Oh, mi muchacho, estás loco o has comido quizás algún hongo venenoso! El alma es lo más noble que hay en el hombre, y nos fue dada por Dios para que la usemos noblemente. Nada hay tan precioso como el alma humana, ni cosa terrestre alguna que pueda comparárse- le. Vale todo el oro del mundo, y es más precio- sa que los rubíes de los reyes. Hijo mío, no pienses más en algo así, porque incluso tal pen-samiento es un pecado mortal. Los hijos del Mar, ellos están perdidos, y los que tienen co- mercio con ellos, lo están también. Son como las bestias del campo, que no distinguen el bien del mal. ¡Por ellos no murió nuestro Señor Jesu- cristo!

Al escuchar las amargas palabras del cura, al joven Pescador se le llenaron de lágri- mas los ojos; se levantó y repuso:

—Padre, los faunos viven en la selva, y viven contentos; y los tritones vienen a descan- sar sobre las rocas del acantilado, con sus arpas doradas. Déjame ser como ellos, te lo ruego, porque sus días son como los días de las flores.

Y en cuanto a mi alma, dime tú, ¿de qué me sirve si se interpone entre yo y el ser que amo?

—El amor del cuerpo es ruin —exclamó el cura, frunciendo el ceño—, y los seres paga- nos que Dios permite que vaguen por el mun- do, también son ruines y maléficos. ¡Malditos los faunos del bosque, y malditos los cantores del Mar! Los he oído a veces en las noches, e intentan distraerme de mi rosario. Llaman a mi ventana levemente, y ríen, y me susurran al oído el cuento de sus placeres peligrosos. Me seducen con sus proposiciones y cuando me propongo rezar me hacen muecas. ¡Te digo que están perdidos, están perdidos!... Para ellos no hay cielo ni infierno y en ninguno lugar podrán alabar el nombre del Señor.

—Padre —replicó el joven Pescador—, tú no sabes lo que dices. Una tarde capturé en mis redes a la hija de un Rey del Mar. Y es más hermosa que la estrella de la mañana y más blanca que la luna. Yo daré mi alma por su cuerpo y renunciaré al cielo por su amor. Con- testa mi pregunta y déjame ir en paz.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó el cura—. ¡Esa muchacha está perdida y te perderás con ella!

Y lo expulsó de la casa parroquial sin darle la bendición.

El joven Pescador se dirigió al mercado; caminando lentamente, con la cabeza baja, su-mido en una tristeza insondable.

Cuando lo vieron los mercaderes, cuchi- chearon entre ellos, y uno se adelanto. Después de llamarlo por su nombre, le preguntó:

—¿Qué vendes, pescador?

—Vendo mi alma —contesto el joven Pescador—. Te ruego que me la compres, por- que estoy cansado con ella. ¿De qué sirve mi alma? No puedo verla. No pudo tocarla. No la conozco.

Entonces los mercaderes se burlaron de él:

—Pero dinos, muchacho, ¿de qué nos serviría el alma de un hombre? No vale ni una mala moneda de cobre. Si quieres te podemos comprar tu cuerpo como esclavo, y te vestire- mos de rojo y te pondremos un anillo en el de- do y podrás ser el favorito de la gran Reina.

Pero no nos hables de tu alma porque a nosotros tampoco nos sirve para nada, ni tiene valor alguno.

El joven Pescador pensó:

—¡Qué cosa rara! El cura dice que el al- ma vale todo el oro del mundo, pero los mer- caderes aseguran que no vale ni una mala mo- neda de cobre. Salió del mercado, y se encaminó hacia la playa donde se puso a meditar sobre qué debería hacer.

* * *

Al mediodía, el Pescador recordó que cierta vez uno de sus compañeros le había hablado de una bruja joven que vivía en una caverna al extremo de la bahía, y que era muy sabia en brujerías. De inmediato echó a correr en dirección a la caverna. Tan veloz que una nube de polvo le seguía al correr por la arena de la playa.

La joven bruja adivinó la llegada del Pescador por una picazón que sintió en la pal- ma de la mano; se soltó entonces la roja cabelle- ra y se puso a reír. Se quedó de pie a la entrada de la caverna, teniendo en la mano una rama de cicuta florida.

—¿Qué necesitas? —gritó cuando el Pescador subía jadeando por el acantilado—. ¿Quieres peces para tus redes cuando el viento sopla en contra? Si es eso, tengo un caramillo que cuando se sopla en él, el mújol se mete a la bahía. Pero tiene su precio, hermoso joven, tie- ne su precio. ¿Qué necesitas? ¿Quieres una tormenta que haga naufragar los barcos y arras- tre a la costa baúles llenos de tesoros? Tengo más huracanes que el tiempo, porque mi amo es más fuerte que el tiempo, y con un cedazo y un cubo de agua puedo enviar las grandes ca- rabelas al fondo del mar. Pero también tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué necesitas? Conozco una flor que crece en el va- lle y que yo sólo conozco. Tiene las hojas púrpura, y una estrella en el corazón, y su jugo es tan blanco como la leche. Si tocas los labios desdeñosos de la gran Reina con esta flor, ella te seguirá a través del mundo entero. Pero tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué necesitas? Puedo machacar un sapo en el mor- tero y hacer un caldo, removiéndolo con la ma- no de un muerto. Si mojas con ese caldo a tu enemigo mientras duerme, se convertirá en una víbora negra, y lo matará su propia madre. Con ayuda de una rueda puedo hacer bajar a la luna del cielo, y en un cristal puedo mostrarte la Muerte. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Dime tu deseo y yo te lo concederé. Pero me tendrás que pagar su precio, hermoso joven, me tendrás que pagar su precio.

—Mi deseo es poca cosa —contestó el joven Pescador—, sin embargo el cura se enojó conmigo y me arrojó de su casa. Es poca cosa, pero los mercaderes se burlaron de mí y me lo negaron. Por eso vengo a conversar contigo, a pesar que los hombres dicen que eres mala; y sea cual sea tu precio, te lo pagaré.

—¿Qué necesitas? —preguntó la bruja, acercándosele.

—Quiero desprenderme de mi alma — contesto— el joven Pescador.

La bruja palideció y, con un estremeci- miento, escondió su rostro en el manto azul.

—Hermoso joven, hermoso joven — murmuró—, esa es una cosa terrible.

Pero él sacudió sus rizos oscuros y se echó a reír.

—¿De qué me sirve mi alma? —dijo—.

No puedo verla. No puedo tocarla. No la co- nozco.

—¿Qué me darás si te lo digo? — preguntó la bruja mirándolo con sus hermosos ojos.

—Tengo cinco monedas de oro para darte —contesto él—, y también mis redes, y la choza de cañas en que vivo, y la barca en que navego. Dime solamente lo que debo hacer pa- ra desprenderme de mi alma, y te daré todo lo que tengo.

Ella se rió burlonamente, lo rozó con la rama de circuta, y le dijo:

—Si yo lo desease, podría convertir en oro las hojas del otoño, y tejer hebras de plata con los rayos de la luna. Mi amo es más rico que todos los reyes de este mundo, y gobierna en todos los dominios de la tierra.

—¿Qué te daré entonces —dijo él—, si no esperas recibir oro ni plata?

La joven bruja le acarició los cabellos con su mano blanca y fina y sonriendo, murmuró:

—Tendrás que bailar conmigo, hermoso joven.

—¿Sólo bailar contigo? —exclamó el Pescador maravillado.

—Nada más —contesto ella— sonriendo de nuevo.

—En cuanto se ponga el sol, bailaremos juntos donde nadie nos vea, o donde quieras que lo hagamos —dijo él— y después de bailar me dirás lo que quiero saber.

Ella agitó la cabeza murmurando:

—Cuando salga la luna, cuando salga la luna.

Luego observó atentamente alrededor, y atentamente escuchó. Un pájaro azul salió chi- llando de su nido y se puso a describir círculos sobre las dunas; y tres pájaros pardos bosteza-ron en medio de la hierba verde y áspera silbándose entre sí. No se oía más que el susu- rro de las olas arrastrando las piedras pulidas de la playa. Entonces la bruja extendió su ma- no, atrajo hacia sí al joven pescador y le acercó los labios al oído:

—Esta noche habrás de venir a la cum- bre de las colinas —susurró—. Es sábado y es- tará Él.

El joven Pescador se estremeció. Ella re- ía, mostrando sus dientes blancos.

—¿Quién va a estar allí? —preguntó.

—Eso no debe importarte —repuso ella—. Ven esta noche y espérame a la sombra del espino blanco... si un perro negro te acome- te, golpéalo con una rama de sauce y huirá. Y si te habla un búho, no le respondas. Cuando la luna esté en el cenit iré a buscarte y bailaremos juntos sobre la hierba.

—Pero, ¿Juras decirme qué debo hacer para desprenderme de mi alma? —preguntó el joven Pescador.

Ella se puso al sol y el viento agitó sus cabellos rojos.

—Te lo juro por las pezuñas del macho cabrío —prometió.

—Eres la mejor de las brujas —exclamó el Pescador—, y bailaré contigo esta noche en la cumbre de las colinas... Hubiera preferido que me pidieras oro o plata, pero de todos modos el precio me conviene... es poca cosa.

Se quitó la gorra, hizo una profunda re- verencia ante la mujer, y bajó corriendo de re- greso al pueblo, ebrio de alegría.

La joven bruja lo miró hasta que el Pes- cador se perdió de vista. Volvió entonces a su gruta, sacó un espejo de un cofre de cedro la- brado, y lo puso en un marco. Luego, sobre unas brasas, quemó delante del espejo un pu- ñado de verbena, y miró atentamente a través de las espirales de humo. Después de unos instantes cerró los puños iracunda:

—Debería haber sido mío —murmuró— , soy tan hermosa como ella. Esa noche, al salir la luna, el joven Pes- cador trepó a la cima del monte, y esperó bajo las ramas del espino blanco. Allá abajo, a sus pies, se extendía el mar como una rodela de plata bruñida, y la sombra de las barcas de pes- ca moteaba la bahía de signos que resbalaban por la luz. Un gran búho, de amarillos ojos sulfúreos, lo llamó por su nombre. . pero él no respondió. Y un perro negro lo persiguió gru- ñendo... él lo golpeó con una rama de sauce y el perro huyó lanzando gañidos lastimeros.

Las brujas llegaron a medianoche, vo- lando por el aire como murciélagos.

—¡Whee-ho! —gritaban al tocar tierra—.

Aquí hay uno a quien no conocemos.

Olfateaban alrededor, charlaban entre ellas, y se hacían signos.

La joven Bruja, con su roja cabellera al viento, llegó la última de todas. Vestía un traje de tisú de oro, bordado con ojos de pavos re- ales, y un pequeño birrete de terciopelo verde en la cabeza.

—¿Dónde está, dónde está? —chillaron las brujas cuando la vieron.

Pero ella no hizo más que reír, corrió hacia el espino blanco, tomó de la mano al Pes- cador y llevándolo a la luz de la luna comenza- ron a bailar. Pronto todos estaban bailando. Giraban juntos vertiginosamente, dando vuelta tras vuelta, y la joven Bruja saltaba tan alto que el Pescador podía ver los tacos escarla- ta de sus zapatillas.

Entonces, por encima del tumulto de los bailarines, se escuchó galopar un caballo, pero no se veía caballo alguno, y el joven Pescador tuvo miedo.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —gritó la bruja abrazándolo por el cuello a tiempo que le exhalaba su aliento cálido en el rostro.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —volvió a gritar, y la tierra parecía girar bajo los pies del Pescador, y la cabeza le daba vueltas, y comenzó a sentirse dominado por el terror, como si lo estuviera observando un ser maléfico. Al fin advirtió que al pie de una roca, había una sombra que recién no estaba allí.

Era un hombre vestido de terciopelo negro, a la manera española; tenía el rostro pálido, y sus labios eran orgullosos como una flor roja. Estaba reclinado contra la roca, como si estuviese muy cansado, y su mano izquierda jugaba distraída con el pomo de la daga que pendía del cinturón. A su lado, sobre la hierba, había un sombrero emplumado y unos guantes de montar bordados con hilos de oro. Sus ma- nos blancas estaban cubiertas de preciosos anillos y una capa corta le colgaba del hombro izquierdo. El Pescador no podía verle los ojos, porque los velaban sus párpados cansados.

El joven Pescador no podía apartar la mirada de esta figura, como si fuese víctima de un sortilegio. Al fin se encontraron sus ojos, que parecían seguirle dondequiera que los lle-vara la danza. Entonces escuchó reír a la Bruja, y tomándola de la cintura giraron y giraron locamente.

De pronto, un perro ladró en el bosque, y los bailarines se detuvieron, y fueron subien- do de a dos en dos, para besar las manos del hombre. Mientras lo hacían, una sonrisa se di-bujó levemente en sus labios altivos. Pero había cierto desdén en el gesto, y los ojos del hombre continuaban fijos en el joven Pescador.

—¡Ven, adorémoslo! —murmuró la Bru- ja tironeándolo hacia arriba.

El Pescador sintió un gran deseo de hacer lo que ella le pedía, y la siguió. Pero cuando estuvo cerca de él, sin saber por qué, hizo la señal de la cruz, invocando el Nombre Santo.

Al instante, las brujas emprendieron vuelo chillando como halcones, y el rostro páli- do que había estado mirando, se contrajo en con un espasmo de dolor. El hombre se dirigió al bosque y silbó. Un corcel con arreos de plata corrió a su encuentro. El hombre saltó sobre la silla, se volvió, y miró tristemente, por última vez, al joven Pescador.

La Bruja de cabellos rojos también trató de levantar el vuelo, pero el Pescador la sujeto fuertemente por las muñecas.

—¡Suéltame! —gritó ella—. ¡Déjame ir, porque has nombrado lo que no debería nom- brarse, y has hecho el signo que no debe verse!

—¡No! —replicó él—. No te dejaré ir hasta que me hayas dicho el secreto.

—¿Qué secreto? —preguntó ella forceje- ando como un gato montés y mordiéndose los labios, blancos de espuma.

—¡Lo sabes muy bien! —dijo el joven. Los ojos de la bruja, verdes como el pas- to, centellearon de lágrimas, diciendo:

—¡Pídeme lo que quieras, menos eso! Pero él se echó a reír, y la sujetó con más fuerza.

Y cuando ella vio que no podía escapar, le susurró al oído:

—¿No te parece que soy tan bella como las hijas del Mar, tan seductora como las que viven bajo las aguas azules?

Y lo miraba cariñosamente, acercando su rostro al del joven.

Pero el Pescador la rechazó frunciendo el ceño, mientras decía:

—Si no cumples la promesa que me hiciste, tendré que matarte por ser bruja falsa y mentirosa.

Ella palideció, tomando el color gris lívido de la flor del árbol de Judas, y estreme- ciéndose le señaló:

—Será como quieres. Es tu alma y no la mía. Haz con ella lo que se te antoje. Y se descolgó del cinturón un cuchillito, con mango de piel de víbora verde, para en- tregárselo. En la hoja centelleaban misteriosas runas.

—¿Y para qué me va a servir esto? — preguntó el Pescador sorprendido. Ella calló todavía por un instante y una sombra de terror le pasó por el rostro. Luego sonrió extrañamente, sacudió su cabellera reja, y agregó:

—Lo que los hombres llaman la sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma. Ponte de pie en la playa, de espaldas a la luna, y con este cuchillo corta, desde tus pies, tu sombra, que es el cuerpo de tu alma, y ordénale que se vaya. Ella así tendrá que hacerlo.

El joven Pescador se estremeció de pla- cer.

—¿Es verdad lo que me dices? — murmuró.

—Es cierto, y quisiera no habértelo di- cho nunca —murmuró ella llorando, y se abrazó a sus rodillas.

Pero el Pescador la rechazó de nuevo, y la hizo caer sobre la hierba espesa, luego se guardó el cuchillo en el cinturón, caminó hasta el borde de la cima e inició el descenso.

Y su alma, que estaba dentro de él y había escuchado todo, lo llamó para decirle apesadumbrada:

—Escucha, he vivido contigo todos es- tos años y siempre estuve a tu servicio. No me arrojes ahora... ¿qué mal te he hecho?

Y el joven Pescador se puso a reír:

—No me has hecho ningún daño pero no te necesito. El mundo es ancho, y hay Cielo e Infierno, y esa sombría mansión crepuscular que se extiende entre ambos. Ve donde se te ocurra, pero no me importunes, porque mi amor me está llamando.

El alma suplicó, plañidera, pero el Pes- cador, sin hacerle caso, bajó saltando de risco en risco, tan seguro de pies como una cabra. Por fin llegó a la playa amarillenta junto al mar. Recio y bronceado, como una estatua esculpida por un griego, se alzó sobre la arena, de espaldas a la luna; y, de la espuma, surgie- ron, llamándolo, unos brazos blancos, y de las olas se levantaron formas indecisas, rindiéndole homenaje. Delante suyo, yacía su sombra, que era el cuerpo de su alma, y detrás, en el aire, colgaba la luna color miel.

Su alma todavía le dijo:

—Si realmente quieres echarme, no me despidas sin corazón. El mundo es cruel, dame tu corazón para llevarlo conmigo.

Pero el Pescador, moviendo la cabeza, sonrió:

—¿Cómo voy a amar a mi amor si te doy mi corazón?

—Sé generoso —insistió el alma —, da- me tu corazón, que el mundo es muy cruel y tengo miedo.

—Mi corazón es de mi amor —dijo él—.

No seas porfiada y vete.

—¿Y no podré amar yo también? — preguntó su alma.

—¡Ándate, te digo, yo no te necesito pa- ra nada!

Y tomó el cuchillo con mango de piel de víbora verde, y recortó su sombra alrededor, a partir de sus pies. Y la sombra se irguió, y quedó en pie delante de él, y era exactamente igual a él.

Dando un paso atrás, el pescador se guardó el cuchillo en el cinturón, y se sintió dominado por un temor que entraba a las hon- duras de su ser.

—¡Ahora vete! —murmuro—. ¡Que no vuelva yo a ver tu rostro!

—No —dijo el alma—. Es necesario que nos encontremos de nuevo —su voz era llorosa y aflautada, y sus labios apenas se movían al hablar.

—¿Cómo nos encontraremos? —dijo el pescador — ¿No estarás pensando seguirme a las profundidades del mar?

—Todos los años vendré una vez a este mismo lugar y te llamaré—dijo el alma—. Tal vez me necesites.

—¿Para qué te habría de necesitar? — protestó el joven Pescador—. En fin, haz lo que quieras.

Y se sumergió en el agua. Y los tritones soplaron sus caracolas, y la sirenita nadó para encontrarlo, y lo abrazó besándole en los labios. Y el alma, de pie en la playa solitaria, los miraba. Y cuando desaparecieron en el mar, se marchó llorando a través de las marismas.

* * *

Cuando transcurrió un año, el alma vino a la orilla del mar y llamó al joven Pescador. Él subió de las profundidades, y la interrogó en tono fastidiado:

—¿Por qué me llamaste?

Y el alma respondió:

—Acércate más, para que pueda hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.

El Pescador se acercó a la orilla, se ten- dió sobre el agua, y escuchó con la cabeza apo- yada en la mano.

Y el alma le refirió:

—Cuando nos separamos miré hacia el

Oriente, y caminé hacia allá, pues del Oriente viene toda la sabiduría. Estuve caminando seis días, y al amanecer del séptimo, llegue a una colina que se encuentra en el país de los Tárta- ros. Tuve que sentarme a la sombra de un ta- marindo, porque el país era seco y el calor me abrasaba. La gente iba y venía, como moscas arrastrándose por una bandeja de cobre bruñi- do. Al mediodía se levantó una nube de polvo, y apenas la divisaron los tártaros prepararon sus arcos saltaron sobres sus caballos, y galopa- ron hacia ella. Las mujeres subieron chillando a los carros, y se escondieron tras las cortinas de fieltro.

“Los tártaros volvieron al caer la tarde; faltaban cinco de ellos, y muchos de los que volvían estaban heridos. Subieron a los carros y se alejaron velozmente. Cuando salió la luna, vi los fuegos de un campamento y me dirigí hacia allá. Era una caravana de mercaderes, sentados en sus alfombras alrededor de una fogata.

“Al acercarme, su jefe se levantó, y des- envainando la espada, me preguntó qué quería.

“Repuse que en mi país yo era un príncipe, y que había huido de los tártaros que me llevaban prisionero. El jefe sonrió mostrán- dome cinco cabezas clavadas en varas de bambú.

“Luego me preguntó quién era el profeta de Dios, y yo le dije que Muhammad.

"Al oírme pronunciar el nombre del fal- so profeta, me tomó de la mano y me hizo sen- tar a su lado. Un negro me trajo leche de yegua y un trozo de cordero asado.

"Continuamos el viaje a la salida del sol. Yo cabalgaba en un camello al lado del jefe, y un esclavo corría delante de nosotros agitando una lanza. Nos seguían los hombres de armas, desplegados a uno y otro lado, y detrás las mu- las con las mercancías.

“Mucho cabalgamos. Del país de los tártaros pasamos al país de los que odian a la Luna, donde vimos los grifos custodiando su oro sobre rocas blancas, y los dragones cubier- tos de escamas durmiendo en sus cavernas. Cuando cruzamos las montañas, conteníamos el aliento por miedo a que las nieves cayeran encima de nosotros. Al pasar por los valles, los pigmeos nos lanzaron flechas desde los huecos de los árboles, y durante la noche escuchamos los tambores de los salvajes. Cuando llegamos a la Torre de los Monos, les ofrecimos fruta, y no nos hicieron daño. Cuando alcanzamos la Torre de las Serpientes, les ofrecimos leche tibia, y nos dejaron pasar mirándonos con sus ojos inescrutables.

"Los señores de cada ciudad nos exigían tributos de paso, pero no nos abrían sus puer- tas. Nos arrojaban pan, pastelillos de harina cocidos en miel, y pasteles de cebada rellenos con dátiles, desde lo alto de sus muros. "Cuando los habitantes de las aldeas nos veían acercar, envenenaban sus pozos y esca- paban a la cumbre de los cerros. Luchamos con los magdenses, que nacen viejos y se rejuvene- cen año tras año hasta que mueren niños; y con los lactros, que se dicen hijos de los tigres y se pintan de negro y amarillo; y con los aurantes, que sepultan a sus muertos en los árboles, y viven en oscuras cavernas por miedo a que el sol, que es su dios, les quite la vida. "Un tercio de nuestra caravana murió peleando, y un tercio pereció de hambre. El resto murmuraba en contra mía, diciendo que les había traído la mala suerte. Entonces tomé una víbora de debajo de una piedra y la dejé que me mordiera. Cuando vieron que no me pasaba nada, sintieron temor pero no me ama- ron.

"Tras cuatro meses de viaje agobiador, llegamos a la ciudad de Illiel. Era de noche, y al amanecer llamamos a sus inmensas puertas. Los centinelas preguntaron qué queríamos, y nosotros respondimos que veníamos de la isla de Siria con gran cantidad de mercancías. Ellos nos dijeron que abrirían las puertas al mediod- ía.

"Y así lo hicieron; abrieron las puertas cuando el sol estaba en el cenit y apenas entra- mos acudió la gente para vernos, y un pregone- ro recorrió la ciudad. Nos detuvimos en el mercado, donde los mercaderes mostraron los lien- zos encerados del Egipto, y las telas pintadas de los Etíopes, y las esponjas purpúreas de Tiro y los tapices azules de Sidón.

“El primer día vinieron a comprar los sacerdotes, al segundo los nobles, y al tercero los artesanos y los esclavos.

"Permanecimos allí toda una luna hasta que, hastiado, me puse a vagar por las calles de la ciudad. Así llegué al jardín de su dios. Los sacerdotes vestidos de amarillo, paseaban si- lenciosos entre los árboles verdes, y sobre un pavimento de mármol negro se levantaba el palacio rosado que sirve de mansión al dios.

"Uno de los sacerdotes, me preguntó qué deseaba.

"Le respondí que quería ver al dios.

"—El dios ha ido de cacería —dijo el sa- cerdote mirándome con sus ojos oblicuos.

"—Dime a qué selva ha ido, pues quiero cabalgar con él —repuse.

“El sacerdote peinó los flecos de su túnica con las uñas puntiagudas, y respondió:

"—El dios está durmiendo.

"—Dime en qué lecho, y velaré su sueño —respondí.

"—El dios está en la fiesta —gritó el sa- cerdote.

"—Si el vino es dulce, beberé con él, y si es amargo beberé también —respondí.

"El sacerdote, asombrado, me cogió de la mano y me condujo al templo.

"En la primera cámara había un ídolo sentado en un trono de jaspe. Era de ébano ta- llado y de la estatura de un hombre. Tenía un rubí en la frente y sus pies estaban enrojecidos por la sangre de un cabrito recién degollado.

"Le pregunté al sacerdote:

"—¿Es éste el dios?

"Y él me respondió:

"—Este es el dios.

"—Enséñame el dios —grité—, o te ma- taré sin vacilar.

"Y le toqué la mano, que se marchitó en- seguida.

"El sacerdote me imploró diciendo:

"—Cure mi señor a su siervo, y le mos- traré al dios.

"Le soplé en la mano que se curó de in- mediato. Temblando me condujo a un segundo aposento, donde había un ídolo, en pie sobre un loto de jade. Era todo de marfil y del doble de la estatura de un hombre. Tenía un crisólito en su frente, y sus pechos estaban ungidos de mirra y cinamomo.

"Yo interrogué al sacerdote:

"—¿Es éste el dios?

"Y él me respondió:

"—Este es el dios.

"—Enséñame el dios—rugí—, o te ma- taré sin vacilar.

"Y le toqué los ojos, que quedaron cie- gos.

"El sacerdote me suplicó diciendo:

"—Cure mi señor a su siervo, y le mos- traré el dios.

"Le soplé en los ojos, y la vista volvió a ellos. Temblando de pavor, el sacerdote me llevó entonces a una tercera estancia. Allí, ¡oh maravilla!, no había ídolo ni imagen alguna, sino solamente un espejo redondo de metal, colocado encima de un altar de piedra.

"Y dije al sacerdote:

"—¿Dónde está el dios?

"Y él me contestó:

"—No hay más dios que este Espejo, que es el Espejo de la Sabiduría. Todas las cosas del cielo y de la tierra las refleja, excepto el rostro de quien se mira en él. No lo refleja para que el que mire pueda ser sabio. Todos los demás es- pejos son espejos de la opinión. Sólo éste es el Espejo de la Sabiduría. Quienes poseen este Espejo, lo saben todo, y no hay nada oculto para ellos. Y quienes no lo poseen, no adquie- ren la Sabiduría. Este es el dios que adoramos nosotros.

"Miré el espejo, y era tal como él me había dicho.

"Hice entonces una cosa muy singular...

No viene al caso que te lo diga, pero en un valle que está a sólo un día de camino, tengo escon- dido el Espejo de la Sabiduría. Permíteme que vuelva a entrar en ti, para servirte, y serás más sabio que todos los sabios, y tuya será la Sabi- duría. Permíteme entrar en ti, y no habrá nadie tan sabio como tú.

El joven Pescador se puso a reír.

—El amor es mejor que la sabiduría — exclamó— y la sirenita me ama.

—Te equivocas, no hay nada mejor que la sabiduría —dijo el alma.

—El amor es mejor —repitió el joven

Pescador, y volvió a sumergirse en las hondu- ras del mar, mientras el alma se alejaba lloran- do a través de las marismas.

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