* * *

Pasado el tercer año, el alma regresó a la orilla del mar y llamó al joven pescador. Este subió desde las profundidades y dijo:

—¿Para qué me llamas?

Y el alma le dijo:

—Acércate más para que pueda hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.

El se acercó a la orilla, y echado sobre el agua, escuchó con la cabeza apoyada en la ma- no.

El alma le contó:

—En una ciudad que conozco, hay una posada a la orilla de un río, donde estuve en compañía de unos marineros que bebían vinos de dos colores y comían pan de cebada con pescaditos salados servidos en hojas de laurel con vinagre; nos divertíamos allí, cuando entró un viejo con una alfombra de cuero y un laúd que tenía dos cuernos de ámbar. Extendió el tapiz en el suelo y comenzó a tocar el laúd con la punta de una pluma; entonces entró corrien- do una muchacha, con el rostro cubierto por un velo, y comenzó a bailar ante nosotros. Tenía cubierto el rostro, pero los pies desnudos. Tenía los pies desnudos y se agitaban sobre el tapiz como dos pichones blancos. Jamás, en ninguno de mis viajes, vi nada tan maravilloso. Y la ciu- dad donde baila queda sólo a una jornada de aquí.

Cuando el joven Pescador oyó las pala- bras de su alma, recordó que la sirenita no tenía pies, y no podía danzar. Y se apoderó de él un gran deseo, y se dijo:

—Puesto que sólo queda de aquí a un día, luego puedo volver al lado de mi amor.

Riendo, se puso de pie y caminó a gran- des pasos hacia la orilla.

Al llegar a tierra firme volvió a reír y ex- tendió los brazos hacia su alma. Y su alma lanzó un gran grito de alegría, y corrió a su encuentro, y penetró en él; y el joven Pescador vio delante suyo, sobre la arena esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

Y su alma le dijo:

—Ven, alejémonos de aquí ahora mis- mo, mira que los dioses del mar son muy celo- sos y tienen monstruos que obedecen sus man- datos.

Se apresuraron y toda aquella noche caminaron bajo la luna, y todo el día siguiente caminaron bajo el sol, y al atardecer llegaron a una ciudad.

Y entonces el joven Pescador preguntó a su alma:

—¿Está es la ciudad donde danza la muchacha de quien me hablaste?

Y su alma contestó:

—No, no es está ciudad, es otra. Sin em-

bargo, entremos.

Y entraron, y vagaron por las calles. Al pasar por el barrio de los joyeros, el joven Pes- cador se fijó en una copa de plata que estaba expuesta en una tienda. Y su alma le dijo:

—Toma esa copa de plata y escóndela.

El tomó la copa y la escondió entre los pliegues de su capa. Luego, precipitadamente, salieron de la ciudad.

Cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador frunció el ceno, arrojó lejos la copa y le dijo a su alma:

—¿Por qué me dijiste que tomara esa copa y la ocultara, siendo eso, como es, una acción vil?

Pero su alma le respondió:

—Cálmate, tranquilízate...

Al anochecer del segundo día, llegaron a otra ciudad, y el joven Pescador preguntó a su alma:

—¿Es ésta la ciudad donde baila la mu- chacha de quien me hablaste?

Y su alma le contestó:

—No, no es esta ciudad, es otra. Sin em- bargo, entremos.

Y entraron, y comenzaron a vagar por las calles. Al pasar por el barrio de los vende- dores de sandalias, el joven Pescador vio a un niño que estaba de pie, cargando un cántaro de agua. Y su alma le dijo:

—Pégale, hazlo caer.

Y él le pegó al niño, hasta hacerlo caer, llorando. Luego escaparon de la ciudad.

Y cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador se irritó y dijo a su alma:

—¿Por qué me hiciste que le pegara a ese niño, siendo eso, como es, una acción vil?

Pero su alma le respondió:

—Cálmate, tranquilízate...

Al amanecer del tercer día llegaron a otra ciudad, y el joven Pescador preguntó a su alma:

—¿Es esta la ciudad donde baila la mu- chacha de quien me hablaste?

Y su alma le contestó:

—Sí, quizás sea esta la ciudad. Entremos a ver.

Y entraron, y recorrieron las calles. Pero en ningún sitio les fue posible encontrar el río, ni la posada que se levantaba a orillas del río. Y la gente de la ciudad lo miraba con extrañeza, y el joven Pescador se atemorizó, y le dijo a su alma:

—Vámonos de aquí, porque la mucha- cha que baila con pies blancos no está en esta ciudad.

Pero su alma le contestó:

—No, quedémonos en esta ciudad, por- que la noche esta oscura y puede haber ladro- nes en el camino.

Se sentaron entonces a descansar en el mercado; cuando al poco rato, pasó un merca- der vestido con una capa de paño de Tartaria que llevaba una linterna al extremo de una ca- ña.

El mercader le dijo:

—¿Por qué te sientas en el mercado, cuando las tiendas ya están cerradas?

Y el joven Pescador repuso:

—No encontré ninguna posada en esta ciudad, y no tengo pariente alguno que me hospede.

—¿Es que acaso no somos todos herma- nos? —dijo el mercader—. ¿Acaso no nos hizo a todos el mismo dios? Ven conmigo, yo tengo en mi casa una habitación para huéspedes. Y el joven Pescador se levantó y siguió al mercader hasta su casa.

Cuando entraron, después de atravesar un jardín de granados, el mercader le trajo agua de rosas en un lavatorio de cobre para que se lavara las manos, y melones maduros para que apagara su sed, y un plato de arroz con una porción de cabrito asado para que saciara su hambre.

Una vez que hubo acabado de comer, lo llevó a la habitación para alojados, y le deseó una buena noche. El joven Pescador le dio las gracias, y besó el anillo que su anfitrión llevaba en el dedo. Luego se tendió sobre los tapices de pelo de cabra, y cubierto con pieles de cordero negro, se quedó dormido.

Tres horas antes de salir el sol, cuando todavía era de noche, su alma lo despertó y le dijo:

—Levántate y anda al cuarto del merca- der, a la misma habitación donde duerme, y mátalo, y róbale el oro; porque tenemos necesi- dad de dinero.

El joven Pescador se levantó, como sonámbulo, y se deslizó sigilosamente hasta la alcoba del mercader. A los pies de su anfitrión había una espada curva, y en un azafate, junto a él, nueve bolsas de oro. Extendiendo la mano, el joven Pescador tocó la espada; pero, apenas lo hizo despertó el mercader estremeciéndose y saltando del lecho, empuñó la espada. Y dijo al joven Pescador:

—¿Vas a devolver el bien por mal y pa- gar con mi sangre la bondad que he tenido con- tigo?

Pero su alma le dijo al joven Pescador:

—¡Mátalo!

Entonces el joven Pescador golpeó al mercader y lo hizo perder el sentido. Luego se apoderó de las nueve bolsas de oro, y huyó rápidamente atravesando el jardín de los gra- nados, y volviendo continuamente el rostro hacia la estrella de la mañana.

Cuando estuvieron a una legua de la ciudad, el joven Pescador se golpeó el pecho y dijo a su alma:

—¿Por qué me ordenaste que asesinara al mercader y le robara su oro? No cabe duda que eres muy perversa.

Pero su alma le respondió:

—Cálmate, tranquilízate...

—¡No! —gritó el joven Pescador—, no puedo tranquilizarme, porque detesto todo lo que me has obligado a hacer. Y a tí también te detesto, y te ordeno que me expliques por qué me has obligado a actuar de esta manera.

Su alma le contestó entonces:

—Cuando te desprendiste de mí y me lanzaste al mundo, no me diste corazón; así que aprendí a hacer todas estas cosas, y a gustar de ellas.

—¿Qué dices? —murmuró el joven Pes- cador.

—Bien lo sabes —contestó su alma—, lo sabes muy bien. ¿Te olvidaste que no me diste corazón? Por eso, no te inquietes, ni me pertur- bes a mí. Tranquilízate, porque no hay dolor que no puedas ahuyentar, ni placer que no puedas conseguir.

Al oír estas palabras atroces, el joven

Pescador tembló, y replicó a su alma:

—Eres perversa y malvada, me has hecho olvidar mi amor, me has seducido con tus tentaciones, y has encaminado mis pies por la senda del pecado.

Pero su alma replicó con petulancia:

—No olvides que cuando me arrojaste al mundo no me diste corazón. Ven, vamos ya a otra ciudad, y divirtámonos, porque tenemos nueve bolsas de oro para gastar.

Esta vez el joven Pescador arrojó al sue- lo las nueve bolsas de oro, y las pisoteó, gritan- do:

—¡No! ¡No quiero nada contigo, ni via- jaré más en tu compañía! Tal como me des- prendí de ti una vez, me desprenderé de nuevo ahora, porque no me has hecho más que daño.

Se volvió de espaldas a la luna, y con el cuchillito de mango de piel de víbora verde, trató de recortar, desde sus pies, esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma. Sin embargo ahora el alma no se separó de él, ni obedeció su mandato, sino que le dijo:

—El hechizo que te enseñó la bruja ya no te sirve ahora, porque ni yo puedo abando- narte, ni tú puedes desprenderte de mí. Sólo una vez en la vida un hombre puede separarse de su alma, pero aquel que la ha recibido de nuevo, tiene que conservarla consigo para siempre; y éste es su castigo y también su re- compensa.

El joven Pescador palideció y apretó los puños, gritando:

—¡Fue una bruja malvada, porque eso no me lo dijo!

—No —repuso su alma—, ella fue fiel a Aquel a quien adora y servirá para siempre. Cuando el joven Pescador comprendió que ya no podría librarse de su alma, que ahora era un alma perversa, y que habitaría en él para siempre, cayó en tierra llorando amargamente.

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