* * *

Al amanecer, el joven Pescador se le-

vantó y dijo a su alma:

—Amarraré mis manos para que no te

obedezcan, cerraré mis labios para que no repi-

tan tus palabras, y volveré al lugar en que vive

la sirena que amo. Caminaré de nuevo hacia el

mar, hacia la bahía donde ella canta habitual-

mente y la llamaré, y le contaré el mal que he

hecho a otros, y el mal que tú me has hecho a

mí.

Y su alma lo tentó, diciéndole:

—¿Qué tan gran cosa es esa amada tuya, para que quieras volver con ella? Hay muchas

mujeres en el mundo que son mucho más her-

mosas. Existen las bailarinas de Samaris, que

bailan imitando a las aves y los animales, y lle-

van los pies teñidos de alheña, y cascabeles en

las manos. Ellas ríen cuando bailan, y su risa es

tan clara como la risa del agua. Ven conmigo y

te las mostraré. Porque, ¿para qué te vas a pre-

ocupar de eso que tú crees que es pecado? ¿No

fueron hechas para el goce las cosas sabrosas de

comer? ¿Y acaso hay algún veneno en lo que es

dulce de beber? No te perturbes más, y ven

conmigo a otra ciudad. Muy cerca de aquí se

encuentra una ciudad, donde hay un jardín de

tulipanes poblado de pavos reales blancos y

pavos reales de pecho azul. Cuando abren sus

colas al sol son como discos de marfil y como

discos de oro. Y la muchacha que los alimenta,

baila con ellos, y algunas veces baila sobre sus

manos y otras veces baila sobre sus pies. Y lleva

los ojos pintados con antimonio, y las aletas de

su nariz tienen el delicado molde de las alas de la golondrina. De una de ellas cuelga una flor

tallada en una perla. Y ríe cuando baila y los

aros de plata que lleva en los tobillos tintinean

como campanitas. No te mortifiques más, y

acompáñame a esa ciudad.

El joven Pescador ya no le contestó a su

alma; cerró sus labios con un sello de silencio,

amarró sus manos con una cuerda, y empren-

dió el regreso hacia el lugar de donde había

venido, hacia la bahía donde su amada cantaba.

Aunque su alma lo tentó sin cesar durante todo

el camino, el joven Pescador no respondió, ni quiso seguir ninguno de sus pérfidos consejos.

Tan grande era la fuerza de su amor.

Cuando por fin llegó a la orilla del mar,

liberó sus manos de la cuerda, levantó de sus

labios el sello de silencio y llamó a la sirenita.

Pero esta vez ella no acudió a su llamada, a

pesar de que él estuvo allí, implorando todo el

día.

Su alma se burlaba, ahora, y le decía:

—Poca es la alegría que te produce tu

amor. Eres como ese que, en tiempos de sequía,

guarda su agua en un cántaro roto. Das lo que

tienes y no recibes nada en cambio. Mejor será

que te vengas conmigo, porque yo sé dónde

está el valle de los Placeres, y las cosas que pa-

san allí.

El joven Pescador siguió sin responder a

su alma, y en una quebrada de la roca, se cons-

truyó una cabaña, y habitó allí todo un año.

Cada mañana llamaba a la sirenita, y todas las

tardes la volvía a llamar, y pasaba las noches

repitiendo su nombre.

Pero ella no salió del agua, jamás acudió

a su encuentro, y tampoco pudo encontrarla en

ningún lugar del mar, a pesar de que la buscó

en las grutas y en el agua verde, en las charcas

de la marea y en los pozos que hay en las pro-

fundidades.

Y sin cesar, su alma le tentaba, susurrándole cosas terribles. Pero no consiguió

vencerlo, tan grande era la fuerza de su amor.

Y cuando pasó todo un año, pensó el

alma:

—He tentado a mi dueño con el mal, y

su amor es más fuerte que yo. Ahora voy a ten-

tarlo con el bien, y quizás venga conmigo.

Habló entonces al joven Pescador diciéndole:

—Te he referido los placeres del mundo,

y no me has escuchado. Déjame ahora que te

hable del dolor del mundo y acaso quieras oír-

me. Porque, en verdad, el dolor es el Rey del

mundo, y no hay nadie que pueda escapar de

sus redes. A unos les falta ropa, y otros no tie-

nen pan. Hay viudas que se visten de púrpura,

y hay viudas que se visten de harapos. A través

de los pantanos caminan los leprosos, y son

crueles unos con otros. De aquí para allá van

los mendigos por los caminos, con sus bolsillos

vacíos. Por las calles de las ciudades pasea el

Hambre, y la Peste se estaciona en las puertas.

Ven, vamos a remediar todo eso. ¿Para qué vas

a quedarte aquí, llamando día y noche a tu

amada, si ves que no viene nunca? ¿Qué tanto

valor tiene ese amor tuyo para que le des tanta

importancia?

Nuevamente el joven Pescador no quiso

contestarle; tan grande era la fuerza de su

amor. Y siguió llamando a la sirenita cada ma-

ñana, y todas las tardes la volvía a llamar y

pasaba las noches repitiendo su nombre. Sin

embargo, ella nunca salió del agua para encon-

trarlo, ni tampoco pudo encontrarla en ningún

lugar del mar, a pesar que la buscó en las co-rrientes, y en los valles que hay debajo de las

olas; la buscó en el mar que al atardecer se tiñe

de rojo, y en el mar que al amanecer se vuelve

gris.

Cuando el segundo año transcurrió, una

noche su alma dijo al joven Pescador, mientras

estaba sentado en la cabaña:

—Te he tentado con el mal y te he tentado con el bien, pero tu amor es más fuerte que yo. No voy a volver a tentarte, pero te ruego que me dejes entrar en tu corazón, para ser

de nuevo una sola contigo, como fuimos antes.

—Por cierto que puedes entrar —dijo el

joven Pescador—, porque en los días que va-

gaste por el mundo sin corazón, has tenido que

sufrir mucho.

—¡Ay! chilló el alma—. No hay sitio pa-

ra mí en tu corazón, está repleto de amor.

—Yo quisiera ayudarte —dijo el joven

Pescador.

En ese instante, un gran grito de duelo

llegó del mar, como el grito que escuchan los hombres cuando muere un hijo del Mar.

El joven Pescador se puso en pie de un

salto, y corrió hacia la orilla. Las olas sombrías se precipitaron hacia la playa, trayendo una

carga más blanca que la plata. Blanca como la

espuma y semejante a una flor flotante sobre las olas empenachadas de negro. La marejada la

arrancó de las olas, la espuma la arrancó de la

marejada, la playa la recibió... y el joven Pesca-

dor vio tendido a sus pies el cuerpo de la sireni-

ta. La sirenita estaba muerta a sus pies.

Con el corazón deshecho de dolor, el jo-

ven pescador se echó sobre la arena, junto a la

sirenita, y besó el rojo frío de su boca, y acarició el ámbar mojado de su cabellera. Se echó junto

a la sirenita, llorando como el que tiembla de

alegría y la estrechó contra su pecho. Estaban

fríos sus labios, pero él los besó. Estaba salada

la miel de su carne, pero él la saboreó con cruel

alegría.

Y habló con el cadáver. En las conchas

de las orejas de la sirenita vertió el vino agrio

de su historia. Puso las manos de ella alrededor

de su cuello, y con sus dedos le acarició la gar-

ganta delicada. Amarga, amarga era su alegría,

y lleno de una extraña plenitud era su dolor.

El mar negro se acercaba hinchándose, y la blanca espuma gemía como un leproso. Con

blancas manos de espuma el mar se aferraba a

la playa. Y del palacio del Rey del Mar se es-

cuchó de nuevo el grito de dolor, y a lo lejos en

alta mar, los tritones soplaron roncamente sus

caracolas.

—Retírate— le advirtió su alma—, por-

que el mar se acerca cada vez más; si te demo-

ras vas a morir. Retírate a un lugar seguro. ¿No

querrás enviarme al otro mundo sin corazón?

Pero el joven Pescador no la escuchaba.

Llamaba a la sirenita, y le decía:

—El amor es mejor que la sabiduría, y

más precioso que las riquezas, y más bello que

los pies de las hijas de los hombres. Al amor no

lo consume el fuego, ni el agua puede apagarlo.

Yo te llamaba al amanecer, y tú no acudiste a

mi llamada. La luna oyó tu nombre, pero tú no

escuchaste. Porque yo te había abandonado, y

para daño mío vagué muy lejos de ti. Sin em-

bargo, tu amor fue siempre conmigo a todas partes, y siempre fue poderoso, y nada prevale-ció contra él, a pesar de que contemplé el mal y

contemplé el bien. Y ahora que tú estás muerta,

yo quiero también morir contigo.

Su alma le suplicaba que se retirase pero

él no quiso hacerlo; tan grande era su amor. Y

el mar se acercó cada vez más y trató de cubrir-

lo con sus olas. Y cuando él supo que su muerte

estaba próxima, besó con labios frenéticos los

labios fríos de la sirenita, y su corazón se hizo

pedazos. Y como la plenitud de su amor hizo

estallar su corazón, el alma encontró una aber-

tura, y por allí entró, y fue de nuevo una sola

con el joven Pescador, tal como antes. Entonces

las sombrías olas del mar cubrieron al joven

Pescador.

* * *

A la mañana siguiente, el sacerdote salió

para bendecir el mar que había estado tormen-

toso, y con él venían los monjes y los músicos, y

los acólitos llevando cirios, y una gran muchedumbre.

Cuando alcanzaron la orilla, el sacerdo-

te vio al joven Pescador, ahogado sobre la playa

con el cuerpo de la sirenita estrechamente abra-

zado. Y retrocedió frunciendo el ceño; y des-

pués de hacer la señal de la cruz anunció con

resentimiento:

—¡No bendeciré al mar, ni a nada de lo

que encierra! ¡Malditos sean los hijos del Mar, y

malditos los que tienen relaciones con ellos! Y

en cuánto a este joven Pescador, que por causa

del amor olvidó a su Dios, y yace así, fulmina-

do por el juicio de Dios, tomen su cuerpo y el

cuerpo de su amante impía, y entiérrenlos al

final del Campo de los Retamos, y no pongan

encima marca ni señal alguna, para que nadie

sepa el lugar donde descansan, porque fueron

malditos en vida, y malditos son también en la

eternidad de la muerte.

La gente le obedeció, y al final del Campo de los Retamos, en un sitio donde no crecía

hierba, cavaron un profundo foso, y allí deposi-

taron los cadáveres.

Cuando hubo pasado el tercer año, lle-

gado que fue el día de la gran fiesta, subió el

cura a la parroquia, para mostrarle al puerto las

llagas del Señor, y hablar de la cólera divina.

Después de vestirse con sus paramentos

sacerdotales, cuando entró y se inclinó ante el

altar, vio que estaba todo cubierto de extrañas

flores fragantes, que jamás había visto ante-

riormente. Eran muy singulares, y su rara be-

lleza le turbó, y el aroma fue dulce para su olfa-

to, sugerente de nostalgias que jamás se cuajar-

ían en recuerdos. Y se sintió alegre, sin saber

por qué estaba alegre.

Después de abrir el tabernáculo y de in-

censar la custodia que había dentro, y demos-

trar la Santa Forma al pueblo, y de esconderla

otra vez detrás del velo de los velos, comenzó

hablar al pueblo. Se había propuesto hablarles de la cólera divina. Pero la belleza de las flores blancas lo turbaba, y su perfume era tan grato a

su olfato, y otras palabras comenzaron a brotar

de sus labios. Así no habló de la ira de Dios, sino del Amor de Dios. ¿Y por qué hablaba así?

No lo sabía.

Al término de su prédica la gente lloraba, y el propio cura volvió a la sacristía con los ojos llenos de lágrimas. Y los diáconos vinieron a despojarle de sus paramentos, le quitaron el alba y el cíngulo, el manípulo y la estola, mas el sacerdote seguía inmóvil como en sueños.

Cuando lo hubieron desvestido, miró a los diáconos y dijo:

—¿Qué flores son esas que hay en el altar, y de dónde provienen?

Y ellos le contestaron:

—Qué flores son no podemos decirlo; pero provienen del final del Campo de los Retamos.

Entonces el cura se estremeció, atravesado de recuerdos, y volviendo a su casa se puso en oración.

Al amanecer del siguiente día, salió con los monjes y los músicos, y los portadores decirios; y los acólitos, y una gran muchedumbre.

Fue caminando hasta la orilla del mar y bendijo al mar, y a todos los seres que viven en él. A los faunos también los bendijo, y a las pequeñas criaturas que danzan en la selva, y a las criaturas de ojos brillantes que espían a través del follaje. A todos los seres del mundo de Dios los bendijo estremeciéndose de amor, y el pueblo estaba lleno de júbilo y asombro.

Sin embargo, desde entonces, nunca más volvieron a crecer flores en aquel rincón de los Campo de los Retamos, que volvió a quedar tan desierto como lo había sido.

Tampoco volvieron a entrar los hijos del Mar en la bahía, como acostumbraban a hacerlo, porque se fueron a otro lugar del limpio océano.

FIN

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