Una noche se trataba con toda solemnidad
en el saloncillo de la Serrano la ardua cuestión
de quiénes debían ser los pocos artistas del teatro Español a quien el Gobierno había de de-
signar para representar dignamente nuestra
escena en una especie de certamen teatral que
celebraba una gran corte extranjera. Había que
escoger con mucho cuidado; no habían de ir
más que las eminencias que fuera de España
pudieran parecerlo también. Baluarte era el
designado por el Ministro de Fomento para la
elección, aunque oficialmente la cosa parecía
encargada a una Comisión de varios. En reali-
dad, Baluarte era el árbitro. De esto se trataba;
en otra compañía ya había escogido; ahora
había que escoger en la de Petra.
Se había convenido ya, es claro, en que iría al
certamen, exposición o lo que fuese, Petra Se-
rrano. Baluarte, en pocas palabras, dio a enten-
der la sinceridad con que proclamaba el sólido
mérito de la actriz ilustre. Después, no con tan-
ta facilidad, se decidió que la acompañara Fer-
nando, galán joven que a su lado se había
hecho eminente de veras. En el saloncillo estaban las principales partes de la compañía; Ba-
luarte y otros dos o tres literatos, íntimos de la
casa. Hubo un momento de silencio embarazo-
so. En el rincón de siempre, de antaño, Juana
González, como en capilla, con la frente humi-
llada, ardiendo de ansiedad, esperaba una sen-
tencia en palabras o en una preterición doloro-
sa. «¡Baluarte no se acordaba de ella!». Los ojos
de Petra brillaban con el sublime y satánico
esplendor del egoísmo en el paroxismo. Pero
callaba. Un infame, un envidioso, un cómico
envidioso, se atrevió a decir:
-Y... ¿no va La Ronca?
Baluarte, sin miedo, tranquilo, sin vacilar,
como si en el mundo no hubiera más que una
balanza y una espada, y no hubiera corazones,
ni amor propio, ni nervios de artista, dijo al
punto, con el tono más natural y sencillo:
-¿Quién, Juanita? No; Juana ya sabe donde llega su mérito. Su talento es grande, pero... no
es a propósito para el empero de que se trata.
No puede ir más que lo primero de lo primero.
Y sonriendo, añadió:
-Esa voz que a mí me encanta muchas ve-
ces... en arte, en puro arte, en arte de exposi-
ción, de rivalidad, la perjudica. Lo absoluto es
lo absoluto.
No se habló más. El silencio se hizo insopor-
table, y se disolvió la reunión. Todos compren-
dieron que allí, con la apariencia más tranquila,
había pasado algo grave.
Quedaron solos Petra y Baluarte. Juana
había desaparecido. La Serrano, radiante, llena
de gratitud por aquel triunfo, que sólo se podía
deber a un Baluarte, le dijo, por ver si le hacía
feliz también halagando su vanidad:
-¡Buena la ha hecho usted! Estos sacerdotes de la crítica son implacables. Pero criatura, ¿usted
no sabe que le ha dado un golpe mortal a la
pobre Juana? ¿No sabe usted... que ese desai-
re... la mata?
Y volviéndose al crítico con ojos de pasión, y
tocándole casi el rostro con el suyo, añadió con
misterio:
-¿Usted no sabe, no ha comprendido que
Juana está enamorada... loca... perdida por su
Baluarte, por su ídolo; que todas las noches
duerme con un libro de usted entre sus manos;
que le adora?