DEL AISLAMIENTO Y DE LA VIDA EN COMÚN

Para completar estas teorías es preciso estudiar qué es la independencia que se basta a sí misma, y compararla con la amistad, para ver sus relaciones y su valor recíproco, porque puede preguntarse si en el caso de que alguno sea absolutamente independiente y se baste a sí mismo en todo, podrá aún tener un amigo, si es cierto que sólo por necesidad se busca un amigo.

Pero si el hombre de bien es el más independiente de todos los hombres, y si la virtud es la única condición de la felicidad,

¿qué necesidad tiene aquél de ningún amigo? El ser que se basta plenamente a sí mismo no tiene necesidad ni de gentes que le sean útiles, ni de los que sean benévolos con él, ni de la vida en común, puesto que puede ampliamente vivir solo y a solas consigo mismo. Esta independencia absoluta resalta, sobre todo con evidencia, en la Divinidad.

Es claro que Dios, no teniendo necesidad de nada, no necesita amigos, ni los tiene, como no tiene tampoco ni poco ni mucho el carácter del dueño, que manda a esclavos. Por consiguiente, será el hombre más dichoso el que menos necesidad ten-ga de amigos, o, más bien, no tendrá necesidad de ellos sino en la misma proporción en que es imposible al hombre ser absolutamente independiente y bastarse a si propio en el aislamiento.

El hombre muy virtuoso necesariamente ha de tener pocos amigos, y cada vez tendrá menos No trata de procurárselos, y no sólo se desentiende de los amigos útiles, sino también de los que serían dignos de ser escogidos para la vida común. También en este caso resulta con toda evidencia que no debe buscarse al amigo por el uso que pueda hacerse de él, ni por el provecho que pueda sacarse, sino que el único verdadero amigo es el que lo es por virtud.

Cuando no necesitamos de nadie, buscamos siempre los que pueden gozar con nosotros de nuestros bienes, y preferimos los que están en posición de recibir nuestros beneficios a los que pudieran dispensárnoslos. Nuestro discernimiento es más justo cuando carecemos de alguna cosa; en esta última situación es cuando experimentamos la necesidad de tener amigos dignos de vivir con nosotros.

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Para resolver bien esta cuestión, es preciso ver si hay algún error en todas estas teorías, y si la comparación de que nos servimos aquí nos oculta alguna parte de la verdad. Responde-remos con perfecta claridad, explicando lo que es la vida como acto y como fin. Evidentemente, vivir es sentir y conocer, y, por consiguiente, vivir juntos es sentir juntos y conocer juntos.

Pero sentirse a sí mismo y conocerse a sí mismo es para todo hombre la cosa más grata que existe, y he aquí por qué el vivir es un deseo que la naturaleza ha puesto en todos nosotros cuando nos ha creado, porque es preciso tener en cuenta que la vida no es, en cierta manera, otra cosa que un conocimiento.

Luego, si se pudiese cortar la vida y el conocimiento en dos, y separar el conocimiento de manera que quedase aislado y en sí mismo únicamente, cosa, por otra parte, que no puede expre-sarse en el lenguaje, pero que, en realidad puede concebirse, desde este momento no habría ya ninguna diferencia en que otro ser viviese en vuestro lugar u ocupando vuestro puesto, aunque se prefiere, y con razón, el sentir y conocer uno mismo.

Porque es preciso que vuestra razón acepte estas dos ideas a la vez: en primer lugar, que la vida es una cosa que se desea; y, en segundo, que el bien se desea igualmente, porque sólo así pueden los hombres tener la naturaleza que tienen. Luego, si en la serie coordinada de las cosas, uno de los elementos se encuentra siempre en la categoría del bien, es porque conocer y escoger las cosas participa de una manera general de la naturaleza finita. Por consiguiente, querer uno sentirse a sí mismo es querer existir en sí mismo de una cierta manera, de una manera especial.

Pero, como de hecho no somos por nosotros mismos ninguna de estas facultades separadamente, sólo existimos gozando de estas dos facultades reunidas, la de sentir y la de conocer. Así, sintiendo, es cómo se hace uno sensible, sobre el punto mismo en que al principio se ha sentido en la manera con que se ha sentido, y en el tiempo en que se ha sentido. Asimismo, conociendo es cómo se hace uno capaz de conocer. Por esta causa, quiere uno vivir siempre, porque se quiere conocer siempre; en otros términos, se desea ser uno mismo la cosa que se conoce.

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Desde este punto de vista podría parecer extraño el deseo que tiene el hombre, de vivir con sus semejantes en vida co-mún, ante todo para atender a las necesidades que compartirnos con los demás animales, quiero decir, las de comer y beber, las cuales, ordinariamente, quiere el hombre satisfacer en compañía de alguien. ¿Qué diferencia hay, en efecto, entre satisfacer estas necesidades juntos y satisfacerlas separadamen-te, desde el momento en que se suprima de estas reuniones la palabra con cuyo auxilio nos comunicamos unos con otros? Los hombres independientes no pueden, por otra parte, conversar con el primero que llega. Y añado que no es posible que estos amigos que se suponen independientes y capaces de bastarse a sí mismos, aprendan nada en tales conversaciones, ni enseñan nada a los demás.

Si uno aprende algo con respecto a sí mismo, es que no es to-do lo que debe ser en punto a suficiencia personal; por otra parte, jamás es uno amigo del maestro que os instruye, puesto que la amistad es una igualdad y una semejanza. Sea de esto lo que quiera, es un gran placer el estar juntos, y gozamos más de nuestra felicidad haciendo partícipes de ella a nuestros amigos hasta donde podamos, y dándoles siempre lo mejor que tenemos. Por lo demás, con uno se comparten placeres puramente materiales, con otro los que proporcionan las artes, con un tercero los de la filosofía. Lo que se quiere, sobre todo, es estar con su amigo, porque, como dice el proverbio: "Es una cosa muy triste tener los amigos lejos de sí." Lo cual quiere decir que los que una vez son amigos no deben alejarse uno de otro.

Por esta razón, el amor se parece tanto a la amistad. El amante desea siempre vivir con aquel a quien ama, no ciertamente co-mo quiere la razón que se viva en común, sino tan sólo para satisfacer las exigencias de los sentidos y de la pasión.

He aquí lo que dice el razonamiento que nos entorpece, pero he aquí también cómo pasan las cosas en la realidad y cómo descubriremos la causa de embarazo en que nos hemos visto envueltos. Indaguemos dónde está la verdad.

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Es cierto, en primer lugar, que el amigo quiere ser, como di-ce el proverbio, "otro Hércules, otro yo." Sin embargo, es distinto de nosotros, está separado, y es difícil reunirse en un solo y mismo individuo. Este ser, que conforma perfectamente con nosotros por naturaleza, es otro que nosotros por su cuerpo, por más que sea semejante, y además es otro por el alma, y quizá difiere más en cada una de las partes de esta alma y de este cuerpo. No obstante, no por esto el amigo quiere ser menos otro yo mismo, separado de mí. Y así, sentir a su amigo es, en cierta manera, sentirse a sí mismo; como es conocerse a sí mismo el conocerle.

Es, pues, una vivísima felicidad, que aprueba la razón, el gozar con su amigo hasta de los placeres vulgares y estar en su compañía, puesto que así le sentirnos siempre a él mismo sintiendo las cosas con él. Pero es una felicidad mucho mayor el disfrutar juntos placeres más elevados y más divinos. La causa de esta felicidad consiste en que es siempre más dulce contem-plarse a sí mismo en un hombre de bien, que en uno mismo. A veces es un simple sentimiento, un acto o alguna otra cosa lo que reúne los corazones.

Ahora bien, si es grato el ser uno dichoso, y si la vida común tiene la ventaja de poder obrar de concierto, la sociedad de los hombres eminentes, unidos por la amistad, es la cosa más grata del mundo. Consagrarse juntos a estas nobles contemplaciones o a estos delicados goces, tal es el fin de estas amistades; mientras que reunirse para comer en común o satisfacer las necesidades que la naturaleza nos impone es sólo un grosero placer. Pero cada uno de nosotros quiere realizar en esta comunidad el fin especial a que le es dado aspirar, y lo que más se desea cuando no se puede alcanzar la perfecta unión es hacer servicios a sus amigos y recibir otros en cambio. Es preciso confesar, pues, que el hombre está hecho para vivir en sociedad con sus semejantes, que realmente todos los hombres buscan la vida común, y que el hombre más dichoso y el mejor de todos es el que la busca con más empeño.

Se ve, pues, que lo que en esta cuestión nos parecía de pron-to poco conforme con la razón, era, sin embargo, una consecuencia bastante racional de la parte de verdad contenida en

129 este razonamiento; y, gracias a la comparación tan exacta que hemos hecho, hemos encontrado la solución que buscábamos.

No; Dios no está hecho de tal manera que tenga necesidad de un amigo, y que pueda encontrar otro semejante a él. Pero debemos cuidar de no extremar este razonamiento, porque llegaríamos a arrancar el pensamiento mismo al hombre de bien.

Dios, para ser dichoso, no tiene que estar sometido a las mismas condiciones que nosotros, porque es demasiado perfecto para poder pensar en otra cosa que en sí mismo. Por lo contrario, respecto del hombre, la felicidad sólo puede referirse a una cosa distinta que nosotros mismos, mientras que para Dios la felicidad no puede encontrarse sino en su propia esencia.

Por otra parte, decir que debemos procurarnos muchos amigos y desearlos, y decir, al mismo tiempo, que tener muchos amigos es no tener ninguno, son dos cosas que no se contradicen, y de ambos lados hay razón. Como puede vivirse, a la vez, con muchas personas y simpatizar con aquellas, debe desearse mucho que tales personas sean tantas cuantas sea posible. Pe-ro como esto es muy difícil, es necesario que esta comunidad efectiva de sensaciones y estas simpatías se concentren en un pequeño número de personas.

Por consiguiente, no sólo no es conveniente tener muchos amigos, porque se necesitan siempre pruebas de su afección, sino que tampoco lo es gozar del afecto de tan numerosos amigos cuando se tienen. A veces queremos que el que amamos esté lejos de nosotros, si es ésta una condición para su felicidad; otras deseamos, por lo contrario, que participe de los bienes que disfrutamos; deseo de estar juntos, que es señal de una sincera amistad. Cuando es posible estar reunidos y de es-te modo ser dichosos, nadie duda en desearlo. Pero cuando es imposible, se hace entonces lo que hizo la madre de Hércules, que prefirió separarse de su hijo y verle convertido en un dios, a tenerlo cerca de sí y verle esclavo de Euristeo.

El amigo podría, en este caso, dar la misma respuesta que de burlas dio un Lacedemonio a uno que le aconsejaba en medio de una tempestad que llamara a los Dioscuros en su auxilio. Es ciertamente propio del que ama el evitar que su amigo participe de todas las pruebas desagradables y penosas, así como es 130 también lo propio del amado tomar parte en ellas. Ambos tienen razón al obrar de esta manera, porque nada debe ser para un amigo más penoso, así como nada más dulce, que la presencia de su amigo.

Por otra parte, en el terreno de la amistad no debe uno pensar únicamente en sí mismo, y por esto se desea evitar al ami-go toda participación en el mal que uno sufre. Debe ser uno so-lo en la pena, y se tildaría de egoísmo al que comprara su placer a expensas del dolor de su amigo. Es cierto que los males son más ligeros cuando no es uno solo a padecerlos, y como es natural desea ser dichoso y tener compañía, es claro que se prefiere unirse a otro, aunque el bien que se espere sea menos grande, a estar separados gozando de un bien mayor. Pero co-mo no se puede saber exactamente todo lo que vale la vida co-mún, varían las opiniones sobre este punto. Unos creen que la amistad consiste en comunicarse todo sin excepción, porque es mucho más agradable, dicen, comer juntos, aun suponiendo que ambos tengan una comida igualmente buena. Otros, por lo contrario, no quieren que su amigo comparta su pena, y puede concederse que tienen razón, porque, llevando las cosas al extremo, llegaría a sostenerse que vale más sufrir horriblemente juntos que ser muy dichosos separadamente.

Las mismas perplejidades, poco más o menos, siente el corazón de un amigo cuando está en la desgracia. A veces deseamos que nuestros amigos estén lejos de nosotros y no partici-pen de nuestro dolor, cuando nada podrían hacer respecto de

él. Otras veces se miraría su presencia como el más dulce cons-uelo que podría tenerse. Esta contradicción aparente no tiene nada de irracional, y se explica por lo que acabamos de decir.

Hablando en absoluto, queremos evitar el ver un dolor cualquiera y hasta un simple embarazo que se refiera a nuestro ami-go, por lo mismo que lo evitaríamos tratándose de nosotros mismos.

Por otra parte, entre las cosas gratas de la vida, la más grata es ver al amigo por los motivos que hemos indicado, y verle sin sufrimiento, aun cuando uno mismo padezca personalmente.

Pero, según que el placer arrastra a uno en este o en aquel sentido, así se inclina a desear la presencia del amigo o su 131 ausencia. Esto es lo que, por una causa semejante, experimentan los corazones de una naturaleza inferior; muchas veces en la desgracia que los envuelven desean que sus amigos no sean tampoco dichosos, para no ser solos en sufrir la calamidad que ha caído sobre ellos. Llegan a veces hasta matar con ellos a quienes aman , imaginándose, sin duda que sus amigos sentirán así más su mal , sea que en su desesperación recuerden más vivamente la felicidad que han gozado en otro tiempo, sea que teman permanecer siendo siempre desgraciados…

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