De la intención

En seguida de lo dicho, analicemos la intención, después de haber expuesto previamente las cuestiones teóricas que suscita esta materia. La primera duda que se presenta al espíritu consiste en saber en qué género se coloca naturalmente la inten-ción, y a qué clase es preciso referirla. ¿El acto voluntario y el acto hecho con intención son diferentes el uno del otro, o son una sola y misma cosa? Algunos sostienen, y si paramos la atención quizás es aceptable su dictamen, que la intención es una de estas dos cosas: o la opinión o el apetito, porque estos dos fenómenos acompañan siempre, al parecer, a la intención.

Es evidente, en primer lugar, que la intención no se confunde con el apetito, porque sería entonces voluntad, deseo o cólera, puesto que el apetito supone siempre que se ha experimentado una u otra de estas impresiones. La cólera y el deseo pertenecen igualmente a los animales, mientras que la intención nunca les pertenece. Además, los seres, que reúnen estas dos facultades, hacen con intención una multitud de actos en los que no entran para nada la cólera ni el deseo, y cuando son arrastrados por deseo o por la pasión ya no obran con intención. sino que son puramente pasivos. Añádase, por último, que el deseo y la cólera van siempre acompañados de alguna pena, mientras que hay muchas cosas en las que interviene nuestra intención, sin que experimentemos el menor dolor.

Tampoco puede decirse que la voluntad y la intención sean una misma cosa. A veces se quieren cosas imposibles sabiendo que lo son; como, por ejemplo, reinar sobre todos los hombres o ser inmortal. Pero nadie ha tenido nunca la intención de hacer una cosa imposible, si no ignora que lo es, ni tampoco, en general, hacer lo que es posible, cuando cree, por otra parte, que no está en situación de hacer o no hacer la cosa. He aquí, pues, un punto evidente: que siempre el objeto de la intención debe de ser, necesariamente, una cosa que sólo dependa de nosotros. No es menos claro que la intención tampoco se confun-de con la opinión o con el juicio, ni absolutamente con un simple objeto del pensamiento.

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La intención, como acabamos de decir, sólo puede aplicarse a cosas que deben depender de nosotros. Pero pensamos en una multitud de cosas que no dependen absolutamente de no sotros; por ejemplo, que el diámetro es conmensurable. Ade más, la intención no es ni verdadera ni falsa, como no lo es tampoco nuestro juicio en las cosas prácticas, que sólo dependen de nosotros, cuando nos induce a creer que debemos hacer o no hacer alguna cosa. Pero he aquí un punto común a la voluntad y a la intención; y es que la intención nunca se aplica directamente a un fin, y sí sólo a los medios que conducen a este fin.

Por ejemplo, nadie tiene la intención de mantenerse sano, si-no que tan sólo se tiene la intención de pasearse o de permanecer sentado con la mira de la salud que se desea. Tampoco se tiene la intención de ser dichoso, y sí la de adquirir fortuna o arrostrar un peligro para alcanzar la felicidad.

En una palabra, cuando se decide una cosa y se manifiesta una intención, puede decirse siempre lo que se tiene intención de hacer y aquello en vista de lo que se tiene esta intención.

Hay aquí dos cosas muy distintas; una, teniendo en cuenta la cual se tiene intención de hacer la otra; y la segunda, que se tiene intención de hacer con la mira de la primera. Ahora bien, lo que es eminentemente también el objeto de la voluntad es el fin que se desea; y lo que es igualmente el objeto de la opinión es, por ejemplo, que es preciso mantenerse sano y que es preciso ser dichoso. Resulta, pues, completamente evidente, en vista de estas diferencias que la intención no se confunde ni con el juicio u opinión, ni con la voluntad. La voluntad y el juicio se aplican esencialmente a un fin último, y la intención no.

Por tanto, es claro que, absolutamente hablando, la intención no es la voluntad, ni el juicio, ni la concepción. ¿Pero en qué difiere de todo esto? ¿Cuál es la relación precisa que tiene con la libertad y con lo voluntario? Resolver estas cuestiones equival-dría a demostrar claramente lo que es la intención.

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Entre las cosas que pueden ser o no ser, hay algunas que son de tal naturaleza que se puede deliberar sobre ellas; y otras en las que la deliberación no es posible. Las posibles, en efecto, pueden ser o no ser; pero la producción de ellas no depende de nosotros, puesto que las unas son producidas por la naturaleza y las otras por diversas causas. Por tanto, no podría deliberar-se sobre estas cosas, a no ignorar absolutamente lo que son.

Mas las cosas que no sólo pueden ser o no ser, sino que es posible, además, que sean objeto de las deliberaciones humanas, son precisamente las que depende de nosotros hacer o no hacer.

Y así, no deliberamos sobre lo que pasa en las Indias, ni sobre los medios de convertir el círculo en cuadrado; porque lo que pasa en las Indias no depende de nosotros, y la cuadratura del círculo no es cosa factible. Es cierto que tampoco se delibera sobre todas las cosas realizables, que no dependen más que de nosotros, lo cual es una nueva prueba de que, absolutamente hablando, la intención y que pueden hacerse son, necesariamente, de las que dependen de nosotros. También, teniendo es-to en cuenta, se podría preguntar: ¿En qué consiste que los médicos deliberan sobre las cosas cuya ciencia poseen, mien tras que los gramáticos nunca deliberan? Porque, pudiendo in-currirse en error de dos maneras, puesto que cabe engañarse por efecto del razonamiento o de la simple sensación, cabe este doble motivo de error en medicina; mientras e si en gramática se quisiera discutir la sensación y el uso, sería cosa de nunca acabar.

No siendo la intención el juicio, ni la voluntad, tomados separadamente, ni tampoco tomándolos juntos, porque la intención no se produce nunca instantáneamente, mientras que se puede juzgar sobre la marcha que es preciso obrar y querer en el instante mismo, queda sólo que se componga de estos dos ele mentos unidos en cierta medida, y encontrándose ambos en to do acto de intención.

Pero es preciso examinar de cerca cómo la intención puede componerse del juicio y de la voluntad. Ya la palabra misma nos lo indica en parte, porque la intención que entre dos cosas prefiere una es una tendencia a escoger, no una elección

52 absoluta, pero sí la elección de una cosa que se coloca antes que otra. Ahora bien, esta elección no es posible sin una deliberación y examen previos. Y así, la intención, la preferencia reflexiva, nace de un juicio que va acompañado de voluntad y de deliberación.

Pero, hablando propiamente, nunca se delibera sobre el fin que uno se propone, porque el fin es el mismo para todo el mundo; se delibera sólo sobre los medios que pueden conducir a este fin. Se delibera, en primer lugar, para saber si tal o cual cosa es la que puede conducirnos al fin, y, una vez que se ha juzgado que tal cosa conduce a él, se delibera para saber cómo se adquirirá esta cosa.

En una palabra, deliberamos sobre el objeto que nos ocupa hasta que hemos sometido a nosotros mismos y a nuestra inic iativa el principio que debe producir todo lo demás. Luego, si no se puede aplicar la intención y la preferencia, sin haber previamente examinado y pesado lo mejor y lo peor, y si sólo se puede deliberar sobre lo que depende de nosotros relativamente al fin que se busca en las cosas que pueden ser o no ser, se sigue de aquí evidentemente que la intención o preferencia es un apetito, un instinto capaz de deliberar sobre cosas que dependen de nosotros; porque queremos siempre lo que hemos resuelto hacer, mientras que no resolvemos siempre hacer lo que queremos. Llamo capaz de deliberar a aquella facultad respecto de la que la deliberación es el principio y la causa, y que hace que se desee una cosa porque se ha deliberado sobre ella.

Esto nos explica por qué la intención, acompañada de la preferencia, no se encuentra en los demás animales, y por qué el hombre mismo no la tiene en todas las edades ni en todas circunstancias.

Esto nace de que la facultad de deliberación, lo mismo que la concepción de la causa, no se encuentran en ellos tampoco, y aunque los más de los hombres tengan la facultad de juzgar si es preciso hacer o no hacer tal o cual cosa, está muy distante de que puedan todos decidirse en vista del razonamiento, mediante a que la parte del alma que delibera es la que es capaz, de considerar y comprender una causa.

El porqué, la causa final, es una de las especies de causa; to-da vez que el porqué es causa; y el fin, en cuya vista otra cosa existe o se produce, se llama causa. Así, por ejemplo, la

53 necesidad de recoger las rentas que se poseen es causa de que se haga un viaje, si es cosa que se ha puesto uno en camino con la mira de realizar aquellos recursos. He aquí cómo los que no se proponen ningún fin son incapaces de deliberar.

Podemos, pues, afirmar que el hombre, en punto a cosas que depende de él hacer o no hacer, cuando las hace o las evita con completa voluntad, las hace o se abstiene con conocimiento y no por ignorancia; y, en efecto, hacemos muchas cosas de esta clase sin haber pensado ni reflexionando previamente en ellas.

De aquí, como consecuencia necesaria, que lo intencional es siempre voluntario, mientras que lo voluntario no es siempre intencional; o, en otros términos, todas las acciones intencionales son voluntarias, mientras que no todas las acciones voluntarias son intencionales.

Esto nos prueba al mismo tiempo que los legisladores han te nido razón para dividir los actos y las pasiones del hombre en tres clases, voluntarios, involuntarios y premeditados; y por más que no hayan en esto llegado a una perfecta exactitud, no por eso han dejado de alcanzar en parte la verdad. Pero éstas son cuestiones que trataremos al estudiar la justicia y el derecho.

En cuanto a la intención o preferencia es evidente que no es absolutamente ni la voluntad, ni el juicio, y que es el juicio y el apetito reunidos cuando se resuelve y se decide un acto después de una deliberación previa. Además, como cuando se delibera se hace siempre en vista de algún fin que se quiere realizar, y hay siempre un objeto en el cual tiene fijas sus miradas el que delibera para discernir lo que le puede ser útil, resulta de aquí, lo repito, que nadie delibera, propiamente hablando, sobre el fin; pero este fin es el principio y la hipótesis inicial de todo lo demás, como lo son las hipótesis fundamentales en las ciencias de pura teoría. Ya hemos expuesto algo sobre este punto al principio de esta discusión, y lo hemos tratado con el mayor detenimiento en los Analíticos. Por otra parte, el examen de los medios que pueden conducir al fin que se desea puede hacerse con la habilidad que inspira el arte o sin

54 habilidad; por ejemplo, si se delibera sobre si se deberá hacer o no la guerra, puede uno mostrarse más o menos hábil en esta deliberación.

El punto que desde luego ha de merecer más atención es el de saber en vista de qué debe obrarse, es decir, el porqué. ¿Es la riqueza lo que se quiere? ¿O es el placer o cualquiera otra cosa el verdadero fin en vista del cual se obra? El hombre que delibera no lo hace sino porque después de haber considerado el fin que quiere conseguir, cree que el medio empleado puede hacer que este fin venga a él, o porque este medio puede con-ducirle a él a ese mismo fin. El fin, por naturaleza, siempre es bueno, lo mismo que el medio particular sobre el cual se delibera especialmente.

Por ejemplo, un médico delibera para saber si administrará tal o cual remedio, y un general delibera para saber el punto donde habrán de acampar las tropas, y en todos estos casos el fin que se propone es bueno y es en absoluto lo mejor. Es un hecho contrario a la naturaleza y que trastorna el orden de las cosas que el fin no sea el bien verdadero, sino sólo la apariencia del bien. Esto nace de que hay entre las cosas algunas que sólo pueden servir para el uso especial a que la naturaleza las ha destinado. Esto sucede con la vista, por ejemplo; no hay medio de ver las cosas a las que no se dirige la vista, ni de oír las cosas sin la mediación del oído. Pero, por medio de la ciencia pueden hacerse cosas cuya ciencia no se tiene; y así, aunque la misma ciencia trata de la salud y de la enfermedad, no trata de ellas de la misma manera, puesto que la una es conforme a la naturaleza y la otra contraria a ella.

Absolutamente en igual forma, en el orden de la naturaleza la voluntad se aplica siempre al bien, y cuando es contraria a la naturaleza es cuando se puede aplicar igualmente al mal. Por naturaleza quiere el bien, y sólo quiere el mal contra naturaleza y por perversidad. Pero la destrucción y la perversión de una cosa no dan lugar a que adquiera al azar otro nuevo estado cualquiera. Las cosas entonces pasan a ser sus contrarios y a los grados intermedios, porque no es posible salir de estos límites, y el error mismo no se produce indiferentemente en cosas tomadas al azar. El error sólo se produce en los contrarios en 55 todos los casos en que hay contrarios; y, aun entre los contrarios, el error sólo tiene lugar en los contrarios que lo son según el conocimiento que de ellos se tiene.

Hay, pues, una especie de necesidad de que el error y la in tención o preferencia reflexiva pasen del medio a los diversos contrarios, y el más y el menos son los contrarios del medio o del término medio. La causa del error es el placer o la pena que sentimos, porque estamos hechos de tal manera que el al-ma mira como un bien lo que le es agradable, y lo que le es más agradable le parece mejor, así como lo que es penoso le parece malo y lo que es mas penoso le parece también peor.

Esto mismo nos debe hacer ver claramente que el vicio y la virtud sólo se refieren a los placeres y a las penas. En efecto, la virtud y el vicio se aplican exclusivamente a actos en que podemos señalar nuestra intención y nuestra preferencia. Pero la preferencia se aplica al bien y al mal, o, por lo menos, a lo que nos parece tal, y en el sentido ordinario de la naturaleza el placer y el dolor son el bien y el mal.

Además, hemos mostrado que toda virtud moral es siempre una especie de medio en el placer y en la pena, y que el vicio consiste en el exceso o en el defecto relativamente a las mismas cosas a que se refiere la virtud. La consecuencia necesaria de estos principios es que la virtud es este modo de ser moral que nos induce a preferir el medio en lo que toca a nosotros mismos, así en las cosas agradables como en las penosas; en una palabra, en todas las cosas que constituyen verdaderamen-te el carácter moral del hombre, sea en la pena, sea en el placer, porque jamás se dice de un hombre que tiene tal o cual ca-rácter por el simple hecho de que guste de las cosas dulces o de las amargas.

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