Capítulo XLVI

De los nombres

Cualesquiera que sea la diversidad de hierbas de que se componga, el conjunto se comprende siempre bajo el nombre de ensalada; así, con motivo de hablar aquí de los nombres, quiero hacer un picadillo de diversos artículos.

Cada nación tiene algunos que se toman, no sé por qué razón, en mala parte, y entre nosotros los de Juan, Guillermo[372] y Benito. Parece haber en la genealogía de los príncipes ciertos nombres fatalmente predestinados a determinados países, como el de Tolomeo en Egipto, el de Enrique en Inglaterra, el de Carlos en Francia y el de Balduino en Flandes. En nuestra antigua Aquitania teníamos el de Guillermo, de donde se dice que por una singular casualidad deriva el nombre de Guiena. Esta derivación parecerá extraña a primera vista, pero todavía se encuentran algunas cosas más peregrinas en las obras de Platón mismo.

Es una cosa sin importancia, mas sin embargo digna de memoria por su extrañeza, y escrita por testigo ocular, que Enrique, duque Normandía, hijo de Enrique II, rey de Inglaterra, en ocasión en que daba un banquete en Francia, los nobles concurrieron a la fiesta en número tan considerable, que habiendo por pasatiempo dividídose en grupos por la semejanza de sus nombres, en el primero, que fue el de los Guillermos, hubo hasta ciento diez caballeros sentados a la mesa que llevaban este nombre, sin contar los criados, ni los que no eran más que simples gentilhombres.

Tan curiosa como distribuir las mesas por los nombres de los asistentes era la costumbre del emperador Geta, el cual ordenaba el servicio de los diversos platos de carnes atendiendo a la letra con que éstas empezaban; servíanse primero aquellas cuya inicial era la M, y así los demás manjares.

Dícese que es conveniente tener buen nombre, es decir, reputación y crédito; pero además es también útil tener uno sonoro y que fácilmente pueda pronunciarse y retener en la memoria, pues de tal suerte, los reyes y los grandes nos conocen con mayor facilidad, y nos olvidan menos. Entre los criados de nuestro servicio, mandamos más ordinariamente y empleamos con más frecuencia a aquellos que tienen uno cuya pronunciación es cómoda y que viene a la lengua con mayor facilidad. Yo he visto al rey Enrique II no poder mentar a derechas a un gentilhonibre de esta provincia de Gascuña; y porque era muy raro el que llevaba una camarera de la reina, el mismo rey Enrique II creyó oportuno designarla con el dictado general de la casa a que pertenecía. Sócrates estimaba digno del cuidado paternal el dar a los hijos un nombre hermoso.

Refiérese que la fundación de Nuestra Señora, la Grande, de Poitiers, debió su origen a que un joven de malas costumbres que vivía allí, habiendo llevado a su casa una doncella a quien preguntó su nombre, que era el de María, sintiose tan vivamente ganado, al oírlo, por los sentimientos piadosos y por el respeto del dictado sacrosanto de la Virgen, madre de nuestro Salvador, que no sólo la dejó marchar, sino que se enmendó de sus yerros para todo el resto de su vida. En consideración de este milagro fue edificada en la misma plaza donde estaba la casa del joven, una capilla bajo la advocación de Nuestra Señora, y luego la iglesia que hoy vemos. Esta conversión, vocal y auricular, tocó derecha en el alma del pecador. La siguiente, del mismo género, insinuose por mediación de los sentidos corporales. Estando Pitágoras en compañía de unos jóvenes, a quienes oía fraguar una conjuración, enardecidos como se hallaban por la fiesta que celebraban, que tenía por fin asaltar una casa de mujeres honradas, ordenó que la orquesta cambiara de tono, y merced a una música grave, severa y espondaica, encantó dulcemente el ardor juvenil, y lo adormeció.

La posteridad no dirá que nuestra reforma religiosa actual no ha sido de todo punto escrupulosa, pues no sólo ha combatido vicios y errores y llenado la tierra de devoción, humildad, obediencia, paz, y toda suerte de virtudes, sino que también ha llegado hasta a combatir nuestros antiguos nombres de Carlos, Luis, Francisco, para poblar el mundo de Ezequieles, Malaquías y Matusalenes, los cuales están mucho más conformes con la verdadera fe cristiana. Un gentilhombre, vecino mío, comparando las ventajas del tiempo viejo con el nuestro, no se olvidaba de señalar la altivez y magnificencia de los nombres que llevaba la nobleza de antaño, los Grumedan, Quedragan, Agesilan; y añadía que sólo al oírlos resonar se advertía que aquellos que los ostentaban eran gentes de otro temple que los Pedros, Guillot y Migueles.

Yo apruebo a Santiago Amyot el haber dejado los nombres en latín en un sermón francés, sin alterarlos ni cambiarlos para darles una cadencia nacional. Esto parecía algo rudo al principio, pero ya el uso, merced al crédito que alcanzó su traducción de Plutarco, ha hecho que ninguna extrañeza veamos en dejarlos sin alterar. También he deseado con frecuencia que los que escriben las historias en latín, dejaran los nuestros como son en francés, pues haciendo de Vaudemont Vallemontanus, y metamoroseándolos así para aderezarlos a la griega o a la romana, no sabemos dónde estamos, y perdemos el conocimiento de ellos.

Para concluir con este aserto, diré que es una costumbre detestable en nuestra Francia y de muy malas consecuencias, el designar a cada uno por el nombre de su tierra o señorío, contribuyendo además a confundir y a hacer que las familias se desconozcan. El menor de una casa rica, que recibió en herencia una tierra con el nombre de la cual ha sido conocido y honrado, no puede, procediendo buenamente, abandonarle; diez años después de su muerte la tierra cae en manos de un extraño que toma igual dictado; calcúlese, pues, cómo de tal modo vamos a conocer a los hombres. No hay necesidad de buscar otros ejemplos: podemos encontrarlos, sin salir de la casa real de Francia, pues en ella ha habido tantas reparticiones como sobrenombres, por lo cual desconocemos el dictado mismo del tronco. Hay tan grande libertad en estos cambios, que en mis tiempos no he visto a nadie elevado por la fortuna a alguna categoría extraordinaria, a quien no se haya agregado enseguida títulos genealógicos nuevos o ignorados de sus padres, y a quien no se haya hecho injertar con alguna rama ilustre; las familias más obscuras son las más susceptibles de falsificación. ¿Cuántos gentilhombres tenemos en Francia que se creen descender de linaje real? Mayor número, según sus cuentas, que según las cuentas de los demás, dijo ingeniosamente uno de mis amigos. Hallábanse varios reunidos a fin de solventar la querella de un señor contra otro; el uno tenía a la verdad cierta prerrogativa de títulos y alianzas que le colocaban por cima de la común nobleza. Sobre el propósito de tal prerrogativa, cada cual quería igualarle, quién alegando un origen, quién otro, quién la semejanza del nombre, quién la de las armas, quién un viejo pergamino de familia, y el que menos demostraba ser biznieto de algún rey ultramarino. Como la cosa aconteció estando para sentarse a la mesa, el primero, en lugar de ocupar su sitio, retrocedió deshaciéndose en profundas reverencias, suplicando a la asistencia que le excusara por haber incurrido hasta entonces en la temeridad de considerarlos como a compañeros; y pues que había sido informado de sus timbres de nobleza, comenzaba a honrarlos según sus respectivas categorías, no siéndole ya dable sentarse en medio de tantos príncipes. Después de esta broma, lanzóles mil injurias: «Contentémonos, les dijo, por Dios, con lo que nuestros padres se conformaron, y con lo que somos; somos lo suficiente, si cada cual sabe mantenerse en su papel no reneguemos de la fortuna y condición de nuestros abuelos, y desechemos esas fantasías estúpidas, que no pueden menos de poner en ridículo a quien tiene el mal gusto de alegarlas.»

Ni los escudos de armas ni los sobrenombres tienen seguridad alguna de duración y permanencia. Mis atributos son el azul sembrado de tréboles de oro, y una garra de león del mismo metal, armada de gules, que lo cruza. ¿Qué privilegio tiene este escudo para pertenecer siempre a mi casa? Un yerno vendrá que lo trasladará a otra familia: algún comprador mezquino hará quizás de él sus primeras armas. No hay cosa que esté más sujeta a mutación y a confusión.

Esta consideración me lleva a tratar otro asunto diferente. Sondeemos de cerca, consideremos en qué fundamos esa gloria y reputación por la cual el mundo se desquicia. ¿Sobre qué fundamentos se sostiene ese renombre que vamos mendigando e implorando a costa de tan hercúleo trabajo? ¿Es, en conclusión, Guillermo o es Pedro quién merece la recompensa, aquél a quien corresponde el galardón? ¡Oh, engañadora esperanza que en una cosa perecedera remontas en un momento al infinito, la inmensidad, la eternidad, y llenas la indigencia de tu dueño de la posesión de todas las cosas que puede imaginar y desear! La naturaleza suministró con esto un agradable juguete. Y ese Pedro y ese Guillermo, qué son en conclusión, sino una palabra, o tres o cuatro trazos de la pluma, tan fáciles de alterar, que yo preguntaría como la cosa más natural del mundo: ¿a quién corresponde el honor de tantas victorias? ¿A Guesquin[373] o Glesquin, o a Gueaquin? Mayor fundamento habría aquí para cuestionar que en Luciano, quien escribió la disputa de la  imagen y la T; pues como Virgilio, sienta.:

Non levia aut ludicra petuntur

praemia[374]:

el caso es importante; trátase de saber cuál de esas dos letras debe ser retribuida por el honor ganado en tantos sitios, batallas, heridas, prisiones y servicios prestados a la corona de Francia por aquel su famoso condestable.

Nicolás Denisot no ha conservado más que las letras de su nombre, que forman anagrama, y cambió toda la contextura del mismo para edificar el de Conte de Alsinois, al cual ha gratificado con la gloria de sus obras poéticas y pictóricas. El historiador Suetonio no guardó más que el sentido del suyo; y desechando el Lenis, que era el sobrenombre de su padre, se quedó con el de Tranquilo, heredero de la reputación de sus escritos. ¿Quién creerá que el capitán Bayardo no tuvo más honor que el que le prestaron las acciones de Pedro del Terrail, y que Antonio Escalin se dejó robar a ojos vistas el honor de tantas expediciones y cargos como hizo y ejerció por mar y tierra, por el capitán Poulin y por el barón de la Garde[375]?

Consideremos además que los nombres son sólo trazos caligráficos, comunes a millares de individuos. ¿Cuántas personas existen en todas las razas con igual nombre y apellido? La historia habla de tres Sócrates, cinco Platones, ocho Aristóteles, siete Jenofontes, veinte Demetrios y veinte Teodoros. Imagínese cuántos habrán vivido de quienes aquélla no habla para nada. ¿Quién impide a mi palafrenero el llamarse Pompeyo el Grande? Mas, después de todo, ¿qué medios ni qué recursos existen para impedir que mi mismo palafrenero una vez muerto, y aquel otro hombre a quien cortaron la cabeza en Egipto, compartan la voz gloriosa de la fama, y que de ella reciban el fruto?

Id cinerem et manes credis curare sepultos?[376]

¿Qué conocimiento tienen los dos émulos en valor, Epaminondas, de este glorioso verso que tantos siglos ha corre de boca en boca:

Consillis nostris laus est attirita Laconum[377],

ni Escipión el Africano de estos otros:

A sole exoriente, supra Maeoti paludes,

nemo est qui factis me equiparare queat.[378]

¿Los vivos se embriagan con la dulzura de tales elogios, e inspirados por ellos, sedientos de celo y deseo prestan inconsideradamente por fantasía a los muertos la pasión que a ellos les anima?. Y poseídos de una engañadora esperanza se creen a su vez fuertes para experimentar aquélla Dios lo sabe. De todos modos,

Ad haec se

Romanus, Graiusque, et Barbarus induperator

erexit; causas descriminis atque laboris

inde habuit: tanto maior famae sitis est, quam

vinutis![379]

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