Capítulo XLVII

De la incertidumbre de nuestro juicio

Este verso encierra una verdad:

 [380 - 381]

«Existe libertad cabal para hablar de todo en pro o en contra». Por ejemplo:

Vince Hannibal, e non seppe usar poi

ben la vittoriosa sua ventura.[382]

Quien opinara con nuestros contemporáneos que fue un yerro el no haber perseguido a nuestros enemigos en Moncontour; o quien acusara al rey de España[383] por no haber sabido sacar partido de la victoria que alcanzó contra nosotros en San Quintín, podría alegar como prueba de su aserto que esta falta proviene de un alma cegada o la buena estrella, y de un ánimo que, encontrándose plenamente colmado por semejante comienzo de bienandanza, pierde el deseo de acrecentarla, por encontrarse demasiado imposibilitado de digerir la que ya posee. Sus brazos abarcaron por completo la fortuna, ya no puede extenderlos más; porque, ¿qué provecho experimenta el vencedor, si consiente a su enemigo adquirir vigor nuevo? ¿Qué esperanza puede tenerse de que comience un nuevo ataque cuando el enemigo se encuentre ya unido y repuesto, y de nuevo armado de despecho y de venganza, quien no osó o no supo perseguirlo cuando estaba quebrantado y atemorizado?

Dum fortuna calet, dum conficit omnia terror?[384]

Y, en suma, ¿qué puede esperar de más ventajoso que lo que acaba de perder? Porque, en una batalla, no acontece lo mismo que en la esgrima, en la cual el número de acometidas hace ganar al adversario; mientras éste se mantiene en pie deben comenzarse de nuevo los ataques; no hay victoria posible cuando ésta no pone término a la guerra. En la escaramuza en que César corrió grave riesgo cerca de la ciudad de Oricum[385], dijo a los soldados de Pompeyo, que de haber sabido éste aprovecharse de la victoria, él hubiera sido perdido. César, cuando le llegó su turno de ganar, que fue pocos días después, mostró a Pompeyo que sacaba mejor provecho de las derrotas de sus enemigos.

Mas, ¿por qué no alegar la razón contraria, y asegurar en este caso que es propio de un espíritu precipitado e insaciable el no saber poner fin a su codicia; que es abusar de los favores de Dios quererlos hacer perder la medida que el Señor les ha prescrito, y que arrojarse al peligro después de la victoria es empujar a de nuevo hacia el acaso; que la mayor prudencia en el arte militar consiste en no lanzar a la desesperación al enemigo?... Mario y Sila, en la guerra social, derrotaron a los marsos, y viendo luego que todavía quedaba una tropa de reserva que, movida por la desesperación, se les acercaba cual si fueran bestias furiosas, no quisieron hacerla frente. Si el ardor del señor de Foix no le habría impelido a perseguir con rudeza extrema a los últimos supervivientes de la victoria de Ravena, no hubiera entristecido con su muerte la batalla; sin embargo, la reciente memoria de su ejemplo sirvió a preservar al señor de Enghién de semejante desdicha en el combate de Cerisole. Es peligroso acorralar a un hombre a quien se ha despojado de todo otro medio de escapar que haciendo uso de las armas, pues la necesidad es una violenta escuela: gravissimi sunt morsus irritate necessitatis.

Vincitur haud gratis, jugulo qui provocat hostem.[386]

He ahí por qué Farax no permitió al rey de Lacedemonia, que acababa de ganar la batalla contra los mantineos, afrontar a mil argianos que habían logrado escapar de la derrota; los dejó huir con entera libertad por no probar el empuje del vigor, picado y despechado por la desdicha. Clodomiro, rey de Aquitania, después de la victoria persiguió a Gondomar, rey de Borgoña, el cual, vencido y huido como se encontraba, obligó a aquél a volver la espalda. El tesón de Clodomiro le arrancó el fruto del combate, pues fue causa de que perdiera la vida.

De un modo análogo, quien hubiera de escoger entre los dos medios siguientes, o presentar sus soldados rica y suntuosamente armados, o armados sólo de lo más indispensable, se inclinará al primer partido, del cual fueron Sertorio, Filopómeno, Bruto, César y otros, alegando que es un aguijón del honor y de la gloria para el soldado el verso bien ataviado, y una razón de más para dirigirse con obstinación al combate el tener que defender sus armas como sus bienes y heredades. Por esta razón, dice Jenofonte, los asiáticos llevaban consigo a la guerra sus mujeres y concubinas, sus joyas y riquezas más estimadas. Mas por otra parte, puede muy bien alegarse que debe más bien quitarse al soldado toda idea de conservar riquezas y que es mejor acrecentárselas, pues de aquel modo temerá doblemente el perder la vida; además, se aumenta en el enemigo el ansia de la victoria, con el fin de apoderarse de los ricos despojos de los combatientes; y se ha notado que en ocasiones, ese deseo duplicó la fuerza de los romanos en la guerra contra los saninitas. Mostrando Antioco a Aníbal el ejército que tenía armado contra los romanos, que era pomposo y magnífico en toda suerte de aprestos, preguntole: «¿Se conformarán mis enemigos con estas fuerzas? -¿Si se conformarán? ya lo creo, por muy avaros que sean.»

Licurgo prohibía a sus soldados, no sólo la suntuosidad en el apresto, sino también que despojaran al enemigo cuando le habían vencido, queriendo, decía, que la pobreza y la frugalidad brillasen en sus tropas.

En los combates, o en otro lugar cualquiera en que la ocasión nos pone cerca del enemigo, concedemos de buen grado licencia de desafiarle a nuestros soldados, de menospreciarle e injuriarle con toda suerte de improperios, y no sin visos de razón; pues no es cosa de poca monta arrancarle toda esperanza de transacción y gracia, haciéndole ver que no hay lugar a esperar tregua ninguna de quien hemos recibido tan duros ultrajes, y que no hay otro remedio más que la victoria, tal costumbre, sin embargo, engañó a Vitelio, pues en su lucha con Otón, cuyos soldados, hallándose desacostumbrados a la guerra de larga fecha y dominados por la molicie de la ciudad, aquél los molestó tanto con palabras picantes, echándoles en cara su pusilanimidad y el sentimiento de las danzas y fiestas que acababan de dejar en Roma, que por tal camino hicieron de tripas corazón, poniendo en práctica lo que ninguna exhortación había logrado de ellos, y cayeron sobre Vitelio impetuosamente. En verdad, cuando las injurias tocan a lo vivo, pueden dar fácilmente ocasión a que el que se dirigía con flojedad a la lucha por la querella de su rey, vaya en otra disposición distinta por su propia honra.

Considerando de cuánta importancia sea la conservación del jefe en un ejército, y que el fin preponderante del enemigo mire principalmente esa cabeza que sostiene todas las demás, parece que debiera aceptarse el consejo que vemos fue practicado por muchos grandes capitanes de disfrazarse en el momento de la lucha; sin embargo, el inconveniente que acarrea este medio no es menor que el que se procura huir, pues siendo el capitán desconocido de los suyos, el valor que adquieren los soldados con su presencia y ejemplo, llega a faltarles, y perdiendo la vista de sus marcas e insignias acostumbradas, le juzgan o muerto o escapado de la lucha por desesperanza de ganarla. La experiencia nos muestra que unas veces fue favorable y otras adversa esta estratagema El accidente de Pirro en la batalla que libró contra el cónsul Cevino en Italia, puede servir para inclinarnos a uno o a otro parecer, pues por haber querido ocultarse bajo la armadura de Megacles, y haberle dado la suya, pudo muy bien salvar su vida, pero le faltó poco para perder la victoria. Alejandro, César y Luculo gustaron de señalarse en el combate, cubriéndose de suntuosos atavíos de brillantes colores. Agis, Agesilao y el gran Gilipo, al contrario, iban a la guerra vestidos modestamente, sin insignias ni adornos imperiales.

En la batalla de Farsalia, entre otras censuras que se dirigieron a Pompeyo, se cuenta la de haber hecho detener a su ejército a pie firme para esperar al enemigo. Con semejante conducta (citaré aquí las palabras de Plutarco, que valen más que las mías), «debilitó la violencia que la carrera procura al primer ataque, y al propio tiempo hace desaparecer el empuje de los combatientes unos contra otros, el cual los llena de impetuosidad y furor, mejor que otro cualquiera procedimiento táctico; el choque, los gritos y el arranque duplican el calor de la refriega. Tal es el parecer de Plutarco. Mas si César hubiese perdido la batalla, hubiérase podido decir, por el contrario, que el orden de combate más fuerte y seguro es aquel en que un ejército se mantiene a pie firme, sin menearse siquiera; y que el que se detiene en su marcha, economizando y concentrando sus fuerzas en sí mismo, lleva gran ventaja contra el que se agita, el cual ha malgastado ya en la carrera la mitad de su ímpetu; además, siendo el ejército un cuerpo de tan diversas unidades, es imposible que se mueva en medio de la furia con movimiento tan exacto que el orden no altere o rompa, y que el soldado mejor dispuesto a la lucha no se halle en peligro antes de que su compañero pueda socorrerle. En la vergonzosa batalla que sostuvieron los dos hermanos persas, Clearco, lacedemonio, que mandaba a los griegos del partido de Ciro, los condujo a la carga valientemente, pero sin apresurarse; mas cuando se hallaban a cincuenta pasos del enemigo dio orden de atacar a la carrera, esperando, merced a la escasa distancia, aprovechar mejor el ímpetu y conservar el orden, procurándoles ventaja en la acometida, así para las personas como en el empleo de las armas punzantes que disparaban. Otros resolvieron esta duda en sus ejércitos del siguiente modo: «Si el enemigo corre hacia vosotros, aguardadle a pie firme; si el enemigo os espera, corred hacia él.»

En la expedición que el emperador Carlos V hizo a Provenza, el rey Francisco tuvo ocasión de elegir entre salirle al encuentro a Italia o aguardarlo en sus tierras; y bien que nuestro monarca considerase cuánta ventaja sea conservar la casa pura y limpia de los trastornos de la guerra, a fin de que, guardando íntegras sus fuerzas, pueda proveer a los gastos con recursos y hombres en caso necesario; teniendo en cuenta que, la necesidad del combatir obliga a todos a hacer sacrificios que no pueden realizarse sin pérdidas en nuestros propios dominios; que si el habitante del país no soporta de buen grado los destrozos del soldado enemigo, peor todavía resiste los del francés, de suerte que esta circunstancia podía encender fácilmente entre nosotros trastornos y sediciones; que la licencia de robar y saquear, la cual no puede ser consentida en su propio país, constituye un gran alivio a los males de la guerra, y quien no tiene otra esperanza de lucro si no es su sueldo, es difícil que se mantenga en el cumplimiento estricto de su deber, encontrándose cerca de su mujer y de su casa; que el que pone el mantel paga siempre los gastos del festín; que hay satisfacción más grande en sitiar que en defender; y que la sacudida que ocasiona la pérdida de una batalla en nuestros dominios es tan violenta, que hace muy difícil el impedir el movimiento de todo el cuerpo, en atención a que ninguna pasión existe tan contagiosa como la del miedo, ni que se adquiera más sin motivos, ni que se extienda más bruscamente; que las ciudades que oyen el estallido de esta tempestad a sus puertas, que recogen sus capitanes y sus soldados temblorosos y sin aliento, hay grave riesgo de que en ese instante de pánico tomen alguna determinación extrema, y otras mil razones análogas, de todas suertes, Francisco I se determinó a llamarlas fuerzas de que disponía del otro lado de los montes, y a ver acercarse al enemigo; pues bien pudo imaginar, en contra de todo lo expuesto, que encontrándose en su casa, entre sus amigos y vasallos, no podía menos de recabar ventajas grandes; los ríos y los caminos a su disposición, conduciríanle víveres y recursos con seguridad cabal y sin necesidad de escoltas; que tendría a sus súbditos tanto más a su albedrío, cuanto que ellos verían el peligro más de cerca; que disponiendo de tantas ciudades y murallas para su albergue y defensa, no estaba sino en su mano conducir el orden de combate según lo creyera más oportuno o ventajoso; y si le venía en ganas contemporizar, al abrigo y cómodamente podría ver enfriarse al enemigo y perder fuerzas por sí mismo, a causa de las dificultades que encontraría luchando en tierra extraña, en la que no tendría delante ni tras él, ni a su lado, nada que no lo fuese adverso, al par que no acariciaría la ventaja de refrescar o ensanchar su ejército si las enfermedades le atacaban, ni tampoco podría poner en salvo sus heridos; ni recursos ni otros víveres poseería que los que a punta de lanza se procurara, ni espacio para descansar y tomar aliento, ni conocimiento de los lugares ni del país, que pudiera defenderle de las sorpresas y emboscadas; y por último, si salía perdiendo en alguna batalla, tampoco dispondría de medios para salvar los despojos. Para adoptar uno u otro partido, presentábanse razones sobradas.

Escipión optó por ir a sitiar las tierras de su enemigo al África mejor que defender las suyas y combatirle en Italia, donde se encontraba, con lo cual salió ganancioso. Aníbal, por el contrario, se arruinó en esa misma guerra por haber abandonado la conquista de un país extranjero y preferido defender el suyo. Habiendo los atenienses dejado al enemigo en sus tierras para dirigirse a Sicilia, tuvieron la fortuna contraria; pero Agátocles, rey de Siracusa, la tuvo de su parte cuando pasó al África y dejó sus Estados ardiendo en guerra.

Así acostumbramos a decir con razón sobrada que los acontecimientos y el desenlace de los mismos dependen en las cosas de la guerra, principalmente de la fortuna, la cual se opone a plegarse a nuestra prudencia y a nuestras reflexiones, como rezan los versos siguientes:

Et mate consultis pretium est; prudentia fallax

nec fortuna probat causas, sequiturque merentes,

sed vaga por cunctos nullo discrimine fertur.

Scilicet est aliud, quod nos cogatque regatque

majus, et in proprias ducat mortalia leges.[387]

Y bien mirado, diríase que nuestras deliberaciones y consejos dependen igualmente de la fortuna, la cual con su fuerza e incertidumbre arrastra también nuestro juicio. «Razonamos temeraria y casualmente, dice Timeo en un diálogo de Platón, porque, como nosotros, nuestros juicios participan grandemente del acaso.»

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