Capítulo V

De la conciencia

Viajando un día con mi hermano, el señor de La Brousse, durante nuestros trastornos civiles, encontramos un gentilhombre de maneras distinguidas, que pertenecía al partido opuesto al nuestro. En nada conocí yo esta circunstancia, pues el personaje en cuestión disimulaba a maravilla sus opiniones. Lo peor de estas guerras es que las cartas están tan barajadas, que el enemigo no se distingue del amigo por ninguna señal exterior, como tampoco por el lenguaje, ni por el porte, educado como está bajo idénticas leyes, costumbres y clima; todo lo cual hace difícil el evitar la confusión y el desorden consiguientes. Estas consideraciones me hacían temer a mí mismo el encuentro con nuestras tropas en sitio donde yo no fuera conocido, si no declaraba mi nombre, o algo peor quizás, como lo que me aconteció una vez, pues a causa de tal equivocación perdí hombres y caballos, y me mataron miserablemente entre otros, un paje, caballero italiano que iba siempre conmigo y a quién yo prodigaba atenciones grandes, con cuya vida se extinguió una infancia hermosa y una juventud llena de esperanzas. Aquel caballero era tan miedoso y experimentaba un horror tan extremo, lo veía yo tan muerto cuando encontrábamos gente armada o atravesábamos alguna ciudad que estaba por el rey, que al fin caí en que todo ello eran alarmas que su conciencia la procuraba. Parecíale a aquel pobre hombre que al través de su semblante y de las cruces de su casaca irían a leerse hasta las más secretas inclinaciones de su pecho, ¡tan maravilloso es el poderío de la conciencia! la cual nos traiciona, nos acusa y nos combate, y a falta de extraño testigo nos denuncia contra nosotros mismos.

Occultum quatiens animo tortore flagellum.[481]

El cuento siguiente se oye con frecuencia en boca de los muchachos: Reprendido Bessus, peoniano, por haber encontrado placer en echar por tierra un nido de gorriones a quienes dio muerte, contestó que no los había matado sin razón, porque aquellos pajarracos, añadía, no dejaban de acusarle constante y falsamente de la muerte de su padre. Este parricida había mantenido oculto su delito hasta entonces, mas las vengadoras furias de la conciencia hicieron que se delatara él mismo que había de sufrir el castigo de su crimen. Hesiodo corrige la sentencia en que afirma Platón que la pena sigue bien de cerca al pecado, pues aquél escribe que la pena nace en el instante mismo que la culpa se comete. Quien aguarda el castigo lo sufre de antemano, y quien lo merece lo espera. La maldad elabora tormentos contra sí misma:

Malum consillum, consultori pessimum[482],

a semejanza de la avispa, que pica y mortifica, pero se hace más daño a sí misma, pues pierde para siempre su aguijón y su fuerza:

Vitasque in vulnere ponunt.[483]

Las cantáridas tienen en su cuerpo una sustancia que sirve a su veneno de contraveneno; de la propia suerte acontece que al mismo tiempo que en el vicio se encuentra placer, el mismo vicio produce el hastío en la conciencia, la cual nos atormenta con imaginaciones penosas, lo mismo dormidos que despiertos:

Quippe ubi se multi, per somnia saepe loquentes,

aut morbo delirantes, protraxe ferantur,

et celata diu in medium peccata dedisse.[484]

Apolodoro soñaba que los escitas le desollaban, que le ponían luego a hervir dentro de una gran marmita y que mientras tanto su corazón murmuraba: «Yo, solo yo soy la causa de todos tus males.» Ninguna cueva sirve a ocultar a los delincuentes, decía Epicuro, porque ni siquiera ellos mismos pueden tener seguridad de que están ocultos; la conciencia los descubre constantemente,

Prima est haec ultio, quod se

judice nemo nocens absolvitur.[485]

Y del mismo modo que nos llena de temor nos comunica también seguridad y confianza. De mí puedo afirmar que caminé en muchos azares con pie bien firme por la que tenía en mi propia voluntad y por la rectitud de mis designios:

Conscia mens ut cuique sua est, ita concipit intra

pectora pro tacto spemque, metumque suo.[486]

Mil ejemplos hay de ello; bastará con traer a cuento tres relativos al mismo personaje. Un día fue acusado Escipión ante el pueblo de una falta grave, y en vez de excusarse o de adular a sus jueces, dijo a éstos: «No os sienta mal el pretender disponer de la cabeza de quien os concedió el poder de juzgar a todo el mundo.» En otra ocasión, por otra respuesta a las imputaciones que le dirigía un tribuno del pueblo, en lugar de defenderse, exclamó: «Vamos allá, conciudadanos, vamos a dar gracias a los dioses por la victoria que alcancé contra los cartagineses tal día como hoy»; y colocándose al frente de la muchedumbre, camino del templo, la asamblea toda y su acusador mismo le siguieron. Y cuando Petilo, instigado por Catón, le pidió cuenta de los caudales gastados en la provincia de Antioca, compareció Escipión ante el Senado para darlas cumplidas; presentó el libro en que constaban, que tenía guardado bajo su túnica, y dijo que aquel cuaderno contenía con exactitud matemática la relación de los ingresos y la de los gastos; mas como se lo reclamaran para anotarlo en el cartulario, se opuso a semejante petición, diciendo que no quería inferirse a sí mismo tal deshonra; y en presencia del Senado desgarró con sus manos el libro y lo hizo añicos. Yo no puedo creer que un alma torturada por los remordimientos pueda ser capaz de simular un aplomo semejante. Escipión tenía un corazón demasiado grande, acostumbrado a las grandes hazañas, como dice Tito Livio para defender su inocencia en caso de haber sido culpable del delito que se le imputaba.

Las torturas son una invención perniciosa y absurda, y sus efectos, a mi entender, sirven más para probar la paciencia de los acusados que para descubrir la verdad. Aquel que las puede soportar la oculta, y el que es incapaz de resistirlas tampoco la declara; porque, ¿qué razón hay para que el dolor me haga confesar la verdad o decir la mentira? Y por el contrario, si el que no cometió los delitos de que se le acusa posee resistencia bastante para hacerse fuerte al tormento, ¿por qué no ha de poseerla igualmente el que lo cometió, y más sabiendo que en ello le va la vida? Yo creo que el fundamento de esta invención tiene su origen en la fuerza de la conciencia, pues al delincuente parece que la tortura le ayuda a exteriorizar su crimen y que el quebranto material debilita su alma, al par que la misma conciencia fortifica al inocente contra las pruebas a que se le somete. Son en conclusión, y a decir verdad, un procedimiento lleno de incertidumbre y de consecuencias detestables; en efecto, ¿qué cosa no se dirá o no se hará con tal de librarse de tan horribles suplicios?

Etiam innocentes cogit mentiri dolor[487]:

de donde resulta que el reo a quien el juez ha sometido al tormento por no hacerle morir inocente, muere sin culpa, y además martirizado. Infinidad de hombres hubo que hicieron falsas confesiones; Filoto, entre otros, al considerar las particularidades del proceso que Alejandro entabló contra él y al experimentar lo horrible de las pruebas a que se le sometió. Con todo, dicen algunos que es lo menos malo que la humana debilidad haya podido idear; bien inhumanamente y bien inútilmente a mi manera de ver. Algunas naciones, menos bárbaras en esto que la griega y la romana, que aplicaron a todas las otras aquel dictado, consideraron como cruel y espantoso el descuartizar a un hombre cuyo delito no está todavía probado. ¿Es acaso el supuesto delincuente responsable de vuestra ignorancia? En verdad, sois injustos en grado sumo, pues por no matarle sin motivo justificado hacéis con él experiencias peores que la muerte. Y que es así en realidad pruébanlo las veces que el delincuente supuesto prefiere acabar injustamente a pasar por la información más penosa que el suplicio, la cual es con frecuencia más terrible por su crudeza que la misma tortura. No recuerdo el origen de este cuento, que refleja con exactitud cabal el grado de conciencia de nuestra justicia. Ante un general, gran administrador de la misma, acusó una aldeana a un soldado por haber arrebatado a sus pequeñuelos unas pocas gachas, único alimento que quedaba a la mujer, pues la tropa lo había aniquilado todo. El general, después de advertir a la mujer que mirase bien lo que decía y de añadir que la acusación recaería sobre ella en caso de no ser exacta, como aquélla insistiera de nuevo, hizo abrir el vientre del soldado para asegurarse de la verdad del hecho, y, efectivamente, aconteció que la aldeana tenía razón. Condenación instructiva.

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