Capítulo VI

De la ejercitación [488]

Es difícil que la razón y la instrucción puedan por sí solas hacernos aptos para llevar a la práctica nuestros proyectos, aunque a aquéllas apliquemos todas nuestras fuerzas mentales, si por medio de la experiencia no ejercitamos y templamos nuestra alma al género de vida que queremos llevarla; si nuestra conducta no se ajusta a tal principio, al encontrarnos frente a los hechos tropezaremos con toda suerte de obstáculos o impedimentos. Por eso los filósofos que quisieron alcanzar en su vida alguna supremacía sobre los demás mortales, no se contentaron con esperar a cubierto y en reposo los rigores de la fortuna, temiendo que esta diosa inconstante les sorprendiera en el combate inexperimentados y nuevos; tomaron el partido de salir al encuentro, y voluntariamente se sometieron a la prueba de las contrariedades más duras: los unos abandonaron las riquezas para acostumbrarse al tormento de la miseria; los otros buscaron en el trabajo y las fatigas la austeridad de una vida penosa para endurecerse a la labor y a las contrariedades; otros se privaron de las más preciosas partes de su cuerpo, como la vista y los órganos de la generación, de miedo que el auxilio gratísimo y voluptuoso que esos órganos prestan al hombre debilitaran y ablandaran la firmeza de sus almas.

Mas en el morir, que es el acto magno que todos hemos de cumplir, la experiencia nada puede ayudarnos. Puede el hombre, auxiliado por la costumbre, fortificarse contra los dolores, la deshonra, la indigencia y otros males, pero cuanto a la muerte, sólo una vez nos es dado ver cuáles son sus efectos. Todos somos aprendices cuando su hora nos alcanza. En lo antiguo se vieron algunos hombres para quienes el tiempo fue cosa tan preciosa, que procuraron medir y aquilatar en su persona los efectos de la muerte misma, y que fortificaron su espíritu para ver en qué consistía tan terrible momento, pero no volvieron luego a la tierra a darnos cuentas de sus experiencias:

Nomo expergitus exstat,

frigida quem semel est vitai pausa sequuta.[489]

Habiendo sido condenado a la última pena Canio Julio, patricio romano de virtud y firmeza de alma singulares, por el malvado Calígula, dio maravillosas pruebas de su entereza en tan duro trance, y al llegar el momento de la ejecución, un filósofo, amigo suyo, preguntole: «¿Qué tal Canio? ¿Cuál es en estos instantes el estado de tu alma? ¿En qué se ocupa? ¿Qué pensamientos la llenan? -Pensaba yo, respondió Canio, conservar la serenidad con todas mis fuerzas, con objeto de ver si en este momento de la muerte, que es tan corto y fugitivo, podía advertir cómo el alma me abandonaba, y si mi espíritu echaba de ver cómo se alejaba de la materia, para luego, de poder hacerlo, volver al mundo a contárselo a mis amigos.» Canio fue filósofo, no sólo hasta la hora de la muerte, sino también en la muerte misma. ¡Qué seguridad tan grande y qué altivez de valor las de querer que su fin le sirviera de enseñanza y el poder disponer de sus facultades en el instante mismo de abandonar la vida!

Jus hoc animi morientis habebat.[490]

Creo, sin embargo, que nos es factible disponer de algún medio de acostumbrarnos a ella y de conocer aproximadamente cuáles son sus efectos. Podemos alcanzar alguna experiencia, si no cabal y perfecta, al menos que nos sea de algún provecho y que nos fortifique y mantenga dueños de nuestras fuerzas; podemos unirnos a ella, podemos acercarnos y podemos reconocerla; y si no nos es dable llegar hasta su fuerte, al menos nos es hacedero transitar por sus avenidas. No sin razón se considera el sueño como semejante a la muerte, por la analogía que con ella guarda: ¡cuán fácilmente pasamos de la vigilia al sueño, y cuán indiferente nos es el perder la noción de la luz y de nosotros mismos! En cierto modo podría considerarse el dormir como inútil y contra naturaleza, puesto que nos priva de toda acción, así como también del ejercicio de nuestras facultades, si no fuera que por él la naturaleza nos enseña que lo mismo fuimos creados para la muerte que para la vida, y desde el nacer nos muestra el eterno estado que nos aguarda después de la existencia para que así nos habituemos, y alejemos de nosotros el temor que la idea del acabar nos ocasiona. Los que por algún accidente violento cayeron en estado de postración física y moral que les hizo perder el uso de sus facultades, están en estado de considerar cómo la muerte va ganando nuestras fuerzas; al instante mismo del sucumbir no acompañan ninguna fatiga ni dolor, porque no podemos tener sensaciones si nos falta el tiempo para experimentarlas; nuestros sufrimientos han menester de tiempo, y como éste es tan corto y tan veloz en la hora de la muerte, necesario es que ésta nos sea insensible. La proximidad es lo que hemos de temer, y ésa puede ser objeto de nuestra experiencia.

Hay muchas cosas a que nuestra imaginación da proporciones mayores de la que tienen en realidad: yo he pasado una buena parte de mi vida disfrutando de salud cabal y perfecta, y en este particular mi existencia se deslizó alegre y bulliciosa. Ese estado, lleno de verdor y contento, hacia que considerase con horror tal la perspectiva de las enfermedades que, cuando vine a caer en ellas, encontré sus mordeduras blandas en comparación del temor que ponían en mi ánimo. Al presente, cuando me encuentro a cubierto y abrigado en una habitación cómoda, mientras por fuera reinan la tempestad y la tormenta, profeso compasión y me aflijo por los que se encuentran en campo raso; y si soy yo quien aguanta los accidentes de la naturaleza, tampoco echo de menos el abrigo. La sola idea de permanecer constantemente encerrado en un cuarto me parecía insoportable, mas bien pronto me vi en la precisión de mantenerme recogido días y semanas, enfermo y débil, y cuando recobré la salud compadecía a los enfermos mucho más de lo que me quejo cuando yo lo estoy. Una muy grande aprensión exageraba para mí en más de la mitad la esencia y realidad de los trabajos y los males. Tengo esperanza de que me ocurrirá otro tanto con la muerte, y que ésta no vale la pena que me tomo en echar mano de tantos aprestos ni de tantas seguridades como busco y reúne para mantenerme fuerte cuando llegue mi hora. Mas cuando son grandes las aventuras que nos esperan, nunca podemos prepararnos suficientemente.

Durante nuestras terceras guerras de religión, o segundas (no recuerdo a punto fijo), habiendo salido a pasear por un lugar que dista una legua de mi casa, la cual está emplazada en el punto central que sirve de teatro a nuestras trastornos civiles, creyéndome en seguridad completa y tan próximo a mi retiro, que no tenía necesidad de mayores aprestos, cogí un caballo ágil, pero poco fuerte a mi regreso, presentóseme ocasión de ayudarme del animal para un servicio que no era el que más lo acomodaba; un individuo de entre mis gentes, recio y de gran estatura, que montaba un caballo fuerte, por hacer alarde de llevarnos a todos la delantera, soltó su cabalgadura a toda brida en la dirección del camino que yo llevaba, y cayó como un coloso sobre el hombrecillo y su caballito, a quienes derribó con toda la fuerza de su velocidad y pesantez, lanzándonos a uno y a otro los pies al aire, de tal suerte que el caballo cayó por tierra completamente atolondrado, y yo fui, a dar diez o doce pasos más allá, tendido boca abajo, con el rostro destrozado y deshollado; mi espada, que montado tenía en la mano, estaba también diez pasos más allá, mi cinturón hecho añicos, y yo no tenía más movimiento ni sensaciones que un cepo. Era el primer caso que hasta ahora haya experimentado. Los que me acompañaban, después de haber intentado por cuantos medios les fue dable hacerme volver en mí, dándome ya por muerto, me cogieron entre sus brazos y me llevaron con gran dificultad a mi casa, que distaba del lugar cosa de media legua francesa. En el camino, después de haberme considerado como muerto durante más de dos horas, comencé a moverme y a respirar. Tal cantidad de sangre había caído en mi pecho, que para descargarlo, la naturaleza tuvo que resucitar sus fuerzas. Entonces me pusieron de pie, y arrojé tanta cantidad de borbotones de sangre, que casi llenaron un cubo; en el resto del camino también la expelí abundante. Así comencé a volver a la vida, pero tan poquito a poco que hube menester de bastante tiempo, de tal suerte que mis primeras sensaciones estaban mucho más próximas de la muerte que de la existencia:

Perché, dubbiosa ancor de suo ritorno,

non s'assicura attonita la mente.[491]

El recuerdo de este suceso, cuya huella tengo fuertemente grabada en mi alma, me representa la apariencia o idea de la muerte tan cerca del natural que me concilia en algún modo con ella. Cuando empecé a divisar la luz, fue de un modo tan incierto, mis ojos estaban tan débiles y tan muertos que nada podían discernir aparte de una vaga claridad:

Come quei ch'or apre, or chiude

gli occhi, mezzo tra'l sonno e l'esser desto.[492]

Las funciones del alma iban renaciendo en el mismo grado que las del cuerpo. Me vi todo ensangrentado; mi corpiño estaba manchado por todas partes con la sangre que había arrojado. La primera idea que me vino al pensamiento fue la de que había recibido un disparo de arcabuz en la cabeza, pues en el momento de ocurrirme el accidente sonaban muchos en derredor nuestro. Me parecía que mi vida estaba sólo pendiente del borde de mis labios; cerraba mis ojos para ayudar, creyendo así echarla hacia fuera, y encontraba cierta dulzura en languidecer dejar el campo libre a las sensaciones que me dominaban, las cuales nadaban en la superficie de mi alma, tan débil como el resto de mi persona, y que no sólo estaban exentas de dolor, sino que a ellas se mezclaba cierta dulzura como la que sentimos cuando empieza a dominarnos el sueño.

Creo que ése es el estado en que se encuentran las personas que vemos desfallecer de debilidad en la agonía, y creo también que sin razón las compadecemos, considerando que se encuentran agitadas por dolores crueles o que tienen el alma oprimida por una tensión penosa. Fue siempre mi opinión, contra la corriente general, incluso el parecer de Esteban de Laboëtie, que los moribundos que se encuentran así abatidos y adormecidos, cuando su fin está ya próximo o se encuentran acabados por la duración del mal, por algún accidente apoplético o epiléptico,

Vi morbi saepe coactus

ante oculos aliquis nostros, ut fuiminis ictu,

concidit, et spumas agit; lagemit, et fremit artus;

desipit, extentat nervos, torquetur, anhelat,

inconstanter et in jactando membra fatigat[493],

o heridos en la cabeza, de quienes oímos el estertor, que exhalan a veces suspiros agudos, aunque en ellos descubramos ciertos síntomas, que juntos con alguna agitación, denuncian un resto de conocimiento, siempre he pensado que tienen así el alma como el cuerpo, adormecidos,

Vivit, et est vitae nescius ipse suae[494],

y me resisto a creer que en medio de una debilidad tan grande de miembros y sentidos, aquélla pueda conservar alguna fuerza interior con que poder reconocerse. Por todo lo cual, afirmo que los moribundos no son capaces de pensamiento alguno que les atormente ni que les pueda hacer juzgar ni sentir la miseria de su estado, y que por lo mismo no debemos compadecerlos gran cosa.

Ninguna situación imagino más insoportable ni más horrible que la de tener el alma en estado de lucidez y dolorida, sin disponer de medio alguno para declararlo; tal es el caso en que se encuentran aquellos que van al suplicio, y a quienes se arrancó la lengua (bien que este género de muerte muda me parezca la más digna, cuando va acompañada de mirada serena y continente firme); y el de los pobres prisioneros que caen en manos de los soldados de esta época, que no son sino verdugos repugnantes, los cuales martirizan a aquéllos para obligarles a pagar un rescate excesivo e imposible, puestos mientras tanto a buen recaudo en estado y lugar en que no tienen medio ninguno de exteriorizar sus pensamientos y miserable condición. Los poetas imaginaron algunos dioses favorables a la liberación de los que arrastraban así una muerte lánguida:

Hunc ego diti

sacrum jussa fero, teque isto corpore solvo.[495]

Los gemidos y respuestas cortas e incoherentes que se les arranca en ocasiones en fuerza de gritarles y vociferarles en los propios oídos, o los movimientos que parecen tener alguna relación con lo que se les pregunta, no dan, sin embargo, testimonio de que viven, al menos una vida completa. Acontécenos de un modo análogo, cuando empieza ganarnos el sueño, antes de que llegue a dominarnos por completo, que sentimos de un modo vago lo que ocurre en derredor nuestro y advertirnos las palabras que se pronuncian por manera borrosa o incierta, que parece no impresionar sino las capas más superficiales de nuestra alma, y a las preguntas que se nos hacen contestamos sólo a tenor de las últimas palabras, emitiendo respuestas atinadas, más bien por azar que por reflexión.

Hoy que experimenté los efectos de la muerte, no tengo ninguna duda de que conozco bien cuáles son: primeramente, como me encontrara privado del uso de mis sentidos, forcejeaba para abrir mi corpiño con las uñas (pues no llevaba armadura), aunque nada sentía que me molestara ni me hiriera, porque efectuamos muchos movimientos instintivos que no son resultado de los actos de la voluntad:

Semianimesque micant digiti, ferrumque retractant[496]:

como por ejemplo, cuando caemos al suelo que extendemos los brazos por un impulso natural, el cual hace que nuestros miembros se auxilien los unos a los otros, y obren independientemente de nuestra actividad cerebral

Falcireros memorant currus abscindere membra...

Ut tremere in terra videatur ab artubus id quod

decidit abscissum; qumn mens tamen atque hominis vis,

mobilitate mali, non quit sentire dolorem.[497]

Tenía mi pecho oprimido por la sangre coagulada; mis manos efectuaban movimientos por sí mismas, como acontece cuando el picor acomete alguna parte de nuestro cuerpo que van derechas a él sin el dictamen de la voluntad. Vense muchos animales y hasta muchos hombres, que después de muertos mueven y contraen los músculos; por experiencia sabemos todos que algunas partes de nuestro individuo se ponen rígidas, se levantan y bajan por sí mismas. Así que estas pasiones que no nos tocan sino superficialmente no pueden en rigor llamarse nuestras; para que lo fueran precisaría que todo nuestro individuo se hallara dominado por ellas; los dolores que mientras dormimos sienten el pie o la mano no pertenecen a nuestro individuo.

Como me acercara a mi casa, donde la alarma de mi caída había llegado ya, y mi familia me acogiera con los gritos acostumbrados en tales casos, no sólo contesté algunas palabras a las preguntas que se me hacían, sino que, a lo que supe después, di también orden de que procuraran un caballo a mi mujer, a quien veía en un lugar difícil en transitar, porque el camino era muy desigual y montuoso. Parece natural que este aviso emanara de un espíritu en estado de lucidez, y sin embargo, el mío estaba muy lejos de disfrutarla: eran sólo las mías percepciones vagas y nebulosas sugeridas por los sentidos de la vista y el oído, pero no emanadas de mi alma. No sabía, por consiguiente, ni de dónde venía ni adónde iba, como tampoco podía reflexionar en las palabras que se me dirigían; mis respuestas no tenían otro origen que los efectos que producen los sentidos por hábito y costumbre; lo que alma ponía era como en sueños ligeramente tocada y como tenuemente movida por la débil impresión de los mismos sentidos. Sin embargo, mi situación era dulce y apacible, ninguna aflicción experimentaba por los demás ni por mí, era el en que me encontraba un estado de languidez y de debilidad extremas, sin ningún dolor. Vi mi casa sin reconocerla, y cuando me acostaron sentí una dulzura y reposo infinitos; pues había sufrido dolores horribles de manos de las peores gentes que me condujeron en sus brazos por un camino largo y penoso, y cuatro o cinco veces se sustituyeron los unos a los otros, lo cual aumentó mi tortura. Presentáronme toda suerte de medicamentos, pero no acepté ninguno, seguro como estaba de tener una herida mortal en la cabeza. En verdad hubiera sido aquélla una muerte dichosa, pues la debilidad de mi razón imposibilitábame de juzgar y la del cuerpo de sentir; dejábame llevar tan dulce, blanda y gustosamente, que ni siquiera puedo formarme idea de un acto menos penoso de lo que aquél era. Cuando volví a la vida y recuperé mis fuerzas,

Ut tandem sensus convaluere mei[498],

que fue dos o tres horas después, me sentí de pronto acometido por los dolores; tenía el cuerpo molido, y mi estado fue tal, durante las tres noches siguientes, que temí morir nuevamente, pero esta vez de una muerte más viva y dolorosa. Todavía me resiento de la sacudida. No quiero olvidar tampoco que la última cosa que pude tener presente fue el recuerdo de este accidente, de tal modo que hice que me refirieran muchas veces hasta las menores circunstancias: de dónde venía, adónde iba y la hora a que había ocurrido, antes de poder darme cuenta precisa del mismo. La causa de mi caída ocultábanmela en beneficio del que había sido culpable, forjándome mil historias. Mas cuando mi memoria se entreabrió, me representó clara y distintamente el estado en que me había encontrado en el momento en que el caballo vino sobre mí (pues yo lo había visto en mis talones y me tuve por muerto, idea que fue tan rápida, que no dejó tiempo para que el miedo me ganara); parecíame que fue un relámpago, cuya sacudida me hirió en el alma, y que yo volvía del otro mundo.

La relación de un suceso de tan escasa importancia sería casi insignificante si no tuviera por objeto la lección que me ha procurado; pues en verdad entiendo que para acostumbrarse a la muerte no hay cosa mejor que acercarse a ella; y como dice Plinio, cada cual puede procurarse a sí mismo una excelente disciplina como tenga la voluntad necesaria para estudiarse de cerca. No traigo yo aquí a colación mis doctrinas, sino mi particular experiencia, y no debe censurárseme si la explano: lo que sirve para mi provecho, acaso pueda también servir para el de otros. Por lo demás, ningún perjuicio puede recibir con esta relación la experiencia ajena: expongo sólo la mía, así que, si yo hago el loco, es a mis expensas, sin perjuicio de ningún otro, pues es una locura sin consecuencias que muere en mí. No conocemos más que dos o tres filósofos antiguos que hayan hollado este camino, y como de ellos sabemos sólo los nombres, tampoco tenemos noticia de si lo hicieron de modo análogo al mío. Después nadie siguió sus huellas. Es una empresa más difícil de lo que parece el seguir una marcha tan insegura como la de nuestro espíritu, penetrar las profundidades opacas de sus repliegues internos, escoger y fijar tantos incidentes menudos y agitaciones distintas, al par que una ocupación nueva y extraordinaria que nos arranca de los quehaceres mundanos, e incontestablemente de los más graves. Hace ya algunos años que no tengo sino a mí mismo por objeto de mis reflexiones, que no examino ni estudio otra cosa que mi propia persona, y si a veces mis pensamientos y miras se dirigen a otro lugar lo hago sólo por aplicarlo sobre mí o en mí, para provecho personal. Y no creo seguir un camino errado, si como se hace con las otras ciencias, sin ponderación menos útiles, comunico a los demás mis experiencias, aunque me encuentre muy poco satisfecho de mis progresos. Ninguna descripción comparable en dificultad ni en utilidad a la descripción de sí mismo[499], pues hay necesidad para ello de adornarse, metodizarse y ordenarse para comparecer ante el público; yo me adorno sin cesar, pues sin cesar me describo. La opinión general considera como vicioso el hablar de sí mismo por odio a la vanagloria que parece ir siempre unida a los propios testimonios: en vez de limpiar las narices al muchacho, esto se llama desnarizarle,

In vitium ducit culpae fuga.[500]

Encuentro mayor mal que bien en ese remedio. Mas aun cuando fuera cierto que necesariamente signifique presunción el hablar de sí mismo, no debo yo, siguiendo mi designio principal, rechazar la acción que acusa esa viciosa cualidad, puesto que ésta reside en mí, ni debo tampoco ocultar mi falta, en la cual no sólo incurro, sino que hago profesión de ella. Mas si he de expresar mi manera de ver, entiendo que es errónea la costumbre que condena el vino porque muchos se emborrachan; no puede abusarse sino de las cosas que son buenas, y creo que el precepto de no hablar de sí mismo a nadie debe aplicarse más que al vulgo. Son esas bridas para terneros, de las cuales no hubieron menester los santos a quienes oímos relatar menudamente las peripecias de sus almas, ni los filósofos ni los teólogos, ni yo tampoco, aun cuando no sea digno de que se me apliquen esos dictados. Y si no escriben constantemente de sí mismos no tienen inconveniente alguno en hacerlo cuando la ocasión se les ofrece. ¿De qué habla Sócrates más ampliamente que de él, ni adónde encamina la conversación de sus discípulos sino a platicar de sus respectivas personas? Y no de la lección de su libro, sino del ser y movimientos de sus almas. Los católicos abrimos la nuestra a Dios y a nuestro confesor como los protestantes a todo el mundo; pero declaramos sólo, se me repondrá, nuestros pecados. Nosotros lo exteriorizamos todo, pues hasta la misma virtud está sujeta a error y a arrepentimiento. Mi oficio y mi arte se encaminan a la vida; quien me prohíbe hablar conforme a mi sentir, experiencia y costumbres, ordene igualmente al arquitecto hablar de las construcciones, no según sus ideas, sino conforme a las del vecino; según la ciencia ajena, no conforme a la suya. Si no es más que pura vanagloria hacer público su mérito, ¿por qué no encomia Cicerón la elocuencia de Hortensio ni Hortensio la de Cicerón? Acaso quieren los que así opinan que testifique mis actos materialmente y no valiéndome de palabras. Yo reflejo principalmente mis pensamientos, materia informe que no puede menos de ser objeto de una labor difícil; gracias si me es dable a duras penas exteriorizarlos valiéndome de la voz, que es un cuerpo aéreo y sin consistencia. Hombres superiores a mí en virtud y en saber vivieron esquivando todo aparato exterior. Cuanto a las acciones de mi vida tienen mayor relación con la fortuna que conmigo mismo, dan testimonio del papel de aquélla y no del mío, a no ser de una manera conjetural o incierta; son muestras de una parte del individuo y no de la totalidad del mismo. Yo me presento a la manera de una pieza anatómica, en la que se ven las venas, los músculos los tendones, cada órgano en su lugar: la tos producirá un efecto; la palidez o la palpitación del corazón otros distintos, aunque nunca de un modo afirmativo. No relato mis gestos, sino mi individuo y mi esencia.

Entiendo que es indispensable la prudencia en el juicio de sí mismo, y que se debe ser concienzudo en emitir testimonios, ya sea en elogio ya en vituperio. Si me tuviera por bueno y por sabio, lo proclamaría a voces. Colocarse por bajo de lo que en realidad se es, téngolo por torpeza y no por modestia; empequeñecerse es cobardía y pusilanimidad, según Aristóteles; no hay virtud a que acompañe la falsedad, y la verdad jamás sirve de argumento al error. Proclama de sí mismo más de lo que realmente se es no es siempre presunción, a veces es torpeza: complaciéndose en traspasar la medida de lo que se es, se cae en el indiscreto amor de sí mismo, el cual a mi manera de ver constituye el fundamento de ese vicio. El remedio supremo para curarlo es practicar precisamente lo contrario de lo que aquéllos ordenan, los cuales, al prohibir hablar de sí mismo, consiguientemente prohíben el pensar en sí mismo. El orgullo tiene su asiento en la mente; la lengua no puede tener de él sino una parte ligerísima.

Paréceles que en hablar de sí propio se experimenta complacencia; que observar y sondear su alma, es quererla con exceso; mas este exceso nace sólo en aquellos que se observan superficialmente, en los que se estudian después de los negocios, en los que llaman delirio y ociosidad al comunicar las propias sensaciones, y al aplicarse en el perfeccionamiento, edificar castillos en el aire. Si hay alguien que con su ciencia se enorgullezca porque mira bajo su nivel, que convierta sus ojos por cima, hacia los siglos pasados, y se verá obligado a bajar humildemente la cabeza al encontrar tantos y tantos espíritus, a cuyos pies debe postrarse. Si es en valor en lo que alguien se cree grande, recuerde las vidas de Escipión y Epaminondas, las hazañas de tantos ejércitos y de tantos pueblos que de tan largo le aventajan. Ninguna circunstancia articular enorgullecerá a quien tenga siempre fijas en la memoria, además de su debilidad e imperfección, la miseria inherente a la humana naturaleza. Porque Sócrates puso en práctica seriamente el precepto de su dios familiar: «Conócete a ti mismo»; y por ese estudio llegó a menospreciarse, fue considerado como el sólo digno de merecer el dictado de filósofo. Quién se conozca así puede valientemente y con arrojo pregonar su ciencia por su boca.

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